En defensa del neoliberalismo

 

No hay que demonizar a Fidel Castro

 

Adolfo Rivero Caro

En nuestra comunidad cubanoamericana, la prolija lista de insultos contra Fidel Castro agota los diccionarios de sinónimos. No sólo es un gángster y un mal nacido, sino un hombre dedicado a la destrucción de la nación cubana, de América Latina, de Estados Unidos y, en gran medida, del mundo occidental. No hay traición, crimen ni vileza que no esté dispuesto a cometer. Es el principal obstáculo en la liberación de Cuba. Es, en definitiva, una especie de encarnación de la maldad o, si se prefiere, una personificación del Diablo. Toda la obra de su gobierno, por consiguiente, está contaminada por el mal. En mi opinión, ésta es una reacción tan humana y comprensible como equivocada y contraproducente.

Empecemos, como recomendaba aquel famoso filósofo, por el principio. Y el principio es que toda crítica a Fidel Castro se queda corta. Es cierto que es un hombre de antecedentes gangsteriles. Es también, que yo sepa, el único jefe de estado al que se le han abierto varias causas por asesinato, aunque no haya sido convicto por las mismas. Abrazó las ideas del marxismoleninismo porque constituían la mejor justificación para el gangsterismo estatal. Si se hizo marxistaleninista fue porque esa ideología le permitía pisotear constantemente cualquier principio moral o ético en aras, supuestamente, del triunfo de la revolución social y de un mañana luminoso e inalcanzable. Es cierto que ha mandado a fusilar, sin vacilaciones, a hombres que habían sido sus amigos de veinte años. Es inútil abundar sobre el tema, las evidencias son abrumadoras.

El problema es que todo esto es completamente secundario. El mundo está lleno de personas tan ambiciosas y sin escrúpulos como Fidel Castro. Ubicarlo personalmente en el centro de nuestra crítica es equivocado porque oculta lo verdaderamente importante: las ideas que Castro defiende y de las que se ha hecho campeón. Castro no podría convocar a miles de izquierdistas en La Habana, tras el colapso del campo socialista, ni gozar de las simpatías de Ted Turner, madame Mitterrand, Robert Redford y la mayoría de los artistas de Hollywood si no fuera por la popularidad de su virulento antiamericanismo (ver La guerra cultural en Estados Unidos en www.neolibera- lismo.com). Al demonizar personalmente a Castro, desviamos la atención de sus ideas y cooperamos involuntariamente con la persistencia de las mismas. Fue la popularidad de esas ideas lo que hizo posible su emergencia como líder político. Y su desaparición física va a significar muy poco si esas ideas van a seguir pujantes después de su muerte. De la misma forma, su perdurabilidad física significaría muy poco si sus ideas fueran desenmascaradas como lo que realmente son: concepciones anacrónicas y reaccionarias que sólo cooperan a la persistencia de nuestro subdesarrollo. Lo que ha destruido nuestro país no es la malevolencia de Fidel Castro, sino la falsedad de sus ideas.

El problema, por supuesto, es que echarle la culpa de todo a Castro es fácil, pero criticar sus ideas no lo es tanto. Son extraordinariamente populares y, en buena medida, compartidas por sus opositores. La vigencia y perdurabilidad de Castro están indisolublemente ligadas a la vigencia y perdurabilidad del antiamericanismo que, a un nivel más profundo, no es sino un anticapitalismo vergonzante. Hay que reconocer que, en el siglo XX, las ideas marxistas han sido más populares que la astrología, aunque sean menos científicas.

Castro dice que la sociedad americana es discriminadora, racista, colonialista, depredadora, guerrerista y destructora del medio ambiente. Es lo mismo que siempre han dicho los comunistas. Y lo mismo que afirman los liberales americanos. Castro dijo que el descubrimiento de América había sido una tragedia y la gran prensa liberal americana lo estaba repitiendo pocos años después. ¿Significa esto que comunistas y liberales son lo mismo? No, no lo son. Es importante comprender su afinidad, pero también su diferencia. Los liberales americanos respetan la democracia y, por consiguiente, son adversarios, no enemigos. Mientras haya democracia existe la posibilidad de hacerlos cambiar de opinión. Y ésa es una tarea ingrata y difícil, pero no imposible. Más importante que la guerra política contra Fidel Castro es la guerra cultural contra sus ideas.