En defensa del neoliberalismo
 


La guerra contra la cultura militar

 
 

 

James Webb

 

Durante el verano de 1975, se desarrolló un debate de proporciones históricas en la Cámara de Representantes de EEUU. El debate fue significativo no por su retórica, que fue deslucida, ni porque el tema pareciera particularmente importante: un proyecto de ley ordenando la admisión de mujeres en las academias militares. Lo fue porque los métodos parlamentarios utilizados por los partidarios del proyecto y su método de argumentación inauguraron una nueva era en las relaciones civiles-militares y han dominado los temas del personal militar desde entonces.

 

El difunto Sam Stratton de Nueva York, veterano miembro del Comité de las Fuerzas Armadas de  la Cámara  y proponente de la Enmienda de los Derechos Iguales, introdujo la medida directamente en la Cámara como un adjunto al proyecto de ley de las asignaciones de defensa de aquel año. Con la ávida asistencia de varias legisladoras feministas incluyendo a Bella Abzug de Nueva Cork y Pat Schroeder de Colorado, Stratton alegó esencialmente que el problema de si se debía permitir a las mujeres asistir a las academias militares no tenía nada que ver con la forma en que esas instituciones preparaban a los jóvenes para el liderazgo en combate. Observando que “sólo” 90 por ciento de los graduados de esas academias habían servido en puestos de combate (los otros habían sido considerados “no físicamente calificados” antes de la graduación), Stratton alegó que “lo único en discusión es un simple problema de igualdad… Todo lo que necesitamos establecer es la política de que queremos remover la discriminación sexual cuando se trate de las admisiones a las academias militares.”

 

El debate añadió dos nuevas dimensiones a la forma en que el Congreso abordaría los temas militares, particularmente los que afectan la asimilación de las mujeres. Primero, el Congreso votó sin audiencias legislativas que le hubieran permitido a las autoridades militares expresar sus opiniones, una decisión que, en efecto, le decía a las fuerzas armadas de EEUU que sus opiniones no eran ni respetadas ni consideradas confiables en lo que a políticas sociales progresistas se trataba.

 

Segundo, al concentrar el debate en la “simple igualdad” más bien que en los efectos de inyectar mujeres en el complejo y tenso mundo de los operativos militares, Stratton y Co. Se las arreglaron para eludir un tema mucho más amplio e intangible. Y así ha permanecido desde entonces.

 

Como resultado, nunca se ha hecho un verdadero esfuerzo por examinar los temas suscitados por la creciente integración sexual dentro de la particular cultura militar y sus exigencias de absoluta equidad cuando de castigos y recompensas se trata. Las fuerzas armadas son, esencialmente, una institución coercitiva, llena de presiones y de tareas que nadie quiere. Se apoya en un código de conducta que exige un tratamiento igualitario en todos los aspectos de la disciplina, el reconocimiento y la exposición a peligros mortales. Cuando se introducen dobles estándares en asuntos de entrenamiento físico y rendimiento, se están contradiciendo esos mismos criterios.

 

Por otra parte, los celos sexuales, los rituales del cortejo y el favoritismo, tradicionales características de las relaciones románticas, son inevitables cuando hombres y mujeres se ven forzados a vivir en la más estrecha cercanía en ambientes aislados y particularmente difíciles. Pero esos fenómenos corroen todas esas mismas nociones de equidad en la forma en que los militares las definen.

Estos son temas de la máxima seriedad. Están en el centro de la mayoría de las preocupaciones en relación con la asimilación de las mujeres en las fuerzas armadas. En los 21 años desde el gambito post-Vietnam de Stratton, estos asuntos nunca han sido tema de verdadero escrutinio, mucho menos de un debate nacional. Por supuesto, muchos de los que votaron con Stratton no sólo estaban buscando darles oportunidades a las mujeres en las fuerzas armadas sino que estaban muy interesados en destruir su cultura histórica. Para los que no formaban parte de las filas de los cuasi revolucionarios encantados con el caos que había en el país, el verano de 1975 fue una época desastrosa. Tras la vergüenza de nuestra retirada de Vietnam, el respeto por los dirigentes militares estaba en su nadir histórico. Un año antes, el presidente Nixon había tenido que renunciar y su renuncia ayudó a elegir al llamado Congreso de Watergate, 76 nuevos representantes demócratas en la Cámara y 8 en el Senado, con un sorprendente número de activistas electos en distritos que habían sido sólidamente republicanos. La mayoría de ellos habían hecho campaña exclusivamente en temas anti-guerra y anti-militares. Uno de los primero actos del Congreso de Watergate fue echar abajo una asignación suplementaria para los militares sudvietnamitas, garantizando así el colapso que se produjo tres meses después cuando el reanimado  ejército norvietnamita lanzó una gran ofensiva. Estaba de moda criticar destructiva e irresponsablemente todo lo relacionado con las fuerzas armadas.

 

Aun cuando la restauración del respeto por las fuerzas armadas en los años 80, el esfuerzo por destruir la cultura militar desde afuera siguió a toda marcha. Frecuentemente ha sido mediante el uso de temas “cuñas” que implican a las mujeres. Grandes cambios en los papeles militares de las mujeres se han establecido en contra de la opinión de los jefes militares o sin tomar en cuenta sus opiniones. Incidentes como la debacle de Tailhook de 1991 han sido usados por las feministas para atacar la cultura militar y obtener importantes concesiones. 

 

Ahora mismo estamos viendo la repetición del mismo drama con las revelaciones sobre abusos sexuales en los mandos militares integrados. No se habían acabado de dar los primeros reportes de que instructores habían tenido relaciones consensuales y no con mujeres subordinadas y ya estaban los editoriales y las columnas de opinión fustigando la “cultura” de las fuerzas armadas en relación con las mujeres. El secretario del Ejército ha nombrado una comisión para estudiar los problemas culturales del ejército, una comisión que, según reportó recientemente el Wall Street Journal, está controlada por los que quieren ampliar todavía más el papel de las mujeres.

 

Tras dos décadas se estas presiones, ha llegado el momento de examinar las motivaciones detrás de estos continuos ataques, y que impacto general han tenido en las fuerzas armadas como la institución que previene y combate las guerras. ¿Qué es lo que tienen las fuerzas armadas que provocan estos persistentes esfuerzos por transformar simples incidentes en toda una crítica a la cultura militar, y especialmente a los hombres que la integran, cada vez que surge un problema?

 

Las raíces de  este asalto contra la cultura militar se retrotraen a 30 años atrás, a una consecuencia de los movimientos anti-guerra y feministas. El foco principal del movimiento anti-guerra, simbolizado por su decisión de marchar sobre el Pentágono en vez de sobre el Congreso en octubre de 1967,  era desacreditar la concepción del servicio militar como la mejor forma de desacreditar  la guerra de Vietnam. Al mismo tiempo, un frecuente argumento feminista era que los políticos usaban el servicio militar como una credencial para ganar elecciones que era injusta con las mujeres, que no tenían oportunidad de ganar el reconocimiento que ese servicio proporcionaba.

 

Otro hecho importante pero pocos veces mencionado es lo que Susan Jacoby, periodista del Washington Post, ha calificado de “la mítica idiotez del joven angustiado ante la necesidad de hacer la dura opción de permanecer estudiando mientras sus hermanos luchan en las junglas del sudeste del Asia.” Este contorsionismo ético llevó a Jacoby a preguntarse “si millones de hombres de mi edad que huyeron del servicio militar obligatorio se sintieron “des-masculinizados” de una forma que ninguna mujer realmente puede comprender.”

 

Como ejemplo del impacto de la observación de Jacoby, piensen en Harvard. En la Segunda Guerra Mundial, 691 exalumnos de Harvard murieron en combate pero de los 12,595 que se graduaron de Harvard entre 1962 y 1972, sólo 12 murieron en Vietnam (y esto aún hubo unidades del ROTC en Harvard durante l mayor parte de la guerra). Los alumnos de las escuelas elitarias, cuyos predecesores habían sido la vanguardia en otras guerras, se quedaron en sus casas y fueron a buscar sus doctorados mientas sus contemporáneos iban a sufrir 58,000 bajas. La dinámica de ese colectivo pero reprimido sentimiento de culpa y s transferencia a una persistente desvalorización del servicio militar, nunca ha sido abiertamente discutida nacionalmente puesto que “triunfadores” que no sirvieron a su país rápidamente pasaron a posiciones dominantes en las universidades, las editoriales, las películas y la prensa.

 

Estas importantes fuerzas sociales se unieron tras la guerra de Vietnam. En su lucha por la ratificación de la Enmienda de los derechos Iguales, el movimiento feminista consideró a las fuerzas armadas como su mejor batallas “periférica”. Ganar en el tema de las mujeres en combate, la más esencial de las obligaciones masculinas en cualquier sociedad,  haría irrelevantes otros debates sobre el papel de las mujeres. Para muchos hombres que no se ofrecieron para servir en las fuerzas armadas, particularmente para los “triunfadores” que no querían enturbiar sus reputaciones, la “des-masculinización” de las fuerzas armadas era un disuasivo natural a cualquier ataque sobre su masculinidad, sobre todo cuando sus actitudes juveniles fueran examinadas retrospectivamente.

 

Otros que reconocía la falta de lógica de este experimento social se quedaron callados, incluyendo a numerosos importantes conservadores, porque hablar pudiera ser interpretado como tomar una posición reaccionaria. Dado el agrio carácter de ese debate, su falta de servicio militar sería utilizada en su contra, no por los veteranos o los militares que agradecer su apoyo, sino por los que querían ahogar cualquier disidencia.

En lo que esas realidades militares se han desarrollado,  los militares han tenido que luchar bajo su propio conjunto de desagradables realidades. Desde sus primeros días de entrenamiento, los jefes militares son educados en una cultura que cree en el control civil. Y son gente de acción. Pueden estar opuestos a determinada política mientras la misma se esté discutiendo pero, de ser aceptada,  será implementada con el mismo vigor. No sólo eso. Los generales al nivel de las tres estrellas son seleccionados con gran participación de la dirección civil, y al nivel de las cuatro son seleccionados a la completa discreción de los civiles, lo que le permite a los políticos conformar los altos niveles de la dirección militar. Cuando, como en la presente administración, los puntos de vista sobre la expansión del papel de las mujeres se convierten en el criterio decisivo para la promoción, los argumentos que cuestionen la opinión establecida son un obstáculo para llegar a los más altos niveles.

 

Con muy poco apoyo del exterior, y en una cultura que exige rendimiento, los jefes han aprendido que apuntar las dificultades inherentes en un tema como la asimilación de las mujeres lleva a la liquidación de sus carreras. Al mismo tiempo, se ejerce enorme presión sobre ellos para acentuar los aspectos positivos de este experimento social e ignorar o disminuir los negativos. Pero los hombres de las fuerzas armadas saben que las cosas no son tan simples. Como siempre, cuando se le pide a la gente que defienda una imagen que sabe que es falsa, esto inevitablemente conduce al cinismo. Ese cinismo, a su vez, genera una reacción lo que aumenta las tensiones inclusive en áreas donde las mujeres rinden bien y donde su presencia no perjudica la misión militar.

 

Estas duras realidades han creado el mayor cambio cultural potencial en nuestra historia militar. Si los asuntos se dejan como están, corremos el riesgo de destruir todas las nociones de liderazgo que hemos conocido. El principal problema es que en muchas áreas donde se han introducido mujeres, los jefes militares no pueden decir la verdad so pena de sacrificar sus carreras.

 

Y es así que los políticos y comentaristas de la prensa generalmente terminan discutiendo sólo una mitad de la historia. Tienen razón en cuando exigir investigaciones de comandantes que no han tomado medidas para evitar el acoso sexual y las relaciones sexuales entre sus subordinados. Mujeres obligadas a relaciones sexuales indeseadas son puestas en situaciones insoportables cuando su superior es el culpable, y no hay nadie a quien crean que puedan recurrir para reportar los crímenes.

 

Pero los políticos y la prensa están responsabilizando de esos problemas a las fuerzas sociales equivocadas. No han podido escuchar de primera mano de los que tienen ese conocimiento sobre lo que la integración sexual ha significado en asuntos de conducta militar. Considere al comandante que sabe que el responsable de tales situaciones no un individuo, ni media docena, sino un sistema que pone hombres y mujeres jóvenes dentro de una atmósfera rarificada: un barco en alta mar o en un curso de entrenamiento básico, por ofrecer dos ejemplos clásicos. ¿A quién le puede decir ese comandante que él cree que el experimento mismo no ha triunfado, que el medio ambiente emocional en el que políticos ignorantes o indiferentes han empujado a estos jóvenes a vivir en la más estrecha cercanía sólo puede estimular una actividad sexual perturbadora?

 

El comandante sabe que el mantra político de los últimos 20 años ha sido que las conductas sexuales irregulares no son más que un problema cultural y que, como la insensibilidad racial, puede ser superada con unas cuantas conferencias y la supervisión del mando. El también sabe que esto es mentira. Pero decir sus verdaderas opiniones o forzar el asunto probablemente le cueste la carrera.

 

Un caso conocido es el del comandante John Carey, que tomó el mando del destructor Curtis Wilbur tras un brillante inicio de su carrera militar. Poco después, Carey observó a dos mujeres de su tripulación besándose y le habló a un oficial sobre su preocupación de lo que semejante conducta provocaría. “Capitán”, le dijo el oficial, según el Washingtonian, “en este barco se está... las 24 horas del día, y usted no puede hacer absolutamente nada sobre eso.” Carey trató de hacer algo y pronto fue relevado del mando por “abusar de su tripulación física y verbalmente.”

 

Esta presión por mirar a otra parte a no ser que la conducta sea excesivamente pública o no consensual permea la política civil hacia los militares. En febrero de 1988, poco antes de mi renuncia como secretario de la Marina, regresé de un viaje a instalaciones militares americanas en Islandia. Durante una reunión con el secretario de Defensa Frank Carlucci, reporté que me habían informado que 51 por ciento de las mujeres solteras alistadas en la Fuerza Aérea y 48 por ciento de las mujeres solteras alistadas en la Marina  estacionadas en Islandia estaban embarazadas.

 

A Carlucci, que había anunciado en sus primeras semanas en el cargo que quería eliminar la política del gobierno de Reagan de restringir a las mujeres de posiciones de combate, no le importó. “¿Qué otra cosa se puede hacer en Islandia?”, respondió provocando aduladoras risas de los oficiales que estaban en la mesa. No tengo que decir que nadie se preocupó de éste o cualquier otro fallo sistémico, y que todo el Pentágono supo rápidamente que, independientemente de las regulaciones existentes, a la dirección no le preocupaba la fraternización sexual.

 

Surge entonces la pregunta: ¿Debía preocupar? Y la respuesta es: sí, en las Fuerzas Armadas, sí debe preocupar.

En lo que esas realidades políticas se han desarrollado, los militares han tenido que luchar bajo sus propias duras realidades.

 

Es difícil explicar a los que no han servido operativamente en las fuerzas armadas y a muchas mujeres que no comprenden el ethos de unidades en las que no participan, por qué los militares son, y deben permanecer siendo, diferentes del mundo civil cuando de estas cosas se trata. Después de las órdenes religiosas, los militares constituyen la cultura más motivada por los valores de nuestra sociedad. No estoy hablando de la moralidad individual; muchos excelentes soldados han sido conocidos como “riesgos de libertad” cuando no están de servicio. Más bien se trata de un impecable ethos de grupo. Los que sirven juntos tienen que comportarse unos con otros de acuerdo a un conjunto de estándares tan inobjetables como igualitariamente impuestos: honestidad, responsabilidad, sacrifico y absoluta justicia en riesgo, promoción y recompensas.

 

Los militares son, en este sentido, una meritocracia socialista. No funcionan por dinero sino por reconocimientos inmateriales. Haga algo bien y recibirá un buen reporte de desempeño, una condecoración, una promoción de grado. Haga algo mal y recibirá una reprimenda, una corte marcial, una prisión, una rebaja de grado. Usted no puede dejar sus funciones porque no le guste su trabajo o su jefe o el lugar donde lo mandan. Todavía más asombroso, le pueden pedir que muera a nombre de una persona o de una política que a usted ni siquiera le gusta. En este medio ambiente, la justicia no sólo es crucial, es indispensable. La justicia es la garantía que le da credibilidad  al rango, a los premios, al reconocimiento. Y ese reconocimiento determina el futuro de la persona.

 

Las fuerzas armadas fueron la primera institución federal en crear una verdadera igualdad para las minorías. Yo me crié como hijo de un oficial de carrera en las nuevas fuerzas armadas integradas, y la vi funcionar a través del difícil período de fines de los años 60 y principio de os 70 cuando yo era un oficial de los Marines.

 

Ahora, en la medida en que esto sea posible, las fuerzas armadas tienen la obligación de hacer lo mismo con las mujeres, y no debemos perder de vista ni el talento que muchas mujeres traen a nuestras fuerzas armadas ni la gran cantidad de beneficios que reciben por su servicio.

 

Pero tampoco podemos engañarnos y creer que la asimilación de las mujeres en las fuerzas armadas es lo mismo que romper barreras raciales o étnicas. Eliminar prejuicios culturales requiere un condicionamiento intelectual. Pero eliminar o neutralizar la atracción al sexo opuesto requiere una terapia mucho más severa e imaginativa, y probablemente sea imposible.

 

Pero eso es exactamente lo que va a suceder si las fuerzas armadas tienen que funcionar sin disrupción en las unidades operativas donde la “cohesión de grupo” es la clave del rendimiento, o en los aislados ambientes del entrenamiento básico o las movilizaciones a largo plazo.

 

En estas circunstancias, es esencial eliminar o minimizar todo tipo de favoritismo. Pero todos sabemos que no ha prejuicio más universal o poderoso que el que existe hacia la persona amada. Y pocas emociones son más poderosas, o distraen más, que las que rodean la búsqueda, la competencia o la ruptura de una relación amorosa. En la administración de disciplina, beneficios y riesgos mortales, se requiere una personalidad singularmente fuerte para echar de lado cualquier sentimiento y  denegarle a un cónyuge o a un amante un ambicionado beneficio o exponer esa persona a un riesgo mortal Ni tampoco es posible decidir a favor de un cónyuge o un amante sin, al menos, una apariencia de injusticia.

 

Y hay otro problema. Considere un barco en un despliegue a largo plazo o quizás 100 días sin tocar en ningún puerto, algo muy frecuente inclusive en la historia reciente de la Marina. Suponga, como es probable, que algunos miembros de la tripulación integrada empiecen una relación sexual estando en el mar. ¿Y los demás? Ellos no van a tener es oportunidad durante meses. La inevitable secuela de irritación y resentimiento crea un verdadero polvorín de emociones que no puede sino afectar la moral, la disciplina y la atención al cumplimiento del deber.

 

Ninguna orden de la superioridad va a eliminar la actividad sexual entre hombres y mujeres obligados a vivir en la más estrecha cercanía. Los dirigentes civiles y militares luchan denodadamente para no ver esta realidad. Esto me recuerda la observación de Douglas MacArthur  poco después de llegar al Japón de la posguerra, cuando le dijeron que un gran n, cuando le dijeron que un gran no de soldados estaban teniendo relaciones con mujeres japonesas. Cuando le preguntaron si esa conducta no debía ser reprimida, MacArthur respondió: “Nunca daré una orden que yo sepa que no puedo hacer cumplir’’.

 

MacArthur sabía que los soldados son generalmente jóvenes y agresivos y que, de vez en cuando, van a encontrar formas de aliviar sus frustraciones sexuales con mujeres dispuestas, Pero, por la noche, los soldados de MacArthur regresaban a sus barracas. Y cuando sus unidades eran llamadas a cumplir misiones, los objetos de sus deseos no iban a estar junto a ellos, perturbando sus nociones de deber, disciplina y sacrificio.

 

Los generales y almirantes de hoy están bajo constante presión política, inseguros de donde deben establecer la diferencia entre el control civil y militar, deseosos de ser justos con las mujeres que tienen un buen desempeño, prefieren dar órdenes que saben no se pueden hacer cumplir que confrontar a los políticos que las han soñado. Han estado trabajando durante años, de incidente a incidente, mientras que muchos jóvenes jefes se han visto obligados a enfrentar posiciones imposibles y éticamente contradictorias.

 

Y en una de las supremas ironías del actual debate, las mismas feministas que siempre han censurado a los militares y asta a la misma cultura militar por sus frívolas relaciones con mujeres extranjeras cuando están de pase, ahora defienden o explican esa misma conducta si ocurre a bordo de un barco o entre soldados o marinos de ambos sexos.

 

¿Quién realmente quiere ampliar esta continua asimilación sexual? Un reciente estudio entre soldados hecho por Laura Millar, una investigadora de Harvard, sugiere que no son las mujeres de las fuerzas armadas. Sólo 3 por ciento de las mujeres alistadas cree que “deben ser tratadas exactamente igual que los hombres y servir en combate igual que los hombres.” 61 por ciento dijo creer que el acoso sexual aumentaría si las mujeres tuvieran acceso a los puestos de combate. Un porcentaje igual creía que las mujeres no debían ser sometidas al servicio militar obligatorio, o sólo debían serlo para servicios que no fueran de combate. Sólo 11 por ciento de las mujeres alistadas y 14 por ciento de las oficiales encuestadas indicaron  que se propondrían de voluntarias para puestos de combate si se los ofrecieran.

 

Estas son las realistas. Saben  precisamente lo que quieren de su servicio militar. También saben precisamente las circunstancias bajo la que surgen dificultades innecesarias. Muchas de ellas están cansadas de ser peones en los grandes esquemas de sociólogos, feministas y un pequeño grupo de oficial políticamente activistas, y de tener que vivir con los resultados, sexualmente dolorosos, de ese activismo.

 

Ha llegado el momento de dejar de examinar estos temas únicamente desde la perspectiva de cómo debe ajustar la cultura militar a las mujeres. Mientras las mujeres hacen valiosas contribuciones en una serie de niveles, las fuerzas armadas son y han sido siempre una profesión predominantemente masculina. Sus dirigentes debían exigir que cualquier ajuste en los papeles sexuales satisfaga criterios históricamente apropiados para mejorar el rendimiento, y no dedicarse a salvar los egos de un grupo de eternamente insatisfechos ingenieros sociales

 

Los Estados Unidos pudieran querer aprender de la experiencia que han tenido otros países con las mujeres en las fuerzas armadas. Después de la II Guerra Mundial, el ejército soviético abandonó completamente el uso de las mujeres en situaciones operativas (habían sido reclutadas debido a la pérdida de 7 millones de soldados en combate.) Los israelíes en diversos momentos de su reciente historia han ajustado el papel de las mujeres. Contrario a la mitología popular, es contrario a la ley israelí que las mujeres sirvan en combate, y “combate” se interpreta de una forma mucho más amplia que aquí.

 

Un primer paso para las fuerzas armadas de EEUU sería hacer que su entrenamiento básico fuera sexualmente separado, como ha sido siempre salvo los últimos años. Más allá de eso, cada jefe de servicio debía ordenar, por su propia iniciativa, una completa y honesta revisión de la medida en que las actuales prácticas sexuales han afectado los tradicionales estándares de jefatura, disciplina, equidad y cohesión. Donde ha habido daños, las políticas se deben cambiar. Donde la integración ha funcionado, la política puede ampliarse. Los secretarios civiles o miembros del Congreso no deben tener la facultad de obstruir estas revisiones puesto el “buen orden y la disciplina” son, en última instancia, la responsabilidad exclusiva de cada jefe de servicio: una responsabilidad que muchos creen ha sido abandonada en las últimas décadas, en relación con este tema.

 

Si estos altos jefes demuestran ser demasiado tímidos, comprometidos o politizados para tomar esas medidas, entonces el actual Congreso debía tomar medidas similares a las que se tomaron cuando Watergate y el mismo empezar el dramático cambio. Excepto que, en esta ocasión, el cambio sería para preservar las tradiciones, valores y liderazgo militares más bien que pare someterlos a agendas políticas externas.

 

Los jefes militares y políticos tienen que tener el coraje de preguntar en que áreas nuestras actuales políticas hacia las mujeres están perjudicando, en vez de ayudar, la tarea de defender a Estados Unidos. Ya hemos soportado dos décadas de experimentos y los resultados de estos experimentos proveen una gran can Hace mucho tiempo que un jefe militar, de prácticamente cualquier rango, ha estado en libertad de hablar libremente sin temor a represalias. Y las dificultades que rodean el buen orden y la disciplina de nuestras fuerzas armadas no van a disminuir hasta que no sólo se aliente a sus propios jefes a señalar las áreas en que la nueva política ha funcionado, sino que también se les aliente a hablar honestamente de las áreas en que no ha funcionado.

 

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James Webb sirvió como secretario adjunto de Defensa y secretario de la Marina en la administración de Reagan. Es graduado de la Academia Naval de EEUU y fue herido en dos ocasiones den Vietnam.

Tomado de National Review

Traducido por AR

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