Riqueza y libertad
Adolfo Rivero Caro
En América Latina nadie cree que la dictadura cubana tenga un
verdadero apoyo del pueblo. Públicamente, sin embargo, los gobiernos
izquierdistas lo sostienen y lo afirman. ¿Por qué? Porque les
conviene. Sería políticamente suicida aceptar que el único gobierno
que ha llevado sus ideas a sus últimas consecuencias sólo ha
conseguido sumir a su país en la miseria. No sólo eso. Llevaría a
preguntarse por qué el pueblo cubano no se ha rebelado y obligaría a
explicar la existencia de una enorme maquinaria represiva. Es decir,
que no sólo se pierde la posibilidad de prosperar, sino también la
libertad.
Que tantos gobiernos hayan aceptado ocultar esto y engañar a sus
pueblos no es sólo miserable, sino revelador: envidian la dictadura
y no les interesa, en lo más mínimo, el bienestar de sus pueblos.
Esta es la realidad de la izquierda. Es cierto que esos regímenes
tratan de aliviar algunos problemas básicos de los sectores más
pobres de la población. Ese es su mérito y lo que les permite
reclutar un significativo apoyo popular. Ahora bien, nuestros
intelectuales tienen que aceptar que son incapaces de conseguir
verdadero desarrollo económico y que, a la larga, su debilidad
económica les hace prácticamente imposible garantizar esos servicios.
Cuba es el mejor ejemplo. Se sigue hablando de su educación y de su
salud pública cuando la realidad es que, desde hace mucho tiempo,
tanto sus servicios educativos como los de atención médica han
colapsado.
Ahora bien, de ninguna manera se puede interpretar esto como la
justificación de una poderosa derecha, atrasada y reaccionaria. La
izquierda no es responsable de la miseria de Honduras, de Nicaragua,
de Paraguay o de Bolivia. Es la verdad y, por consiguiente, hay que
decirlo. La alternativa no puede ser entre aceptar el status quo
o una revolución comunista. La alternativa tiene que ser entre un
vigoroso reformismo y una revolución marxista. Es necesario
estimular un grupo que quiera terminar con el asfixiante monopolio
de un puñado de familias y luche por el desarrollo. Esta es la gran
tarea de los intelectuales. Pero la crítica del status quo no
puede tomar la forma fácil de un antiamericanismo, que no es sino un
anticapitalismo mal disfrazado. Eso sólo ayuda a buscar soluciones
de izquierda, remedios que son peores que la enfermedad.
El capitalismo es un sistema de libertad individual, de libre
empresa y la libertad está esencialmente vinculada con la
desigualdad. Nada más natural puesto que los seres humanos son
esencialmente desiguales. Pero la desigualdad a la que me refiero es
el producto de la libre competencia y una de sus características es
que está cambiando constantemente. Nada más opuesto a esto que los
países controlados por un puñado de empresas que dominan el
escenario político y ponen los gobiernos a su servicio. Esta es una
desigualdad forzada, injusta y permanente. La desigualdad en una
sociedad libre es natural y tran-
sitoria. Es la superioridad de un atleta sobre otro. Es un
desastroso error confundirlas. Lamentablemente, se hace
constantemente. Permítanme un ejemplo. Hace unos cuantos años se
consideraba que IBM era una de esas empresas que controlaban el
mundo. Sin embargo, unos muchachos, trabajando en un garaje,
inventaron Windows y le arrebataron la hegemonía a IBM. ¿Verdad o
mentira?
El éxito de nuestra sociedad y de esa libre competencia ha sido tan
extraordinario que no sólo permitió que ayudáramos generosamente a
los más pobres, sino que generó la ilusión de que la sociedad era
naturalmente rica y que, por consiguiente, todos debíamos poder
disfrutar una parte proporcional de esa riqueza. Si la sociedad es
naturalmente rica, ¿por qué algunos tienen más que otros? Según esa
perspectiva, los que ganan más les están quitando a los que ganan
menos. Eso sería indiscutible si fuera verdad pero, por supuesto,
eso es totalmente falso. Muy por el contrario, que una sociedad se
haga rica es extraordinariamente raro. La naturaleza virgen es
hostil al hombre. Pensemos en la Amazonia o el Congo. Que tienen
grandes riquezas quién lo duda. Pero, ¿cómo extraerlas? Nadie lo ha
hecho hasta nuestros días.
Sociedades con enormes recursos naturales, como muchos países
africanos, son extremadamente pobres mientras que otras,
prácticamente huérfanas de los mismos, como Israel o Japón, son
ricas. ¿Qué los diferencia? Su cultura. La riqueza es el resultado
de un proceso, fundamentalmente cultural, que hace productiva una
sociedad. Hay pueblos que han conseguido esa cultura de la
responsabilidad individual y de la importancia de la productividad.
Son los pueblos ricos. Eso es lo que caracteriza a Estados Unidos. Y
esa es, justamente, la cultura que nosotros tenemos que adquirir.
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