Sin embargo, no quedó dilucidada la cuestión de si ese renacer
sería permanente. Un
año después y pese a la constante declinación de los demócratas
en las encuestas y al creciente impulso electoral que podría
producir una mayoría republicana en la Cámara y un viraje
sustancial en el Senado, la cuestión sigue abierta.
El sostenimiento del renacer depende de la capacidad de los
líderes y candidatos republicanos de aprovechar el
extraordinario aumento de la oposición popular al progresismo
agresivo de Obama. Nuestra
tradición constitucional cuenta con principios imperecederos que
deberían guiarlos.
A finales del 2008 y comienzos del 2009, después del ascenso
meteórico de Obama, la idea de que el conservadurismo renacería
en el verano del 2009 le hubiera parecido a los desmoralizados republicanos
demasiado buena para ser verdad. Las
personalidades importantes de la izquierda la hubieran
considerado descabellada.
Durante el 2008 y 2009 proliferaron los artículos que anunciaban
la muerte del conservadurismo. George
Packer reportó “el colapso total del proyecto de cuatro décadas
que llevó al poder al conservadurismo en Estados Unidos”..E.J.
Dionne proclamó “el fin de la era conservadora”. Sa,
Tanenhaus señaló: “el movimiento conservador está agotado y
posiblemente muerto”.
Packer, Dionne y Tanenhaus subestimaron lo que acertadamente
destaca la tradición conservadora: lo muy impredecibles que son
los asuntos humanos. Y,
lo que es más importante, no lograron captar los imperativos que
se desprenden de los principios conservadores en Estados Unidos
ni el alcance de las tareas ligadas a la preservación de la
libertad.
A los progresistas les gusta creer que la misión del
conservadurismo es exclusivamente negativa: resistir la
tendencia centralizadora y expansionista del gobierno
democrático. Pero
esta no es más que una parte importante de esa misión. Los
progresistas sólo ven en esto la indiferencia despiadada a la
desigualdad y el infortunio, pero es esta una lectura equivocada.
De lo que sí se ocupa el conservadurismo es de hacer la
pregunta que las promesas progresistas obvian: ¿A qué costo? Con
posterioridad a la crisis económica global del 2008, las
democracias liberales occidentales se han visto cada vez más
obligadas a aceptar su propensión a vivir más allá de sus medios.
Los conservadores siempre han insistido en que el dinero no
crece en los árboles, en que hay que pagar por los programas
gubernamentales y en que prometer beneficios excesivos es
irresponsable e injusto y, a largo plazo, amenaza el
mantenimiento de las instituciones libres.
Pero los conservadores también combaten la expansión y
centralización del gobierno porque puede socavar las virtudes de
las que depende una sociedad libre. El gobierno excesivo tiende
a desplazar el autogobierno; genera ciudadanos indolentes,
egoístas y de miras estrechas, priva a los individuos de
oportunidades para manejar sus vidas privadas y los desanima a
cooperar con sus conciudadanos en la gobernación de sus
vecindarios, pueblos, ciudades y estados.
Los progresistas no son los únicos que no entienden las facetas
múltiples de la misión conservadora. Tampoco
los conservadores las han entendido siempre.
En 2010 —en un país como Estados Unidos donde durante mucho
tiempo el New Deal de Roosevelt formó parte del tejido de
nuestras vidas— los
conservadores no se pueden dedicar exclusivamente a limitar el
crecimiento del gobierno. Este
debe desprenderse eficazmente de las responsabilidades que
asumió desde la fundación de la república, pero también de las
que ha ido adquiriendo a lo largo de más de dos siglos de cambio
social, político y tecnológico.
Estas responsabilidades incluyen poner a la gente a trabajar,
reactivar la economía y crear alternativas al plan de salud
pública de Obama —conocido como ObamaCare— que permitan al
gobierno federal cooperar con los gobiernos de los estados y el
sector privado para proveer una atención médica asequible y de
calidad.
Un conservadurismo reflexivo en Estados Unidos —requisito
indispensable de un conservadurismo sostenible— deberá reconocer
también que la libertad, la democracia y los mercados libres que
aspira a conservar también tienen efectos desestabilizadores. Pese
a todas sus bendiciones, ellos perturban el orden, la virtud y
la tradición, elementos todos que deben cultivarse si la
libertad ha de emplearse debidamente.
Señalar esto no equivale, como piensan algunos progresistas
hábiles, a descubrir una contradicción fatal en el corazón del
conservadurismo moderno. Todo
lo contrario. Implica
comenzar a reconocer la complejidad de la misión conservadora en
una sociedad libre.
Lo cierto es que, en primera instancia, la reflexión a partir de principios
conservadores no fue la inspiradora del actual renacimiento
conservador.
El crédito por galvanizar a la gente común y volver a situar la
libertad individual y el gobierno limitado en el programa
nacional se debe sobre todo al presidente Obama, a la presidenta
de la Cámara, Nancy Pelosi, y a Harry Reid, líder de la mayoría
en el Senado. Su
irresponsable aspiración a una transformación progresista
insufló vigor a un espíritu conservador moribundo, del mismo
modo que en 1993 y 1994 el excesivamente ambicioso plan de
atención médica de los Clinton desató un levantamiento popular
que se tradujo en la conquista del Congreso por los republicanos.
La revolución de Gingrich fracasó en parte porque los
congresistas republicanos entendieron equivocadamente un mandato
popular de moderación como licencia para realizar cambios
radicales, y en parte también porque fueron tolerantes y
corruptos en los pasillos del poder.
Quizás esta época sea diferente. Nuestra fiesta al margen de la
historia ha terminado. El
país enfrenta amenazas —la expansión de un gobierno catastrófico
en el país y un extremismo islámico transnacional— que despierta
los instintos conservadores y concentra la mente conservadora
Peter Berkowitz es miembro de la Hoover Institution de la
Universidad de Stanford