En defensa del neoliberalismo
 

Antiamericanismo y barbarie

 

Adolfo Rivero


Sin duda, lo que mejor caracteriza este final del 2001 es el espléndido resurgimiento del patriotismo en Estados Unidos.Todos enarbolan banderas y proclaman el orgullo de ser americanos.Y este sentimiento encuentra eco y simpatía en el resto del mundo. El fenómeno, sin embargo, representa una conmoción política de una magnitud e intensidad realmente sísmicas. El terrorismo mundial está íntimamente vinculado al antiamericanismo, y el rechazo al terrorismo puede convertirse, por consiguiente, en un rechazo de ese antiamericanismo que constituye su matriz cultural.

Infortunadamente, esta relación todavía no es obvia. Es necesario comprender que la izquierda ya no se proclama abiertamente anticapitalista, aunque lo siga siendo de manera solapada y furtiva. Ahora afirma, como si fuera una verdad indiscutible, que la sociedad americana es sexista, racista, opresora de las minoras, destructora del medio ambiente, explotadora, imperialista y agresiva. Visto bajo esa óptica, no es de extrañar que hasta el descubrimiento de América haya sido considerado por los liberales americanos como una enorme tragedia histórica. Desde la guerra de Vietnam, Hollywood ha estado tratando de desprestigiar no sólo a las fuerzas armadas y los servicios de inteligencia sino toda la historia de este país. En realidad, la única virtud que los liberales americanos le reconocen a esta sociedad es que les da plena libertad para atacarla. Ahora bien, si la sociedad americana es prácticamente igual a la Alemania de Hitler, como proclama Noam Chomsky entre los aplausos de periodistas y académicos, ¿cómo no luchar contra ella por todos los medios posibles? Es aquí donde reside la vinculación cultural entre el antiamericanismo y el terrorismo.

La comunidad cubanoamericana nunca ha podido ser captada para esa ideología (aunque subsista alguna influencia residual) porque se parecía demasiado a la plataforma político-cultural de Fidel Castro. Y nosotros sabíamos, por experiencia propia, donde desembocaba la misma. Es por eso que los liberales americanos nos detestaron siempre. Nos calificaban de reaccionarios porque siendo una minoría étnica no eramos antiamericanos, no nos considerábamos víctimas del sistema'' y rechazábamos formar un bloque con otras minorías que habían cedido a esa lucrativa tentación. Y nos llamaban racistas porque, por las mismas razones, no podíamos unirnos a los negros americanos dirigidos por Jesse Jackson.

Todo esto quedó claro en el caso de Elián. Aquel furioso debate nacional demostró la profunda polarización política del país que, en el fondo, reflejaba una tajante divergencia de valores. Nunca se trató de la "discriminación" de los "americanos". Siempre fue la divergencia básica entre los liberales americanos que simpatizaban, más o menos explícitamente, con Fidel Castro y los valores que representaba y sus no menos decididos opositores. Otros grupos latinoamericanos, que no habían pasado por nuestras misma experiencias, han sucumbido a la vieja

tentación del antiamericanismo, que tan socorridamente los absuelve de cualquier desagradable autocrítica.

Muchos cubanoamericanos todavía piensan que nuestra comunidad perdió la gran batalla en torno a Elián. Si todo hubiera girado en torno a su destino personal, sin duda tendrían razón. El pobre niño fue devuelto a Cuba para que Fidel Castro (como nosotros sabíamos) lo convirtiera en un trofeo de guerra. Pero eso nunca fue lo importante. Hay miles de casos similares al de

Elián, y cada vez habrá más. Que la mayoría del pueblo americano pensara que el niño debiera de estar con su padre no es nada sorprendente. Simplemente indicaba que esa mayoría era políticamente ingenua. No comprendía el trasfondo político de la discusión. Ni la diferencia abismal que existe entre la vida en libertad y la vida en una sociedad totalitaria. Esto sirvió para abrirle los ojos a los cubanoamericanos sobre la vasta y negativa influencia social que tenían los liberales americanos. Fue una enorme revelación que los ayudó a definirse políticamente. Esa toma de consciencia condujo a que en las elecciones presidenciales del 2000, las más reñidas en la historia moderna de Estados Unidos, su voto resultara decisivo para el triunfo de los que respaldaban el valor prioritario de la libertad, y la necesidad de defenderlo.

Quiso el destino que unos meses después, el 11 de septiembre del 2001, la sociedad americana sufriera el ataque más terrible de su historia y, en medio de una inesperada crisis nacional, nuestro voto por George W.Bush, demostró haber sido provindencialmente justo y acertado. Ayudamos a elegir al hombre política y moralmente equipado para afrontar la guerra

mundial contra el terrorismo. Es un defensor de los valores esenciales de esta nación y no a un crítico, más o menos vergonzante, de los mismos. Esta es una opinión actualmente compartida por la inmensa mayoría del pueblo americano.  

Entre los cubanoamericanos, por consiguiente, no hay ningún resurgimiento del amor por Estados Unidos. No puede haberlo porque nunca nos hemos sentimos antiamericanos. Han abundado las discrepancias con diversas administraciones. Estas abundan hasta en la familia. Pero lo que nos une a este país es infinitamente superior a los que nos pueda separar. Y esto es válido para todos los grupos que viven en este país. La alternativa al modo de vida americano no es ninguna utopía aséptica sino la barbarie. Esta es la gran lección del 11 de septiembre. Y lo que todos celebramos este fin de año cuando enarbolamos, orgullosamente, esas banderitas de 50 estrellas.