En defensa del neoliberalismo
 

LA ULTIMA UTOPIA DE LA IZQUIERDA

 

John Gray

Hasta hace sólo unos pocos años, el anti-americanismo era un tributo a la hegemonía global de la cultura norteamericana y a las sólidas realidades del poder de Estados Unidos. El tributo era torpe y, sin duda, involuntario. De todas maneras era incuestionable, como lo mostraba la actitud defensiva de los críticos extranjeros de la sociedad americana y de su política exterior, y su continua dependencia de la generosidad y protección militar de Estados Unidos. Frecuentemente, el antiamericanismo europeo sólo era un sucedáneo del apoyo a los objetivos de la Unión Soviética aunque también reflejaba -especialmente entre los conservadores europeos- los resentimientos de las viejas elites que consideraban su cultura en irreversible decadencia y que percibían en la hegemonía norteamericana de la post guerra la inocencia y la arrogancia de un poder arriviste, cuya supremacía era, de todas formas, un hecho indiscutible. En este anti-americanismo coexistían la desesperación sobre las perspectivas de la cultura europea y la ignorancia de la riqueza espiritual y los logros de la civilización norteamericana. El odio hacia Estados Unidos reflejaba una sensación de amargura ante la impotencia de Europa. En el Tercer Mundo, sin embargo, el anti-americanismo y el anti-occidentalismo eran más o menos sinónimos. Allí, como en Europa, el anti-americanismo florecía en un suelo de frustradas culturas indígenas, ignorancia de la civilización americana e impotente resentimiento ante el poder de Estados Unidos. En Africa y Asia, sin embargo, Estados Unidos evocaba mayor hostilidad que los viejos poderes europeos, gracias a su oposición a las posesiones coloniales, oposición vista en el Tercer Mundo como hipócrita y como expresión de un imperialismo todavía más despiadado e invasivo. ¿Qué mejor testimonio sobre la hegemonía norteamericana de la posguerra que este resentimiento universal?

El anti-americanismo americano

En Estados Unidos, por supuesto, las décadas de hegemonía de postguerra fueron un período de un anti-americanismo nacional por lo menos tan virulento como el foráneo, especialmente de principios de los 60 en lo adelante. En realidad, es posible que el anti-americanismo americano, en su obsesiva intensidad, particularmente durante y después de la guerra de Vietnam, suministrara un modelo de anti-americanismo al mundo entero, y más obviamente al europeo. Porque fue en estos años que el anti-americanismo adquirió su forma más radical. Se convirtió en un ataque no sólo a las políticas e instituciones que prevalecían entonces en Estados Unidos sino a los valores y el modo de vida típicos de la nacionalidad misma. Para los radicales de los 60, estos eran el individualismo y el capitalismo. Para ellos, y para sus contrapartidas europeas, Estados Huidos personificaba la modernidad en su forma más extrema y amenazante: una cultura fundada en la experimentación y la innovación, desembarazada del peso de la tradición y la historia, en los que tanto la vida comunitaria como la identidad individual tenían que ser constantemente reinventadas. Puede decirse inclusive que Estados Unidos mostró a estos radicales el rostro amenazante de la modernidad, que ellos veían como una creciente anomia, es decir, como una sensación de falta de significado a la vida. Lo supieran o no -y algunos indudablemente lo sabían- los críticos radicales de Estados Unidos eran críticos de la modernidad, de la que Estados Unidos era el ejemplo más inequívoco.

Que tanto el ingenuo anti-norteamericanismo nacional como el de los críticos extranjeros expresaran un profundo temor de la modernidad está reconocido y subrayado en el amplio y admirablemente balanceado estudio de Paul Hollander: "Anti-Americanismo: los críticos nacionales y extranjeros" (Oxford University Press, 1992), El libro de Hollander analiza tanto el anti-americanismo nacional, en las universidades, las iglesias y los medios de comunicación, como el extranjero. En su exposición, Hollander establece una distinción entre la críticas legítimas, razonables de la política y las instituciones norteamericanas y la animosidad irracional hacia Estados Unidos. Es esta última actitud la que él considera como inspirada por el miedo a la modernidad. Es este temor a la modernidad el que inspira las formas más radicales del anti-americanismo: las expresadas por los norteamericanos mismos. Según Hollander, el anti-americanismo nacional también expresa un rasgo cultural típicamente norteamericano: un optimismo ideológico que, cuando inevitablemente resulta contradicho por los acontecimientos, se convierte fácilmente en cólera o rígidos prejuicios políticos.

Aquí el argumento de Hollander sugiere interrogantes que él mismo no responde. En una verdad trivial que las formas más típicas de rebelión contra la cultura establecida, es decir, el multiculturalismo, el feminismo radical, el afrocentrismo y otras, aunque pueden encontrarse en todas las culturas liberales occidentales, se manifiestan de manera más frenética, virulenta y poderosa en Estados Unidos. En ninguna otra parte, por ejemplo, el atávico y ridículo movimiento de la corrección política disfruta de nada parecido al poder que tiene aquí. Sin mucha exageración se puede decir que estos movimientos son peculiares y originales de Estados Unidos. Pero, ¿qué es lo que tiene la cultura norteamericana que la hace tan particularmente vulnerable a estas patologías? ¿Debemos suponer que la fuerza sin paralelo de estos movimientos radicales en Estado Unidos es algo simplemente accidental? ¿O es que no requiere alguna explicación el hecho de que Estados Unidos tenga actualmente la cultura más izquierdista y popular del mundo?

Los riesgos de la modernidad que evoca el anti-americanismo foráneo son muy reales. El hombre moderno se encuentra desvinculado de la tradición y de la historia y separado de cualquier fe genuinamente trascendente. Las tradiciones religiosas han sucumbido a la vieja herejía de la infinita capacidad de mejoramiento del ser humano. El proyecto de la llustración, es decir, el proyecto liberal, surge de este vacío espiritual que aspira curar. Pero una política que promete exorcizar la tragedia de la historia y promover un nuevo tipo de ser humano está destinada a chocar contra obstáculos como las formas tradicionales de vida, las afinidades culturales y nacionales, los vínculos religiosos y muchos otros.

No una nación sino una idea

El liberalismo americano no concibe a Estados Unidos como una nación al igual que otra cualquiera, basada en la afinidad lingüística y cultural, sino como una construcción ideológica cuya identidad se deriva de principios universales, especialmente la libertad civil y la igualdad humana. Para el liberal, Estados Unidos no es una nación sino una religión civil ("una idea"), y la lealtad a la misma no es una cuestión de sentimiento sino un compromiso ideológico. Pero, por supuesto, Estados Unidos también es, en primerísimo lugar, una nación que existe en la historia con un inevitable legado de tradiciones, instituciones, formas comunes de pensar y hablar. Ocasionalmente, la nación real tendrá que chocar con la religión civil. Y, dada la tendencia de la cultura americana, observada por Hollander, a dar bandazos entre el optimismo idealista y la cólera cuando su idealismo se ve frustrado, sólo era de esperar que el apego a Estados Unidos como una religión civil se manifestara como odio hacia los valores e instituciones de Estados nidos como nacionalidad histórica.

De aquí que la prueba decisiva del liberalismo en Estados Unidos actualmente sea el compromiso con el multiculturalismo, con su deslegitimización de todo lo que queda de una cultura nacional común. Este rechazo liberal de la idea de una cultura común como siendo en si misma represiva va de la mano con la idea de que Estados Unidos no es una nación como cualquier otra en el mundo sino una nación universal. Esta concepción oximorónica, patrocinada no sólo por los liberales sino por muchos otros, incluyendo a destacados neoconservadores y libertarios, expresa la convicción de que Estados Unidos es una entidad única, la primera en su clase, y la precursora de una nueva civilización universal.

Tomando la nacionalidad por descontado

Es esta visión de Estados Unidos como ejemplo de una civilización completamente nueva lo que distingue el multiculturalismo norteamericano de otros experimentos contemporáneos en construcción de naciones, como el que se está emprendiendo -más modestamente pero también con éxito- en Australia, que no está recargado con un sentido apocalíptico de una misión universal y en el que los inmigrantes se pueden integrar a una cultura nacional histórica sin tener que apoyar los dudosos valores de una religión civil liberal. Experimentos similares en construcción de naciones han sido realizados ocasionalmente en América Latina -como en Chile- con considerable éxito. Es una característica de esos éxitos que, como en Estados Unidos en una época más temprana, no cuestionan la necesidad de una cultura nacional común ni niegan que su contenido es un accidente histórico, una herencia cultural particular y no la aplicación de principios universales. Esos tipos de experimentos más modestos son típicamente más exitosos. Aunque sólo sea porque la nación a la que se unen los inmigrantes es una comunidad histórica particular, una cultura viva común más bien que la supuesta encarnación de principios universales cuyo contenido siempre resulta infinitamente discutible.

¿Qué nos dicen estos y otros ejemplos sobre las perspectivas de los Estados Unidos de hoy? El proyecto liberal de destruir una cultura nacional común en Estados Unidos, fragmentando la identidad nacional norteamericana (afro-americano, asiático-americano, hispano-americano) se ha estado desarrollando desde hace algún tiempo y ya ha tenido consecuencias probablemente irreversibles. Por supuesto, nada de esto ha disminuido los conflictos étnicos. Actualmente, Estados Unidos debe ser la democracia liberal más étnicamente obsesionada y dividida del mundo. La vida política del país se ha balcanizado en una contienda entre grupos étnicos y de otros intereses especiales que se disputan derechos y privilegios tribales. ¿Es todavía una opción real para Estados Unidos reafirmar su identidad como una nación histórica con una cultura común? ¿0 ha sido cerrada esa opción por el multiculturalismo? O, dicho de otra forma: ¿Puede Estados Unidos existir sin la religión civil de la nacionalidad universal, cuando el contenido particular de su identidad nacional ha sido en gran medida drenado o, por lo menos, desacreditado como "nativismo" (1) o "racismo'? Y ¿qué sugiere la historia sobre el destino de un estado cuya religión civil está basada en la negación de la necesidad de una cultura nacional común?

Amigos por Enemigos

La irónica respuesta, inicialmente al menos, puede ser una transformación de los enemigos en amigos y viceversa. Esto pudiera producirse cuando los críticos extranjeros de Estados Unidos encuentran en su entusiasmo ideológico un espejo de sus propias preocupaciones antinómicas. Para esos críticos, Estados Unidos encarna el proyecto moderno mismo, sobre el que tienen la más intensa ambivalencia (irónicamente, muchos de ellos fueron cautivados por el marxismo, la más fraudulenta de todas las religiones políticas modernas). Particularmente en Francia, donde el radicalismo político de moda siempre ha ido de la mano con un chauvinismo monocultural, y todavía se sabe poco del multiculturalismo (salvo algunos reconocimientos a las regiones francesas), Estados Unidos siempre ha evocado una mezcla de temor y envidia como la quintaesencia misma de la modernidad. Es percibido como la encarnación del experimento liberal en su forma más intransigente.

En la Europa post-comunista, los excesos de la contracultura americana -ahora convertida prácticamente en la cultura dominante con el ascenso al poder de los radicales de los años 60- son vistos con una mezcla de perplejidad y tristeza. Sus posiciones ideológicas racionalistas recuerdan extrañamente las de la desacreditada nomenklatura comunista. En la cada vez más confiada cultura del Este de Asia, donde las promesas del liberalismo nunca han sido tomadas muy en serio, el balcanizado caos de la vida pública norteamericana y el suicidio cultural hacia el que nuestro país parece avanzar, son vistos con menos indulgencia y provocan una reacción de incrédulo desprecio.

Paradójicamente, sin embargo, ese percibido eclipse de la hegemonía global norteamericana, esa incapacidad para confrontar sus propios problemas y esa creciente renuencia a proyectar su poderío militar excepto al servicio de ilusorios objetivos internacionalistas, han estado asociados en Europa y en Asia con una merma del anti-americanismo. Mientras Estados Unidos sufre una creciente balcanización de sus instituciones, su economía y su vida pública, su status como ejemplar único de la modernidad se ve cada vez más comprometido y, por consiguiente, el anti-americanismo pierde mucho de su razón de ser. Probablemente dentro de unos diez años el anti-americanismo se hará tan raro, tan incongruente y tan irrelevante, en términos globales, como el anti-argentinismo. Mientras la religión civil de Estados Unidos siga fallando (3) y el multiculturalismo siga deslegitimizando la identidad nacional americana, es inevitable que el anti-americanismo sólo pueda sobrevivir como un sentimiento local o un recuerdo histórico.

El evidente anacronismo de las religiones políticas en la mayor parte del mundo (de la que el liberalismo americano sólo ha sido la más exitosa) no puede sino acelerar la decadencia del anti-americanismo. Estados Unidos no será percibido como la amenazadora encarnación de la modernidad sino como un modelo marginal, como uno, y sólo uno, de los modelos de modernización, y no precisamente el más exitoso. En esta eventualidad, Estados Unidos no sería visto con hostilidad sino con creciente indiferencia.

Es probable que la marginalización de Estados Unidos se vea acelerada por la creciente introversión americana, por el viraje en las elites formadoras de opinión de una preocupación con los modelos extranjeros (Suecia o la Unión Soviética, Cuba o China) con una exclusiva preocupación con la hermenéutica de la religión civil americana en su variante liberal de izquierda: es decir, infinitas discusiones sobre cuotas de "diversidad" en la prensa, Corrección Política en las universidades, "derechos" para grupos definidos por su conducta sexual, etc. Después de todo, es difícil perseguir el proyecto liberal americano mediante la devoción a regímenes remotos y exóticos cuando estos se han colapsado, revelándose como tiranías fracasadas o adoptando las mismas instituciones de mercado americanas contra las que los liberales han luchado siempre. Este patriotismo desubicado que Paul Hollander analizó tan brillantemente en sus Peregrinos Políticos (Oxford, 1981), es difícil de sustentar cuando los países extranjeros hacia los que se ha desplazado la lealtad rechazan todos los valores que, justamente, motivaron el cambio de lealtades de los liberales. ¿Qué sentido tiene ser pro-soviético cuando los soviéticos, o su régimen sucesorio, son pro-americanos?

Un mundo que no comprenden

En estas circunstancias, es natural que la opinión liberal americana deba volverse hacia dentro, alejándose de un mundo que no comprende, un mundo inspirado por lealtades nacionales y religiosas que la ideología liberal no reconoce y que, según ella, hubieran debido marchitarse, desaparecer o perder toda significación política desde hace mucho tiempo. Es por eso que hemos visto a la opinión pública de Estados Unidos absorta por el drama del supuesto hostigamiento de Anita Hill o el juicio de O.J Simpson mientras Irán y Corea del Norte proceden plácidamente a desarrollar su capacidad nuclear ofensiva. Es por eso que, para la prensa, el gran problema de nuestra política de defensa es el papel de las mujeres y los homosexuales en las Fuerzas Armadas. Es por eso que, en general, los americanos se sienten perplejos porque Gran Bretaña no quiere diluir la soberanía británica dentro de un superestado europeo. Estos sólo son algunos ejemplos de que, en la medida en que la opinión pública norteamericana esté dominada por la ideología liberal, estará incapacitada para comprender las fuerzas que animan la vida política del resto del mundo. Y la reacción más natural a esta perplejidad será la retirada hacia un aislacionismo cultural y político. Aislacionismo en el que el liderazgo global americano se pierde por abandono. El mundo deja de confiar en Estados Unidos para su protección o deja de tomarlo como su ejemplo.

Un hecho curioso subraya esta posibilidad: la aparición en Europa, particularmente en Gran Bretaña, de un pro-americanismo en el que lo que admira es, precisamente, ¡la autoflagelación de la contracultura americana! En Francia, esta admiración por el antinomismo americano ha sido expresada por los críticos culturales post-modernos. Pero en Gran Bretaña ha conseguido expresión política y grupos de izquierda como Carta 88 promueven como ideales dignos de emulación la Ley de la Libertad de Información, los programas de Acción Afirmativa y todo el aparato anti-discriminatorio de Estados Unidos. Los teóricos izquierdistas siempre habían reservado su devoción para inaccesibles regímenes socialistas y siempre habían considerado a Estados Unidos como la encarnación del Mal. Actualmente, sin embargo, es un lugar común verlos elogiar el feminismo radical americano, los derechos a los homosexuales y el multiculturalismo como modelos a copiar por los países europeos. Esta admiración extrajera es casi un eco de la convicción de los liberales americanos de que su país no es una nación que merece una instintiva lealtad sino una idea, una religión civil que tiene que ser progresivamente materializada si el patriotismo ha de tener alguna justificación. En realidad, Estados Unidos es visto como el ejemplo de lo que el escritor izquierdista británico B.Parekh llama "la plena teoría liberal del estado" en la que la solidaridad social no depende de una historia compartida o una cultura común sino de una adherencia racional a principios universales.

Patriotismo desubicado

Actualmente, la izquierda europea manifiesta su desubicado patriotismo con este tipo de pro-americanismo. Estados Unidos es adoptado como la última esperanza del liberalismo universalista, el único experimento utópico cuyos resultados todavía están en duda. Este pro-americanismo de la izquierda europea probablemente crezca y se fortalezca en la medida en que el utópico proyecto de un estado federal europeo la desilusione encallando en los arrecifes del nacionalismo. No estamos lejos de una época en que sandalistas europeos vengan como peregrinos políticos a las costas de Estados Unidos, buscando y encontrando en las incoherencias del clintonismo un espejo de sus propias preocupaciones ideológicas. Es fácil ver como esta percepción de Estados Unidos se fundiría con la auto-absorción de los liberales americanos.

Ni el anti-americanismo, en sus formas nacionales o extranjeras, ni el nuevo pro-americanismo europeo es capaz de aprehender la prodigiosa virtuosidad de la civilización americana, su extraordinaria capacidad de autorenovación a través de crisis y conflictos. Son aspectos del genio nacional americano que los nuevos amigos de Estados Unidos, quizás más peligrosos que los viejos enemigos, siempre han menospreciado. Pero el actual peligro es muy real. Es la paradójica perspectiva de que Estado Unidos esté tan firmemente atrapado por la ideología liberal, una ideología ajena a las fuerzas políticas que dominan nuestra época, que Estados Unidos se vuelva hacia dentro, hacia la introspección y el solipsismo nacional, alejándose de un mundo incomprensible y, al hacerlo, abandone el liderazgo mundial en el que el mundo todavía confía y se apoya. Sería una de las ironías más crueles de la historia que el final de la hegemonía americana estuviera caracterizado por la disminución del anti-americanismo y el ascenso de un pro-americanismo de izquierda que se alimente de la disolución de la identidad nacional norteamericana a través del muticulturalismo liberal.

John Gray es un Fellow del Jesus College, Oxford. Su último libro es Post-Liberalism (Routledge, 1993).

El anticapitalismo moderno es fundamentalmente cultural. Su hostilidad es contra la civilización occidental (multiculturalismo) de la que la sociedad norteamericana no es más que un exponente. Los izquierdistas ya no claman por la nacionalización de las empresas. Lo que reclaman es su detallada regulación. Consideran a la sociedad americana como racista, sexista, discriminadora de las minorías, militarista e imperialista. Es una crítica todavía más extremista que la de Marx. De aquí su profunda afinidad con Fidel Castro y su renuencia a mostrarse solidarios con la oposición cubana. Tienen una enorme influencia en los medios académicos y de comunicciones. TNN no es más que un ejemplo. En este texto, "antinomia" se refiere a la hostilidad a las normas culturales tradicionales. En Estados Unidos, "liberal" quiere decir lo que en Europa o América Latina se llama "socialista" o "socialdemócrata." Adolfo Rivero Caro.