El secreto encanto de la KGB
ADOLFO RIVERO CARO
Hace un par de
semanas tuve el gusto de presentar en el Instituto de Estudios
Cubanos El secreto encanto de la KGB, el fascinante
libro de la escritora y periodista costarricense Marjorie Ross.
El libro trata sobre la vida del lituano Ióif Griguliévich
Lavretski, uno de los espías más extraordinarios del siglo XX.
Griguliévich fue reclutado desde muy joven por la KGB, estudió
en Francia, vivió algún tiempo en Argentina y, por sus
conocimientos de español, fue enviado a España durante la
guerra civil. Llegó a España en 1936 a los 23 años. El hombre
que le dio un pasaporte falso para poder entrar en el país fue
un delegado serbio de la Internacional Comunista llamado
Joseph Broz.
Es curioso que la historia política de los años 30 siga
siendo, hasta el día de hoy, la versión de Stalin. Digo
esto porque no es historia, sino mito y leyenda, que los
comunistas fueron la vanguardia del movimiento antifascista,
que tuvo una especie de culminación en la guerra civil
española. La realidad es que desde los años 20, Radek y otros
teóricos comunistas cercanos a Stalin habían sostenido
que el desarrollo del movimiento fascista era positivo para
los comunistas porque dividía y debilitaba a la sociedad
burguesa. En el Congreso antifascista de 1932 en Amsterdam,
los enemigos fundamentales eran Gran Bretaña y Francia, y la
mayor parte de sus sesiones estuvieron dedicadas a denunciar
el caso de Sacco y Vanzetti, que no era sino un invento de
Willy Munzenberg. Hitler llegó al poder en Alemania en 1933,
pero la Internacional Comunista estuvo considerando la
socialdemocracia como el enemigo fundamental hasta 1935. Fue
por eso, entre paréntesis, que el Partido Comunista cubano
atacaba tan violentamente al gobierno de Grau-Guiteras.
¿Nunca le ha llamado la atención a mis lectores el famoso
juicio sobre el incendio del Reichstag? ¿Aquél donde Jorge
Dimitrov hizo su autodefensa? Nunca les ha llamado la atención
que Dimitrov, jefe de la Internacional Comunista, saliera
absuelto? ¿No es extraño? Fue dos años después de la llegada
de Hitler al poder, cuando el Congreso de la Internacional
Comunista de 1935 declaró que el enemigo fundamental era el
fascismo. ¡No pasarán! ¡Hay que detener al fascismo!
Señores, Hitler se había lanzado a una espectacular carrera
armamentista. En 1935 había denunciado el Tratado de Versalles
e instituido el servicio militar obligatorio. En 1936 había
ocupado militarmente Rhinlandia. ¿Y había que detener al
fascismo... en España? ¿No en Alemania? Es cierto que los
comunistas organizaban las campañas de ayuda financiera
privada a la república. Pero era porque la URSS nunca le dio
créditos a la república española. Las armas rusas tenían que
ser pagadas en efectivo. Por no hablar de cómo se persuadió al
gobierno de Largo Caballero de trasladar las reservas de oro
de la república española a Rusia. Nunca más las volvieron a
ver. Y, además, cuando la guerra civil terminó en 1939, en
agosto de ese mismo año, ¡Stalin estaba firmando un
pacto con Hitler!
En España, Griguliévich (''Iúzik'', ''Miguel'') conoció a
Siqueiros, Diego Rivera, Neruda, Marinello, Ramón Mercader y
muchos otros personajes, entre ellos Tina Modotti, la bella
italiana que había sido amante del líder cubano Julio Antonio
Mella (entre muchos otros). En el libro se argumenta con mucha
fuerza que Mella, expulsado del Partido Comunista por
desviaciones trotskistas, fue mandado a asesinar por la KGB. Y
que Tina Modotti, que era una agente, había estado en el
centro de la conspiración.
Después de la guerra civil, Griguliévich (''Artur'', ''José
Ocampo'') fue enviado a México para organizar el asesinato de
Trotski. Tras el éxito de esa misión y con el inicio de la
Segunda Guerra Mundial, la KGB lo dejó en América Latina. Con
la posguerra y el inicio de la guerra fría, decidieron tratar
de infiltrarlo dentro del servicio diplomático. A estos
efectos, le crearon una ''leyenda'' (falsa biografía) de rico
cafetalero constarricense. Ahora se llamaba Teodoro B. Castro.
Lo pusieron a vivir en Roma. El rico cafetalero de las famosas
fiestas se hizo amigo personal del cardenal Francesco
Borgonini, el Nuncio del Vaticano ante el gobierno de Italia.
Cuando José Figueres pasó por Roma en 1950 tenía que conocer a
su rico e influyente compatriota. Para hacer corta una
historia larga, Teodoro B. Castro terminó primero como cónsul,
con la facultad de expedir pasaportes costarricenses, y
finalmente ¡como embajador de Costa Rica ante Italia y
Yugoslavia! ¿Cuál era su objetivo fundamental? Organizar el
asesinato del presidente de Yugoslavia, el mariscal Tito,
aquel Joseph Broz que casi 30 años antes le había dado el
pasaporte falso para entrar en España. En la presentación de
credenciales, Teodoro B. Castro estaba preocupado porque
Tito pudiera reconocerlo.
Aquel operativo
se frustró por la muerte de Stalin en 1953. Confrontado
con profundos cambios en la KGB, Teodoro B. Adorno solicitó
unas vacaciones para ir a Suiza y atender a su esposa
supuestamente enferma. Costa Rica nunca volvió a saber de él.
Poco tiempo después, un misterioso incendio en el ministerio
de Relaciones Exteriores destruyó sus archivos. Griguliévich
regresó a Moscú convertido en académico e historiador. Murió
en la cama en 1988, pocos años antes del colapso del sistema
al que dedicó toda su vida. Vida fascinante, sin duda, pero
vacía de todo contenido moral y, por consiguiente,
esencialmente estéril.
La KGB educó a la Seguridad del Estado cubana. Pienso en
Ana Belén Montes en el Pentágono, y en Carlos Alvarez y su
esposa en FIU. ¿Qué hubiera pensado de ellos Teodoro B.
Castro? ¿Cuántos como ellos quedarán por ahí? Para los cubanos
y para los servicios de inteligencia de Estados Unidos, el
libro de Marjorie Ross no sólo es historia, sino también una
aleccionadora advertencia.