LIBERTAD Y LIBERALIZACIONES
por Orlando Márquez/Cuba
omarquezh@iglesiacatolica.cu
Hace unos años, de visita en York, Reino Unido, me interesé por
conocer sobre personas que veía deambulando por la ciudad, los
homeless o “sin-casa” que tanto se oye mencionar. Hablé con algunos
de ellos y con responsables de instituciones públicas y privadas
encargadas de atenderlos. Contrario a lo que yo pensaba, hay muchas
circunstancias que determinan en ese país, o en otros, la condición
de homeless. De hecho, en aquel país una persona puede oficialmente
ser declarada homeless aunque tenga una casa, si se prueba que no
puede permanecer en ella, lo cual le permite recibir ayuda del
gobierno local. De modo que quienes yo veía en la calle deambulando
no eran homeless , sino rough sleepers según la ley, personas que
dormían a la intemperie. Algunas de estas personas ocasionalmente
iban a dormir a centros de atención, pero la mayor parte iba solo a
comer algo o cambiar su ropa y preferían dormir en la calle. Cuando
pregunté por qué no los recogían a todos y los mantenían internos, y
así se garantizaba alimentos, cuidados y atención médica de conjunto,
además de evitar ese feo espectáculo en las calles de tan hermosa
ciudad, me dijeron: “Aquí no se hace eso. Este es un país libre. Si
ellos quieren dormir en un refugio o debajo de un puente nadie se
los puede prohibir, siempre que no molesten o agredan a otros”.
Aprendí que yo estaba equivocado, que había digerido o asumido ese
concepto erróneo muy difundido en mi país: el pretendido
ordenamiento social riguroso, ese excesivo control uniformador. A
pesar de que, desde hace tiempo, tengo mis propios criterios en
muchas cosas, había hecho mía una idea que no me permitía ver que la
libertad de cada hombre es suya y no depende ni siquiera de mis
conceptos de salud pública u orden social. La ley y las
instituciones en York, tanto públicas como privadas, tienen planes
concretos para reducir el número de personas en estas condiciones
(en realidad eran unas 15) y prepararlas para integrarse plenamente
en la sociedad, pero entre esos planes no está retirarlas del
espacio público por decreto o el uso de la fuerza. Quizás la idea de
libertad de aquellos rough sleepers no fuera muy académica, les
bastaba saber que un día podían dormir en el hostal Arc Light y al
siguiente alimentarse en el comedor del Ejército de Salvación, o
pedir algo por la puerta trasera de la pizzería más importante de la
ciudad. Esa era su libertad.
El problema de la libertad es tan antiguo como la misma vida humana,
creada en y para la libertad. El deseo de dominar o hacer valer
nuestros intereses o criterios sobre las personas que nos rodean
forma parte de nuestra naturaleza, quizás esto tenga su origen en un
instinto primario de sobrevivencia, de percibir que nuestra
existencia peligra si prevalece el criterio de otros. Durante siglos
de progreso humano existieron esclavos y esclavistas, vasallos y
señores que podían disponer de la vida y los bienes de los súbditos;
pero el verdadero salto al desarrollo llegó cuando el concepto de
libertad se entendió de modo universal. Es cierto que continuaron
los viejos vicios de dominación, adaptados ahora a las nuevas
tecnologías, pero el bien inmenso del reconocimiento de la libertad
como un derecho de todas las personas ha sido decisivo para el
desarrollo humano y el progreso social.
Creados a imagen y semejanza de Dios implica que hayamos sido,
forzosamente, creados libres. La libertad no se construye, ni se
enseña ni se concede. La libertad es un derecho y, por tanto, se
ejerce. Un derecho individual que plantea un reto colectivo: todos
necesitamos ejercer ese derecho personal, pero debemos hacerlo
respetando el mismo derecho en los demás. Si así no fuera, habría
caos, y para evitar el caos se aplican las leyes, que deben ser
justas para ser acatadas con respeto.
En su encíclica sobre la esperanza Spe salvi , el Papa Benedicto XVI
afirma que el error fundamental de Marx al concebir su atractiva y
revolucionaria propuesta social, estuvo en considerar que al
solucionar el problema económico con la eliminación de los abusos de
los capitalistas, se solucionarían para siempre todos los problemas
sociales. Era una concepción materialista que ignoraba la naturaleza
humana, resistente siempre a los moldes uniformantes, los planes
igualitaristas y las restricciones antinaturales. Marx olvidó al
hombre y su libertad, dice el Papa, olvidó “que la libertad es
siempre libertad, incluso para el mal” (ojo, el Papa no justifica el
mal). Hay que aprender sobre ella cada día, y conquistarla cada día,
porque cada día nos la pueden escamotear y también, cada día, se la
podemos escamotear a otros.
Se comprende que libertad no es sinónimo de libertinaje, o hacer lo
que me dé la gana, donde me dé la gana, a quien o con quien me dé la
gana, según la distorsionada concepción de la tolerancia. Este
último argumento llegó a constituirse en lo que algunos llaman
ideología tolerante, aquella que pretende desconocer toda referencia
a las buenas tradiciones, valores e incluso a cualquier forma de
autoridad, en defensa de una supuesta emancipación, autonomía y
elección personal que “no hace mal a nadie”. Es cierto que la
libertad se expresa también como el ejercicio de elegir entre dos o
más opciones, pero es mucho más que eso, pues toda opción implica
elegir entre un bien y un mal o, cuando menos, entre un mal mayor y
un mal menor. Mi elección, aunque yo lo ignore, siempre es
considerada éticamente, tanto si aquello que elijo tiene que ver
exclusivamente conmigo o afecta la libertad de otros.
En nuestro país se oye con más frecuencia la invitación, por parte
de ciertos dirigentes políticos, a responder con ideas a las
críticas al modelo social que impera entre nosotros, a convencer con
argumentos a los que no comprenden el proceso, etc. También proponen
esto científicos sociales, periodistas y hasta algunos que envían
sus cartas para ser publicadas los viernes en el diario Granma. Es
un modo civilizado de actuar, totalmente distinto a la violencia
revolucionaria defendida y practicada por otros. La violencia es
siempre una expresión primaria, una condición latente y connatural
también a nosotros, pero que es preferible y posible dejar de lado.
Incluso entre ella y la moderación, somos libres de elegir. Ahora
bien, en esta invitación a convencer con argumentos, que es práctica
de civismo y de razón, ¿hay una aceptación implícita a la libertad
ajena a pensar diferente, y por tanto una aceptación de intereses
distintos dentro de una misma sociedad, o es solo la invitación a
convencer o disuadir? En otras palabras, ¿es una invitación al
diálogo o al monólogo?
Porque si efectivamente se da un gran salto al intentar persuadir a
quien piensa diferente, apelando a la razón y no a la fuerza, es
inevitable que afloren otras preguntas que también merecen
respuestas en el orden práctico: ¿qué pasa si las razones y
argumentos no convencen?, ¿qué pasa si el otro me quiere convencer a
mí?, ¿voy a convencer convencido de que la verdad la tengo yo, o voy
a convencer sabiendo que tal vez pueda modificar ligeramente mi
criterio? Plantado en mis propias ideas, ¿espero como soldado en
trinchera para lanzar mi contraofensiva, o considero que tanto mi
argumento como el ajeno pueden ser inciertos? ¿No es posible la
convivencia de las diferencias? Sería terrible asumir tal fatalismo
social. Tenemos un desafío en la puesta en claro de las diferencias,
sean de tipo económico, ético, filosófico o político. Nuestra
riqueza está en la nueva esencia que podamos obtener de esas
diferencias compartidas.
No creo que el argumento que propuso alguien en la Europa del siglo
XIX deba seguir siendo dogma que no admite cuestionamiento. A estas
alturas ni siquiera considero que lo haya propuesto como dogma.
Tampoco creo que estemos condenados a la lucha constante, ya no de
clases como sugería Marx, sino solo de los intereses personales y
aspiraciones diferentes. ¿Puede alguien demostrar que es malo que
una persona tenga iniciativa empresarial y que otra prefiera ser
asalariada?, y si no es posible demostrarlo, ¿quién puede tener
interés en frenar el “cuentapropismo” que oxigena los pulmones del
Estado y la economía doméstica? ¿Cómo llamar “propiedad” a una casa
o un auto que no pueden ser vendidos o regalados por su dueño
legítimo? ¿Cómo hacer razonar a un atleta que no puede ser
contratado en el exterior después, digamos, de cumplir ciertos
compromisos nacionales, pero su entrenador sí tiene ese derecho? ¿Cómo
aceptar que un extranjero pueda invertir en mi país y yo no? ¿Se
puede justificar este tratamiento infantil que algunas de nuestras
leyes dan a los ciudadanos? Es esta otra manifestación dolorosa del
Estado paternalista.
No hay razones capaces de explicar las limitaciones al ejercicio de
la libertad humana, ni argumentos que den razón del exceso de
enfermizos controles burocráticos; del mismo modo que no hay
discurso ni ideología que pueda defender o justificar formulas
económicas y sociales cuya ineficacia ha sido largamente demostrada
e innecesariamente padecida.
La cuestión tampoco es reducir el dilema a “capitalismo” y “socialismo”,
trampa preferida de inmovilistas y fariseos de la política. Esos
términos, y los contenidos que expresan, seguirán existiendo por
mucho tiempo más y continuaremos aplicándolos, pero la realidad
humana, y por ende social, es superior a todo intento por
encasillarla, más aún en una época tan singular como la nuestra,
donde los capitalistas chinos son bienvenidos al Partido comunista
de su país, mientras al Gobierno de Estados Unidos se le llama
comunista por aplicar fórmulas de mayor control estatal.
Pienso que debemos poner el foco de atención en lo que funciona y lo
que no funciona, preservar los beneficios logrados en estos años y
eliminar las políticas contraproducentes, trabajar en lo que
dignifica al ciudadano, en lo que posibilita el desarrollo, al
tiempo que protege al que esté en desventaja. Debemos atrevernos a
andar nuestro propio sendero. Quizás baste con dar el primer paso
para descubrir que no es tan espinoso el camino, que los controles
excesivos crean más problemas de los que pretenden evitar. Es verdad
que el primer paso suele ser el más difícil, pero parados en la
encrucijada ya no es válido volver atrás, o detenerse, en plena
globalización, a ver el flujo de vida que corre vertiginosamente
ante nosotros.
Los cubanos aspiramos a más desarrollo y más oportunidades, y para
un desarrollo integral se necesitan menos restricciones a las
libertades individuales y colectivas. El beneficio es amplio: los
ciudadanos quedamos liberados de controles excesivos para poder así
adelantar proyectos personales que, a la postre, pueden ser
beneficiosos para la sociedad; el Estado se liberaría de cargas
económicas, burocráticas e ideológicas innecesarias que le drenan la
yugular, los almacenes y hasta ciertos argumentos; y el país sería
un espacio más agradable y armonioso para todos. Esa es la
importancia de la libertad y las liberalizaciones. |
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