En defensa del neoliberalismo |
Editorial del Wall Street
Journal. Es posible que transcurra algún tiempo antes que sepamos si los ataques aéreos que realizó días atrás un avión AC-130 en el sur de Somalia consiguieron dar muerte a los terroristas que constituían los objetivos de esos ataques –en particular Abu Taha al-Sudani, un especialista en explosivos de al Qaida, y Fazul Abdulla Mohammed, el cerebro que dirigió los bombardeos de 1998 contra la embajada norteamericana del este de África. Pero los ataques –junto con el desplazamiento de un portaaviones fuera de la costa africana—son una buena prueba de que los Estados Unidos aprendieron las lecciones de mayo 19 de 1996. Ese fue el día en que Osama bin Laden y sus compinches abandonaron Sudán y se dirigieron a Afganistán en un avión fletado. El gobierno de Clinton sabía que Sudán se proponía expulsar a bin Laden, por lo que Estados Unidos hubiera podido descubrir su ruta y destruir la nave aérea. Las consecuencias de no haberlo hecho son bien conocidas, por lo que el gobierno de Bush actúa acertadamente al no permitir que los terroristas vuelvan a escapar por aire, mar o tierra. Los ataques en Somalia constituyen también un recordatorio de que en la guerra contra el terror no hay cabida para una “estrategia de salida” que no sea la victoria. La última operación militar norteamericana en Somalia se recuerda en términos generales como un fracaso militar y político, sobre todo después de la famosa batalla del “Black Hawk derribado”, en la que 18 militares estadounidenses murieron, entre otras causas, por carecer de un armamento adecuado. Por supuesto, la retirada vergonzosa del país tuvo consecuencias negativas. Bin Laden la interpretó como otro indicio de que Estados Unidos no puede sufrir bajas, por lo que se retirará al ser atacado encarnizadamente. Somalia fue presa de la anarquía y se convirtió en un refugio para los combatientes de al Qaida y los grupos terroristas ligados a ella. En junio del año pasado, su capital, Mogadiscio, cayó en manos de ellos, y seguramente todo el país habría caído también de no ser por la oportuna operación militar de la vecina Etiopía. Algunos criticaron esta intervención porque se corre el riesgo de que estimule el conflicto regional en vez de apagarlo. Por ejemplo, un periódico británico reporta que la invasión etíope brinda “a los jihadistas islámicos la posibilidad de establecer un nuevo frente en África después de Irak y Afaganistán, así como librar otra guerra por encargo entre Oriente y Occidente”. Quién sabe. Una vez más, un régimen de tipo talibán en el cuerno de África, capaz de dar refugio, entrenar, financiar y equipar a los terroristas, constituía una amenaza intolerable para la seguridad global. El principal riesgo radica ahora, a diferencia de lo que antes ocurría, en que algunos islamistas puedan escapar y volver a combatir en otra ocasión, lo que constituye una excelente razón para que Estados Unidos emprenda acciones cuando son dispersados y huyen. Nuestras fuerzas fueron capaces de golpear a los terroristas días atrás porque los detectaron gracias a que la ofensiva etíope los había sacado de sus casas de seguridad. Es un recordatorio útil a otros terroristas de que Estados Unidos puede dar con ellos en cualquier lugar del mundo en que se encuentren. Nada de esto require que Estados Unidos despliegue fuerzas militares en Somalia. El desplazamiento de nuestros militares en el vecino Djibouti protege nuestros intereses de seguridad en la zona, ya que desde aquí se puede monitorear la región y, en caso de necesidad, desplegar con rapidez nuestras fuerzas. Lo que Estados Unidos puede hacer por Somalia es brindarle una significativa asistencia logística, militar y humanitaria al gobierno federal de transición, que la CIA había eludido antes por preferir el financiamiento de los señores de la guerra locales. Es posible que Abdullahi Yusuf, presidente del gobierno de transición, no sea un modelo de demócrata, pero mostró cuál era su posición cuando después de los ataques aéreos dijo que Estados Unidos “tiene derecho a atacar a los sospechosos de terrorismo que atacaron sus embajadas en Kenya y Tanzania”. Qué bueno sería recibir el mismo grado de sincera cooperación por parte del presidente pakistaní Pervez Musharraf.
La situación en
Somalia está lejos de haberse estabilizado, por lo que la participación
de Estados Unidos en los asuntos de esa zona no terminará pronto. Pero
los intereses norteamericanos están bien protegidos cuando se combate a
los terroristas dondequiera que se encuentren. Y lo estarían aún más si
aprendemos la lección de que la única salida posible en la guerra contra
los terroristas –tanto en Somalia, Afganistán y, sobre todo, en Irak—es
hacer todo lo posible porque no haya salida para ellos. |