En defensa del neoliberalismo |
Víctor Davis Hanson La segunda Ilustración eropea de fines del siglo XVIII siguió al anterior espíritu del Renacimiento. Pese a todos los excesos y pese a la arrogancia de pensar que la pura razón podía desplazar a la religión – como si la ciencia pudiera explicar todos los misterios de la condición humana – la Ilustración estableció el modelo occidental de lo que debía ser una sociedad humana y ordenada. Pero ahora todo lo conseguido en esos 2,500 años está en peligro. Los nuevos enemigos de la Razón no son los furiosos demócratas que ejecutaron a Sócrates, los fanáticos cristianos que persiguieron a los filósofos que defendían el heliocentrismo o los nazis que quemaban libros. No, ahora el enemigo es el consentido y atemorizado público occidental que cede ante la barbarie. Hoy por hoy, en la mayoría de los casos, los culpables somos nosotros mismos. En la época más rica de la historia de la civilización occidental -–la más poderosa por su capacidad militar y la más próspera por sus logros materiales—nos hemos hecho más complacientes y le hemos cogido miedo a la barbarie ¿Qué habría creído un atribulado Sócrates, un Galileo, un Descartes, un Locke, por ejemplo, de la parálisis moral que sufre Europa? ¿Acaso pensadores tan corajudos y audaces –que tan alto precio pagaron por ello—permitirían a sus sucesores una rendición tan degradante al fanatismo religioso y al fascismo patrocinado por el Estado procedente de los extremistas del Oriente Medio? Pensemos en el año actual, el 2006: programe una opera en la Alemania de hoy y después no la ponga en escena. Tampoco en este caso la renuncia se debió a los nazis, los comunistas o los reyes, pues fueron los mismos productores los que renunciaron por temor a los fanáticos islámicos que objetaron un supuesto mal gusto. O escriba una novela que se consideró no hacía justicia a Mahoma. Esto es lo que hizo Salman Rushdie y, por su audacia, tuvo que sufrir durante años la soledad, el ostracismo y las amenazas de muerte; y todo esto ocurrió nada menos que en el corazón de Europa. O monte un documental, como hizo Theo Van Gogh, y podría muy bien ocurrir que lo decapiten en la Holanda “liberal”. O mejor aún, bosqueje una simple caricatura en la Dinamarca posmoderna, cuya amplia tolerancia es legendaria, y corra entonces a esconderse para salvarse del horrible destino de un Van Gogh. O cite un tratado antiguo, como hizo el Papa Benedicto, y descubra entonces que toda la Cristiandad podría ser atacada y que ni el Vaticano podría servir de refugio, aunque su uniformada Guardia Suiza probaría ser un mejor baluarte que la policía europea. O escriba un libro en el que critica el Islam, y no demore en esconderse por temor a perder la vida, como hizo el profesor de filosofía francés Robert Redeker.
Pero, ¿no es éste el meollo de la cuestión? Es fácil defender a los artistas cuando crean obras geniales que no cuestionan las sensibilidades populares –la “Mona Lisa” de da Vinci o “El espíritu de las leyes” de Montesquieu--, pero no cuando ofenden sin el buen gusto de un Miguel Angel o el talento de un Dante. En efecto, el Papa Benedicto es viejo y escolástico; carece del carisma y el tacto de Juan Pablo II, que seguramente no habría apelado a la rigidez de la erudición bizantina para esclarecer una idea. Es precisamente por ello que debemos salir a defender al Papa actual, aunque sea por la sola razón de que tuvo el coraje de expresar sus convicciones cuando otros no lo hacían.
Mientras tanto, casi a diario en Europa, artistas “valerosos” caricaturizan con impunidad a cristianos y americanos. Y sabemos lo que explica la diferencia radical en las actitudes hacia semejante expresión “cándida” e irresponsable: la hipocresía de la falsa bravuconada, del silencio ante los fascistas y la difamación ante los liberales es la verdad que callamos y la mentira que divulgamos. En realidad contamos con una lista larga de razones; entre ellas se encuentra, sin duda, la seguridad de que los crueles críticos de Occidente despotrican sin que los maten. Estos cobardes sacan el pecho cuando atacan a una Oriana Fallaci enferma, o a un Ariel Sharon comatoso, o a un atribulado George W. Bush empleando los tonos más demoníacos, pero se asustan cuando son amenazados por un matón como el Dr. Zawahiri o el gran mufti de alguna oscura mezquita. En segundo lugar, casi todos los géneros de la expresión artística o intelectual han sufrido ataques: la música, la sátira, la novela, los filmes, la exégesis académica y la educación. De alguna manera, los europeos han renunciado insidiosamente a la promesa de la Ilustración que saludaba todo pensamiento libre por muy provocador que fuese. Sí, la generación actual de europeos es realmente herética, compuesta por personas que en cierto sentido son traidoras. Ellas mismas, no sus gobiernos consensuales o la ahora demonizada Ley patriótica americana o algún invasor más allá del Mediterráneo, son las que han puesto en peligro las libertades de expresión conquistadas durante siglos. Les preocupa el petróleo, les preocupa no parecer apóstatas de la nueva religión secular del multiculturalismo, les preocupa la posibilidad de otros atentados terroristas. Podemos entender por qué los venecianos, superados en número, entregaron Chipre a los otomanos y fueron ejecutados sumariamente, o quizás por qué los franceses del siglo XVI no aparecieron en Lepanto, pero, ¿por qué estas vacilaciones de los europeos de hoy al defender la promesa de Occidente cuando están protegidos por la ley y no han sufrido ni hambre ni guerras? En tercer lugar, hay que examinar por qué todos estos incidentes ocurrieron en Europa, donde el Estado garantiza cada vez más el buen vivir. ¿Es lógico que los europeos occidentales le tengan pavor a los extremistas religiosos? ¿Pavor ante extremistas que no amenazan con la destrucción, sino con la interrupción de la buena vida o con la simple acusación de ausencia de liberalismo? Nunca la Ilustración ha sido traicionada por un precio tan bajo. Este artículo resume el discurso pronunciado por Victor Davis Hanson en la cena anual del Claremont Institute en honor de Sir Winston Churchill.
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