En defensa del neoliberalismo
 


Cómo no ganar una guerra
 

 


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Elliot A. Cohen


La teoría de la cuestión es muy peculiar.  Si usted se halla en medio de una guerra, una guerra complicada que no marcha bien.  Si el gobierno está empantanado, si la población del país está anquilosada, usted diría que lo sensato, lo que hubieran hecho Churchill, o Lincoln, o Roosevelt, sería, ante todo, sustituir a un grupo de oficiales y funcionarios (tanto generales como altos cargos civiles), promocionar o incorporar talentos frescos, y crear un grupo pequeño de personas para que adoptaran una visión nueva y no ilusoria.   Estas personas informarían más tarde, en secreto, al presidente y a sus consejeros y ayudantes de mayor rango.
El grupo estaría formado por militares y civiles experimentados que gozan de la confianza del presidente (quien, en última instancia, es el que toma las decisiones estratégicas y el que asume las responsabilidades).  No serían muchos los que formarían el grupo (media docena, aproximadamente) y tendrían que tener la resistencia suficiente para visitar la zona de guerra durante varias semanas y conversar no sólo con políticos y generales, sino también con capitanes y sargentos. Irían a examinar la situación por sí mismos.  Visitarían una base de operaciones cercana a Tikrit; pasarían algún tiempo con soldados iraquíes en Taji; enfrentarían riesgos en un convoy en dirección a Asad, o incluso en un patrulla en Tal Afar.
Ellos, y no su personal de varios militares y secretarias, se encargarían de investigar, recabar información, pensar, discutir y, sobre todo, de escribir.  El jefe del grupo insistiría en que sus desacuerdos se planteen de manera franca y amplia ante el presidente, y que se debatan en un proceso que podría durar un día o más.  El resto de nosotros nada sabríamos del panel durante meses o incluso años, hasta después que se informara de él y, a lo mejor, lo conoceríamos una vez terminada la guerra.
Los críticos del gobierno en el Congreso (incluidos los de su propio partido) propusieron una solución diferente: el Grupo de Estudio sobre Irak, que dio a conocer un documento de 50 páginas de recomendaciones precedidas por una pequeña reseña de 40 páginas de la situación actual en Irak y 50 páginas de mapas, listas de personas y largas biografía de los comisionados.  Se trata de un grupo formado en su mayor parte por eminentes funcionarios públicos retirados, la mayoría de ellos con conocimientos limitados o ningún conocimiento sobre el manejo o estudio de la guerra.  Está compuesto por individuos seleccionados cuidadosamente teniendo en cuenta su filiación política u otras características personales irrelevantes. Estos ilustres personajes, bajo la dirección no de un jefe, sino de dos (como es de suponer, para conseguir un equilibrio), se dirigieron a distintos expertos en la problemática iraquí conocidos por haber discrepado con vehemencia con otros de ellos sobre el mejor rumbo que debían tomar las acciones en Irak.
Algunos de los miembros de la comisión y sus consejeros detestan cordialmente al presidente y su gobierno y se opusieron a él y a su guerra desde un principio; otros han sido igualmente apasionados al defender tanto al hombre como el conflicto.  No obstante, este grupo tan diverso cuenta desde un inicio con un mandato abrumador para confeccionar un documento de consenso.  Los miembros de la comisión estuvieron cuatro días en Irak y, con la excepción de un día de incursión que realizó el ex marine Chuck Robb, permanecieron en la Zona Verde, esa burbuja de palacios y residencias que poco tiene que ver con el Irak verdadero de Basra, Kirkuk, Ramada, Baquba y Mosul.  Al final, desayunaron con el presidente y pocas horas después pusieron sus conclusiones en Internet para que el mundo las conociera.  Hay algo de farsa en todo esto, una invocación de sabiduría por parte de una elite cohesionada de Washington que no existe, un deseo desesperado de creer en la vasta experiencia y el arte de gobernar de hombres (y mujeres) solemnes que puedan sacar al país del atolladero en que se encuentra.  
Un proceso fatuo arroja necesariamente resultados fatuos.  "Los vecinos de Irak no hacen lo suficiente para ayudar a este país a lograr su estabilidad", frase ésta que algo se mejora al admitir que algunos incluso se dedican a "socavar la estabilidad", lo que suena como si Siria e Irán están siendo sumamente rudos, en lugar de prestar la asistencia indispensable a aquéllos que llenan los pabellones quemados del Walter Reed, la morgue de Bagdad y el cementerio de Arlington.  En primer término, el remedio elegido es como el credo del Grupo para su propio funcionamiento: el consenso.  "Los Estados Unidos deben lanzar inmediatamente una nueva ofensiva diplomática con el fin de crear un consenso internacional sobre la estabilidad en Irak y la región", como si nuestro principal fracaso con Bashar Assad o Mahmoud Ahmadinejad fuera consecuencia de la hasta ahora desconocida pereza o ineptitud retórica de nuestros diplomáticos, o como si Europa, Arabia Saudita e Israel no se hubiesen percatado de que la estabilidad en Irak es beneficiosa.  "Siria debe controlar sus fronteras", e "Irán debe respetar la soberanía de Irak".
¡No me digan!, ¿y quién va a obligarlos?  No podía faltar la solución perenne, "solventar el conflicto árabe-israelí", acompañada de negociaciones directas entre Israel y los palestinos, pero sólo con "aquéllos que aceptan el derecho a la existencia de Israel".  El informe se cuida de olvidar que los líderes elegidos de Palestina no aceptan, de hecho, ese derecho que tiene Israel a existir.  Y también obvia la cruda realidad de que uno de los grandes problemas de Gaza, y posiblemente también de la Cisjordania, es que nadie, ni siquiera Hamas, la controla.
Una parte del precio de Irán por aflojar las presiones sobre nosotros en Irak es muy claro: que seamos menos severos con su programa nuclear; el Grupo de Trabajo sobre Irak recomienda que la cuestión "debe seguirse  abordando junto con los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas más Alemania".  Bien, ¿a qué acuerdo debe llegar Estados Unidos en cuanto a las armas nucleares iraníes?  ¿Creemos acaso que los iraníes lo cumplirían?  ¿Cuáles son las consecuencias a largo plazo?
 

La guerra, así como el arte de librar una guerra,  es asunto complicado, y aunque se supone que los “realistas” predominan en el informe que nos ocupa, lo cierto es que no hay nada realista en la incapacidad para explicar detalladamente los hechos sangrientos, las desalentadoras probabilidades y las consecuencias nefastas relacionadas con el mejor desenvolvimiento de las acciones.  Por cierto, algunas partes del informe se perciben como pura fantasía.  La Recomendación 15, por ejemplo, que establece que parte del acuerdo norteamericano con Siria debe incluir la total cooperación de ésta en la investigación del asesinato de Hariri, el cese verificable de la ayuda siria a Hezbollah y su colaboración para convencer a Hamas de que reconozca a Israel.

Las recomendaciones relacionadas con los procesos internos de Irak sólo son algo mejores.  El Grupo argumenta que las tropas norteamericanas deben dedicarse a desarrollar las fuerzas de seguridad iraquíes y a apoyarlas, que es más o menos lo que hacemos ahora.  Habla de plazos del desempeño iraquí, como si las cotas iraquíes fueran un problema mayor que la voluntad iraquí, y ésta un problema mayor que la capacidad iraquí.  Sugiere anunciar nuestros propios planes de reubicación de las tropas sin tomar en cuenta la más obvia de las consecuencias: los iraquíes de muchas tendencias políticas sacarán la conclusión de que los americanos se marchan, por lo que llegó el momento de contraer acuerdos con Jaish al Mahdi, o la organización Badr, o al-Quaida en Irak, o con cualquier otro de los grupos asesinos que pululan en ese país que se desangra.

Además del impacto psicológico de nuestras acciones, hay que tener en cuenta el simple hecho de que el ejército iraquí, compuesto por 138,000 efectivos –cifra ésta probablemente exagerada--, es pequeño, y que la creación de fuerzas de seguridad efectivas requiere tiempo.  La policía –unos 188,000 efectivos—es corrupta, está influenciada por la milicia y necesita una reorganización total.  Es imposible organizar las fuerzas de seguridad iraquíes sin una presencia combativa sustancial.  Y no se trata simplemente de entrenamiento, como habrían señalado con amargura los cabos de las fuerzas armadas iraquíes que manejan camiones carentes de equipos de radio que funcionen si hubieran tenido la oportunidad de hablar con algún miembro del Grupo de Estudio.

Por lo menos el Grupo prestó mucha atención a prepararnos para conflictos futuros.  Veamos las Recomendaciones 47 y 48.  Declaran que el Congreso debe asignar fondos para reparar los equipos que sufrieron daños y que el ejército y los marines traerán consigo desde Irak.  Sin duda esto es mejor que, digamos, lanzar por la borda  los vehículos de combate Bradley de la infantería durante el viaje de regreso a puertos norteamericanos para que sirvan de asiento a nuevas barreras coralinas.  “A medida que se realiza la reubicación (norteamericana), los jefes militares deben enfatizar el entrenamiento y la capacitación de las fuerzas que regresan a los Estados Unidos con el fin de restaurar su plena capacidad combativa”.  Los planificadores del Pentágono acertarían si siguieran este plan en vez de darles a las tropas seis meses de permiso y ponerlos después a pintar las piedras situadas fuera de la oficina del sargento mayor que a nadie interesan.

Los grandes líderes de la guerra, en sus deliberaciones privadas, se cuidaron de las vaguedades.  Las imprecisiones sobre fines y medios, sobre lo que hay que hacer y cómo hacerlo, evidencia ineptitud estratégica; en la guerra muere la gente.  Pero un Churchill, en privado, no podía llamar de otra manera que no fuera “bombardeo de terror” el arrasamiento de las ciudades alemanas.  

No nos sorprende entonces que en un documento público de este tipo abunden el eufemismo y las imprecisiones.  Estados Unidos debe “desincentivar” a Siria e Irán.  Pero el problema real siempre ha sido si estamos dispuestos a emplear toda una serie de medios abiertos y encubiertos –desde el bombardeo de las casas de seguridad de los insurgentes hasta el sabotaje de las refinerías, desde el minado de los puertos hasta el apoyo a nuestros propios insurgentes—para hacerlo.  Y, en realidad, el informe no menciona medio alguno para desalentar a estos países.

Es cierto, como señalara un irritado James Baker en la conferencia de prensa en la que se dio a conocer el informe, que los Estados Unidos conversaron con la Unión Soviética durante la Guerra Fría.  Pero Estados Unidos lo hacía mientras arruinaba la URSS en la carrera armamentista, socavaba sus gobiernos clientes en Europa Oriental mediante el apoyo a los sindicatos polacos, y daba muerte a sus soldados con los misiles tierra-aire que suministraban a las guerrillas afganas.  Lo que desbroza el camino de las negociaciones fructíferas con enemigos brutales no es el lenguaje duro endulzado con un puñado de exquisiteces, sino el daño real.

Lo que necesitamos en Irak, más que una Nueva Ofensiva Diplomática (con mayúsculas en el original), es energía y capacidad para hacer la guerra.  Desde los inicios de la guerra de Irak buena parte de nuestras dificultades provinieron no tanto de los fracasos para encontrar la estrategia adecuada, sino de la mucha y deprimente incapacidad para materializar las decisiones estratégicas y operativas que habíamos tomado sólo de nombre.

Esta incapacidad es resultado de cuestiones tan personales como la elección equivocada de militares para puestos clave a partir de la idea de que los generales son piezas intercambiables de la maquinaria de lucha contra la sublevación.  Es consecuencia de la falta de deseo o capacidad de apretarle el cuello a la burocracia y hacerla actuar, lo que explica que tres años después de que comenzara la sublevación seguimos enviando soldados que sufren ataques con minas mientras se desplazan en los muy pesados Humvees, aunque en el mercado es posible adquirir una media docena de diferentes vehículos blindados que fueron diseñados expresamente para minimizar los efectos de esas explosiones.  Es la causa –pese a que el gobierno declaró mucho antes de que se conociera el informe del Grupo que la tarea principal era el entrenamiento de los iraquíes—de que sigamos asignando menos de una docena de asesores norteamericanos a cada batallón iraquí cuando el número de asesores debe ser tres veces mayor.

Hemos estado a punto de fracasar no por desconocer lo importante que es emplear a jóvenes iraquíes, mantener detenidos y fuera de circulación a los insurgentes o impedir que las milicias penetren las fuerzas de seguridad vetando a los jefes de esas fuerzas.  Sabíamos lo que teníamos que hacer, pero no lo hicimos. 

La creación del Grupo de Estudio sobre Irak refleja la esperanza vana de que antiguos funcionarios públicos, bienintencionados y experimentados, pueden encontrar ideas que no se les habían ocurrido a los que gobiernan; de que esas ideas nuevas pueden compensar la ejecución incompetente y la falta de recursos; de que la salvación puede llegar de un establishment de Washington cuya sabiduría se exageró en su época de apogeo y que en todo caso sucumbió a una especie de entropía político-intelectual desde los años sesenta; de que una comisión pública puede hacer el trabajo de supervisión que el Congreso ha rehuido durante cinco años creyendo erróneamente que de esa forma apoyaría a un gobierno que trataba de hacer lo mejor que podía en medio de una situación difícil.  No es ésta la manera de manejar una guerra y, mucho menos, de ganarla.

 

Eliot A. Cohen es profesor de estudios estratégicos en la Escuela de Estudios Internacionales Avanzados de la Universidad Johns Hopkins


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Tomado del Wall Street Journal
Traducido por Félix de la Uz
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