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Guy Sorman
Paris
Se llaman Rizgan Amin, Ary Shaheen y Raed Juni. Son los jueces iraquíes
que juzgaron a Saddam Hussein y lo condenaron a muerte, conforme a las
leyes de Irak. Cualquiera que sea nuestra opinión respecto del proceso y
su desenlace, estos hombres han mostrado un coraje físico y moral poco
común. Encararon a Saddam sin vacilar, delante de las cámaras,
arriesgando su vida y su honor.
Por largo tiempo, los asesinos a sueldo los acecharán. Otros procurarán
denigrarlos tildándolos de lacayos de Estados Unidos. Sin embargo, si
nos atenemos a las imágenes vislumbradas por televisión, esos jueces no
parecían temer a nadie ni estar a sueldo de nadie. Se diría que esos
magistrados impasibles estaban fundando un nuevo orden, un Estado de
Derecho.
¿Sus nombres figurarán mañana en los manuales escolares iraquíes entre
los fundadores de una nueva república? Es posible. Las guerras no son
eternas, lo peor no siempre es inevitable, ni aun en Irak. Un día, los
historiadores se abocarán a reconstruir una historia de Irak coherente y
lineal: la colonia británica, la monarquía parlamentaria, la dictadura
y, finalmente, la república. En esa historia futura, la muerte del
dictador aparecerá como el sacrificio fundacional de la nueva república,
así como, en 1958, la muerte del rey fue el sacrificio fundacional de la
dictadura.
Sin duda, más allá del Estado de Derecho, los jueces iraquíes pensaron
en esa sangre derramada que, en todas las civilizaciones, cierra una
época para abrir otra. Más allá del derecho, hay que tener en cuenta
que, para esos jueces, la muerte de Saddam fue una necesidad histórica.
Tal vez, dentro de Irak, hasta fue indispensable para que los soldados
de la guerra civil comprendieran que los tiempos habían cambiado de
veras.
Fuera de Irak, los comentaristas pocas veces o nunca repararon en estas
circunstancias históricas y locales. Me refiero en especial a los
norteamericanos y europeos, numerosos pero no mayoritarios (los sondeos
sobre la muerte de Saddam arrojaron resultados más bien aprobatorios),
que impugnaron el proceso y reprobaron la ejecución.
El proceso habría sido invalidado por la presencia de un ejército
extranjero. Habría sido apresurado porque Saddam no tuvo tiempo para
responder por todos sus crímenes. Habría debido celebrarse ante un
tribunal internacional. Adoleció de imperfecciones jurídicas que en
Estados Unidos habrían determinado su anulación. En vez de Saddam, se
debería haber juzgado a los gobiernos que ayer lo proveyeron de armas:
el francés, el alemán, el norteamericano, el saudita.
Y bien, todas estas críticas son fundadas. Nadie pone en duda los cargos
contra Saddam. Nadie niega que hizo ejecutar a 148 pobladores de Dujail
porque eran chiitas. Nadie niega que eso fue un genocidio. Nadie discute
que Saddam y sus abogados tuvieron tiempo de sobra para defenderse y
defenderlo en público.
Por tanto, nadie debería discutir que el solo hecho de que ese proceso
se haya llevado a cabo en un Irak en guerra, pese a la presencia de
tropas extranjeras, ha sido un avance espectacular en materia de
derecho, sin precedente en el mundo árabe.
El verdadero interrogante que afrontaron los iraquíes fue si debían
anteponer la búsqueda de la perfección jurídica a la promoción del
Estado de Derecho, pese a las condiciones adversas. Así lo vieron, y no
de un modo más teórico, porque, en Bagdad, éstos no son tiempos para
dejarse llevar por los estados de ánimo.
Los comentarios idealistas desde Europa y Estados Unidos me recuerdan
esta frase de Charles Péguy: "Los moralistas tienen las manos limpias
porque no tienen manos".
¿Cuantos critican despectivamente el proceso y la ejecución de Saddam
son, en verdad, moralistas y tienen las manos tan limpias? Lejos de
ello. En este bando, hay quienes odian a Bush o a Estados Unidos hasta
tal punto que cualquier hecho atribuible a Bush, ya sea en forma directa
o indirecta y remota, les parece de por sí condenable. Para estos
opositores a la intervención norteamericana en Irak (tienen derecho a
serlo y yo lo fui desde el primer día) y a toda intervención de Estados
Unidos en los asuntos mundiales (aquí discrepamos), la ejecución de
Saddam simplifica el debate.
Ya no necesitan entrar en discusiones bizantinas; basta recordar que,
por principio, se oponen a la pena de muerte. La controversia se agota
al imponerse los principios. Es un triunfo no negociable, un dulce
pasaje de la realidad compleja al simbolismo puro. En París, Le Monde ,
el diario de los partidarios del orden establecido, proclama en su
editorial: "Por principio, nos oponemos a la pena capital". Un principio
no se negocia. Olvidemos, pues, a estos iraquíes complicados y sus
circunstancias.
En el otro extremo del planeta, descubro un comunicado del gobierno
argentino en el que condena la ejecución de Saddam invocando "los
derechos humanos" y, al mismo tiempo, condena los crímenes que él
cometió "invocando esos mismos derechos humanos".
Para ese gobierno que, hasta ahora, nunca se había interesado por Irak
(pero cuyo antinorteamericanismo es un negocio), los derechos humanos de
Saddam equivalen, pues, a los de sus millones de víctimas. Esta extraña
equivalencia moral habría colocado en un mismo nivel a Stalin y las
víctimas del gulag, a Hitler y las víctimas del Holocausto. Hay casos en
que la hostilidad a Estados Unidos cae en la estupidez.
(Si quisiera caer en el debate fácil, les recordaría a ese gobierno y a
cuantos dicen oponerse "por principio" a la pena capital que en China
hay cuando menos diez mil ejecuciones por año -por lo general, sin
proceso ni abogados- en medio de un silencio ensordecedor. Soy el único
que firma peticiones sobre esta cuestión.)
¿Era preciso ejecutar a Saddam Hussein? Personalmente, habría preferido
que lo condenaran, a perpetuidad, a exhumar los cuerpos de las fosas
comunes y enterrarlos, con sus propias manos, conforme al rito islámico
que él reclamó al final de su vida. Pero no soy iraquí, mi familia no
fue exterminada por Saddam, no estoy en guerra y no puedo decidir en
nombre de los iraquíes. Antes de juzgarlos desde nuestra cómoda
posición, tratemos de comprenderlos.
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Tomado de La Nacion
Traducción: Zoraida J. Valcárce.
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