En defensa del neoliberalismo
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Los secretos de Venona:
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Por Herbert Romerstein y Eric Breindel
Los
Secretos de Venona es una historia de espías. Pero no del tipo
usual. Las historias de espías típicas son ficciones que trata de
parecerse a la realidad. La historia de Herbert Romerstein y Eric
Breindel es una realidad que trata de desmentir ficciones - algunas de
las cuales tienen más de 50 años.
Las pruebas desenterradas por los autores han estado
encerradas durante el último medio siglo en algunos de los archivos más
secretos del gobierno de Estados Unidos y fuera del alcance de los que
discutieron, pública y apasionadamente, el tema del espionaje soviético
en Estados Unidos. Como tal, Los
Secretos de Venona son un estudio sobre lo que el gobierno de
Estados Unidos supo y cuando lo supo. Y la conclusión es que supo
mucho, y mucho antes que el resto de nosotros.
Venona fue el nombre que se le dio al esfuerzo por
interceptar y descifrar las transmisiones que salían durante la II
Guerra Mundial de los trasmisores radiales ubicados en el techo de la
Embajada Soviética en Washington, así como de los mensajes enviados
desde las misiones soviéticas en Nueva York y San Francisco. En 1954, más
de 20,000 de esos mensajes habían sido interceptados y transcritos. Con
todo, capturar las señales es una cosa y descifrar el código es otra
muy distinta. En 1995 se desclasificaron poco menos
de 3,000 mensajes de Venona que había sido parcial o totalmente
descifrados.
Breindel y Romerstein no hacen énfasis en la hazaña técnica
que significó romper el código, algo realmente asombroso. Sólo pudo
conseguirse porque los soviéticos cometieron un pequeño error.
Volvieron a usar claves de código que sólo deberían de usarse una
sola vez. Las claves permitían al receptor transformar las series de números
aleatorios en letras. Sólo repitieron esas claves durante unos pocos
meses a principios de 1942 pero eso bastó para abrirle una brecha a los
expertos norteamericanos. Es asombroso pero los mensajes interceptados
no fueron descifrados por poderosas computadoras sino por seres humanos
armados de lápices y poderosas mentes matemáticas. Esos hombres
tuvieron que revisar miles de páginas llenas de números sin ningún
orden aparente. Parece imposible pero encontraron patrones, y tradujeron
los números a letras cirílicas, un alfabeto que la mayoría de ellos
ni siquiera conocía.
A fines de 1946, los expertos del ejéricto
norteamericano en la instalación militar de Arlington Hall descifraron
un mensaje que indicaba que los soviéticos habían penetrado el
proyecto de la bomba atómica norteamericana y que Stalin había estado
recibiendo informes sobre el programa atómico nortemericano desde 1941.
Eso no sólo significa que Harry Truman sólo supo que Estados Unidos
tenía la bomba cuando llegó a la presidencia – como se ha comentado
muchas veces - sino que se enteró después de Stalin. Cuando Truman
hizo un aparte con Stalin en la Conferencia de Postdam para su hacer su
cautelosa declaración de que Estados Unidos había probado exitosamente
“un arma de insólita fuerza destructiva’’, Stalin lo sabía desde
hacía dos semanas, cortesía de un mensaje de “Mlad” y
“Charles” – los pseudónimos de los espías Theodore Hall y Klaus
Fuchs, que estaba en Los Alamos ayudando a preparar el ensayo de la
bomba.
Si en algunos casos Venoma confirma categóricamente la
identidad de algunos espías soviéticos, en otros casos los mensajes
interceptados estrechan el círculo pero se quedan cortos de la absoluta
certidumbre. Considere el caso de J. Robert Oppenheimer, el físico atómico,
considerado desde hace mucho tiempo sospechoso de haber pasado secretos
atómicos a los soviéticos. Cuando a Oppenheimer se le negó autorización
parta tener acceso a material confidencial en 1954, se hizo porque
muchos de sus amigos eran comunistas americanos. Lo que Venona muestra
es que muchos de esos mismos amigos no sólo eran miembros del Partido
Comunista sino que estaban activamente implicados en actividades de
espionaje en contra de Estados Unidos, y que tenían priorizado el
reclutamiento de Openheimer. Venona, sin embargo, no puede asegurar que
sus esfuerzos hayan tenido éxito.
Esas dudas no existen en relación con Harry Hopkins,
el asesor de Franklin Delano Roosevelt que, en los años de la guerra,
fue ganando un papel cada vez más importante en relaciones exteriores y
asuntos de seguridad nacional. Las simpatías de Hpkins por los soviéticos
tomaron formas insólitas: como jefe del Lend-Lease,
Hopkins intervino para presionar la aprobación de una solicitud soviética,
considerada sumamente sospechosa por altos funcionarios del Ejército,
de varias toneladas de uranio de una compañía química de Nueva York.
Bajo presión de Hopkins, la exportación de uranio fue aprobada.
Afortunadamente, la compañía no pudo satisfacer el pedido soviético.
No fue la única ocasión, según Romerstein y Breidel,
en que Hopkins aprovechó su posición oficial para ayudar a los soviéticos.
Durante el final europeo de la II Guerra Mundial, cuando el ejército
polaco cladestino se alzó contra los nazis, FDR y Churchill presionaron
a Stalin para que pemitiera aterrizar aviones con abastecimientos para
las asediadas tropas polacas. Stalin, que quería “liberar” Polonia
se negó tajantemente porque quería dar tiempo a que los nazis
aniquilaran a los rebeldes polacos. En un momento crítico, cuando
Roosevelt había perdido
interés en el asunto, Hopkins le dijo al Segundo Jefe de Operaciones
(de las Fuerzas Aéreas Estratégicas de Estados Unidos en Europa) de su
interés en retener cables de Winston Churchill o del embajador
norteamericano en Londres que pudieran reavivar el interés del
presidente norteamericano. Más tarde, en mayo de 1945, el presidente
Truman envió a Hopkins a Moscú para que se reuniera con Stalin. Aunque
la posición oficial de Estados Unidos era presionar a favor de la
celebración de elecciones libres en la Europa del este, Hopkins no dijo
nada sobre el problema de las elecciones y, en vez de eso, le dijo al
dictador soviético que Estados Unidos quería “una Polonia amiga de
la Unión soviética y que, en realidad, quería ver países amigos a lo
largo de toda la frontera soviética”.
Aunque anteriores comentaristas han caracterizado a
Hopkins simplemente como “un liberal apresurado” o inclusive, como
“un agente inconsciente” de la Unión Soviética, un mensaje Venona
de mayo de 1943 sugiere una realidad mucho más dura: el importante
“Agente 19” que transmitió las minutas de la reunión privada entre
Churchill y Roosevelt a los soviéticos no era otro que Harry Hopkins.
Aunque algunos de los agentes cuyas identidades quedan
confirmadas por Venona son nombre bien conocidos de cualquiera que esté
familiarizado con la audiencias del Comité de Actividades
Antinorteamericanas - Alger
Hiss, Julius y Ethel Rosenberg, etc – otros son prácticamente
desconocidos, son los que pudiéramos llamar los héroes anónimos del
espionaje soviético. Tomemos el caso de Theodore Hall, por ejemplo, un
brillante y excéntrico graduado de Harvard, que se alistó en el
proyecto norteamericano para fabricar la bomba atómica. Hall era un fanático
miembro de la Liga de la Juventud Comunista e informaba regularmente a
sus jefes, los espías soviéticos, sobre el progreso de las armas atómicas
norteamericanas.
Hall fue interrogado por el FBI en 1950 cuando el
descifrado de un mensaje Venona lo implicaba en espionaje atómico. Hall
mintió sobre su participación, paralizando de hecho al FBI puesto que
el gobierno no estaba dispuesto a establecer casos contra espías soviéticos
basado solamente en los mensajes Venona descifrados. Hacerlo hubiera
alertado a los soviéticos. Sin haber sido encausado, Hall se mudó a
Inglaterra en 1962 donde fue entrevistado por Romerstein en 1995. Cuando
le mostraron los mensajes Venona que comprobaban su vida como espía,
Hall se negó a confirmarlo aunque, según Romerstein, “expresó
preocupación porque, aun después de tanto tiempo, pudiera ser
encausado’’.
El episodio de Hall es un simple ejemplo de lo que el
cuidadoso trabajo detectivesco de Romerstein y Breindel muestra con
mucho detalle: como la Unión Soviética espiaba agresviamente contra
Estados Unidos, convirtiendo a cierto número de norteamericanos,
algunos de ellos en los más altos niveles del gobierno, en agentes soviéticos.
Esos agente ayudaron a la URSS a obtener armas nucleares mucho más rápidamente
de que lo hubiera podido hacerlo de otra forma. Influyeron en la política
de Estados Unidos hacia la URSS durante la guerra, así como durante la
postguerra ayudando a los soviéticos a erigir su imperio de estados títeres
en la Europa de este. En su trabajo, estos espías tuvieron la ayuda de
sus activos apologistas norteamericanos, los “anti-anticomunistas”
que denunciaban lo que calificaban de “cacería de brujas”, así
como de funcionarios tan avergonzados de la magnitud de la infiltración
que no podían soportar la vergüenza de hacerla pública.
Todo esto hace de Los
Secretos de Venona una fascinante historia de espionaje pese a
tratar de acontecimientos que sucedieron hace medio siglo.
Para Eric Breindel, que murió en 1998 a los 42 años,
este volumen representa el trabajo de una vida trágicamente truncada.
Para Romerstein, que vio culminar el proyecto, es el fruto de toda una
vida en busca de una verdad que muchos no querían ver revelada. Con su
enciclopédico conocimiento del Partido Comunista de Estados Unidos, del
espionaje soviético, así como de los movimientos “progresistas” y “por la paz” radicados
en Estados Unidos, Herbert Romerstein está en una posición perfecta
para revelar el enigma de del espionaje soviético en Estados Unidos.
Las conclusiones que saquemos de lo que él y Breindel han descifrado
dirá mucho sobre nuestro interés en separar la realidad de la ficción
en nuestra comprensión de la Guerra Fría.
Este artículo aparece en el número de diciembre
2000/enero 2001 de The American
Spectator. Traducido por Adolfo Rivero.
(The Venona
Secrets, Regnery Publishing /400 páginas/ $29.95)