En defensa del neoliberalismo
 

Las plañideras

 
 
Adolfo Rivero

Todo el mundo reconoce que Estados Unidos puede ser víctima, en cualquier momento, de un devastador ataque nuclear o bacteriológico. Y, sin embargo, cuando se disminuyen mínimamente las restricciones legales a las investigaciones del FBI, un espantado coro de plañideras socialistas (''liberales'') nos quiere convencer de que las libertades civiles de nuestro país están gravemente amenazadas. Que no se preocupen tanto. Antes de Jimmy Carter ningún presidente observó nunca las actuales restricciones.

En realidad, éstas no son más que otra triste herencia (junto con la cultura de la droga y el odio contra las fuerzas armadas y los organismos de inteligencia, entre otras) de la fiebre revolucionaria de los años 60, cuando los jóvenes izquierdistas llamaban Amerika a Estados Unidos, implicando que era un estado fascista, y trataban de transformar radicalmente ''el sistema''. Aquella época vio el apogeo de revueltas donde numerosas ciudades fueron incendiadas y vandalizadas, cuando los revoltosos tomaban ''revolucionariamente'' una universidad tras otra ante la impotencia o complicidad de los claustros aterrorizados. Muchos de esos revolucionarios (Angela Davis es un ejemplo entre muchos) se quedaron en las universidades como profesores, desde donde siguen ejerciendo su corrosiva influencia hasta el día de hoy. Con el apoyo de los liberales americanos en el Congreso, que simpatizaban con la crítica revolucionaria a la sociedad estadounidense, los revoltosos consiguieron restringir sustancialmente la capacidad de autodefensa de la nación. No es casual, por ejemplo, que los derechos Miranda se establecieran en 1966. Las consecuencias fueron inmediatas. Entre 1950 y 1965, la policía solucionaba 60 por ciento de los delitos violentos. Después de Miranda, como es lógico, cayó verticalmente.

En la paranoia posterior a Watergate en los años 70, una comisión senatorial encabezada por Frank Church, un liberal demócrata por Idaho, supo que el FBI espiaba a ciudadanos americanos. La Comisión Church llegó a la conclusión de que el FBI había estado actuando inconstitucionalmente al vigilar a los que protestaban contra la Guerra de Vietnam y participaban en las luchas por los derechos civiles, incluyendo a Martin Luther King Jr. Un grupo de ofendidos senadores demócratas (liberales), encabezado por Ted Kennedy, decidió limitar las capacidades de espionaje del gobierno federal. Es bueno precisar que el secretario de Justicia que había ordenado la vigilancia de Luther King Jr. había sido Robert Kennedy.

Bajo la Ley de Vigilancia de Inteligencia Extranjera (Foreign Intelligence Surveillance Act, FISA), que Carter firmó en 1978, no se pueden intervenir los teléfonos, o tomar cualquier otra medida de espionaje contra presuntos terroristas a no ser que el secretario de Justicia haga la solicitud correspondiente ante una corte especial. Para obtener autorización de la corte, sin embargo, el secretario de Justicia no puede simplemente plantear que el sospechoso es miembro de un grupo terrorista. Además tiene que tener una ''causa probable'' de que ha realizado, o esté conspirando para realizar, un acto terrorista. Pero, por supuesto, estas pruebas son las que precisamente no se pueden conseguir sin algún tipo de espionaje. De esta forma se crea un insoluble círculo vicioso.

La realidad es que estas limitaciones son las que probablemente le hayan impedido al FBI frustrar los ataques del 11 de septiembre. El FBI sabía que Moussaoui, detenido en Minneapolis por violaciones de inmigración, había pasado dos meses en Pakistán, donde Al Qaida reclutaba a muchos de sus agentes. También sabía que había asistido a una escuela de aviación, donde había mostrado un curioso interés en si las puertas de las cabinas podían abrirse durante el vuelo. Bajo las estrictas regulaciones de FISA, sin embargo, el FBI carecía de ''causa probable'' para poder intervenir el teléfono o la computadora de Moussaoui. Por consiguiente, el FBI perdió su mejor oportunidad de averiguar los vínculos de Moussaoui con sus compañeros: los secuestradores de los aviones del once de septiembre.

Estados Unidos no era ninguna dictadura fascista antes de la presidencia de Jimmy Carter. Ninguno de los presidentes que lo precedió observó las actuales restricciones al espionaje interno. Durante los dos primeros siglos de nuestra historia, las amenazas a la seguridad nacional eran contrarrestadas sin necesidad de ninguna orden judicial. Y el Tribunal Supremo había reafirmado la legalidad de esa vigilancia en cuestiones de seguridad nacional.

El espionaje del FBI no fue la creación de reaccionarios derechistas. Fue Franklin Delano Roosevelt el que ordenó vigilar en 1936 a los simpatizantes fascistas.

El verdadero remedio a cualquier posible abuso es castigar a los abusadores. Existen leyes para eso. El Omnibus Crime and Control and Safe Streets Act de 1968, por ejemplo, prohíbe divulgar la información obtenida en los teléfonos intervenidos. Aunque la reciente Patriot Act suaviza algunas de las restricciones de la FISA, el FBI todavía no puede interceptar comunicaciones y todavía necesita demostrar una ''causa probable'' para poder obtener una orden judicial que le autorice realizar una intervención telefónica o un registro.

Las actuales restricciones a la actividad del FBI fueron impuestas por los revolucionarios de los años 60 y 70 a través de sus simpatizantes en el Congreso y constituyen un formidable obstáculo para la defensa de la nación contra la posibilidad de un ataque con armas de destrucción masiva. En realidad, siempre fueron un desesperado esfuerzo por debilitar la nación ante la arremetida de los revolucionarios. Ese feroz espíritu antiamericano, que nos quiere desarmar porque en el fondo odia a esta sociedad, sigue más activo y militante que nunca. Así lo evidencian todos los días las actividades en las universidades, las irritadas quejas de los musulmanes americanos o las ofendidas demandas de la ACLU, entre muchas otras. Es hora de comprenderlo y confrontarlo antes de que ese trabajo de zapa le haga pagar a la nación un precio terrible.