Micheletti y Boris Yeltsin
Roberto
Alvarez
Quiñones
Cuando el próximo miércoles 27 de enero Porfirio Lobo tome
posesión como nuevo presidente de Honduras, el nombre de
Roberto Micheletti estará pasando a la historia como el
protagonista clave de uno de los más destacados episodios
del paisaje político latinoamericano en mucho tiempo.
Su firmeza como presidente provisional hondureño para
enfrentar la brutal presión internacional en aras de
reinstalar al destituido mandatario Mel Zelaya no tiene
precedentes.
Con excepción de Chile luego del golpe militar de Pinochet,
ninguna otra nación de Latinoamérica se vio tan aislada y
hostigada por la comunidad mundial --con Washington
increíblemente al frente en los inicios--, y la Organización
de Estados Americanos (OEA), que Honduras después de que el
Parlamento destituyó de su cargo a Zelaya por violar la
Constitución e intentar perpetuarse en el poder para
continuar su papel de peón del expansionimo neocomunista en
la región.
Inevitablemente recuerdo a Boris Yeltsin, el líder ruso que
hizo abortar el golpe de Estado que intentaron darle a
Mijail Gorbachov, el 19 de agosto de 1991, los dirigentes
militares y partidistas neoestalinistas (a lo Leonid
Brezhnev) de la Unión Soviética.
Recuerdo que Fidel Castro sin que el movimiento golpista se
consolidara se adelantó muy eufórico a todo el mundo y envió
un mensaje a Moscú saludando la asonada castrense, que
calificó de “acción patriótica para salvar el socialimo” (que
iba a resucitar los subsidios millonarios a Cuba).
En la redacción internacional del periodico Granma
pude ver en vivo por la cadena televisiva CNN –el
periódico tenía ese servicio—imágenes de tanques de guerra y
tropas en las calles de Moscú, y a un general golpista
leyendo el comunicado “patriótico”.
Aquel general informó que Gorbachov había sido destituido
“por razones de salud” y sustituido por el vicepresidente
soviético Guennadi Ianiev, quien estaba al frente de un
“Comité Estatal para el Estado de Emergencia”. Y proclamó
suspendida la “perestroika” (intento de darle un rostro
democrático al socialismo).
Pero la perestroika había calado hondo en las fuerzas
armadas y las filas partidistas. Sobre todo, los golpistas
no contaron con Boris Yeltsin, el presidente de la
Federación Rusa, quien subido en un tanque de guerra frente
al bello edificio blanco del gobierno ruso denunció el golpe
militar, llamó a la insurrección popular e instó a la
insubordinación a los soldados que rodeaban el edificio
gubernamental al lado del río Moskova.
Una multitud se concentró en torno a Yeltsin para que no lo
arrestaran. Miles de moscovitas invadieron las calles de la
capital y bloquearon a los soldados que se aprestaban a
tomar la sede del gobierno ruso.
Los militares recibieron órdenes de disparar contra los
manifestantes, pero los soldados y los tanquistas lo que
hicieron fue vitorear a Yeltsin y se pusieron a sus órdenes.
Al día siguiente Yeltsin asumió el mando de las Fuerzas
Armadas de la URSS. Los golpistas trataron de escapar, pero
casi todos fueron arrestados y dos de ellos se suicidaron.
Lo que vino después es bien conocido. Cuatro meses después
la URSS fue disuelta y Boris Yeltsin, ahora como héroe, fue
elegido presidente de la nueva Rusia no comunista.
Si traigo esta historia rusa es porque, así como Yeltsin fue
la figura fundamental que evitó el regreso de Rusia al
comunismo neoestalinista, Micheletti fue el líder que al
frente del pueblo hondureño impidió que el país cayese en
manos del chavismo y el castrismo.
En el caso hundureño, Estados Unhidos, la comunidad
internacional y la OEA en particular dieron lugar a una
ironía insólita: en 1962 Cuba fue expulsada de la OEA por
ser comunista, y en 2009 Honduras fue expulsada por no
querer ser comunista.
La Casa Blanca, y prácticamente todos los gobiernos de la
Tierra exigían que Mel Zelaya fuese reinstalado en el poder
sin informarse primero de las razones por las que había sido
legal y constitucionalmente destituido por el Parlamento, y
a pesar de que la abrumadora mayoría de los hondureños
apoyaba su defenestración por violar la Constitución para
intentar perpetuarse en el cargo en cumplimiento del plan
regional de Chávez y Fidel Castro.
De haber cedido Micheletti a la reinstalación de Zelaya se
habría producido una flagrante intervención extranjera que
habría hecho añicos “el principio de no intervención en los
asuntos internos” de un país soberano, que todos las
naciones de la región --sobre todo cuando son dirigidas por
líderes populistas y nacionalistas--, han enarbolado siempre
en América Latina.
Resulta asombroso el argumento utilizado por el socialista
chileno José Miguel Inzulsa, secretario general de la OEA;
el presidente tico Oscar Arias, mediador en el conflicto; el
presidente Barack Obama y la secretaria de Estado Hillary
Clinton, de que había que revertir el golpe de Estado en
Honduras para evitar nuevos golpes “contra la democracia”,
omitiendo el hecho de que nada hay más antidemocrático en
las Américas que el castrismo y el chavismo que pretendía
instaurar Zelaya en Honduras.
Desde el 28 de junio, cuando Zelaya fue sacado en payamas de
su casa y llevado a la fuerza en un avión hacia Costa Rica –método
incivilizado e inaceptable, pero que a la postre evitó que
corriera mucha sangre en el país-- mientras era destituido
de su cargo por violar la Constitución, hasta la fecha, las
presiones mundiales, y de EEUU, que tuvo que enfrentar
Micheletti posiblemente no la ha sufrido nunca ningún otro
presidente latinoamericano.
Y todo porque ni Washington, ni las instituciones
internacionales, ni los jefes de gobierno se hicieron la
pregunta correcta: ¿quién gana y quién pierde si a los
hondureños le imponen de nuevo a Zelaya?
Lo más sorprendente es que si bien se puede entender que la
mayoría de los gobiernos latinoamericanos, dominados por
fuerzas izquierdistas, veían con buenos ojos la
“chavización” de Honduras, resulta inaceptable que esa
posición haya sido apoyada por México, Colombia, Perú,
República Dominicana, Canadá, y sobre todo respaldada por el
dueto Obama-Clinton en representación de la superpotencia
que se supone debe apoyar a la democracia y oponerse a la
antidemocracia, sólo por creer que solidarizándose con la
izquierda continental los militantes antinorteamericanos de
América Latina –tocados por una varita mágica-- de pronto
iba a amar al “imperio yanki” y dejarlo de combatir.
Sin embargo, esas fortísimas presiones sin precedentes, las
sanciones económicas y diplomáticas, el aislamiento total, y
las amenazas de Hugo Chávez contra el empobrecido país
chocaron con un sorpresivo Boris Yeltsin latino que no cedió
al “abusador” (por injusto) hostigamiento internacional para
reinstalar en el poder al peón chavista.
Creo que no pocos deben estar arrepentidos de su
comportamiento en la crisis hondureña, también en Europa,
pues lo que queda como saldo final de ella no es edificante
para la historia política y diplomática latinoamericana.
El corolario de este episodio fue enunciado por Micheletti
hace unos días al anunciar su retiro de la oficina
presidencial hondureña para facilitar la transición al nuevo
presidente Lobo: "El mundo entero nos dejó solos durante
siete meses, pero se elevó nuestra dignidad y nuestro amor a
esta patria". Y agregó: "nadie en el mundo tiene el derecho
de poner a este país de rodillas".
(Quiñones es periodista y escritor radicado en el sur de
California. Entre 1996 y 2008 fue parte del equipo de
editores del diario La Opinión de Los Angeles).