En defensa del neoliberalismo |
Víctor Davis Hanson Nosotros, en este lado del Atlántico, también manifestamos distintos síntomas de esta misma enfermedad occidental, pero sobre todo mediante la retórica acalorada en vez de la indiferencia complaciente, si tenemos en cuenta los acontecimientos de septiembre 11 que galvanizaron a muchos al tiempo que decepcionaban a los liberales cuyo anterior apaciguamiento había creado monstruos en vez de rivales confundidos o peligrosos. La guerra contra el terrorismo resultó ser la costra abierta que dejó al descubierto la herida profunda del endémico odio de Occidente a sí mismo, y la cercana obsesión con el hecho de que nuestra educación superior y nuestra riqueza material no habían eliminado del todo la necesidad de la fuerza y la coerción. Consideremos algunos de los recientes arranques de furia de los que fueran sensatos políticos de la vieja guardia del Partido Demócrata. Jay Rockefeller, senador por Virginia, insiste en que el mundo estaría mucho mejor si Saddam hubiera seguido al frente de Irak. John Murta, congresista de Pensilvania, se apresuró a declarar que nuestros marines eran culpables de asesinar “a sangre fría” a iraquíes antes de juzgarlos. El senador por Illinois Richard Durban comparó a nuestros interrogadores de la base de Guantánamo con los nazis y los asesinos de masas, mientras que John Kerry, senador por Massachussets, dijo que nuestros soldados habían “aterrorizado” a mujeres y niños. El mismo John Kerry aconsejó a los jóvenes norteamericanos que debían estudiar si no querían acabar en las filas del ejército de voluntarios en Irak, a pesar de que los soldados de hoy poseen niveles de educación superiores a los del conjunto de la población. Pero es el furor y el miedo, no la lógica, lo que en Occidente nos lleva a culpar a nuestros compatriotas en vez de a condenar el salvajismo de nuestros enemigos. Los filántropos multimillonarios de izquierda parecen estar confundidos en cuanto a la naturaleza de la política y la sociedad norteamericanas que les dieron todo lo que disfrutan de manera tan suntuosa. Ted Turner, rico y famoso en CNN, dijo sentirse contrariado porque el presidente Bush, después del 9/11, pidió a los norteamericanos apoyar nuestra guerra en Irak contra los terroristas islámicos. George Soros afirmó que el presidente Bush había superado los métodos de propaganda nazi. Soñar que se asesina a un presidente elegido, y no a un asesino de masas como Osama Bin Laden, es uno de los nuevos pasatiempos norteamericanos. Es el tema de un docudrama reciente y de un libro de la editorial Alfred Knopf. ¿Cuáles son las posibles causas, aquí en los Estados Unidos, de que la crítica liberal llegue a extremos que la convierten en histeria patológica? ¿Se debe sólo a que George Bush es una singular figura polarizadora de corte cristiano y tejano? ¿O acaso la ferocidad de izquierda actual es también un legado de los tribales años sesenta, cuando los manifestantes al margen del poder pensaban que hablar sin rodeos, incluso groseramente, era preferible al “artificial” comedimiento cultural? ¿O quizás la ira proviene del hecho de que hasta hace unos días habían pasado doce años sin que los demócratas consiguieran la mayoría en el Congreso, y sólo durante 8 de los pasados 26 años ocuparon la Casa Blanca? La indisciplina actual de la izquierda parece un modo de convertir a otros en chivos expiatorios de una frustración más elemental: la de que sin escándalos o sin una guerra impopular no son capaces de ganar con tanta facilidad una mayoría nacional basada en creencias enraizadas en Europa. Más derechos a beneficios, impuestos más altos para financiarlos, matrimonio entre homosexuales, cuotas de facto en la discriminación positiva, fronteras abiertas, aborto libre, y secularismo radical son propuestas liberales que, al menos por el momento, no tienden aún a conseguir el respaldo de la mayoría de los norteamericanos, por lo que deben enmascararse mediante los escándalos de quienes se les oponen o eclipsarse con una guerra controvertida. Del mismo modo que a los europeos los desconcierta el que su paraíso en la tierra los haya dejado débiles y temerosos, también muchos millones de norteamericanos de izquierda están molestos porque la propia utopía moral que prometen no es bien acogida por aquéllos que supuestamente son los menos instruidos y brillantes entre ellos. Pero entonces, ¿qué es lo que mueve a los occidentales aquí y en Europa a demandar que debemos ser perfectos en vez de simplemente buenos, y a lamentarse de que si no somos perfectos somos entonces terriblemente malos? ¿Qué los incapacita siempre para definir su civilización y defenderla entonces de sus más elementales enemigos? Claro que siempre ha existido una predisposición utópica tanto en el pensamiento occidental desde la época de la “República” de Platón como en la práctica del socialismo de Estado. Pero la explosión tecnológica de los últimos veinte años ha hecho la vida tan prolongada y tan buena que son muchos hoy los que creen que nuestro dominio de la naturaleza debe extenderse también a la naturaleza humana. Una sociedad que puede telefonear desde cualquier lugar del mundo empleando un teléfono celular, debe con igual facilidad poner fin a la guerra, la pobreza o la infelicidad, como si estas patologías tuvieses causas estrictamente materiales y nada tuvieran que ver con los empobrecimientos del alma, por lo que podrían tratarse con medio materiales. En segundo lugar, los liberales estiman que ahora la educación debe ser, como nuestras máquinas, cada vez más ambiciosa; que debe ser capaz de enseñarnos no sólo los hechos del pasado, la ciencia del futuro y los instrumentos para cuestionar y descubrir la verdad, sino más bien un modo particular y correcto de pensar, ya que el dinero y la enseñanza están comprometidos a cambiar la propia naturaleza humana. En semejante mundo (utópico), la mera ignorancia ha reemplazado al mal en tanto que reto. La enseñanza puede, por fin, hacer desaparecer el mal en vez de simplemente confrontarlo y destruirlo. En tercer lugar, siempre ha existido también una predisposición cínica, como puede verse en el “Satiricon” de Petronio o el “Cándido” de Voltaire. Pero ahora nuestra pérdida de la fe en nosotros mismos es más nihilista que sarcástica o escéptica debido a la desaparición de las restricciones que imponen la familia, la religión, la cultura popular y la vergüenza pública. Por estar cada vez más aislados del peligro gracias a nuestros objetos materiales, carecemos de toda apreciación de lo realmente delgada que es la capa de la civilización. Entre nosotros solemos ignorar a aquéllos que laboran día tras días para mantener a raya la naturaleza y los ángeles más siniestros de nuestra naturaleza humana. Esta nueva torpeza tiene que ver con el hecho de que las elites de cierta manera se burlan de por qué tenemos lo que tenemos. En lugar de apreciar que millones se levantan a trabajar a las 5 a.m., realizan labores rutinarias y viven vidas comunes de tranquila desesperación, tendemos a reírnos de las fruslerías de Wal-Mart, incapaces de admirar su capacidad asombrosa para brindar a los pobres algo de prosperidad material real. Elogiamos al arquitecto del puente que necesitamos, al tiempo que demonizamos la franquicia para vender comida rápida y fiable a los trabajadores que lo construyeron. Leemos acerca de unos audífonos que nos hacen falta, pero despreciamos el arte del brillante anuncio que nos da la información que permite comprarlos. Y consideramos que el soldado en su curioso uniforme de camuflaje y su Kevlar es un perdedor que no tuvo suerte en la lotería americana, por lo que acabó en Irak; los más privilegiados nunca reconocen que esos hombres armados son el único baluarte entre nosotros y las fuerzas actuales de la más oscura Edad Media con sus bombas y sus kamikazes. Nos hallamos en un terreno peligroso. La historia nos ofrece pruebas de que no duraron mucho las civilizaciones puramente seculares y carentes de un dios, las que confiaban sólo en la razón y creían que la naturaleza humana podía mejorarse de raíz si se invertía suficiente capital y conocimientos en la misión. El fracaso de nuestras elites en extender las tradiciones que recibieron y en considerarlas no sólo diferentes, sino mucho mejores que las alternativas es también un síntoma de crisis en todas las sociedades del pasado, trátese de la Atenas de Demóstenes, los últimos tiempos de la Roma imperial, la Francia del XVIII o la Europa Occidental de los años veinte del siglo pasado. No hay nada peor que una elite que exige el igualitarismo para los demás y asegura privilegios para sí. Y sabemos que los suicidios de las civilizaciones casi siempre son el resultado de la influencia de los ricos y no de la de muchos de los pobres. ¿Es posible terminar con una nota optimista el homenaje de esta noche a Winston Churchill, que resistió más y estuvo más solo que nosotros en la época actual? Después de los horrores de septiembre 11, inquietan nuestro sueño los enemigos que parecen salidos de la más siniestra Edad Media, los fascistas islámicos que son nuestros opuestos casi exactos y odian la tradición occidental y, lo que es más importante, que son honrados y no se disculpan por odiar nuestra tolerancia y paciencia. No surgieron como resultado de algo que hayamos hecho o de alguna animosidad occidental que pudiera haber conducido a agravios reales, sino de una debilidad admitida por nosotros mismos, de un fracaso autoinducido y, por supuesto, de esos motores perennes de la Guerra: la antiquísima envidia y el honor perdido, y todo ello amplificado y propagado por los intelectuales occidentales disidentes cuya infelicidad con su propia cultura constituye un festín para los militantes de Al-Qaida. Según definiciones anteriores del poder relativo, al-Qaida y sus epígonos eran débiles y no podían derrotar militarmente a Occidente. Pero su genio consistía en conocer nuestro odio a nosotros mismos, nuestra incapacidad para distinguir el mal de ellos de nuestro bien, nuestra creencia errónea en que los islamitas estaban confundidos en cuanto a Occidente, cuando en realidad intentan destruirlo y, sobre todo, nuestro miedo a perder, aunque fuera por un momento, el disfrute de nuestra buena vida para derrotar a los terroristas. A medida que conocemos lo que son los islamitas, muchos de nosotros, por primera vez, estamos aprendiendo también lo que no somos. Y al enfrentar a estos fascistas podremos saber si nuestra libertad es más fuerte que sus kamikazes y sus artefactos explosivos improvisados. Esta guerra nos ha brindado la oportunidad de reagruparnos y, en relación con nuestros enemigos, de contemplar nuestros fallos pasados y retos presentes; y de volver a descubrir nuestras fuerzas y recordar nuestros orígenes. Podemos aprender de nuevo que no sólo peleamos por George Bush o Wal-Mart, sino también por la idea misma de la Ilustración en su sentido cristiano para las almas buenas de aquéllos que entre nosotros han olvidado todo esto cuando censuran caricaturas y equiparan a los soldados norteamericanos con los nazis. Permítanme citar a Winston Churchill en relación con los tiempos que estamos viviendo y los retos que enfrentamos: “No son éstos días sombríos, sino días grandiosos, los más grandiosos que nuestro país ha vivido”. Nunca esta frase fue más cierta que hoy.
Resumen
del discurso pronunciado por Victor Davis Hanson en la cena anual del
Claremont Institute en honor de Sir Winston Churchill. |