Nuestros intelectuales y el mito revolucionario
Plinio Apuleyo
Mendoza
Por haber sido un hombre de izquierda hasta los 40 años y haber
compartido con muchos amigos convicciones, esperanzas y fervores
relacionadas con el socialismo y con experiencias tales como la
revolución cubana, creo estar bien situado para buscar una respuesta
a las siguientes preguntas: ¿por qué la gran mayoría de los
intelectuales latinoamericanos hicieron suya, sin reservas, en el
siglo XX, la causa del marxismo y de sus derivaciones
tercermundistas? ¿Por qué han asumido como posición de avanzada los
dogmas de dicho pensamiento? ¿ Por qué, de esa manera, han
contribuido a errar el rumbo de todo un continente, exaltando mitos
y aventuras revolucionarias, en vez de poner su conciencia crítica
al servicio de opciones que le permitan acceder a las ventajas o
beneficios del desarrollo, derrotar a la pobreza y consolidar la
democracia?
Intentaré dar las explicaciones que considero más relevantes a estos
desvaríos recurrentes de la intelligentsia latinoamericana. Pero
antes no sobra una advertencia: los intelectuales de otras latitudes
no han estado mejor encaminados. Analistas e historiadores que han
intentado seguir su trayectoria a lo largo del siglo XX se
sorprenden de su ceguedad y de su precipitación. En un libro
titulado “The fellow-travelers”, el historiador David Caute,
profesor en las universidades de Oxford, Nueva York y Columbia, ha
hecho un abrumador inventario de todas las tonterías que notables
escritores dijeron o escribieron a propósito del régimen soviético,
sin duda de muy buena fe, en los años treinta, que fueron por cierto
los más terribles del estalinismo. “Mañana dejo esta tierra de
esperanza - decía, por ejemplo, Bernard Shaw - para regresar a
nuestros países occidentales de desesperanza”. A su turno, los
novelistas norteamericanos Theodoro Dreisser y Upton Sinclair
alababan al régimen soviético por la ausencia de ladrones y de
corrupción en la URSS, en tanto que Waldo Frank percibía allí “una
gran energía potencial” y su colega Edmund Wilson situaba aquel país
en “la cumbre moral del mundo”. Parecidos elogios a aquel régimen
totalitario, responsable de deportaciones masivas, “gulags” ,
colectivización forzada de tierras, harían los franceses Anatole
France , Romain Rolland y los Joliots Curie, así como notables
autores británicos y alemanes. Ninguno de ellos perdonó a André Gide
que hubiese publicado su “Regreso de la URSS”. Después de la segunda
guerra mundial, Jean Paul Sartre, para quien el compromiso fue una
elección y una ética, defendió también al régimen soviético e hizo
suya las causas de China, Cuba, Argelia, Vietnam basado en dos
concepciones igualmente equivocadas: que el capitalismo era el mayor
de los males del universo y el socialismo su necesaria réplica
histórica. Gide, en un momento de su vida, creyó lo mismo pero acabó
dándose cuenta a tiempo de la realidad del régimen soviético. “Tengo
que decir la verdad”, dijo, y ello, según lo registra Octavio Paz,
le costó “largos y agonizantes debates interiores”. Sartre no hizo
esta apostasía. Apenas vio petrificarse en una casta burocrática el
socialismo a la soviética, optó por apoyar otros desvaríos: el
maoísmo y el tercermundismo más agreste. “Me produjo fiebre -
recuerda hoy el escritor y periodista francés Jean Daniel, a
propósito del prólogo escrito por Sartre al libro “Los condenados de
la tierra” de Frantz Fanon - leer aquello de que un colonizado no
podía encontrar su salvación sino en el asesinato de un colono y un
negro, en el de un blanco”.
Me apresuro a decir que no era el suyo un caso de deshonestidad.
Sartre fue un hombre profundamente honesto. También lo era Julio
Cortázar, a quien conocí de cerca: cándido y honesto. Simplemente el
francés y el argentino, como muchos europeos y muchos intelectuales
latinoamericanos, fueron seducidos por una utopía intelectual que
parecía condenar a una muerte cierta a la democracia liberal y la
economía de mercado y pintaba con trazos luminosos el camino hacia
una sociedad sin clases. No veían ellos, pues, la realidad
deplorable de un sistema, sino su exaltación ideológica.
Los intelectuales que tuvieron o han tenido la lucidez de anteponer
a esta clase de enajenaciones los valores de la libertad y del
individuo como Albert Camus, Raymond Aron, Jean Francois Revel y, en
el continente latinoamericano, Octavio Paz o Mario Vargas Llosa, han
sido a menudo descalificados en los ámbitos académicos y
universitarios como exponentes de un pensamiento de derecha,
etiqueta que los ubica al lado de los privilegiados y entre los
defensores de un orden social y económico impugnable. Son las
deformaciones propias de una ideología que divide al mundo en
progresistas y reaccionarios de igual manera que los escolásticos lo
dividían entre creyentes y herejes.
MÁSCARAS DE LA REALIDAD
¿Por qué nuestros intelectuales son tan propensos a dejarse embrujar
por supersticiones ideológicas? Friederik von Hayek y Octavio Paz
han dado buenas respuestas a esta pregunta. Para Hayek la
superstición nace cuando alguien cree saber más de lo que en
realidad conoce. Y los intelectuales tienden a pensar, por
influencia de su propia manipulación de ideas, fábulas poéticas o
narrativas, que se puede rehacer el mundo a partir de un proyecto de
sociedad teórica. El socialismo, en este sentido, es para él un
error de intelectuales; es decir, una creación puramente ideológica,
un postulado sin asidero en la realidad, un sueño de sociedad
igualitaria, sin clases y sin afanes de lucro. Expresa una nostalgia
de la sociedad arcaica y de la solidaridad tribal. Es, en suma, una
utopía. En cuanto deja de serlo para convertirse en una realidad
política, institucional y económica desemboca fatalmente en un
sistema totalitario, regido por un pensamiento único. Su único
beneficiario es una casta burocrático-militar. El liberalismo, en
cambio, no parte de una construcción teórica. “Ningún intelectual
-ha dicho Hayek- decidió un día crear una organización que debería
llamarse capitalismo o economía de mercado”. Esta ha nacido de un
orden espontáneo en el que concurren tan incontables decisiones,
tantas que ningún ordenador podría registrarlas. La pretensión de
que el poder político pueda sustituir ventajosamente este juego tan
complejo y plural no ha sido sino un desvarío. Y de hecho, las
sociedades donde la iniciativa individual es libre han resultado más
prósperas que las sociedades de economía planificada.
En América Latina, en forma más acusada que en Europa, los
intelectuales toman del socialismo no la realidad fraudulenta y
desastrosa que hizo colapso en la Unión Soviética y los países del
este europeo sino el postulado teórico, el sueño de la sociedad
igualitaria; sueño generoso que confrontan con todos los vicios,
desigualdades e injusticias percibidas por ellos en el único
capitalismo que hemos tenido: el capitalismo mercantilista en el
cual no se juega con las limpias cartas de la competencia y del
mercado sino con los favores, prebendas o privilegios deparados por
el poder. De esta confrontación, la utopía o las ideologías que la
postulan salen siempre vencedoras si hay una disposición cultural o
intelectual propensa a sacralizarlas, en vez de verlas como
supersticiones. Y esto es lo que le ha ocurrido a nuestros
intelectuales por actitudes y hábitos que, según Octavio Paz, nos
vienen del tomismo y la neoescolástica.
“ Sus abuelos -dice Paz- juraban en nombre de Santo Tomás, ellos en
el de Marx, pero para unos y otros la razón es un arma al servicio
de una verdad con mayúscula. La misión del intelectual es
defenderla. Tienen una idea polémica y combatiente de la cultura y
del pensamiento: son cruzados. Así se ha perpetuado en nuestras
tierras una tradición intelectual poco respetuosa de la opinión
ajena, que prefiere las ideas a la realidad y los sistemas
intelectuales a la crítica de los sistemas”.
Entre nosotros, recuerda Paz, las ideas han tenido vida propia
disociada de la realidad. Hicimos la independencia en nombre de unos
postulados, pero ello no dio lugar a sociedades más libres y
modernas como pudo ocurrir con las revoluciones en Estados Unidos o
en Francia. “Las ideas tuvieron función de máscara; así se
convirtieron en una ideología, en el sentido negativo de esta
palabra, en velos que interceptan y desfiguran la percepción de la
realidad”. De esta manera, fácilmente, el marxismo se convierte en
nuestros intelectuales en una creencia y no en un sistema que, a la
luz de los Estados y sociedades a que dio lugar, tanto en Europa,
como en la China, Vietnam o Cuba, debería ponerse en tela de juicio.
Pero esta propensión a las alucinaciones ideológicas por atavismos
culturales, no lo explica todo. Circunstancias muy especiales de
nuestra historia política influyeron en los intelectuales para mirar
con simpatía, cuando no para abrasar abiertamente, las llamadas
causas revolucionarias en el continente. Me refiero a dos fenómenos
que por mucho tiempo estuvieron estrechamente relacionados entre sí:
las dictaduras militares y el apoyo que recibieron del Departamento
de Estado norteamericano. Para ser justos, debemos decir que no es
este el caso hoy en día, cuando prevalecen en América Latina los
gobiernos democráticos y cuando no hay luz verde para regímenes de
fuerza por parte de Estados Unidos. Pero no fue ésta la situación en
las épocas más álgidas de la guerra fría. Entonces, ante la amenaza
comunista que se extendía por el mundo, prevalecía en más de un
presidente norteamericano y en secretarios de Estado con vocación de
halcones como el señor Foster Dulles la idea de que la única manera
de conjurar este peligro era con gobiernos fuertes sustentados en
las Fuerzas Armadas de cada país. Sabemos de sobra que dictaduras
como la de Somoza, en Nicaragua, Leonidas Trujillo, en la República
Dominicana, Odría, en el Perú, Batista, en Cuba, Pérez Jiménez, en
Venezuela y otras del mismo perfil fueron vistas en Washington en el
más benévolo de los casos como un mal necesario, y otras como la
Pinochet, en Chile, o la de Videla en Argentina se impusieron con su
abierto apoyo en nombre de una cruzada anticomunista.
Muchos latinoamericanos de mi generación, que alcanzaron a padecer
este tipo de regímenes y que, al mismo tiempo, fueron testigos de la
feroz represión desatada por ellos contra las organizaciones de
izquierda, en las cuales militaban centenares de estudiantes,
profesionales, artistas, periodistas, sindicalistas y educadores,
simpatizaron con su causa y con frecuencia la hicieron suya viendo
en la política americana una expresión del imperialismo y en el
socialismo su única y efectiva fuerza internacional de contención.
La polarización derivada de la guerra fría y de las implicaciones
que ella tuvo en América Latina no permitía entonces medias tintas
ni evaluaciones más ponderadas de uno y otro sistema. Tal vez la
nuestra fue una situación similar a la que vivió España cuando
estalló la guerra civil. El franquismo, apoyado por Hitler y
Mussolini, puso en el bando republicano a liberales, socialistas,
anarquistas y comunistas enmascarando las divergencias sustanciales
que podía haber entre ellos en nombre de la solidaridad frente a un
enemigo común. De igual manera, frente a la tortura, a las
desapariciones y al exilio forzado, la causa del llamado mundo libre
nos parecía irrisoria pues no veíamos en ella la defensa real de
unos principios democráticos sino la preservación de intereses
capitalistas.
En este contexto, la revolución cubana apareció como la única salida
veraz a una situación desesperanzada, en la cual los cambios por la
vía legal o institucional podían ser anulados por la intervención de
las Fuerzas Militares, convertidas en perros guardianes de un orden
tradicional acribillado de injusticias. De ahí que, con la
aristocrática excepción de un Borges, las figuras más destacadas de
la intelligentsia latinoamericana vieran a Castro o a Guevara como
liberadores y estuvieran dispuestas a extenderles un cheque en
blanco sin poner en duda la honestidad de sus propósitos. Mirando
hoy retrospectivamente el proceso de la revolución cubana, uno
descubre que a partir de su primero o segundo año muchos de sus
desvaríos en el campo de las libertades públicas y del manejo
económico, para no hablar de la implantación de un férreo sistema de
control policial, eran patentes, como lo revela el extraordinario
libro “La lune et le caudillo” de la escritora francesa Jeannine
Verdès-Leroux. La ruptura de un cierto número de ellos con el
régimen cubano sólo se produjo en 1971, a raíz de la detención en la
Habana del poeta cubano Heberto Padilla. Pero son probablemente más
numerosos los escritores que expresan todavía su solidaridad al
régimen de Fidel Castro, considerando que a él o a la revolución se
deben importantes conquistas en el campo de la salud y de la
educación y que las penurias de la isla se deben esencialmente al
bloqueo norteamericano. Y por parcialidad ideológica, ellos suelen
retener de la revolución cubana lo que consideran sus conquistas,
sin poner en la balanza realidades abrumadoras como la represión, la
penuria generalizada y el exilio de quienes no han querido aceptar
un régimen comunista.
LA COARTADA TERCERMUNDISTA
Detrás de estas posiciones, que muchos de nuestros intelectuales
comparten con académicos y universitarios, palpita un viejo complejo
latinoamericano frente a Estados Unidos, producto de una dolorosa e
inevitable comparación. ¿Por qué aquel país es rico y los nuestros
son pobres? ¿Quién tiene la culpa? A los pueblos, como a los
individuos, no les gusta asumir la responsabilidad de sus propios
fracasos. El venezolano Carlos Rangel supo demostrar como el
tercermundismo respondía a esta necesidad de transferir la culpa
propia endilgándosela a los países ricos del primer mundo y muy en
especial a Norteamérica. Es, una vez más, una respuesta ideológica.
De acuerdo con ella, la pobreza de América Latina sería el resultado
de un voraz saqueo de nuestras riquezas. Nuestras materias primas
serían compradas a precios irrisorios. No se nos pagarían por ellos
el precio justo. Como afirma Eduardo Galeano en “Las venas abiertas
de América Latina”, en una ingrata división de tareas impuesta por
los países ricos, a nuestra región le correspondería el triste papel
de sirvienta obligada a atender las necesidades de éstos como
“fuente y reserva del petróleo y del hierro, el cobre y las carnes,
las frutas y el café, las materias primas y los alimentos”.
En un capítulo del “Manual del Perfecto idiota latinoamericano”
hemos demostrado con Carlos Alberto Montaner y Alvaro Vargas Llosa
las falacias y necedades de este victimismo. Así como no se puede
derogar la ley de gravedad, tampoco se puede impedir el libre juego
de la oferta y la demanda en las transacciones económicas a fin de
establecer una asignación de valores justos a los bienes y
servicios. Nadie con dos dedos de frente ha podido determinar cuál
debería ser el precio justo del café o del azúcar y quien, si no es
el mercado, tendría la autoridad para determinarlo. No es el caso
entrar a analizar semejante disparate. Lo que importa es señalar que
si más de un intelectual nuestro tiende a acreditar la versión de
que somos víctimas de una explotación sin entrañas por parte del
mundo capitalista desarrollado, la respuesta a semejante situación -
durante muchas décadas del siglo pasado - no pudo ser sino el
socialismo. Fracasado este modelo en la Unión Soviética y los países
del este europeo, muerto por implosión, o sea por obra de sus
propios desastres, quedan en algunos intelectuales latinoamericanos
residuos de la moribunda ideología marxista. El primero es el sueño
de la sociedad igualitaria, que ahora, despojado del lastre del
“socialismo real”, recupera su primitiva condición de utopía. El
segundo, es de todas maneras el horror al capitalismo ahora
identificado con el llamado por ellos neoliberalismo o
ultraliberalismo y con la globalización. Y, de todas maneras, la
noción subliminal de la revolución, ahora encarnada en movimientos
como el acaudillado por el subcomandante Marcos en México. Es más un
juego fetichista que otra cosa; quizás un alarde lírico, un simple
rechazo amputado de alternativa real, puesto que la realidad ha
demostrado que fuera de la economía de mercado, en cualquiera de sus
variantes, no existe otro modelo viable.
Convertido en utopía, y en utopía a menudo sangrienta, el sueño
revolucionario tan fervorosamente cortejado por tantos intelectuales
latinoamericanos, podría pensarse que a éstos no les queda más
salida que la resignación. Desde luego, tal actitud ninguno podría
aceptarla, pues la realidad del continente a primera vista no puede
ser peor. La pobreza de grandes sectores de la población es
abrumadora. Las desigualdades son vistosas e inaceptables. La
venalidad política, el clientelismo, los privilegios son las llagas
de una sociedad enferma. Rebelarse contra todo eso no es sólo
legítimo sino saludable e imprescindible. Sólo que esa rebelión ante
los desastres de nuestra realidad debe ser lúcida y no enajenada.
Las utopías encubren casi siempre un engaño, ya que , apoyándose en
aspiraciones legítimas, generan violencia y opresión. Es hora de
romper el mito guevarista de que la violencia es la gran partera de
la historia. La civilización, el respeto de los derechos
individuales y la modernidad no están en la punta de un fusil. La
vía más eficaz para afrontar nuestros conflictos y problemas es el
ejercicio incesante de un pensamiento crítico. Y es ahí donde el
intelectual puede jugar al fin un verdadero papel de vanguardia.
Julio,
2009 |
|