ADOLFO RIVERO CARO
El poderío económico y político de nuestra comunidad cubanoamericana desconcierta y sorprende a muchos. Sin embargo, menos reconocido pero más sorprendente es su irradiación intelectual. Carlos Alberto Montaner es un caso evidente. Pero es hora de destacar el papel de Juan. F. Benemelis. Este manzanillero tiene una docena de libros importantes. El último de ellos, Transición: teoría y modelos, trata sobre la revolución de 1989 y la difícil lucha de los antiguos países socialistas para reincorporarse al mercado mundial y al mundo moderno. Aunque poco reconocido, en los años 1989-1993 se desarrollan los eventos más importantes desde la revolución francesa y las guerras napoleónicas.
Confieso que el libro es un tanto intimidante. Sus casi 900 páginas son, al mismo tiempo, una densa reflexión teórica sobre la transición del comunismo al capitalismo y una vasta revisión histórica de la experiencia internacional. No sólo se investigan sus causas y mecanismos, sino también los casos concretos. Y estos últimos incluyen desde la situación de Rusia y los países de la Europa central hasta los del Báltico y los Balcanes, desde Georgia y Azerbaiyán hasta Uzbekistán y la experiencia china. Es un tema de inmensa importancia y, sin embargo, poco explorado. No es de extrañar. A la mayor parte de la intelectualidad occidental le resulta desagradable. Desde hace casi un siglo está profundamente influida por el marxismo y por su ácida crítica sobre la sociedad de libre empresa y libre mercado. Y este estudio sobre la transición trata sobre el fracaso del experimento comunista y el desgarrador esfuerzo por superarlo. No es un tema de su agrado.
Según Benemelis, las revoluciones anticomunistas fueron gestadas por los intelectuales. Es decir, por los novelistas, poetas, dramaturgos, cineastas, historiadores: por las revistas literarias, los comediantes populares y los discursos filosóficos, es decir, por la cultura. Habría que subrayar que tuvo muy poca ayuda de la intelectualidad occidental. Esto es un fenómeno importante en el que hay que profundizar.
La intelectualidad que se cree ''progresista'' es, esencialmente, reaccionaria. Se cree desinteresada y hasta moralmente heroica porque se opone a los abusos, supuestos o reales, de las empresas privadas. Y, para combatirlos, defienden una creciente intervención del estado. Pero el papel del estado no es nada nuevo. Ha sido decisivo durante casi toda la historia de la humanidad, desde los faraones hasta las monarquías absolutas del siglo XVIII. Lo revolucionario en la historia, lo radicalmente progresista, es el énfasis en el papel del individuo, en el papel de la iniciativa individual, en el papel del empresario. El héroe de la modernidad no es el guerrero, sino el comerciante.
Para bien o para mal, la sociedad capitalista es la sociedad revolucionaria por excelencia. ¿Imperfecta? Por supuesto, cualquier sociedad lo será siempre. Por consiguiente, bienvenida la crítica. Pero mucho cuidado. Su exageración llevó a la simpatía con el comunismo y a defender cuanto régimen anticapitalista aparecía en el mundo. La defensa del papel del estado nos arrastra al pasado, a la subordinación del individuo, a la dependencia. Y su particular peligrosidad reside en su atractivo. Porque todo el mundo elogia la libertad, pero, en realidad, la libertad es una dura responsabilidad y una pesada carga. Y la mayoría anhela, más o menos subconscientemente, un regreso a la irresponsabilidad y a que sea un líder el que tome las decisiones por nosotros.
De todas las experiencias de la transición analizadas en el formidable libro de Benemelis, la experiencia china es particularmente importante para los cubanos. Como él señala, las reformas de Deng Xiaoping se concentraron en la agricultura y en la creación de ''zonas económicas especiales''. Deng comenzó a desmantelar la colectivización entregando tierras a campesinos individuales para su cultivo. Tras entregar una cuota fija al estado, estos podían vender el resto en el mercado libre. Para aumentar sus incentivos, elevó los precios de los productos agrícolas, artificialmente deprimidos. El resultado fue una inmediata explosión de la producción. En pocos años, los campesinos duplicaron y triplicaron sus ingresos, impulsando la rápida transformación del país.
Cuba, lógicamente, no tiene lugar en este libro. Por mucho que se hable de una supuesta primavera se trataría, en el mejor de los casos, de una primavera ártica. Lo que caracteriza la situación cubana es su glacial inmovilismo. Dada su catastrófica situación económica, sería natural que la dictadura se sintiera compulsada a realizar algunas reformas. A mi juicio, sólo la supervivencia de Fidel Castro las ha impedido. ¿Hasta dónde llegarían? Nadie lo sabe pero el carácter de esas posibles reformas definirá la sucesión. Una reforma seria tendría que empezar con los pequeños agricultores.
El Partido Obrero Campesino, radicado en Manzanillo, dirigido por Alberto Moreno Fonseca, ha planteado la realización de un gran congreso campesino en diciembre del 2007 dirigido a precisar y explicarle a la nación las demandas del campesinado. La iniciativa cuenta con el apoyo de Antonio Alonso, el presidente de la Alianza Nacional de Agricultores Independientes de Cuba. La ANAI ha planteado una discusión nacional de las tesis del congreso. ¿Qué va a pasar? Lo más probable es que se intente reprimir esta iniciativa. Será un episodio importante en la lucha por la transición en Cuba.
En el libro hay muchas afirmaciones teóricas que me gustaría discutir. Pienso hacerlo en futuras columnas. Mientras tanto, el que quiera estudiar la experiencia de las transiciones en todo el mundo tiene que contar con esta enciclopedia de Juan Benemelis, uno de los intelectuales más importantes en el mundo de habla hispana. En mi opinión, ningún interesado en el fenómeno cubano, dentro o fuera de la isla, puede hacer un análisis serio, si no toma en cuenta sus obervaciones.