PASCAL BRUCKNER
Bernard Kouchner y
Nicolas Sarkozy, el nuevo Ministro de Relaciones Exteriores y el
Presidente, constituyen la pareja más interesante e improbable del
año. El primero luchó contra la pasividad europea al encarar las
masacres de Bosnia, Rwanda, Chechenia y Darfur. El segundo ha
denunciado sin ambages el espíritu de arrepentimiento por considerar
que está desmoralizando el Viejo Mundo. Hoy, pese a sus desacuerdos,
tienen algo en común: el deseo de actuar en vez de capitular.
Europa
ha estado ausente del escenario mundial durante demasiado tiempo.
Después de 1945, Europa se rehizo partiendo de la idea del rechazo a
la guerra. Europa no había nacido, como Estados Unidos, del
compromiso colectivo de que todo es posible, sino de la fatiga de un
dilatado derramamiento de sangre. Si las dos guerra mundiales no
hubiesen ocurrido, el ansia europeo de paz -unido a su deseo vehemente
de reposo-nunca habría existido.
La
democracia europea es ahora una democracia de pasos cortos, de
modestia constructiva. Es lo que queda cuando se abandonan otros
sueños: un espacio diversificado donde la vida es buena, donde uno
puede realizarse y enriquecer su espíritu, preferiblemente en
presencia de unas cuantas obras maestras culturales.
Semejante ambición sería perfecta en un mundo en el que hubiera
triunfado el ideal kantiano de “paz perpetua”. Sin embargo, existe un
contraste asombroso entre los sueños idílicos de los europeos -una
sociedad de leyes, diálogo, respeto mutuo, tolerancia- y las tragedias
que el resto del mundo sufre, en la Rusia autocrática, el Irán
agresivo, el Oriente Medio devastado, el África inestable y en los
episodios recientes de hiperterrorismo. Europa no vive enamorada de la
“historia”, es decir. la pesadilla de la cual emergió con dificultad
en 1989 después que se desplomara el Muro de Berlín. Europa proclama
no tener adversarios, sino sólo socios, así como ser amiga de todos,
tanto del tirano como del demócrata.
Durante
medio siglo, Europa ha sufrido los tormentos de un arrepentimiento que
le hacen revivir y recordar sus crímenes pasados: la esclavitud, el
imperialismo, el fascismo y el comunismo. Lo que en su larga historia
contempla es una serie infinita de crímenes y saqueos que culminaron
en dos guerras mundiales. Europa alumbró estos monstruos y fue también
la “madre” de las teorías que permitieron su génesis y destrucción.
Siguiendo los pasos de árabes y africanos, Europa instituyó el
comercio de esclavos trasatlántico. Pero fue también la primera que
teorizó el abolicionismo y puso fin a la esclavitud antes que otras
naciones lo hicieran. Tal parece que Europa cometía las peores
acciones y encontraba después los medios para erradicarlas, como el
carcelero que encierra a alguien en prisión y después le hace llegar
las llaves de su celda. Europa dio al mundo, al mismo tiempo, el
despotismo y la libertad al enviar al militar, el misionero y el
mercader a subyugar esas tierras remotas.Y la aventura colonial
pereció como resultado de esa contradicción, al subordinar esos
continentes a las leyes de la ciudad e inculcarles la idea de nación y
los derechos de la gente a dictar su propio futuro. Los colonizados
que demandaron su independencia emplearon contra sus amos las leyes
que éstos les habían enseñado religiosamente.
Una
civilización capaz de las peores atrocidades y de las creaciones más
sublimes no puede examinarse a sí misma desde la sola perspectiva de
una conciencia culpable. El genocidio está lejos de ser una
especialidad occidental, y ha sido Occidente quien nos ha permitido
conceptualizar ciertas acciones como crímenes contra la humanidad;
desde 1945, Occidente se distanció de sus propias barbaridades y le
otorgó así un significado preciso al concepto de crímenes contra la
humanidad.
El genio
de Europa es que conoce perfectamente la fragilidad de las barreras
que la separan de su propia ignominia. Esta lucidez, llevada hasta el
extremo, impide a Europa convocar a una cruzada del bien contra el
mal, y la inspira a sustituirla por la batalla de lo preferible contra
lo detestable, para emplear la excelente fórmula de Raymond Aron.
Europa se ha constituido en el interior de la duda que niega su
existencia y se contempla a sí misma con la mirada implacable de un
juez intransigente.
Esta
sospecha, al afectar nuestros éxitos más
notables, corre el riesgo de degenerar en un odio a sí misma, en un
derrotismo fácil. En este caso sólo tendríamos una obligación: saldar
nuestras deudas, expiando de una vez por todas nuestros pecados por lo
arrebatado a la humanidad desde sus comienzos. Obsérvese la ola de
arrepentimiento que asola nuestras latitudes, en particular, nuestras
iglesias católica y protestante: se trata de algo positivo, de un
despertar saludable de la conciencia, siempre y cuando ellas acepten
la reciprocidad y otras culturas y religiones reconozcan también sus
errores.
El
arrepentimiento no se reserva para los escogidos, ni la pureza moral
se entrega como un complemento moral a aquellos que dicen ser los
humillados y perseguidos. En muchos países de África, el Oriente
Medio y América del Sur, la autocrítica se confunde con la selección
de un fácil chivo expiatorio que puede explicar la infelicidad de esos
países: nunca es culpa de ellos sino de algún otro, como el gran Satán
norteamericano o el pequeño Satán europeo.
Este
es el problema de la Europa de hoy: ninguna política de gran
trascendencia se puede lograr mediante la culpa. Esto resultó claro en
el problema (danés) de las caricaturas de Mahoma, cuando Bruselas, en
vez de mostrarse solidaria con Dinamarca y Noruega, cuyas embajadas
estaban siendo quemadas, decidieron enviar a Javier Solana a las
capitales árabes como si se tratara de un viajante vendedor de mea
culpa. Del mismo modo que la condición de “víctima” no se puede
transmitir por herencia, tampoco es transmisible la condición de
“verdugo”.
El deber
de recordar no implica el castigo o la corrupción automática de
nuestros hijos o nuestros bisnietos. No existen Estados o ciudadanos
inocentes, que es lo que aprendimos durante la última mitad del siglo
pasado. Pero hay Estados capaces de admitir su deber y encarar sus
propias barbaridades, y hay otros que buscan en la opresión lejana las
excusas de las afrentas de hoy.
Europa
no necesita avergonzarse de su historia. Se trata de una civilización
que se alzó desde el apocalipsis de la Segunda Guerra Mundial
y constituye hoy un matrimonio
pacífico entre la fuerza y la conciencia. Puede andar con la cabeza en
alto y servir de ejemplo a otras naciones.
Ha
llegado el momento de que una nueva generación de líderes políticos
rearmen mentalmente a Europa y preparen la Unión para las
confrontaciones que no tardarán en producirse. Estamos necesitados de
una auténtica revolución intelectual si no queremos que el espíritu de
penitencia ahogue en nosotros el espíritu de resistencia y nos
entregue, atados de pies y manos, a fanáticos y déspotas.
Pascal
Bruckner es un escritor radicado en Francia.
Tomado del Wall
Street Journal
Traducción: Félix
de la Uz