La economía en una
lección
Henry Hazlitt
Traducción: Adolfo Rivero
PREFACIO
Este libro contiene un análisis de los sofismas económicos que han
alcanzado en los últimos tiempos preponderancia suficiente hasta
convertirse casi en una nueva ortodoxia. Tan sólo hubo de impedirlo
sus propias contradicciones internas, que han dividido, a quienes
aceptan las mismas premisas, en cien «escuelas» distintas, por la
sencilla razón de que es imposible, en asuntos que tocan a la vida
práctica, equivocarse de un modo coherente. Pero la única diferencia
entre dos cualesquiera de las nuevas escuelas consiste en que unos u
otros de sus seguidores se dan cuenta antes de los absurdos a que
les conducen sus falsas premisas y desde ese momento se muestran en
desacuerdo, bien por abandono de tales premisas, bien por aceptación
de conclusiones menos nocivas o fantásticas que las que la lógica
exigiría.
Con todo, en este momento no existe en el mundo un gobierno
importante cuya política económica no se halle influida, cuando no
totalmente determinada, por la aceptación de alguna de aquellas
falacias. Quizá el camino más corto y más seguro para el
entendimiento de la Economía sea una previa disección le los
aludidos errores y singularmente del error central del que todos
parten. Tal es la pretensión del presente volumen y de su título un
tanto ambicioso y beligerante.
El libro ofrece, ante todo, un carácter expositivo, y no pretende
ser original en cuanto a las principales ideas que contiene. Trata
más bien de evidenciar cómo muchos de los que hoy pasan por
brillantes avances e innovaciones son, de hecho, mera resurrección
de antiguos errores y prueba renovada del aforismo según el cual
quienes ignoran el pasado se ven condenados a repetirlo.
Sospecho que también el presente ensayo es vergonzosamente
«clásico», «tradicional» y «ortodoxo». Al menos, éstos son los
epítetos con los que, sin duda, intentarán desvirtuarlo aquellos
cuyos sofismas se analizan aquí. Pero el estudioso, cuya intención
es alcanzar la mayor cantidad posible de verdad, no ha de sentirse
intimidado por tales adjetivos ni creer que ha de andar siempre
buscando una revolución, un «lozano arranque» en el pensamiento
económico. Su mente debe, desde luego, estar tan abierta a las
nuevas como a la viejas ideas; y se complacerá en rechazar lo que es
puro afán de inquietud y sensacionalismo por lo nuevo y original.
Tal vez, como Morris R. Cohen ha apuntado, «la idea de que podemos
desentendernos de las opiniones de cuantos pensadores nos han
precedido, quita todo fundamento a la esperanza de que nuestra obra
sea de algún valor para los que nos sucedan» (1).
(1) Reason and
Nature (1931), pag. X.
Por tratarse de una obra expositiva, me he valido libremente de
ideas ajenas sin indicar su origen, con la salvedad de raras notas y
citas Esto es inevitable cuando se escribe sobre materia que ha sido
ya tratada por muchas de las más esclarecidas mentes del mundo. Pero
mi deuda para con un mínimo de tres escritores es de naturaleza tan
especial que no puedo pasar por alto su mención. En primer lugar, y
por lo que atañe al tipo de argumentación expositiva empleado en mi
obra, mi deuda es con el ensayo de Federico Bastiat Ce qu'on voit et
ce qu'on ne voit pas, con casi un siglo de antigüedad. El presente
trabajo puede, en efecto, ser considerado como una modernización,
ampliación y generalización de lo contenido en aquel opúsculo.
Mi segunda deuda es con Philip Wicksteed; y particularmente los
capítulos sobre salarios y el resumen final deben mucho a su
Commonsense of Political Economy. La tercera alude a Ludwig von
Mises. Además de todo lo que en este tratado elemental pueda deber
al conjunto de sus escritos, lo que de una manera más específica me
obliga a él es su exposición de la forma como se ha extendido el
proceso de inflación monetaria.
He considerado todavía menos procedente mencionar nombres en el
análisis de los sofismas. El hacerlo hubiera requerido una especial
justicia para cada escritor criticado, con citas exactas y teniendo
en cuenta la particular importancia que concede a este o al otro
punto, las limitaciones que señala y sus personales ambigüedades,
incoherencia, etc. Por ello creo que a nadie le importará demasiado
la ausencia en estas páginas de nombres tales como Carlos Marx,
Thorstein Veblen, Mayor Douglas, Lord Keynes, profesor Alvin Hansen
y tantos otros. El objeto de este libro no es exponer los errores
propios de determinado escritor, sino los errores económicos en su
forma más frecuente, extendida e influyente. Las falsedades, una vez
pasan al dominio público, se hacen anónimas, perdiendo las sutilezas
o vaguedades que pueden observarse en los autores que más han
cooperado a su propagación. La doctrina se simplifica; y el sofisma,
enterrado en una maraña de distingos, ambigüedades o ecuaciones
matemáticas, surge a plena luz. En su consecuencia, espero no se me
acuse de injusto ante el hecho de que cualquier doctrina en boga, en
la forma en que la presento, no coincida exactamente tal y como la
formulara Lord Keynes o algún otro autor determinado Lo que aquí nos
interesa son las creencias sostenidas por grupos políticamente
influyentes o que deciden la acción gubernamental y no sus orígenes
históricos.
Espero, finalmente, ser perdonado por las escasas referencias
estadísticas contenidas en las siguientes páginas.
He tratado de escribir este libro con cuanta sencillez y ausencia de
tecnicismo eran compatibles con la necesaria precisión, de modo que
pueda ser perfectamente comprendido por el lector que carece de una
previa preparación económica.
Aunque fue compuesto de un modo unitario, tres de los capítulos de
este libro se publicaron como artículos sueltos, y desde aquí deseo
expresar mi agradecimiento a The New York Times, The American
Scholar y The New Leader por su autorización para reproducir lo
anteriormente aparecido en sus páginas. Quedo reconocido al profesor
Von Mises por la lectura del manuscrito y sus sugerencias, que tan
útiles me han sido. Y, naturalmente, asumo la responsabilidad de las
opiniones que aquí se expresan.
H. H.
1. LA LECCIÓN
La Economía se halla asediada por mayor número de sofismas que
cualquier otra disciplina cultivada por el hombre. Esto no es simple
casualidad, ya que las dificultades inherentes a la materia, que en
todo caso bastarían, se ven centuplicadas a causa de un factor que
resulta insignificante para la Física, las Matemáticas o la
Medicina: la marcada presencia de intereses egoístas. Aunque cada
grupo posee ciertos intereses económicos idénticos a los de todos
los demás, tiene también, como veremos, intereses contrapuestos a
los de los restantes sectores; y aunque ciertas políticas o
directrices públicas puedan a la larga beneficiar a todos, otras
beneficiarán sólo a un grupo a expensas de los demás. E1 potencial
sector beneficiario, al afectarle tan directamente, las defenderá
con entusiasmo y constancia; tomará a su servicio las mejores mentes
sobornables para que dediquen todo su tiempo a defender el punto de
vista interesado, con el resultado final de que el público quede
convencido de su justicia o tan confundido que le sea imposible ver
claro en el asunto.
Además de esta plétora de pretensiones egoístas existe un segundo
factor que a diario engendra nuevas falacias económicas. Es éste la
persistente tendencia de los hombres a considerar exclusivamente las
consecuencias inmediatas de una política o sus efectos sobre un
grupo particular, sin inquirir cuáles producirá a largo plazo no
sólo sobre el sector aludido, sino sobre toda la comunidad. Es,
pues, la falacia que pasa por alto las consecuencias secundarias.
En ello consiste la fundamental diferencia entre la buena y la mala
economía. E1 mal economista sólo ve lo que se advierte de un modo
inmediato, mientras que el buen economista percibe también más allá.
El primero tan sólo contempla las consecuencias directas del plan a
aplicar; el segundo no desatiende las indirectas y más lejanas.
Aquél sólo considera los efectos de una determinada política, en el
pasado o en el futuro, sobre cierto sector; éste se preocupa también
de los efectos que tal política ejercerá sobre todos los grupos.
El distingo puede parecer obvio. La cautela de considerar todas las
repercusiones de cierta política quizá se nos antoje elemental.
¿Acaso no conoce todo el mundo, por su vida particular, que existen
innumerables excesos gratos de momento y que a la postre resultan
altamente perjudiciales? ¿No sabe cualquier muchacho el daño que
puede ocasionarle una excesiva ingestión de dulces? ¿No sabe el que
se embriaga que va despertarse con el estómago revuelto y la cabeza
dolorida? ¿Ignora el dipsómano que está destruyendo su hígado y
acortando su vida? ¿No consta al don Juan que marcha por un camino
erizado de riesgos, desde el chantaje a la enfermedad? Finalmente,
para volver al plano económico, aunque también humano, ¿dejan de
advertir el perezoso y el derrochador, en medio de su despreocupada
disipación, que caminan hacia un futuro de deudas y miseria?
Sin embargo, cuando entramos en el campo de la economía pública,
verdades tan elementales son ignoradas. Vemos a hombres considerados
hoy como brillantes economistas condenar el ahorro y propugnar el
despilfarro en el ámbito público como medio de salvación económica;
y que cuando alguien señala las consecuencias que a la larga traerá
tal política, replican petulantes, como lo haría el hijo pródigo
ante la paterna admonición: «A la larga, todos muertos.» Tan vacías
agudezas pasan por ingeniosos epigramas y manifestaciones de madura
sabiduría.
Por consiguiente, bajo este aspecto, puede reducirse la totalidad de
la Economía a una lección única, y esa lección a un solo enunciado:
El arte de la Economía consiste en considerar los efectos más
remotos de cualquier acto o política y no meramente sus
consecuencias inmediatas; en calcular las repercusiones de tal
política no sobre un grupo, sino sobre todos los sectores.
Nueve décimas partes de los sofismas económicos que están causando
tan terrible daño en el mundo actual son el resultado de ignorar
esta lección. Derivan siempre de uno de estos dos errores
fundamentales o de ambos: el contemplar sólo las consecuencias
inmediatas de una medida o programa y el considerar únicamente sus
efectos sobre un determinado sector, con olvido de los restantes.
Naturalmente, cabe incidir en el error contrario. Al ponderar un
cierto programa económico no debemos atenernos exclusivamente a sus
resultados remotos sobre toda la comunidad. Es éste un error que a
menudo cometieron los economistas clásicos, lo cual engendró una
cierta insensibilidad frente a la desgracia de aquellos sectores que
resultaban inmediatamente perjudicados por unas directrices o
sistemas que a largo plazo beneficiarían a la colectividad.
Pero son ya relativamente muy pocos quienes incurren en tal error, y
esos pocos, casi siempre economistas profesionales. La falacia más
frecuente en la actualidad; la que emerge una y otra vez en casi
toda conversación referente a cuestiones económicas; el error de mil
discursos políticos; el sofisma básico de la «nueva» Economía,
consiste en concentrar la atención sobre los efectos inmediatos de
cierto plan en relación con sectores concretos e ignorar o minimizar
sus remotas repercusiones sobre toda la comunidad. Los «nuevos»
economistas se jactan de que su actitud supone un enorme, casi
revolucionario, avance en orden a los métodos de los economistas
«clásicos» u «ortodoxos», por cuanto a menudo descuidan los efectos
que ellos tienen siempre presentes. Ahora bien, cuando, a su vez,
ignoran o desprecian los efectos remotos, están incidiendo en un
error de mayor gravedad. Su preciso y minucioso examen de cada árbol
les impide ver el bosque. Sus métodos y las conclusiones deducidas
son, con harta frecuencia, de profunda índole reaccionaria y a
menudo asómbrales el constatar su plena coincidencia con el
mercantilismo del siglo XVII. De hecho vienen a caer en aquellos
antiguos errores (o caerían si no fueran tan inconsecuentes) de los
que creíamos haber sido definitivamente liberados por los
economistas clásicos.
Suele observarse con disgusto que los malos economistas propagan sus
sofismas entre las gentes de manera harto más atractiva que los
buenos sus verdades. Laméntase a menudo que los demagogos logren
mayor asenso al exponer públicamente sus despropósitos económicos
que los hombres de bien al denunciar sus fallos. En esto no hay
ningún misterio. Demagogos y malos economistas presentan verdades a
medias. Aluden únicamente a las repercusiones inmediatas de la
política a aplicar o de sus consecuencias sobre un solo sector. En
este aspecto pueden tener razón; y la réplica adecuada se reduce a
evidenciar que tal política puede también producir efectos más
remotos y menos deseables o que tan sólo beneficia a un sector a
expensas de todos los demás. La réplica consiste, pues, en completar
y corregir su media verdad con la otra mitad omitida. Ahora bien,
tener en cuenta todas y cada una de las repercusiones importantes
del plan en ejecución requiere a menudo una larga, complicada y
enojosa cadena de razonamientos. La mayoría del auditorio encuentra
difícil seguir esta cadena dialéctica y, aburrido, pronto deja de
prestar atención. Los malos economistas aprovechan esta flaqueza y
pereza intelectual indicando a su público que ni siquiera ha de
esforzarse en seguir el discurso o juzgarlo según sus méritos,
porque se trata sólo de «clasicismo», «laissez faire», «apologética
capitalista» o cualquier otro término denigrante, de seguros efectos
sobre el auditorio.
Hemos precisado la naturaleza de la lección y de los sofismas que
aparecen en el camino en términos abstractos. Pero la lección no
será aprovechada y los sofismas continuarán ocultos a menos que
ambos sean ilustrados con ejemplos. Con su ayuda podremos pasar de
los más elementales problemas de la Economía a los más complejos y
difíciles. Mediante ellos aprenderemos a descubrir y evitar, en
primer lugar, las falacias más crudas y tangibles, y finalmente,
otras más profundas y huidizas. A esta tarea procedemos a
continuación.
2. LOS BENEFICIOS DE LA DESTRUCCIÓN
Comencemos con la más sencilla ilustración posible: elijamos,
emulando a Bastiat, una luna de vidrio rota.
Supongamos que un golfillo lanza una piedra contra el escaparate de
una panadería. El panadero aparece furioso en el portal, pero el
pilluelo ha desaparecido. Empiezan a acudir curiosos, que contemplan
con mal disimulada satisfacción los desperfectos causados y los
trozos de vidrio sembrados sobre el pan y las golosinas. Pasado un
rato, la gente comienza a reflexionar y algunos comentan entre sí o
con el panadero, que después de todo la desgracia tiene también su
lado bueno: ha de reportar beneficio a algún cristalero. Al meditar
de tal suerte elaboran otras conjeturas. ¿Cuánto cuesta una nueva
luna? ¿Cincuenta dólares? Desde luego es una cifra importante, pero
al fin y al cabo, si los escaparates no se rompieran nunca, ¿qué
harían los cristaleros? Por tales cauces la multitud se dispara. E1
vidriero tendrá cincuenta dólares más para gastar en las tiendas de
otros comerciantes, quienes, a su vez, también incrementarán sus
adquisiciones en otros establecimientos, y la cosa seguirá hasta el
infinito. El escaparate roto irá engendrando trabajo y riqueza en
artículos cada vez más amplios. La lógica conclusión sería, si las
gentes llegasen a deducirla, que el golfillo que arrojó la piedra,
lejos de constituir díscola amenaza, convertiríase en un auténtico
filántropo.
Pero sigamos adelante y examinemos el asunto desde otro punto de
vista. Los que presenciaron el suceso tenían, al menos en su primera
conclusión, completa razón. Este pequeño acto de vandalismo
significa, en principio, beneficios para algún cristalero, quien
recibirá la noticia con satisfacción análoga a la del dueño de una
funeraria que sabe de una defunción. Pero el panadero habrá de
desprenderse de cincuenta dólares que destinaba a adquirir un traje
nuevo. A1 tener que reponer la luna se verá obligado a prescindir
del traje o de alguna necesidad o lujo equivalente. En lugar de una
luna y cincuenta dólares sólo dispondrá de la primera o bien, en
lugar de la luna y el traje que pensaba comprar aquella misma tarde,
habrá de contentarse con el vidrio y renunciar al traje. La
comunidad, como conjunto, habrá perdido un traje que de otra forma
hubiera podido disfrutar; su pobreza se verá incrementada justamente
en el correspondiente valor.
En una palabra, lo que gana el cristalero lo pierde el sastre. No ha
habido, pues, nueva oportunidad de «empleo». La gente sólo
consideraba dos partes de la transacción: el panadero y el
cristalero; olvidaba una tercera parte, potencialmente interesada:
el sastre. Este olvido se explica por la ausencia del sastre de la
escena. E1 público verá reparado el escaparate al día siguiente,
pero nunca podrá ver el traje extra, precisamente porque no llegó a
existir. Sólo advierten tales espectadores aquello que tienen
delante de los ojos.
Queda así aclarado el problema del escaparate roto: una falacia
elemental. Cualquiera —se piensa— la desecharía tras unos momentos
de meditación. Sin embargo, este tipo de sofismas, bajo mil
disfraces, es el que más ha persistido en la historia de la
Economía, mostrándose en la actualidad más pujante que nunca. A
diario vuelve a ser solemnemente proclamado por grandes capitanes de
la industria, cámaras de comercio, jefes sindicales, autores de
editoriales, columnistas de prensa y comentaristas de radio, sabios
estadísticos que se sirven de refinadas técnicas y profesores de
Economía de nuestras mejores universidades. Por diversos caminos
todos ponderan las ventajas de la destrucción.
Aunque algunos no suponen que se puedan derivar beneficios de
pequeños actos de destrucción, ven incalculables ventajas si se
trata de enormes actos destructivos. Nos hablan de cuánto mejor nos
hallamos económicamente en la guerra que en la paz; ven «milagros de
producción» que sólo la guerra origina y un mundo posbélico
verdaderamente próspero gracias a la enorme demanda «acumulada» o
«diferida». Enumeran alegremente las casas y ciudades que quedaron
arrasadas en Europa y que «tendrán que ser reconstruidas». En
América señalan las viviendas que no pudieron ser edificadas durante
la conflagración, las medias de nylon que no pudieron ser
suministradas, los automóviles y neumáticos inutilizados, los
aparatos de radio y frigoríficos anticuados, etcétera. Así acumulan
totales formidables.
Se trata, una vez más, del viejo tema: el sofisma del escaparate
roto, vestido de nuevo y tan lozano que resulta difícil reconocerlo.
Esta vez viene respaldado por un sinnúmero de falacias conexas. Se
confunde necesidad con demanda. Cuanto más destruye la guerra,
cuanto mayor es el empobrecimiento a que da lugar, tanto mayor es la
necesidad posbélica. Indudablemente. Pero necesidad no es demanda.
La verdadera demanda económica requiere no sólo necesidad, sino
también poder de compra correspondiente. Las necesidades de China
son hoy incomparablemente mayores que las de los Estados Unidos,
pero su poder adquisitivo y, por consiguiente, el volumen de «nuevos
negocios» que puede estimular es incomparablemente menor.
Pero cuando abandonamos el tema surge un nuevo sofisma que de
ordinario esgrimen los mismos que sostenían el anterior. Consideran
la «capacidad adquisitiva» meramente en su aspecto monetario y
añaden que actualmente para disponer de dinero basta con imprimir
billetes. Como alguien ha dicho, imprimir billetes es,
efectivamente, la mayor industria del mundo, si se mide el producto
en términos monetarios. Pero cuanto más dinero se crea de esta forma
tanto más desciende el valor de la unidad monetaria. La depreciación
puede medirse por el alza que experimentan los precios de las
mercancías. No obstante, como la mayoría de los seres se halla tan
firmemente habituada a valorar su riqueza e ingresos en términos
dinerarios, se consideran beneficiados cuando aumentan esos totales
monetarios, aunque puedan verse reducidos a adquirir y poseer menor
número de bienes. La mayor parte de los «buenos» resultados
económicos que la gente atribuye a la guerra son realmente debidos a
la inflación propia de los tiempos bélicos. Pueden ser producidos de
la misma manera por una inflación equivalente en tiempos de paz. Más
adelante volveremos sobre esta ilusión monetaria.
verdad a medias, como ocurría con el sofisma del escaparate roto.
Este reportó, efectivamente, más negocio al cristalero y la
destrucción bélica proporcionará mayores beneficios a los
productores de ciertos bienes. La destrucción de casas y ciudades
incrementará el negocio de las industrias de la construcción. La
imposibilidad de producir automóviles, radios y frigoríficos durante
la guerra acumulará una demanda posbélica para estos determinados
productos.
A la mayor parte de las gentes se les antojará que todo ello
equivale a un aumento en la demanda; y puede serlo, en efecto, en
términos de dólares de inferior valor adquisitivo. Pero en realidad
se produce una desviación de la demanda hacia aquellos productos
determinados. Los europeos edificarán nuevas viviendas porque se
hallan obligados a hacerlo, pero al construirlas restarán mano de
obra y capacidad productiva a otras actividades. A1 producir nuevas
casas disminuirá en igual medida su capacidad adquisitiva de otras
cosas. Siempre que se incrementen los negocios en una dirección han
de reducirse correlativamente en otras, excepto en la medida en que
las energías productivas sean en general estimuladas por el sentido
de necesidad y urgencia, En una palabra, la guerra modificará la
dirección del esfuerzo posbélico, cambiará el equilibrio industrial,
la estructura de la industria. Y con el tiempo, esto tendrá también
sus consecuencias; se producirá una nueva distribución de la demanda
cuando se hayan satisfecho las necesidades acumuladas de casas y
otros bienes duraderos. Entonces estas industrias temporalmente
favorecidas tendrán que decaer en cierto grado para permitir
elevarse a otras que atiendan a distintas necesidades.
Es importante no olvidar, por último, que no sólo se registrarán
cambios de la demanda de posguerra comparada con la de preguerra. La
demanda no se limitará a desplazarse de una a otra mercancía, sino
que en la mayoría de los países se producirá una reducción en su
totalidad.
Ello es inevitable si se considera que demanda y oferta son sólo dos
caras de una misma moneda; son la misma cosa vista desde ángulos
distintos. La oferta crea demanda porque en el fondo es demanda. La
oferta de lo que se tiene es de hecho lo que puede ofrecerse a
cambio de lo que se necesita. En este sentido, la oferta de trigo
por parte del agricultor constituye su demanda de automóviles y
otras mercancías. La oferta de automóviles representa la demanda de
trigo y otras mercancías por parte de la industria automovilística.
Todo ello es inherente a la moderna división del trabajo y a la
economía de cambio.
Este hecho fundamental pasa en verdad inadvertido para la mayoría de
la gente, incluso para algunos economistas de brillante reputación,
por efecto de ciertas complicaciones tales como el pago de salarios
y la forma indirecta en que se llevan a cabo virtualmente, mediante
el dinero, todos los cambios modernos. John Stuart Mill y otros
escritores clásicos, aunque en ocasiones no supieran apreciar
exactamente las complejas consecuencias que provoca el uso del
dinero, vieron al menos, a través del velo monetario, las realidades
que ocultaba. En ese sentido aventajaron a muchos de los críticos
actuales, a los que el mecanismo monetario confunde más que ayuda.
La simple inflación, es decir, la mera emisión de más dinero, con la
consecuencia de salarios y precios más elevados, puede aparecer como
creación de mayor demanda. Pero en términos de producción real e
intercambio de mercancías efectivas no lo es. No obstante, un
descenso en la demanda de posguerra puede permanecer oculto a mucha
gente en razón a las ilusiones que provocan los mayores salarios,
sobradamente rebasados por el incremento de los precios.
La demanda posbélica en muchos países, repitámoslo, disminuirá en
valor absoluto en relación con la de la preguerra porque la oferta
posbélica habrá disminuido. Esto resulta evidente en Alemania y
Japón, donde decenas de grandes ciudades quedaron arrasadas. Es
decir, que la cosa aparece lo suficientemente clara cuando
formulamos un ejemplo extremado. Si Inglaterra hubiese perdido todas
sus grandes ciudades con ocasión de la guerra, en lugar de haber
sufrido sus consecuencias sólo en un grado reducido; si sus
instalaciones industriales hubiesen quedado arrasadas y la casi
totalidad de su capital acumulado y bienes de consumo aniquilados,
de tal suerte que su población se hubiera visto reducida al nivel
económico de los chinos, pocos se atreverían a hablar de demanda
acumulada y diferida a causa de la guerra. Sería obvio que el poder
adquisitivo habría quedado disminuido en igual medida que la
capacidad productiva. Una inflación monetaria desenfrenada, al
multiplicar por mil. el nivel de precios, podría indudablemente
elevar las cifras de la «renta nacional» en términos monetarios
respecto a las de la preguerra; pero los que sobre tal supuesto
pensaran, con error notorio, ser más ricos que antes, demostrarían
su incapacidad para entender una argumentación lógica. Sin embargo,
los mismos principios son aplicables tanto a una pequeña destrucción
bélica como a otra de vastas proporciones.
Pueden darse, sin embargo, e n compensación, otros factores
positivos. Los adelantos técnicos y su perfeccionamiento durante la
contienda, por ejemplo, pueden incrementar en mayor o menor grado la
productividad individual o nacional. La destrucción bélica desviará
ciertamente la demanda posbélica de unos cauces a otros. Y un cierto
número de personas continuará engañándose indefinidamente al
imaginar que goza de verdadero bienestar económico a través de
aumentos de salarios y precios originados por un exceso de papel
moneda. Pero la idea de que pueda alcanzarse una auténtica
prosperidad mediante una «demanda supletoria» de bienes destruidos o
no creados durante la guerra constituye evidentemente un sofisma.
3. LAS OBRAS PUBLICAS INCREMENTAN LAS CARGAS FISCALES
1
No existe en el mundo actual creencia más arraigada y contagiosa que
la provocada por las inversiones estatales. Surge por doquier, como
la panacea de nuestras congojas económicas. ¿Se halla parcialmente
estancada la industria privada? Todo puede normalizarse mediante la
inversión estatal. ¿Existe paro? Sin duda alguna ha sido provocado
por el «insuficiente poder adquisitivo de los particulares». E1
remedio es fácil. Basta que el Gobierno gaste lo necesario para
superar la «deficiencia».
Existe abundante literatura basada en tal sofisma que, como a menudo
ocurre con doctrinas semejantes se ha convertido en parte de una
intrincada red de falacias que se sustentan mutuamente. No podemos
detenernos ahora en el examen de toda la red; más adelante
analizaremos algunas de sus ramificaciones. Pero sí que vamos a
adentrarnos en el estudio del sofisma matriz, del que la progenie de
errores deriva, el hilo maestro de la red.
Todo lo que obtenemos, aparte de los dones gratuitos con que nos
obsequia la naturaleza, ha de ser pagado de una u otra manera. Sin
embargo, el mundo está lleno de seudoeconomistas cargados de
proyectos para conseguir algo por nada. Aseguran que el Gobierno
puede gastar y gastar sin acudir a la imposición fiscal; que puede
acumular deudas que jamás saldará puesto que «nos las debemos a
nosotros mismos». Más adelante volveremos; sobre tan sorprendente
doctrina. Por el momento, mucho me temo que hayamos de ponernos
dogmáticos para afirmar que tan plácidos sueños condujeron siempre a
la bancarrota nacional o a una desenfrenada inflación. Ahora nos
limitaremos a señalar que cuantos gastos realizan los gobiernos son
satisfechos mediante la correspondiente exacción fiscal; que aplazar
el vencimiento sólo sirve para agravar el problema, y en fin, que la
propia inflación no es más que una manera particularmente viciosa de
tributar.
A1 dejar para ulterior examen la maraña de sofismas íntimamente
relacionados con la deuda pública y la inflación crónicas, habremos
de dejar bien sentado a través de este capítulo que de una manera
inmediata o remota cada dólar que el Gobierno gasta procede
inexcusablemente de un dólar obtenido a través del impuesto. Cuando
consideramos la cuestión de esta manera, los supuestos milagros de
las inversiones estatales aparecen a una luz muy distinta. Una
cierta cantidad de gasto público es indispensable para cumplir las
funciones esenciales del Gobierno. Cierto número de obras públicas
—calles, carreteras, puentes y túneles, arsenales y astilleros,
edificios para los cuerpos legislativos, la policía y los bomberos—
son necesarias para atender los servicios públicos indispensables.
Tales obras públicas, útiles por sí mismas y por tanto necesarias,
no conciernen a nuestro estudio. Aquí me refiero a las obras
públicas consideradas como medio de «combatir el pato» o de
proporcionar a la comunidad una riqueza de la que en otro caso se
habría carecido.
Se ha construido un puente. Si se ha hecho así para atender una
insistente demanda pública; si se resuelve un problema de tráfico o
de transporte de otro modo insoluble; si, en una palabra, incluso es
más necesario que las cosas en que los contribuyentes hubiesen
gastado su dinero de no habérselo detraído mediante la exacción
fiscal, nada cabe objetar. Ahora bien, un puente que se construye
primordialmente «para proporcionar trabajo» es de una clase muy
distinta. Cuando el facilitar empleo se convierte en finalidad, la
necesidad pasa a ser una cuestión secundaria. Los «proyectos» han de
insertarse, y en lugar de pensar sólo dónde deben construirse los
puentes, los burócratas empiezan por preguntarse dónde pueden ser
construidos. ¿Descúbrense plausibles razones para que el nuevo
puente una Este con Oeste? Inmediatamente se convierte en una
necesidad absoluta y los que se permitan formular la menor reserva
son tachados de obstruccionistas y reaccionarios.
Una doble argumentación se formula en pro del puente: la primera se
esgrime principalmente antes de su construcción; la segunda, cuando
ya está terminado. Inicialmente se afirma que tal obra proporcionará
trabajo. Facilitará, pongamos por caso, 500 jornales diarios durante
un año, dándose a entender que tales jornales no hubiesen de otro
modo existido.
Esto es lo que se advierte a primera vista. Pero si nos hallamos
algo avezados en el ejercicio de considerar las consecuencias
remotas sobre las inmediatas y no prescindimos de quienes son
indirectamente afectados por el proyecto gubernamental para proteger
a quienes se benefician de una manera directa, el cuadro ofrece
perspectivas bien distintas. Es cierto que un grupo determinado de
obreros encontrará colocación. Pero la obra ha sido satisfecha con
dinero detraído mediante los impuestos. Por cada dólar gastado en el
puente habrá un dólar menos en el bolsillo de los ,contribuyentes.
Si el puente cuesta un millón de dólares, los contribuyentes habrán
de abonar un millón de dólares, y se encontrarán sin una cantidad
que de otro modo hubiesen empleado en las cosas que más necesitaban.
En su consecuencia, por cada jornal público creado con motivo de la
construcción del puente, un jornal privado ha sido destruido en otra
parte. Podemos ver a los hombres ocupados en la construcción del
puente podemos observarles en el trabajo. E1 argumento del empleo
usado por los inversores oficiales resulta así tangible y sin duda
convencerá a la mayoría. Ahora bien, existen otras cosas que no
vemos porque desgraciadamente se ha impedido que lleguen a existir.
Son las realizaciones malogradas como consecuencia del millón de
dólares arrebatado a los contribuyentes. En el mejor de los casos,
el proyecto de puente habrá provocado una desviación de actividades.
Más constructores de puentes y menos trabajadores en la industria
del automóvil, radiotécnicos, obreros textiles o granjeros.
Pero estamos ya en el segundo argumento. El puente se halla
terminado. Supongamos que se trata de un airoso puente y no de una
obra antiestética. Ha surgido merced al poder mágico de los
inversores estatales. ¿Qué habría sido de él si obstruccionistas y
reaccionarios se hubiesen salido con la suya? No habría existido tal
puente y el país hubiese sido más pobre, exactamente en tal medida.
Una vez más los jerarcas disponen de la dialéctica más eficaz para
convencer a quien; s no ven más allá del alcance de sus ojos.
Contemplan el puente. Pero si hubiesen aprendido a ponderar las
consecuencias indirectas tanto como las directas, serían capaces de
ver con los ojos de la imaginación las posibilidades malogradas. En
efecto, contemplarían las casas que no se construyeron, los
automóviles y radios que no se fabricaron, los vestidos y abrigo;
que no se confeccionaron e incluso quizá los productos del campo que
ni se vendieron ni llegaron a ser sembrados. Para ver tales cosas
increadas se requiere un tipo de imaginación que pocas personas
poseen. Acaso podamos pensar una vez en tales objetos inexistentes,
pero no cabe tenerlos siempre presentes, como ocurre con el puente
que a diario cruzamos. Lo ocurrido ha sido, sencillamente, que se ha
creado una cosa a expensas de otras.
2
E1 mismo razonamiento es aplicable, por supuesto, a cualquier otro
tipo de obras públicas. Por ejemplo, a la construcción con fondos
estatales de viviendas para personas económicamente más débiles. Lo
que realmente sucede es que mediante la e exacción fiscal se obtiene
de familias de ingresos más cuantiosos (y quizá también un poco de
otras con no tan altos ingresos) recursos, obligándose a los grupos
aludidos a subvencionar a familias modestas que en definitiva
dispondrán de viviendas mejores por unos alquileres iguales o más
bajos que los que venían satisfaciendo.
No pretendo analizar en este momento los argumentos alegados en pro
y en contra de la construcción de viviendas por el Estado. He de
limitarme a señalar el error que contienen dos de los argumentos que
con mayor frecuencia se esgrimen en favor de tal género de
construcciones. Uno es el de que tales edificaciones «proporcionan
trabajo», y el segundo, que se crea una riqueza que en otro supuesto
sería inexistente. Ambas argumentaciones son falaces por cuanto
olvidan lo que los impuestos malogran. Las exacciones destinadas a
la construcción de viviendas destruyen tantos jornales en otros
sectores como crean en el de la vivienda. Igualmente son causa de
que no se edifiquen viviendas por particulares, no se fabriquen
lavadoras y frigoríficos y escaseen numerosas mercancías y
servicios.
Es inconsistente el razonamiento que, por ejemplo, arguye, a modo de
réplica, que dicha construcción oficial de viviendas no será
financiada por la aportación de capitales ingentes, sino
sencillamente mediante aportaciones anuales. Esto sólo significa que
el costo se reparte entre varios años en lugar de concentrarse en
uno. Implica igualmente que 'lo que se obtiene de los contribuyentes
se reparte a lo largo de los años en lugar de concentrarse en un
ejercicio. Tales sutilezas nada tienen que ver con la cuestión
fundamental.
La gran ventaja psicológica de quienes abogan por la construcción de
esta clase de viviendas radica en que se observa a los obreros
trabajando en las mismas mientras se construyen y se contemplan las
casas una vez terminadas. Las gentes viven en ellas y con orgullo
las muestran a sus amistades. Nadie ve los jornales destruidos por
los impuestos percibidos para la edificación de aquellas viviendas,
como tampoco las mercancías y servicios que nunca llegaron a
existir. Hace falta un gran esfuerzo mental renovado cada vez que se
contemplan las casas y sus felices moradores para pensar en la
riqueza increada. ¿:Es sorprendente que los partidarios de la
construcción estatal de viviendas desprecien la argumentación
contraria, cual si se tratara de un cúmulo de entelequias y de meras
objeciones teóricas, en tanto señalan las viviendas construidas?
Este modo de reaccionar es igual al de aquel personaje de Santa
Juana, de Bernard Shaw, que cuando se le habla de la teoría de
Pitágoras sobre la esfericidad de la tierra y su movimiento
alrededor del sol, replica: «¡Qué majadería! ¿Pero es que no tiene
ojos para ver»?
Análogo razonamiento hemos de aplicar, una vez más, a grandes
proyectos como el Tennessee Valley Authority. En este caso, debido a
sus ingentes dimensiones, el peligro de ilusión óptica es mayor que
nunca. He aquí una gigantesca presa, Un formidable arco de acero y
hormigón, «superior a todo lo que el capital privado hubiera podido
construir», ídolo de fotógrafos, paraíso de socialistas y el símbolo
más utilizado de los milagros de la construcción, la propiedad y la
administración públicas. Han surgido gigantescos generadores y
centrales. Toda una región ha sido elevada a un más alto nivel
económico y cubierta por factorías e industrias que de otra forman
no hubieran existido. Y todo ello se presenta, en los panegíricos de
sus entusiastas, como claro logro económico sin contrapartida.
No es el caso de analizar ahora los méritos del TVA o los de otros
proyectos públicos semejantes. Pero esta vez hace falta un especial
esfuerzo de imaginación, que poca gente parece capaz de realizar,
para considerar el debe del libro mayor. Si los impuestos obtenidos
de los ciudadanos y empresas son invertidos en un lugar geográfico
concreto, ¿qué tiene de sorprendente ni de milagroso que dicho lugar
disfrute una mayor riqueza en comparación con el resto del país? No
es lícito olvidar en tal supuesto que otras regiones serán por ello
relativamente más pobres. De todas suertes, lo que «el capital
privado no podía construir» lo ha sido, de hecho, por el capital
privado; por aquel capital extraído mediante la exacción fiscal, o
si se obtuvo mediante empréstitos, habrá de ser finalmente
amortizado con cargo a impuestos que también en su día soportará el
contribuyente. De nuevo hay que hacer un esfuerzo de imaginación
para ver las centrales eléctricas y viviendas privadas, las máquinas
de escribir y los aparatos de radio que nunca llegaron a cobrar
realidad porque el capital necesario fue tomado a los ciudadanos de
todo el país y dedicado a la construcción de la fotogénica Presa
Norris.
3
He escogido deliberadamente los ejemplos más favorables para la
inversión estatal, es decir, los que con mayor frecuencia y fervor
recomiendan los jerarcas y gozan de más cálida acogida por parte del
público. He pasado por alto los centenares de descabellados
proyectos que invariablemente se ejecutan persiguiendo como
principal finalidad «proporcionar empleos» y «dar trabajo», aun
cuando aparezca más o menos dudosa su práctica utilidad. Por lo
demás, cuanto más ruinosa sea la obra, más elevado el coste de la
mano de obra invertido, mejor cumplirá el propósito de proporcionar
mayor empleo. En tales circunstancias, es poco probable que los
proyectos madurados por los burócratas proporcionen la misma suma de
riqueza y el mismo bienestar por dólar gastado que los que
proporcionarían los propios contribuyentes si, en lugar de verse
constreñidos a entregar parte de sus ingresos al Estado, los
invirtieran con arreglo a sus deseos.
4. LOS IMPUESTOS DESALIENTAN LA PRODUCCIÓN
Existe todavía otro factor que contribuye a hacer improbable que la
riqueza creada por la inversión estatal compense plenamente la
riqueza destruida por los impuestos percibidos y destinados al pago
de aquellas inversiones. No se trata simplemente, como a menudo se
supone, de tomar algo del bolsillo derecho de la nación para ponerlo
en el izquierdo. Los inversionistas estatales nos dicen, por
ejemplo, que si la renta nacional asciende a 200.000.000.000 de
dólares (siempre son generosos al fijar esta cifra), unos impuestos
de 50.000.000.000 de dólares al año significa transferir tan sólo el
25 por 100 de fines privados a fines públicos. Esto es hablar como
si el país fuera una gigantesca empresa mercantil y como si tales
operaciones implicaran meros apuntes contables. Los inversores
estatales olvidan que están tomando el dinero de A para entregarlo a
B. Mejor dicho, lo saben muy bien; pero en tanto extensamente aluden
a los beneficios que el proceso reporta a B y se refieren a las
cosas maravillosas de que disfrutará y que no hubiera soñado si tal
dinero no le hubiera sido entregado, pasan por alto las
consecuencias que A habrá de soportar. Ven sólo a B y olvidan a A.
En el mundo moderno no se aplica a todas las gentes igual porcentaje
de impuesto sobre los ingresos personales. La mayor carga fiscal
recae sobre un sector limitado de los contribuyentes y dicha
contribución sobre la renta ha de ser suplementada mediante otros
tipos de imposición. Tales exacciones inevitablemente afectan a las
acciones e incentivos de las personas que tienen que soportarlas.
Cuando una empresa pierde cien centavos por cada dólar perdido y
sólo se le permite conservar sesenta de cada dólar ganado; cuando no
puede compensar sus años de pérdidas con sus años de ganancias, o no
puede hacerlo adecuadamente, su línea de conducta queda perturbada.
No intensifica su actividad mercantil, o si lo hace, sólo incrementa
aquellas operaciones que implican un mínimo de riesgo. Aquellos que
se percatan de esta realidad se retraen de iniciar nuevas empresas.
De esta suerte, los empresarios establecidos no provocan la creación
de nuevas fuentes de trabajo o lo hacen en grado mínimo; muchos
deciden no convertirse en empresarios. E1 perfeccionamiento de la
maquinaria y la renovación de los equipos industriales se produce a
ritmo más lento, y el resultado, a la larga se traduce en impedir a
los consumidores la adquisición de productos mejores y más baratos,
con lo que disminuyen los salarios reales.
Un efecto semejante se produce cuando los ingresos personales son
gravados en un 50, 60, 75 ó 90 por 100. Las gentes comienzan a
preguntarse por qué tienen que trabajar seis, ocho o diez meses del
año para el Gobierno y sólo seis, cuatro o dos meses para ellos
mismos y sus familias. Si pierden el dólar completo cuando pierden,
pero sólo pueden conservar una parte de él cuando lo ganan, llegan a
la conclusión de que es una tontería arriesgar su capital. De esta
suerte, el capital disponible decrece de modo alarmante.
Queda sujeto a imposición fiscal aun antes de ser acumulado. En
definitiva, al capital capaz de impulsar la actividad mercantil
privada se le impide, en primer lugar, existir, y el escaso que se
acumula se ve desalentado para acometer nuevos negocios. El poder
público engendra el paro que tanto deseaba evitar.
Una cierta carga fiscal es, naturalmente, indispensable para cumplir
las funciones esenciales de todo Gobierno. Unos impuestos
razonables, adecuados a estos fines, no interfieren seriamente la
producción. Los servicios públicos que ofrecen a cambio y que, por
lo demás, salvaguardan la producción misma, suponen más que
suficiente compensación. Ahora bien, cuanto mayor sea el porcentaje
de renta nacional que absorban las cargas fiscales, tanto mayor será
la disuasión ejercida sobre la producción y la actividad privada.
Cuando la carga total tributaria rebasa unos límites soportables, el
problema de buscar nuevos impuestos que no desalienten y
obstaculicen la producción resulta insoluble.
5. EL CRÉDITO ESTATAL PERTURBA LA PRODUCCIÓN
1
La «ayuda» estatal a los negocios resulta tan temible a veces como
su hostilidad. En especial, cuando —como a menudo ocurre— el
supuesto estímulo adopta la forma de concesión directa de anticipos
estatales reintegrables o bien el aval de préstamos privados.
La cuestión relacionada con el crédito estatal adquiere mayor
complejidad si se presta la debida atención al hecho de que
ineludiblemente implica el riesgo de provocar inflación.
La propuesta de esta naturaleza que con mayor frecuencia se presenta
al Congreso se refiere a la concesión de más amplios créditos a los
agricultores. A juicio de la mayoría de los miembros del Congreso,
los agricultores no disponen nunca de suficiente crédito. E1
proporcionado por las compañías financieras privadas, sociedades de
seguros o bancos rurales nunca les parece «adecuado». E1 Congreso
descubre siempre sectores no amparados por las instituciones
crediticias existentes, a pesar de las muchas que él mismo ha
creado. Los agricultores pueden disfrutar de suficiente crédito a
largo o corto plazo, pero al parecer escasea el crédito
«intermedio», el tipo de intereses es excesivo o bien se formula la
queja de que los préstamos privados sólo se conceden a agricultores
ricos y sólidamente establecidos. Así, el legislador se dedica a
amontonar sin tasa nuevas instituciones y variedades nuevas de
préstamos agrícolas.
La confianza en todas estas medidas, como se verá, deriva de un
doble espejismo. En primer lugar, el asunto se examina únicamente
desde el punto de vista de los agricultores que solicitan crédito. Y
aun así y todo, tan sólo se pondera adecuadamente la primera mitad
de la transacción.
Ahora bien, cualquier empréstito, a juicio de todo beneficiario
honesto, ha de ser, en definitiva, reintegrado. Todo crédito
representa una deuda. Las propuestas encaminadas a prodigar los
créditos implican, por consiguiente, un volumen mayor de deudas. Si
al aludir a los primeros se empleara habitualmente el segundo
apelativo, la petición aparecería menos tentadora.
No es necesario analizar ahora los préstamos normales concedidos a
los agricultores a través de fuentes privadas. Consisten en
hipotecas, aplazamientos en el pago del precio de adquisición de
automóviles, frigoríficos, radios, tractores y otra maquinaria
agrícola, y en créditos bancarios otorgados al agricultor en tanto
recolecta, vende sus productos y percibe su importe. Nos
concretaremos aquí al examen de los créditos concedidos a
agricultores, bien directamente por alguna organización estatal o
mediante su aval.
Tales anticipos son fundamentalmente de dos clases. Unos permiten al
agricultor mantener su cosecha fuera del mercado. Existe un tipo de
crédito especialmente peligroso, pero será más conveniente
considerarlo más tarde, cuando estudiemos los controles
gubernamentales sobre las mercancías. Los otros ponen a disposición
del agricultor los fondos necesarios para la adquisición de capital,
y a menudo incluso le permiten establecerse, capacitándole para
comprar una granja, un par de mulas, un tractor o las tres cosas a
un tiempo.
A primera vista, la justificación de tales préstamos puede parecer
bien fundada. He aquí una familia pobre, se arguye, que carece de
todo medio de vida. Es antieconómico obligarles a vivir de la
caridad. Facilitémosles una granja, situémosles en condiciones de
comerciar, hagamos de ellos ciudadanos productivos y respetables que
contribuyan al incremento de la producción nacional y, finalmente,
capaces de cancelar los préstamos con los productos cosechados.
Supongamos a un granjero que por carecer de capital utiliza métodos
primitivos de producción y no puede adquirir un tractor. Préstesele
ese dinero; al aumentar su productividad podrá reintegrar el
anticipo con los beneficios de una mayor cosecha. De este modo,
aseguran, no sólo se consigue enriquecer y poner en marcha a un
determinado agricultor, sino que al propio tiempo se enriquece la
comunidad como consecuencia del aumento de la producción. Y el
préstamo, concluye el razonamiento, cuesta al Gobierno y a los
contribuyentes menos que nada, puesto que es «autoliquidable».
Pues bien, he aquí la función que precisamente ejerce a diario el
crédito privado. Si alguien desea comprar una granja y sólo dispone,
pongamos por caso, de la mitad o un tercio de su importe, un vecino
o la Caja de Ahorros le facilita el resto mediante una hipoteca
sobre la misma granja adquirida. Si desea adquirir un tractor, la
propia empresa que los construye o una sociedad financiera le
facilitará la compra pagando al contado el tercio de su importe y
abonando el resto a plazos o con las economías que el propio tractor
le ha de proporcionar.
Pero existe una importante diferencia entre los préstamos
facilitados por los particulares y los que concede el Gobierno. E1
prestamista privado arriesga sus propios fondos (un banquero,
ciertamente, arriesga fondos que otros le han confiado; pero si el
dinero se pierde, responde con su propio capital o bien desaparece
del mundo de los negocios). Cuando la gente arriesga su capital
suele ser cuidadosa en investigar la adecuación de los bienes
ofrecidos en garantía y la capacidad y honestidad del prestatario.
Si el Estado operase con arreglo a estas rigurosas normas, no habría
razón que justificase su injerencia. ¿Qué utilidad habría en repetir
lo que ya realizan las empresas privadas? Ahora bien, el Estado,
casi invariablemente, opera sobre supuestos diferentes.a
argumentación que justifica su injerencia se basa en que el poder
público facilitará anticipos a quienes no lo conseguirían de los
prestamistas privados Lo que equivale a decir que los prestamistas
estatales asumirán con el dinero ajeno (del contribuyente) mayores
riesgos que los prestamistas privados asumen con el suyo. En efecto,
a menudo los apologistas de los primeros reconocen lealmente que el
porcentaje de pérdidas ha de ser más elevado en los préstamos del
Gobierno que en los privados. Sin embargo, arguyen que tales
pérdidas quedará más que compensadas a causa del incremento de la
producción derivado del esfuerzo de los prestatarios que cancelarán
sus anticipos e incluso del de la mayoría de los que no pueden
devolver los suyos.
El razonamiento parece convincente si sólo se tiene en cuenta a los
que recibieron los fondos estatales, olvidando a aquellos otros a
quienes la injerencia del Gobierno privó de la oportunidad de
adquirir medios de producción. Porque es de notar que lo realmente
prestado no es dinero, mero instrumento de cambio, sino bienes de
capital (ya ha sido advertido el lector que se deja para más
adelante el análisis de las complicaciones introducidas por una
expansión inflacionaria del crédito). Lo que en realidad se presta,
pongamos por caso, es la granja o el tractor. Ahora bien, el número
de granjas disponibles es limitado y también lo es la fabricación de
tractores (siempre y cuando no haya producción excesiva de tractores
a expensas de otras fabricaciones). La granja o tractor que se
presta a A no puede prestarse a B. La verdadera cuestión radica, por
tanto, en determinar cuál de los dos, A o B, debe obtener la granja.
Ello nos conduce a ponderar los méritos respectivos de A y B y lo
que cada uno contribuye o es capaz de contribuir a la producción.
Supongamos que es A quien conseguiría la granja, de no haber surgido
la injerencia estatal. E1 banquero local o sus vecinos le conocen y
no ignoran su pasado. Desean hallar empleo para sus fondos. Saben
que es un buen agricultor y un hombre honrado que cumple su palabra.
Le consideran digno de crédito. Tal vez ha acumulado ya medios
suficientes, a fuerza de trabajo, frugalidad y previsión, para pagar
una cuarta parte del precio. Acuden a prestarle el resto y el
interesado adquiere la granja.
Hállase muy difundida la extraña creencia, mantenida por todos los
arbitristas monetarios, según la cual el crédito es algo que el
banquero otorga. Por el contrario, el crédito es algo que el hombre
tiene previa mente adquirido. Goza de crédito porque posee bienes de
un valor monetario superior al préstamo que solicita o bien porque
sus condiciones personales y su pasado se lo han proporcionado. Lo
lleva consigo al Banco y por ello consigue el préstamo; el banquero
no entrega dinero a cambio de nada. Se siente seguro de que le será
devuelto y no hace sino cambiar una forma más líquida de capital o
crédito por otra menos líquida. A veces se equivoca y entonces no
sólo queda perjudicado el propio banquero, sino también toda la
comunidad, puesto que no adquieren realidad los valores que el
prestatario esperaba producir y se malgastan los recursos
disponibles.
Parece lógico, pues, que sea A, que goza de crédito, a quien el
banquero concede el préstamo. Pero el Gobierno interfiere la
actividad crediticia con espíritu caritativo, porque, como ya vimos,
está preocupado por la suerte de B. B no puede obtener ni hipoteca,
ni préstamos de carácter privado por no gozar de crédito personal.
No dispone de ahorros y su historial como agricultor no es de los
más brillantes; tal vez, por el momento, vive del socorro estatal.
¿Por qué —dicen los partidarios del crédito público— no hacer de él
un ciudadano útil y productivo, prestándole lo suficiente para que
pueda adquirir una granja, una mula o un tractor?
En algún caso aislado puede que las cosas marchen bien. Pero es
evidente que en general las personas seleccionadas con arreglo al
criterio oficial ofrecerán riesgos mayores que las que han sido
seleccionadas según las normas de las instituciones privadas. Con
los préstamos así facilitados se perderá más dinero; habrá un
porcentaje mucho más elevado de insolventes; serán menos eficaces y
se malgastarán más recursos. Sin embargo, los beneficiarios del
crédito estatal obtendrán sus granjas y tractores a expensas de
quienes de otro modo habrían disfrutado del crédito privado. Porque
A tiene una granja, B se verá privado de ella. La exclusión de B
puede obedecer a diversas causas, todas ellas Íntimamente
relacionadas con la actuación del Gobierno: puede haberse provocado
una elevación en el tipo de interés como resultado de la injerencia
estatal en el campo crediticio o bien un aumento en el precio de la
granjas; o sencillamente pudiera ser que la granja adquirida por A
fuese la única disponible, por no encontrarse en la comarca, por el
momento, otra en venta. En cualquier caso el crédito gubernamental
no ha provocado un incremento de riqueza común, sino todo lo
contrario, toda vez que el capital real disponible (consistente en
granjas, tractores y otros bienes de producción) ha sido puesto a
disposición de los prestatarios menos eficientes en vez de ir a
parar a manos de los más capaces y dignos de confianza.
2.
El supuesto se ve aún más claro si dejando la agricultura pasamos a
otras actividades. Se pretende con frecuencia que el Estado debe
asumir los riesgos que son «demasiado grandes para la iniciativa
privada». Esto significa que debe permitirse al Estado imponer al
dinero de los contribuyentes riesgos que nadie está dispuesto a
afrontar con el suyo.
Tal sistema produciría múltiples daños. Conduciría al favoritismo, a
la concesión de créditos por amistad o por cohecho. Daría lugar a
inevitables escándalos. Provocaría recriminaciones cuando el dinero
del contribuyente desapareciera al fracasar las empresas en que
hubiera sido invertido. Fortalecería las aspiraciones socialistas,
toda vez que cabría con razón inquirir por qué si el Estado soporta
el riesgo no ha de participar también en los beneficios. ¿Cómo
justificar el hecho de que el contribuyente asuma los riesgos
mientras el empresario privado goza de las ganancias? Sin embargo,
esto es precisamente lo que se hace, como luego veremos, en el caso
de los créditos agrícolas oficiales «a fondo perdido».
Pero de momento pasaremos por alto todos estos inconvenientes,
concentrando la atención tan sólo en una de las consecuencias
provocadas por tales anticipos. Es una realidad que dilapidan el
capital disponible en planes ruinosos, o cuando menos dudosos,
dejando que lo manipulen personas menos competentes o menos dignas
de confianza que las que de otra suerte lo hubieran obtenido. La
cuantía de capital existente en cualquier momento (a diferencia del
papel moneda impreso) es limitada. Lo que se pone en manos de B no
puede ser puesto en las de A.
Las gentes desean invertir su capital, pero siempre con cautela,
puesto que aspiran a recuperarlo. Por ello la mayoría de quienes
prestan dinero investigan cuidadosamente las circunstancias de
cualquier solicitante antes de arriesgarlo. Sopesan las perspectivas
de beneficios contra los riesgos de pérdidas. A veces se equivocan.
Ahora bien, por razones obvias, incidirán en menor número de errores
que los prestamistas estatales. E n primer lugar, el dinero o es
suyo o les ha sido voluntariamente confiado. En el caso del crédito
oficial, el dinero pertenece a otros, de quienes ha sido obtenido
mediante impuestos, sin contar con su voluntad. El dinero privado no
será invertido si no se tiene la seguridad de que ha de ser
recuperado con intereses. Ello implica que los beneficiarios son,
sin duda, capaces de producir aquellos bienes que el país realmente
necesita. Por el contrario, el dinero oficial suele prestarse para
alcanzar algún vago objetivo general, como por ejemplo,
«proporcionar trabajo»; cuanto más ineficaz sea la obra —es decir,
cuanto mayor sea el volumen de mano de obra requerido en relación
con el valor del producto—, más altamente apreciada será la
inversión.
Además, los banqueros particulares son seleccionados por la dura
mecánica del mercado. En cuanto cometen grandes errores, pierden sus
fondos y carecen en adelante de medios para prestar. Sólo cuando han
tenido éxito en el pasado dispondrán de más dinero para prestar en
el futuro. De este modo los prestamistas privados (excepto la
proporción relativamente pequeña que haya heredado su capital) son
rigurosamente seleccionados por el proceso de supervivencia de los
más aptos y hábiles. Los prestamistas estatales son, en cambio, o
personas que fueron aprobadas en las oposiciones a funcionarios
civiles v saben resolver en teoría cuestiones hipotéticas, o
personas capaces de dar las razones más ingeniosas en justificación
de los créditos concedidos y las más plausibles explicaciones para
evidenciar que no tienen culpa cuando se pierden. Pero el resultado
final sigue siendo el mismo: los préstamos privados permiten
utilizar los recursos y el capital existentes mucho mejor que los
créditos estatales. Estos dilapidarán mucho más capital y recursos
que los empréstitos privados. En una palabra, los anticipos
estatales, en comparación con los privados, reducirán la producción
en vez de aumentarla.
En resumen, la concesión de empréstitos estatales a individuos o
proyectos privados se preocupa de B y olvida a A. Ve a las personas
en cuyas manos se pone el capital, pero ignora a aquellas que de
otro modo lo hubieran conseguido. Contempla el proyecto para el cual
fueron concedidos los fondos; olvida los proyectos a los cuales, por
ello, tal dinero se niega. Ve el beneficio inmediato para un sector
mientras se desentiende de la pérdida experimentada por otros grupos
y del quebranto irrogado, en definitiva, al conjunto de la
comunidad.
Todo ello constituye nueva ilustración del sofisma consistente en
ver sólo intereses especiales a corto plazo, olvidando el interés
general de la colectividad a largo plazo.
3
A1 iniciar este capítulo hicimos notar que la «ayuda» estatal a los
negocios es a veces tan temible como la hostilidad del Gobierno.
Esto es aplicable tanto a las subvenciones como a los empréstitos
concedidos por el Estado. E1 Estado jamás presta o da algo a los
ciudadanos que previamente no haya obtenido de ellos mismos. A
menudo oímos a los partidarios del New Deal y otros políticos
vanagloriarse de cómo el Gobierno americano, durante el año 1932 y
aún más tarde, «subvencionó a la industria privada» a través de la
Reconstruction Finance Corporation, la Home Owners Loan Corporation
y otros organismos estatales. Ahora bien, el Estado no puede prestar
a las empresas privadas una ayuda financiera que no detraiga, antes
o después, de las mismas. Todos los fondos del Estado proceden de
las exacciones fiscales. Y el crédito mismo del Estado, tantas veces
proclamado, se basa en el supuesto de que las obligaciones que asume
serán afrontadas en última instancia con el producto de los
impuestos. Cuando el Gobierno subvenciona o concede anticipos, en
realidad grava negocios privados prósperos para auxiliar ruinosos
negocios privados. En determinadas circunstancias anormales tales
medidas pueden hallar justificación en razonamientos cuya fuerza
dialéctica no vamos ahora a examinar. Pero a la larga, tal manera de
actuar del Gobierno no parece remuneradora desde el punto de vista
de la totalidad del país y la experiencia así lo ha demostrado.
6. EL ODIO A LA MAQUINA
1
Constituye uno de los errores económicos más corrientes la creencia
de que las máquinas, en definitiva, crean desempleo. Mil veces
destruido, ha resurgido siempre de sus propias cenizas con mayor
fuerza y vigor. Cada vez que se produce un prolongado desempleo en
masa, las máquinas vuelven a ser el blanco de todas las iras. Sobre
este sofisma descansan todavía muchas prácticas sindicales que el
público tolera, sea porque en el fondo considera que los sindicatos
tienen razón, sea porque se halla demasiado confuso para poder
apreciar claramente las causas de su error.
La creencia de que las máquinas provocan desempleo, cuando es
sostenida con alguna consistencia lógica, llega a descabelladas
conclusiones. Bajo tal supuesto, no sólo debe estarse causando
desempleo hoy en ,día con cada perfeccionamiento técnico, sino que
el hombre primitivo debió empezar a producirlo con sus primeros
esfuerzos por liberarse de la necesidad y de la fatiga inútiles.
Sin ir tan lejos, volvamos a La Riqueza de las Naciones de Adam
Smith, publicada en 1776 El primer capítulo de este notable libro se
titula «De la división del trabajo», y en la segunda página del
mismo nos dice el autor que un obrero no familiarizado con el empleo
de maquinaria utilizada en la fabricación de alfileres «apenas
podría hacer un alfiler por día e, indudablemente, no harta veinte»,
mientras que con el uso de esa maquinaria puede fabricar 4.800
alfileres diarios. Así pues, siguiendo el razonamiento, ya en la
época de Adam Smith, las máquinas habrían desplazado de 240 a 4.800
productores de alfileres por cada uno que permaneció en su trabajo.
Si las máquinas no hicieran otra cosa que privar al hombre de su
trabajo, en la industria del alfiler existiría ya en aquella época
un 99,98 por 100 de desempleo. ¿Podría darse un panorama más
sombrío?
En efecto, pudo darse, pero esto fue así porque la Revolución
Industrial estaba todavía en su infancia. Contemplemos algunos de
sus aspectos e incidentes más destacados. Veamos, por ejemplo, lo
que ocurrió en la industria de fabricación de medias. Conforme iban
siendo instalados los nuevos telares, eran destruidos por los
artesanos, que en un solo tumulto destrozaron más de mil; se
incendiaron talleres y se amenazó a los inventores, quienes se
vieron precisados a huir para salvar sus vidas, no quedando
restablecido el orden hasta que intervino el ejército y fueron
deportados o ahorcados los principales cabecillas.
Ahora bien, no debe olvidarse que, en la medida en que pensaban en
su propio futuro inmediato e incluso más lejano, la oposición de los
revoltosos a la máquina era racional. William Felkin nos dice en su
Historia de la industria de géneros de punto fabricados a máquina
(1867), que la mayor parte de los 50.000 obreros ingleses empleados
en la fabricación de medias, y sus familias, tardaron más de
cuarenta años en sobreponerse al hambre y la miseria a que les llevó
la introducción de la máquina. Pero en cuanto a la creencia de los
amotinados de que la máquina habría de estar desplazando
continuamente obreros; se equivocaban, ya que antes de que
finalizase el siglo XIX la industria de fabricación de medias
empleaba, por lo menos, cien obreros por cada uno de los empleados a
comienzos del siglo.
Arkwright inventó en 1760 su maquinaria para el hilado del algodón.
En aquella época se ha calculado que existían en Inglaterra 5.200
hilanderos que utilizaban tornos de hilar y 2.700 tejedores; en
conjunto, 7.900 personas dedicadas a la producción de textiles de
algodón. La introducción de la invención de Arknvright encontró
oposición, por estimarse amenazaba el medio de vida de los obreros,
y la resistencia tuvo que ser vencida por la fuerza. Sin embargo, en
1787, veintisiete años después de aparecido el invento, una
investigación parlamentaria mostró que el número de personas
empleadas en el hilado y tejido de algodón había ascendido de 7.900
a 320.000, o sea un incremento del 4.400 por 100.
Si el lector consulta el libro Cambios económicos recientes, de
David A. Wells, publicado en 1889, hallará algunos pasajes que,
dejando a un lado fechas y cifras absolutas, pudieran haber sido
escritos por cualquiera de nuestros actuales tecnófobos, valga el
vocablo. Citaremos algunos:
Durante los diez años transcurridos entre 1870 y 1880 inclusive, la
Marina mercante británica incrementó su actividad, sólo en cuanto a
registros y despachos extranjeros, hasta la cifra de 22.000.000 de
toneladas... Sin embargo, el número de hombres ocupados en esta gran
actividad había disminuido en 1880, en comparación con 1870, en
cantidad aproximada de 3.000 (2.990 exactamente). ¿A qué fue debido?
A la introducción de las grúas a vapor y elevadores de grano en
muelles y desembarcaderos, al empleo de la fuerza de vapor,
etcétera.
En 1873, el acero Bessemer, que no había sido objeto de medidas
protectoras, costaba 80 dólares por tonelada en Inglaterra; en 1886
se fabricaba y vendía en el mismo país a menos de 20 dólares la
tonelada.
Durante el mismo tiempo, la capacidad de producción anual de un
convertidor Bessemer se había incrementado al cuádruplo, con ningún
aumento, sino más bien ligera disminución, del trabajo invertido...
La potencia de las máquinas de vapor existentes en funcionamiento en
todo el mundo, en el año 1887, ha sido calculada por la Oficina de
Estadística de Berlín como equivalente a la de 200.000.000 de
caballos, lo que representa, aproximadamente, el esfuerzo conjunto
de 1.000 millones de hombres; como mínimo, el triple de la población
obrera del mundo.
Parece que esta última cifra debería haber hecho reflexionar al
autor del libro induciéndole a preguntarse cómo es que aún quedaban
empleos en el mundo en 1889, pero se limitaba a concluir, con
moderado pesimismo, que «bajo tales circunstancias, la
superproducción industrial... puede hacerse crónica».
Durante la depresión del año 1932 se reanudó, una vez más, la
práctica de culpar del desempleo a las máquinas. En pocos meses se
habían extendido por todo el país, como bosque en llamas, las
doctrinas de un grupo que se denominaba a sí mismo los Tecnócratas.
No cansaré al lector con la exposición de cifras fantásticas
presentadas por este grupo, ni con las necesarias correcciones que
muestran cuáles fueron los hechos reales. Baste con decir que los
Tecnócratas volvieron al error, en toda su prístina pureza, de que
las máquinas desplazan permanentemente a los hombres, con la sola
particularidad de que en su ignorancia presentaban este error como
nuevo y revolucionario descubrimiento. Fue simplemente una
ilustración más del aforismo de Santayana, según el cual, aquellos
que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo. Los
Tecnócratas fueron relegados finalmente al olvido entre fáciles
ironías. Pero su doctrina, que les había precedido, persiste. Se
refleja en centenares de normas y prácticas sindicales, encaminadas
a hacer ineludible la intervención de mayor número de obreros en
determinada tarea, dilatar su realización durante el mayor tiempo
posible o simplemente obligar a los empresarios a mantener empleos
inútiles, que se toleran e incluso aprueban gracias a la conclusión
que a este respecto reina en la mentalidad pública.
Corwin Edwards, en su declaración ante el Comité Temporal de
Economía Nacional, como testigo del Departamento de Justicia, citaba
innumerables ejemplos de tales prácticas. En la ciudad de Nueva York
se llegó a prohibir la instalación de equipo eléctrico que estuviese
fabricado fuera del Estado, a menos que se desmontase y volviese a
montar en la misma obra En Houston, Texas, los fontaneros titulados
y el sindicato acordaron que la tubería prefabricada para la
instalación sería colocada por los obreros de la unión sindical sólo
en el caso de que se suprimiera uno de los extremos roscados, para
ser roscada nuevamente en la obra Varias delegaciones locales del
sindicato de pintores impusieron restricciones al uso de pistolas
para pintar, en muchos casos destinadas meramente a proporcionar
trabajo, aun a cambio de exigir el más lento proceso de aplicar la
pintura a brocha. Una delegación local del sindicato de transportes
exigía que cada camión que entrase en la zona metropolitana de Nueva
York llevase un conductor local, además del propio conductor del
vehículo. En varias ciudades, el sindicato de electricistas requería
la presencia de un operario en cualquier construcción donde se
precisase temporalmente de luz o energía, no siéndole permitido
realizar trabajo alguno de montaje. Esta norma, según Mr. Edwards,
«implica a menudo la contratación de un hombre que se pasa el día
leyendo o haciendo solitarios y cuyo único cometido es maniobrar un
interruptor al comienzo y al final de la jornada».
Podríanse citar prácticas análogas en muchas otras actividades. En
los ferrocarriles, los sindicatos insisten en el empleo de fogoneros
en tipos de locomotoras en las que no son necesarios sus servicios.
En los teatros los sindicatos obligan al empleo de tramoyistas
incluso en representaciones donde no se utiliza escenario alguno. El
sindicato de músicos exige el empleo de músicos llamados «figurones»
e incluso de orquestas completas en lugares en que sólo se
interpretan discos de gramófono.
2
Podrían acumularse montañas de cifras que demostraran cuán
equivocados estaban los tecnófobos del pasado. Pero de nada serviría
si no pusiéramos en claro por qué estaban equivocados. La
estadística y la historia de nada valen a la economía si no van
acompañadas de una básica comprensión deductiva de los hechos, lo
que significa, en este caso, una clara evaluación del porqué
tuvieron que ocurrir las pasadas consecuencias de la introducción de
la maquinaria y otros dispositivos orientados a la mayor economía
del trabajo. De lo contrario, los tecnófobos aducirán, como aseguran
de hecho cuando se les hace resaltar los absurdos contenidos en las
profecías de sus predecesores, que «puede que sea así en lo que se
refiere al pasado, pero las condiciones actuales son
fundamentalmente diferentes y es ahora cuando no podemos seguir
perfeccionando las máquinas economizadoras del trabajo». En efecto,
la señora Eleanor Roosevelt escribía en un periódico sindical, el 19
de septiembre de 1945: «Hemos llegado ya a un extremo en que los
mecanismos economizadores de trabajo sólo son deseables cuando no
desplazan al obrero de su puesto».
Si fuese realmente cierto que la introducción de la maquinaria es
causa de creciente desempleo y miseria, las deducciones lógicas
serían revolucionarias, no sólo en el aspecto técnico, sino también
en lo que se refiere a nuestro concepto global de la civilización.
No sólo tendríamos que considerar calamitoso todo futuro progreso
técnico, sino que deberíamos contemplar con igual horror los
progresos técnicos alcanzados en el pasado. Diariamente cada uno de
nosotros se esfuerza en reducir en lo posible el trabajo que un
determinado fin exige; todos procuramos simplificar nuestro trabajo
y economizar los medios necesarios para alcanzar el objetivo
deseado. Cualquier empresario, grande o pequeño, ansía
constantemente conseguir realizar sus particulares objetivos con
mayor economía y eficacia; es decir, ahorrando esfuerzo. Todo obrero
inteligente procura reducir el esfuerzo que le exige la tarea
encomendada. Los más ambiciosos entre nosotros tratan
incansablemente de aumentar los resultados que puedan obtenerse en
un número determinado de horas. Si obrasen con lógica y
consecuencia, los tecnófobos deberían desechar todo este progreso e
ingenio, no ya por inútil, sino por perjudicial. ¿Para qué
transportar mercancías entre Nueva York y Chicago por ferrocarril
cuando podrían emplearse muchísimos más hombres, por ejemplo, si las
llevasen a hombros?
Teorías tan falsas como la señalada se articulan de manera lógica,
pero causan gran perjuicio por el mero hecho de ser mantenidas.
Tratemos, por consiguiente, de ver con exactitud lo que realmente
sucede cuando se introducen en la producción máquinas y
perfeccionamientos técnicos. Los detalles variarán en cada caso,
según sean las condiciones particulares que prevalezcan en una
industria o período determinados. Pero tomaremos un ejemplo que
comprenda las circunstancias más generales.
Supongamos que un fabricante de telas tiene conocimiento de la
existencia de una máquina capaz de confeccionar abrigos de caballero
y señora, empleando tan sólo la mitad de la mano de obra que
anteriormente se precisaba. Instala la maquinaria y despide a la
mitad del personal.
Parece a primera vista que ha habido una evidente disminución de
ocupación. Ahora bien, la propia máquina requirió mano de obra para
ser fabricada; así, pues, como primera compensación aparece un
trabajo que de otra forma no hubiese existido. El fabricante, sin
embargo, sólo decide adoptar la maquinaria, si con ella consigue
hacer mejores trajes por la mitad de traba]o, o el mismo tipo de
traje a un costo menor. Suponiendo lo segundo, no es posible admitir
que el trabajo invertido en la construcción de la maquinaria fuese
tan considerable, en cuanto a volumen de salarios, como el que
espera economizar a la larga el fabricante de telas al adoptar la
maquinaria; de lo contrario no habría economía y la maquinaria no
sería adquirida.
Vemos, por consiguiente, que todavía existe aparentemente una
pérdida global de empleo, atribuible a la maquinaria. Sin embargo,
debemos siempre tener presente la posibilidad real y efectiva de que
el resultado final de la introducción de la maquinaria representa, a
la larga, un aumento global de empleo, porque al adoptar la
maquinaria, es tan sólo a largo plazo cuando el fabricante de telas
espera, ordinariamente, ahorrar dinero, y puede se precisen varios
años para que la maquinaria «se pague a sí misma».
Cuando el coste de la máquina ha quedado compensado por las
economías que facilita, el fabricante de telas ve aumentar su
beneficio (supondremos que se limita a vender sus abrigos al mismo
precio que sus competidores, sin esforzarse por abaratarlos). En
este punto puede parecer que se ha producido una pérdida neta de
empleo, siendo el fabricante, el capitalista, el único beneficiario.
Ahora bien, en estos beneficios extras radica precisamente el origen
de subsiguientes ganancias sociales. E1 fabricante ha de emplear su
beneficio extraordinario en una de estas tres formas y posiblemente
empleará parte de aquél en las tres: 1) ampliación de sus
instalaciones, con adquisición de nuevas máquinas para hacer un
mayor número de abrigos; 2) inversión en cualquier otra industria, y
3) incremento de su propio consumo. Cualquiera de estas tres
posibilidades ha de producir demanda de trabajo.
En otras palabras, como resultado de sus economías, el fabricante
obtiene un beneficio que no tenía antes. Cada dólar ahorrado en
salarios directos, por haber podido disminuir el importe de sus
nóminas, ha de ir a parar indirectamente a los obreros que
construyen la nueva máquina, a los trabajadores de otras industrias
o a aquellos que intervienen en la construcción de una nueva casa o
automóvil para el fabricante o en la confección de joyas y pieles
para su esposa. En cualquier caso (a menos que sea un obtuso
acaparador) proporciona indirectamente tantos empleos como
directamente dejó de facilitar.
Pero no termina aquí la cosa. Si nuestro emprendedor industrial
realiza grandes economías con respecto a sus competidores, o éstos
imitarán su ejemplo o aquél empezará a ampliar sus negocios a
expensas de aquéllos, con lo que se proporcionará, por lo tanto, más
trabajo a los productores de las máquinas. Competencia y producción
comenzarán entonces a reducir el precio de los abrigos. Ya no habrá
tan grandes beneficios para los que adopten las nuevas máquinas;
irán reduciéndose, al tiempo que desaparecen para aquellos
fabricantes que todavía no hayan adquirido maquinaria. Las
economías, en otras palabras, serán transferidas a los compradores
de abrigos, es decir, a los consumidores.
Ahora bien, como los abrigos son más baratos, los comprará más
gente, y aunque requiera menos mano de obra la confección de un
mismo número de abrigos, éstos se producirán en mayor cantidad que
antes. Si la demanda de abrigos es de las que los economistas llaman
«elásticas», es decir, si un descenso en el precio determina una
mayor cantidad de dinero invertida en abrigos, puede que en su
confección se precisen todavía más operarios que los que eran
necesarios antes de la aparición de las nuevas máquinas. Ya hemos
visto que fue esto lo ocurrido realmente en el caso de las medias y
otros productos textiles.
Pero el nuevo empleo no depende de la elasticidad de la demanda del
producto particular de que se trate. Supongamos que aunque el precio
de los abrigos quedase reducido casi a la mitad—descendiesen, por
ejemplo, de 5 a 30 dólares—, no se vendiese ningún abrigo adicional.
E1 resultado sería que al tiempo que los consumidores seguirían
proveyéndose de nuevos abrigos en igual medida que antes, cada
comprador dispondría ahora de 20 dólares con los que previamente no
contaba. Gastará, por consiguiente, estos 20 dólares en cualquier
otra cosa proporcionando así más empleos en otros sectores de la
producción.
En resumen, las máquinas, los perfeccionamientos técnicos, las
economías y la eficiencia, en definitiva, no dejan sin trabajo a los
hombres.
3
No todos los descubrimientos e invenciones, por supuesto, consisten
en máquinas «economizadoras de trabajo». Algunos, como los
instrumentos de precisión, el nilón, la lucita, el contraplacado y
toda clase de plásticos, mejoran simplemente la calidad de los
productos. Otros, como el teléfono y el aeroplano, cumplen misiones
que el hombre nunca hubiese podido realizar directamente sin su
auxilio. Otros incluso hacen posible la existencia de objetos y
servicios, tales como rayos X, aparatos de radio y caucho sintético,
que de otra forma no existirían siquiera. Pero para el ejemplo
anterior hemos escogido precisamente el tipo de máquina que ha sido
blanco preferido de la moderna tecnofobia.
Es posible, desde luego, llegar a desorbitar la tesis de que las
máquinas no desplazan en definitiva a los hombres de su trabajo. Se
arguye a veces, por ejemplo, que las máquinas crean más empleos de
los que sin ellas hubieran existido. En determinadas circunstancias
esto puede ser verdad. Cabe, ciertamente, que surjan muchísimos más
empleos en determinadas industrias. Las cifras del siglo XVIII para
las industrias textiles representan un caso típico. Sus modernas
contrapartidas no son, ciertamente, menos sorprendentes. 'En 1910 se
hallaban empleadas 140.000 personas en los :Estados Unidos en la
recién creada industria automovilística. En 1920, con el
perfeccionamiento dei producto y la reducción de su costo, dicha
industria empleaba 250.000 personas. En 1930, al continuar el
perfeccionamiento y la reducción del costo, el número de empleados
ascendió a 380.000. En 1940 había alanzado la cifra de 450.000. En
1940, la fabricación de frigoríficos eléctricos ocupaba a 35.000
obreros, y la de receptores de radio, a 60.000. Lo propio ha
ocurrido en todas las industrias de reciente creación, a medida que
se perfeccionaba el invento y se reducía el costo.
También puede afirmarse, en sentido absoluto, que las máquinas han
aumentado enormemente el número de empleos. La población del mundo
es hoy tres veces mayor que la de mediados del siglo XVIII, antes de
que la Revolución Industrial se hubiese abierto camino. Es correcto
atribuir a las máquinas este aumento de la población, pues sin ellas
la naturaleza hubiese sido incapaz de mantener tan numerosa
población. Puede afirmarse, en consecuencia, que de cada tres
personas, dos debemos a las máquinas no sólo el empleo, sino también
la vida.
No obstante, es erróneo suponer que la función o finalidad
primordial de las máquinas sea crear empleos. Su verdadero objetivo
es incrementar la producción, elevar el nivel de vida, aumentar el
bienestar económico. En una economía primitiva no es difícil
conseguir ocupación para todo el mundo. E1 empleo total —empleo
total exhaustivo: continuo, abrumador, extenuante—es característico
precisamente de las naciones industrialmente menos avanzadas. Donde
ya existe verdadero empleo total, las nuevas máquinas,
descubrimientos e inventos, en tanto no se produce, con el tiempo,
un aumento de población, no pueden proporcionar mayor empleo. Es más
probable que produzcan mayor desempleo (pero adviértase que ahora
estamos hablando de desempleo voluntario y no involuntario) porque
la gente puede permitirse el lujo de trabajar menos horas y los
niños y personas de avanzada edad no se ven ya forzados a trabajar.
Lo que hacen las máquinas, repitámoslo, es incrementar la producción
y elevar el nivel de vida. Esto se lleva a cabo en una de estas dos
formas: abaratando los productos al consumidor (como en nuestro
ejemplo de los abrigos) o aumentando los salarios, al incrementarse
la productividad de los obreros. En otras palabras, o incrementan
los salarios o, al reducir los precios, aumentan el volumen de
artículos y servicios asequibles a un mismo salario. A veces
consiguen ambas cosas. Lo que ocurra dependerá en buena parte de la
política monetaria seguida en el país. Pero en cualquier caso,
máquinas, invenciones y descubrimientos aumentan los salarios
reales.
4
Antes de concluir este tema es conveniente hacer una advertencia. E1
gran mérito de los economistas clásicos fue precisamente considerar
las consecuencias secundarias no inmediatas; preocuparse de los
efectos de un programa o de una política económica determinada, a
largo plazo y sobre toda la comunidad. Pero su defecto consistió en
que al hacerlo así se olvidaban a veces de las repercusiones de tal
programa en su aspecto inmediato y particularista. Con excesiva
frecuencia se inclinaban a minimizar u olvidar por completo las
consecuencias inmediatas sobre grupos especiales. Hemos visto, por
ejemplo, que los tejedores ingleses sufrieron tragedias como
resultado de la introducción de los nuevos telares para la
fabricación de medias, una de las primeras invenciones de la
Revolución Industrial.
Ahora bien, tales hechos y sus modernas contrapartidas han llevado a
algunos autores al extremo opuesto de considerar solamente los
efectos inmediatos sobre ciertos sectores. Fulano de Tal pierde su
empleo por la introducción de alguna nueva máquina. «No pierdan de
vista a Fulano de Tal», insisten esos autores «No se olviden nunca
de Fulano de Tal». Sin embargo, lo que en realidad hacen es
preocuparse solamente de Fulano de Tal, olvidando que Mengano acaba
de obtener un empleo en la fabricación de la nueva máquina, Zutano,
otro en el manejo de la misma, y Perengano puede adquirir ahora un
abrigo por mitad del precio que solía costarle. Y por pensar
solamente en Fulano de Tal acaban por erigirse en defensores de
sistemas absurdos y reaccionarios.
Indudablemente, debemos tener presente a Fulano de Tal, que ha sido
desplazado de su empleo por la nueva máquina. Quizá pueda obtener
rápidamente otro empleo, incluso mejor. Pero tal vez haya dedicado
muchos años de su vida a adquirir y perfeccionar una técnica
especial que carece ahora de toda utilidad. Ha perdido los fondos
invertidos en su autocapacitación técnica, como su antiguo
empresario perdió, tal vez, su inversión en viejas máquinas y
procedimientos que de pronto han quedado anticuados. Era un obrero
especializado y cobraba como tal. Ahora se ha convertido otra vez,
de la noche a la mañana, en obrero no especializado porque su vieja
pericia de nada sirve ya. No podemos ni debemos olvidarle.
Representa una de las tragedias personales que, según veremos,
acompañan a casi todo progreso industrial y económico.
Preguntarnos qué solución debe buscársele —si debe abandonársele a
su propio destino, concedérsele el derecho a una indemnización por
despido o un subsidio por paro, acogerle al socorro estatal o
enseñarle un nuevo oficio a expensas del Estado—nos llevaría más
allá del tema que tratamos de dilucidar. La lección central es que
debemos tratar de prever todas las consecuencias fundamentales de
determinada política o programa económico, sus efectos inmediatos
sobre grupos especiales y sus efectos remotos sobre todos los
grupos.
Si hemos dedicado tan amplio espacio a este tema ha sido porque
consideramos cruciales nuestras conclusiones respecto a los efectos
de la nueva maquinaria, las invenciones y los descubrimientos, sobre
el empleo, la producción y el bienestar. Si nos equivocamos al
enunciarlas, pocos serán los temas económicos acerca de los cuales
estemos en situación de acertar.
7. PLANES PARA LA MAS AMPLIA DISTRIBUCIÓN DEL TRABAJO
Me he referido ya a diversas prácticas sindicales encaminadas a
proporcionar más empleo, haciendo necesaria la intervención de mayor
número de personas en determinada tarea o, sencillamente, dilatando
su realización durante el mayor tiempo posible. Tales prácticas y su
pública tolerancia derivan del mismo sofisma fundamental que dio
lugar al temor a las máquinas. E1 error radica en el convencimiento
de que una forma más eficiente de hacer algo elimina empleos, con el
obligado corolario de que una modalidad menos eficiente los crea.
Ligada a esta falacia aparece la creencia de que existe en el mundo
una cantidad determinada de trabajo que si no podemos incrementar
discurriendo procedimientos más absurdos de ejecución, podemos al
menos intentar repartir entre el mayor número de gente posible.
Este error se oculta en la minuciosa subdivisión del trabajo sobre
la que insisten los sindicatos; en las grandes ciudades y sobre todo
en las industrias de la construcción, tal subdivisión se hace más
tangible. No se permite a los albañiles emplear mampostería en una
chimenea, trabajo que se considera exclusivo de los canteros. Un
electricista no puede desmontar un panel y volverlo a instalar para
hacer una conexión eléctrica, porque tal trabajo, por sencillo que
sea, sólo debe ser efectuado por un carpintero. Un fontanero no
puede levantar o reponer una baldosa para eliminar un escape de la
ducha; esta tarea concierne a un alicatador.
Los sindicatos mantienen constantemente una furiosa batalla de
huelgas «jurisdiccionales» para asegurarse la exclusiva de los
trabajos de dudosa asignación. En una declaración recientemente
preparada por los ferrocarriles americanos para el «Comité Fiscal y
de Procedimiento Administrativo» aparecen innumerables ejemplos en
los que la Junta de Regulación de los Ferrocarriles Nacionales había
decidido que «todas y cada una de las tareas en el ferrocarril, por
insignificantes que sean, tales como hablar por teléfono o montar o
desmontar un interruptor, son de tal forma exclusivas de una clase
determinada de empleados que si uno de otra clase, en el curso de
sus normales obligaciones, realiza tales tareas, no sólo debe
percibir por ello, con carácter extraordinario, el salario de un
día, sino que, además, los miembros excedentes o en situación de
paro de la especialidad destinada a efectuar la operación deben
recibir el salario de un día por no haber sido llamados a
realizarla».
Es verdad que algunos individuos pueden ser beneficiados a expensas
de los demás por esta minuciosa y arbitraria subdivisión del
trabajo, siempre que ello ocurra exclusivamente en sus respectivos
gremios. Pero los que apoyan esta teoría como práctica general
olvidan que su aplicación eleva siempre los costos de producción y
que, en definitiva, reduce la demanda de trabajo y los bienes
producidos. E1 propietario de una casa que se ve forzado a emplear
dos hombres para realizar el trabajo de uno, proporciona,
ciertamente, empleo a un obrero extra. Pero sus disponibilidades
económicas quedan menguadas justamente en esa medida, mengua que le
impedirá invertir igual cantidad en algo que ocuparía a algún otro
operario. Como su cuarto de baño ha sido reparado a un costo doble
del normal, decide no comprar un nuevo suéter, como pensaba. El
«trabajo» no se ha incrementado, porque un día de empleo de un
alicatador innecesario ha supuesto un día de desempleo de un
productor de suéteres u operario de máquina. Sin embargo, el
propietario de la casa ha resultado perjudicado, porque en lugar de
tener reparada la ducha y haber adquirido el suéter, ha de
resignarse sólo con lo primero. Y si consideramos el suéter como
parte de la riqueza nacional, el país dispondrá de un suéter menos.
Ello simboliza el resultado neto del esfuerzo encaminado a crear más
trabajo mediante su arbitraria subdivisión.
esa medida, mengua que le impedirá invertir igual cantidad en algo
que ocuparía a algún otro operario. Como su cuarto de baño ha sido
reparado a un costo doble del normal, decide no comprar un nuevo
suéter, como pensaba. El «trabajo» no se ha incrementado, porque un
día de empleo de un alicatador innecesario ha supuesto un día de
desempleo de un productor de suéteres u operario de máquina. Sin
embargo, el propietario de la casa ha resultado perjudicado, porque
en lugar de tener reparada la ducha y haber adquirido el suéter, ha
de resignarse sólo con lo primero. Y si consideramos el suéter como
parte de la riqueza nacional, el país dispondrá de un suéter menos.
Ello simboliza el resultado neto del esfuerzo encaminado a crear más
trabajo mediante su arbitraria subdivisión.
a la salud o a la eficacia en el trabajo. Se incluyó, en parte, con
la esperanza de mejorar el ingreso semanal del trabajador, y en
parte, con el objeto de desanimar al empresario a mantener
regularmente obreros en el trabajo durante más de cuarenta horas
semanales, para que de esta forma se viese obligado a emplear
obreros adicionales. En el momento en que se escriben estas páginas
existen numerosos proyectos para «impedir el desempleo»
estableciendo la semana laboral de 30 horas.
¿Cuál es el efecto real de tales planes, ya sean impuestos por los
sindicatos o por la ley? E1 problema se verá con más claridad si se
consideran dos ejemplos. Supongamos, en primer lugar, que se reduce
la semana laboral ordinaria de 40 a 30 horas, sin que se modifique
el salario por hora. Contemplemos luego una reducción igual, pero
con un incremento en el salario por hora tal que permita la misma
paga semanal para los obreros ya empleados.
Consideremos el primer caso: la semana laboral queda reducida de 40
horas a 30, sin variación del salario hora. Si existe un
considerable desempleo cuando este plan es puesto en ejecución, sin
duda ha de proporcionar suficientes empleos adicionales. Sin
embargo, no cabe esperar que lo haga en número suficiente para
mantener inalterada la nómina y el número de hombres-hora, a menos
que partamos del inverosímil supuesto de que en cada industria ha
habido exactamente el mismo porcentaje de desempleo y que los nuevos
hombres y mujeres empleados no sean menos eficaces en sus especiales
tareas, por término medio, que los que ya estaban empleados. Pero
admitámoslo a efectos del razonamiento. Supongamos que pueda
cubrirse el número justo de obreros adicionales en cada especialidad
y que los nuevos obreros no elevan los costos de producción. ¿Cuál
será el resultado de reducir la semana laboral de 40 horas a 30 (sin
incremento alguno en el salario hora)?
Aunque se empleen más obreros, cada uno trabajará menos horas y no
se producirá, por consiguiente, un claro aumento en la relación
hombres-horas Es poco probable que se origine aumento apreciable en
la producción. El total de las nóminas y el «poder adquisitivo» no
serán mayores. Lo ocurrido, aun bajo los supuestos más favorables
(que raramente se cumplirán) será que los obreros previamente
empleados subvencionarán de hecho a los obreros anteriormente
desempleados, pues a fin de que los nuevos obreros puedan recibir
tres cuartas partes del salario semanal que anteriormente recibían
los antiguos, éstos, a su vez, sólo percibirán ahora también tres
cuartas partes de los dólares que antes recibían semanalmente.
Cierto que los antiguos obreros trabajarán ahora menos horas, pero
la adquisición de un mayor ocio a tan alto precio, a buen seguro que
no la han decidido por el beneficio que pueda representar; por el
contrario, es un sacrificio hecho para proporcionar empleo a otros
Los dirigentes de los sindicatos que piden la reducción de la semana
laboral para «la más amplia distribución del trabajo» reconocen de
ordinario lo expuesto, presentando sus propuestas en una forma que
pretende conseguir para cada uno seguros beneficios sin pérdida de
lo ya alcanzado. Redúzcase la semana laboral de 40 a 30 horas, nos
dicen, para procurar más empleos; pero compénsese ese acortamiento
incrementando el salario hora en un 33 por 100. Los obreros ya
empleados recibirán, por ejemplo, 40 dólares semanales por término
medio, a cambio de 40 horas de trabajo; a fin de que sigan
percibiendo igual cantidad por sólo 30 horas de trabajo, debe
aumentarse cl salario-hora en un promedio de 1,33 dólares.
¿Cuáles serían las consecuencias de semejante plan? la primera y más
evidente sería la elevación de los costos de producción. Si
suponemos que los obreros ganaban, cuando trabajaban 40 horas, menos
de lo que permitían el nivel de los costos de producción, los
precios y los beneficios, podrían haber logrado el incremento de]
salario hora sin reducir la duración de la semana laboral. Podrían,
en otras palabras, haber trabajado igual número de horas percibiendo
su íntegro salario semanal aumentado en un tercio, en lugar de
recibir, con su nueva semana de 30 horas, una cantidad semanal igual
a la anterior. Pero si con la semana de 40 horas ganaban ya un
salario tan elevado como el nivel de los costos de producción y
precios hacia posible (y el mismo desempleo que tratan de suprimir
puede ser signo de que ya obtenían incluso más que eso), entonces el
incremento en los costos de producción, como resultado del 33 por
100 de incremento en el salario-hora, será mucho mayor de lo que
puede soportar el existente régimen de precios, producción y costos.
Por consiguiente, el resultado de la elevación de salarios será un
desempleo mucho mayor. Las empresas más débiles habrán de cerrar sus
puertas y los obreros menos eficientes serán despedidos,
reduciéndose la producción en todos los órdenes. Una elevación en
los costos de producción y una reducción en la existencia tenderán a
elevar los precios, con la consiguiente disminución del volumen de
mercancías que podrán adquirir los obreros con igual número de
dólares; por otra parte, el aumento del desempleo retraerá la
demanda y ello provocará un descenso en los precios. E1 nivel que
:finalmente alcancen dependerá de la política monetaria que se
adopte. Pero si se persigue una política de inflación monetaria que
permita el pago de los incrementos salarios-hora mediante una
elevación de precios, ello representará simplemente una forma velada
de reducir los salarios reales, que volverán a ser iguales a los de
antes en cuanto a capacidad adquisitiva. E1 resultado sería, pues,
el mismo que si la semana laboral se hubiese reducido sin aumento en
el salario-hora, cuyas consecuencias ya hemos analizado.
En una palabra, los planes distributivos del trabajo se apoyan en la
misma rara ilusión que venimos considerando desde el comienzo de la
obra. Las gentes que defienden tales medidas piensan sólo en el
empleo que proporcionarían a grupos o individuos aislados; no
consideran cuál sería su efecto sobre toda la comunidad.
Se fundamentan también estos planes, como antes señalábamos, en la
falsa creencia de que existe una cantidad fija de trabajo por
realizar. No se concibe mayor desatino. No hay límite al trabajo por
hacer, mientras haya necesidad o deseos humanos insatisfechos, que
el trabajo pueda atender. En una moderna economía de intercambio se
realizará más trabajo cuando los precios, costos y salarios se
hallen en las mejores relaciones de reciprocidad. Más adelante
veremos cuáles son dichas relaciones.
8. EL LICENCIAMIENTO DE SOLDADOS Y BURÓCRATAS
1
Cuando al finalizar las guerras se proyecta la desmovilización de
las fuerzas armadas, surge siempre el temor de que no haya
suficiente número de empleos y que, en consecuencia, se produzca
paro. Es cierto que cuando se licencia a millones de hombres la
industria privada necesita, posiblemente, cierto tiempo para
proporcionarles nueva ocupación, aunque lo verdaderamente
extraordinario es la rapidez, no la lentitud, con que en el pasado
se ha conseguido llevar a cabo tal operación. E1 temor al paro
aparece porque la gente enjuicia solamente un aspecto del proceso.
Préstese atención tan sólo a los soldados que se reintegran al
mercado del trabajo. ¿De dónde va a salir el «poder adquisitivo» que
permita emplearlos? Si admitimos que el presupuesto público va a ser
equilibrado, la respuesta es bien sencilla. E1 Gobierno dejará de
mantener a los soldados y permitirá a los contribuyentes disponer de
los fondos que les eran detraídos anteriormente con aquel fin. Los
contribuyentes dispondrán así de medios que les permitirán adquirir
mayor número de mercancías. En otras palabras, el incremento
experimentado por la demanda civil proporcionará trabajo al nuevo
contingente laboral integrado por los soldados.
El caso es distinto si se hace frente al gasto militar con un
presupuesto desequilibrado, es decir, mediante emisiones de Deuda
Pública u otras formas de financiación deficitaria. Esto plantea una
cuestión diferente: ]a relativa a la financiación deficitaria, que
será examinada más adelante. De momento basta con aclarar que el
tema de la financiación deficitaria carece de relevancia en orden al
problema que ahora examinamos; si se juzga ventajoso un déficit
presupuestario, nada impide su continuación mediante la reducción de
los impuestos en las mismas sumas previamente destinadas al
sostenimiento de los ejércitos en acción.
La desmovilización, una vez iniciada, transforma la situación
económica anterior. Los soldados mantenidos previamente por la
población civil no se convertirán en ciudadanos dependientes del
socorro de sus conciudadanos. Por el contrario, pronto gozarán de
autonomía económica. Si damos por supuesto que las necesidades de la
defensa nacional no exigen la presencia de estos hombres por más
tiempo en las fuerzas armadas, su retención en ellas equivaldría a
dilapidar riqueza inútilmente. Constituirán un elemento
improductivo. Los contribuyentes no obtendrán nada a cambio de su
sostenimiento. Ahora, sin embargo, los contribuyentes transferirán
los fondos liberados de gravamen a este nuevo elemento civil por su
equivalente en bienes o servicios. La producción nacional total, la
riqueza de todos, se verá acrecentada.
2
E1 razonamiento es aplicable a los funcionarios públicos de la
Administración del Estado, siempre que sean tan numerosos que los
servicios que presten a la comunidad no guarden proporción razonable
con los sueldos que perciban. Sin embargo, cuando se intenta reducir
el número de funcionarios considerados superfluos es seguro que esta
acción ha de ser protestada por «deflacionaria». ¿Vamos a suprimir
la «capacidad de compra» de estos funcionarios? ¿Vamos a irrogar
perjuicios a los caseros y comerciantes que dependen de ese poder
adquisitivo? Con ello tan sólo se conseguirá disminuir la «renta
nacional» y provocar o acentuar la tendencia a la depresión.
Una vez más, el sofisma consiste en prestar atención tan sólo a los
efectos de esta acción sobre los funcionarios despedidos y los
comerciantes que dependen directamente de ellos. Una vez más se
olvida que si estos funcionarios pierden sus empleos, los
particulares podrán retener el dinero con que venían contribuyendo
para su sostenimiento. De nuevo se desatiende el aumento que se
produciría en la renta y en el poder adquisitivo de los
contribuyentes, equivalente cuando menos a la disminución de la
renta y la capacidad de compra de los funcionarios despedidos. Si
los comerciantes que abastecían a estos burócratas ven disminuidas
sus ventas, otros comerciantes experimentarán un aumento equivalente
en las suyas. La prosperidad de Washington decaerá; quizá no pueda
sostener tantos negocios; pero otras ciudades verán aumentar los
suyos.
Pero no es esto todo. La prosperidad del país no permanece
invariable en el caso en que se hallaba con anterioridad al despido
de los funcionarios considerados superfluos. Por el contrario, se
produce una notable mejoría. Los antiguos funcionarios comenzarán a
integrarse en la industria privada, como empleados o como
empresarios, y el proceso de adaptación -será facilitado por el
mayor volumen de dinero de que dispondrán los contribuyentes, tal
como ocurría en el caso del licenciamiento de soldados. Los antiguos
funcionarios deberán ofrecer a los empresarios privados —y en
definitiva, a sus clientes— servicios equivalentes a los ingresos
que sus nuevos empleos les proporcionan. Con ello dejarán de ser
miembros inútiles de la comunidad y comenzarán a producir para ella.
Debo insistir de nuevo en que lo expuesto anteriormente no va
dirigido contra los funcionarios públicos cuyos servicios son
realmente necesarios. Los servicios de policía, incendios, sanidad,
higiene municipal, los jueces, los legisladores, los ministros,
etcétera, realizan una labor productiva tan necesaria a la comunidad
como lo pueda ser la de aquellos miembros más destacados de la
industria privada. En realidad, hacen posible que dicha industria
pueda desenvolverse en un ambiente de legalidad, orden, libertad y
paz. Pero su existencia se halla justificada por la utilidad de los
servicios que prestan, no por el poder adquisitivo de que disponen
por hallarse incluidos en las nóminas del Estado.
Analizado seriamente, el argumento de la «capacidad de compra»
resulta ser una quimera. Podría igualmente aplicarse a los
malhechores que nos despojan de nuestros bienes, quienes al
apoderarse de nuestro dinero poseen mayor capacidad de compra. Con
ella sostienen bares, restaurantes, clubes nocturnos, sastres y
quizá incluso obreros de la industria automovilística. Pero por cada
empleo que sus gastos proporcionan, nuestro propio gasto
proporcionará un empleo menos, porque no dispondremos de la cantidad
que nos fue sustraída. De igual forma, por cada empleo creado merced
a los gastos de los funcionarios, los contribuyentes proporcionan un
empleo menos. Cuando un ladrón nos despoja de nuestro dinero no
adquirimos nada a cambio. Idéntica situación se da cuando somos
desposeídos de nuestro dinero mediante impuestos destinados al
sostenimiento de burócratas inútiles. Podremos considerarnos
afortunados si éstos se limitan a ser unos indolentes holgazanes. En
la actualidad es más probable que los veamos convertidos en activos
reformistas dedicados afanosamente a quebrantar y desalentar la
producción.
Cuando todo el argumento en favor de mantener en sus empleos un
grupo de funcionarios queda reducido al de conservar su capacidad de
compra, ha llegado, sin duda, el momento de prescindir de sus
servicios.
9. EL FETICHISMO DEL «EMPLEO TOTAL»
E1 objetivo económico de las naciones, como el de los individuos, es
lograr el máximo rendimiento con el mínimo esfuerzo. Todo el
progreso económico de la humanidad ha consistido en obtener mayor
producción con el mismo trabajo. Tal impulso indujo al hombre a
poner las cargas sobre el lomo de los mulos, en lugar de
transportarlas sobre sus propias espaldas; le hizo inventar la rueda
y el carro, el ferrocarril y el camión. Fue éste, en fin, el móvil
que le animó a emplear su ingenio en el perfeccionamiento de un
sinnúmero de mecanismos economizadores de trabajo.
Todo esto es tan elemental que resultaría ridículo exponerlo, a no
ser porque constantemente lo olvidan quienes acuñan y hacen circular
las nuevas consignas partidistas. Expresado en términos nacionales,
este principio básico del razonamiento económico significa que
nuestro objetivo primordial debe ser el elevar la producción al
máximo. El empleo total—es decir, la ausencia de ocio
involuntario—es una consecuencia necesaria de la realización de este
objetivo. Pero la producción es fin; el empleo, únicamente el medio
de conseguirla. No podemos prolongar indefinidamente un estado de
pleno rendimiento de nuestra economía sin engendrar al propio tiempo
empleo total. Por el contrario, podemos conseguir fácilmente «empleo
total» sin haber alcanzado una producción plena.
Las tribus primitivas están desnudas, su alimentación y alojamiento
son míseros, pero no padecen paro. China y la India son
incomparablemente más pobres que nosotros, pero su principal
dificultad económica nace de los primitivos métodos de producción
utilizados (causa y efecto, a un mismo tiempo, de la escasez de
capitales), no del paro. No hay nada más fácil de conseguir que el
empleo total cuando, considerado como un fin, queda desligado del
objetivo de la plena producción. Hitler proporcionó empleo total por
medio de un gigantesco programa de armamento. La guerra hizo posible
el empleo total en todos los países beligerantes. Los
trabajadores-esclavos en Alemania disfrutaron de empleo total. Los
presidiarios condenados a trabajos forzados disponen de empleo
total. La violencia permite siempre proporcionar empleo total.
Sin embargo, nuestros legisladores no presentan al Congreso
proyectos de ley sobre Producción Plena, sino sobre Empleo Total.
Comisiones de hombres de negocios incluso recomiendan la
constitución de una «Comisión Presidencial sobre el Empleo Total»,
nunca sobre Producción Plena, o, por lo menos, sobre Empleo Total y
Producción Plena. Por doquier, los medios se erigen en fines,
mientras los propios fines caen en el olvido.
Las cuestiones enlazadas con los problemas de los salarios y el paro
son debatidas como si no guardasen relación con la productividad y
el volumen total de bienes producidos. Partiendo del supuesto de que
existe solamente una cantidad determinada de trabajo a realizar,
llegan algunos a la conclusión de que la semana de treinta horas
proporcionaría mayor número de empleos y sería preferible, por
tanto, a la de cuarenta horas. Se toleran infinidad de prácticas
sindicales encaminadas a extender el empleo, porque las gentes
carecen de una visión clara de estos problemas. Si un Petrillo (1)
amenaza con arruinar a una emisora de radio por no avenirse a dar
empleo a doble número de músicos del que estime necesario, gozará
del apoyo de un amplio sector del público por suponer que, en
definitiva, sólo se trata de crear colocaciones. Durante la vigencia
de la WPA (2) se consideraba indicio de talento en nuestros
administradores el arbitrar proyectos que emplearan el mayor número
de hombres en relación con el valor del trabajo realizado.
Si fuese posible la elección—que no lo es—sería preferible la
producción máxima manteniendo parte de la población en involuntaria
ociosidad mediante una caridad sin disfraces a proporcionar «empleo
total», si para ello se precisa recurrir a tantos procedimientos
encubiertos de distribución del trabajo, que finalmente la
producción quede desorganizada.
El progreso de la civilización ha significado la reducción del
número de personas empleadas, no su aumento. El continuo crecimiento
de nuestra riqueza nacional nos ha permitido eliminar virtualmente
el trabajo de los niños, liberar de la apremiante necesidad de
trabajar a muchas personas de edad avanzada y hacer innecesario el
que millones de mueres tengan que buscar colocación la proporción de
la población norteamericana que precisa trabajar para subsistir es
mucho menor, pongamos por caso, que la de China o Rusia. El
verdadero problema no es si en el año X habrá tantos o cuantos
millones de personas empleadas en América, sino cuál será el volumen
total de nuestra producción en aquella época, y, en consecuencia,
nuestro nivel de vida. El problema de la distribución de la riqueza,
considerado como la cuestión del día, es más sencillo de resolver,
después de todo, cuanto mayor sea el caudal de bienes a distribuir.
Podemos hacer más claro nuestro razonamiento si colocamos nuestro
mayor énfasis en el lugar donde realmente corresponde: en una
política económica que permita elevar la producción al máximo.
(1) James C. Petrillo, antiguo presidente de la Federación Americana
de Músicos. (N. del T.)
(2) WPA: Works Progress Administration (Administración para el
progreso de las Obras Públicas).
10. ¿A QUIEN «PROTEGEN» LOS ARANCELES?
1
La mera enumeración de la política económica seguida por los
gobiernos de todo el mundo bastaría para sembrar la inquietud en
cualquier investigador serio de la ciencia económica. ¿Qué finalidad
puede tener —preguntaría probablemente— discutir los progresos y
perfeccionamientos realizados por la moderna investigación
económica, cuando ni la opinión pública ni la política practicada
por los gobiernos han alcanzado todavía, en lo que atañe a las
relaciones internacionales, las enseñanzas de Adam Smith? Porque la
actual política comercial y arancelaria no sólo es tan perniciosa
como las de los siglos XVII y XVIII, sino incomparablemente peor. Es
más, los razonamientos desarrollados en apoyo de los aranceles y
otras restricciones del tráfico mercantil internacional, reales o
ficticios, en nada difieren de los de entonces.
En los 175 años transcurridos desde la aparición de La riqueza de
las naciones, los argumentos aducidos en favor del libre cambio han
sido expuestos miles de veces, pero nunca quizá con más fuerza de
convicción ni mayor sencillez que en aquel libro. En general, Smith
fundaba su defensa del librecambio en este postulado básico: «En
todos los países, el interés de la inmensa mayoría de la población
es y debe ser siempre comprar lo que necesita a quien vende más
barato.» «E1 supuesto es tan evidente —continuaba Smith— que
esforzarnos en demostrarlo podría parecer ridículo; nunca habría
sido puesto en duda si las interesadas falacias de mercaderes y
fabricantes no hubieran perturbado el sentido común de la
humanidad.»
Desde otro ángulo, consideraba el liberalismo como un aspecto de la
especialización en el trabajo: «Constituye norma de conducta de todo
cabeza de familia prudente no intentar nunca hacer en casa lo que
comprado resultaría más económico. E1 sastre no pretende hacer sus
propios zapatos. E1 zapatero no trata de confeccionar sus propios
trajes, sino que los adquiere del sastre. E1 agricultor no intenta
hacer lo uno ni lo otro, sino que utiliza los servicios de ambos
artesanos. Todos estiman preferible dedicarse por completo a la
actividad en que poseen alguna ventaja sobre sus vecinos y con una
parte de su producto, o, lo que es igual, con el precio obtenido,
comprar cualquier cosa que necesiten. Lo que se considera norma
prudente de conducta en las familias, difícilmente puede ser
calificado de locura en el Gobierno de un gran reino.»
Pero, ¿qué indujo a las gentes a suponer que lo que constituye
prudencia en la conducta de las familias deja de serlo en el
Gobierno de un gran reino? Una tupida red de falacias, en cuyas
mallas se debate todavía impotente la humanidad. Y la más destacada
entre ellas ha sido siempre el sofisma central de que se ocupa este
libro: prestar atención únicamente a los efectos inmediatos del
arancel sobre determinados grupos, sin reparar en los efectos a
largo plazo sobre toda la colectividad.
Un fabricante americano de jerseys de lana se presenta en el
Congreso o en el Departamento de Estado e informa a la comisión o
jefe administrativo correspondiente que la supresión o reducción del
arancel que grava la importación de jerseys ingleses equivaldría a
una catástrofe económica nacional. En la actualidad se venden los
jerseys a 15 dólares, pero los fabricantes ingleses podrían
venderlos en América, de la misma calidad, por 10 dólares. Por lo
tanto, para poder continuar su negocio son indispensables unos
derechos arancelarios de cinco dólares que graven los jerseys
importados. Naturalmente, no piensa sólo en sí mismo, sino en los
miles de hombres y mujeres a quienes emplea y en las personas a las
que el poder de compra de sus empleados proporciona, a su vez,
trabajo. Expulsarles de su tarea originará paro y un descenso en el
poder adquisitivo que se irá extendiendo en círculos cada vez más
amplios. Y si puede demostrar que la supresión o reducción del
arancel le obligaría realmente a cesar en el negocio, el Congreso
considerará conveniente su argumentación para que tal medida no sea
adoptada.
Una vez más, el sofisma proviene de prestar atención únicamente a un
solo fabricante y sus empleados o a la industria americana de
jerseys; de tomar en consideración tan sólo las consecuencias que
inmediatamente saltan a la vista y pasar por alto las que no son
perceptibles precisamente porque se ha destruido la oportunidad de
que se produjeran.
Aquellos que de manera interesada presionan por obtener medidas
arancelarias protectoras aducen continuamente argumentos que no se
ajustan a la realidad. Pero supongamos que en este caso concreto los
hechos son tales como los expone el fabricante de jerseys.
Supongamos que es necesario mantener una tarifa protectora de cinco
dólares por pieza, para que su negocio siga próspero y continúe
proporcionando trabajo a sus obreros.
Hemos elegido deliberadamente el ejemplo más desfavorable para la
supresión de aranceles. Hemos dejado de lado, por el momento, los
razonamientos aducidos en favor de la imposición de nuevos derechos
que permitirán montar nuevas industrias y preferido comenzar
rechazando la argumentación que pretende el mantenimiento de las
tarifas que han creado ya una industria y que no pueden ser
suprimidas sin lesionar los intereses de alguien.
Desaparece el arancel; el fabricante cierra su negocio; un millar de
obreros son despedidos; resultan también perjudicados los
comerciantes de quienes se surten. Tales son las consecuencias
visibles inmediatamente. Pero se producen también otras que, aunque
bastante más difíciles de percibir, no por ello son menos inmediatas
y reales. Por el momento, los jerseys que antes costaban 15 dólares
se compran ahora por 10. Los consumidores pueden de esta suerte
adquirir jerseys de la misma calidad por menos dinero o de mejor
clase por el mismo. Si compran la misma calidad. no sólo dispondrán
del jersey, sino también de cinco dólares de que de otro modo
carecerían y no podrían destinar a la adquisición de otros bienes.
Mediante los 10 dólares que pagan por el jersey importado
contribuyen—como sin duda predijo el fabricante americano—a
proporcionar trabajo en la industria inglesa de géneros de punto.
Con los cinco dólares ahorrados facilitan empleo a cierto número de
otras industrias en los Estados Unidos.
Pero no es esto todo. Al comprar jerseys ingleses proveen a los
británicos de dólares para adquirir, a su vez, en los Estados
Unidos, productos norteamericanos. Este es, en realidad (si se me
permite dejar a un lado complicaciones tales como el cambio
multilateral, empréstitos, créditos, remesas de oro, etc., que no
alteran el resultado final), el único medio que permitirá a los
británicos emplear eventualmente aquellos dólares Porque les hemos
permitido vendernos más, pueden ahora comprarnos más. Pronto o tarde
se verán forzados a hacerlo, a menos que prefieran dejar
perpetuamente inactivos sus saldos en dólares. De esta forma, por
haber permitido la importación de un mayor volumen de mercancías,
exportaremos mayor cantidad de productos americanos. Será menor el
número de personas empleadas en la industria americana de jerseys,
pero habrá aumentado el número de personas ocupadas en la
fabricación de lavadoras o automóviles, por ejemplo, y éstas, sin
duda, rendirán más. El empleo en los Estados Unidos en su totalidad
no habrá experimentado descenso alguno, pero la producción
norteamericana y británica habrá aumentado. En ambos países los
obreros aplican ahora su actividad a aquellas producciones para las
que se hallan mejor dotados, en lugar de tener que realizar otras
labores en forma deficiente e ineficaz. Los consumidores de ambos
países quedan beneficiados, pues les es posible adquirir libremente
lo que necesiten donde más barato lo consiguen. Los consumidores
americanos están mejor abastecidos de jerseys, y los británicos, de
automóviles y lavadoras.
3
Examinemos ahora el caso inverso y consideremos el ejemplo de la
imposición de un arancel. Supongamos que nunca quedó gravada la
importación de géneros de punto; que los ciudadanos americanos
estaban habituados a comprar jerseys extranjeros sin derechos de
aduanas, y que en estas circunstancias sugiriera alguien que
mediante la imposición de una tarifa aduanera de cinco dólares sobre
los jerseys importados sería posible crear una industria del jersey
en América.
E1 argumento, desde el punto de vista lógico, es correcto. E1 costo
de los jerseys británicos para el consumidor norteamericano podría
ser elevado tanto que nuestros fabricantes estimarían provechoso
lanzarse a la producción de jerseys. Ahora bien, todo ello
equivaldría a subvencionar la industria del jersey, subvención que
forzosamente sería a cargo del consumidor norteamericano. Por cada
jersey de fabricación americana adquirido veríase obligado a pagar
un impuesto de cinco dólares en forma de sobreprecio, que sería
recaudado directamente por la recién creada industria americana del
jersey.
En la nueva industria hallarían empleo muchos ciudadanos americanos
que nunca habían trabajado en esa rama de la producción.
Absolutamente cierto. Pero no se conseguiría con ello incrementar el
poderío industrial del país ni el número total de empleos existentes
en el momento en que se adoptase aquella medida. E1 consumidor
americano, después de verse obligado a pagar cinco dólares de más
por un jersey de la misma calidad, dispondría de una cantidad menor
equivalente para invertir en otros bienes. Se vería constreñido a
reducir en cinco dólares sus adquisiciones en otros renglones. Para
que una industria pudiera nacer o ser ampliada, cientos de otras
habrían de decaer. Para que 20.000 personas pudiesen ser empleadas
en la industria del jersey habría 20.000 empleados menos en otras
ramas de la producción.
Ahora bien, la nueva industria sería visible. Resultaría fácil
contar el número de sus empleados, el capital invertido o el valor
comercial en dólares de sus productos. E1 vecindario contemplaría a
diario la entrada y salida del personal obrero en las nuevas
factorías. Los resultados serían patentes y directos. Incluso a la
persona más versada en estadísticas le sería imposible determinar de
modo preciso la extensión e intensidad con que el cese de aquellos
empleos había repercutido sobre la economía general del país;
conocer exactamente cuántos hombres y mujeres habían sido
despedidos; la cuantía del volumen de negocio afectado en cada
industria determinada, a causa de que los consumidores adquieren más
caros los jerseys. Nadie sería capaz de conocer con certeza la forma
en que cada consumidor habría invertido sus cinco dólares extra si
se le hubiera permitido retenerlos. En consecuencia, una inmensa
mayoría del público padecería la ilusión óptica de creer que el
nacimiento de la nueva industria no habría supuesto sacrificio
alguno a la colectividad.
4
Es importante hacer constar que el nuevo arancel no aumentaría los
salarios en los Estados Unidos. Sin duda, permitiría a los obreros
norteamericanos trabajar en la industria del jersey al nivel medio
aproximado de los salarios nacionales (para trabajadores de su
especialidad), en lugar de competir en esta industria con el nivel
de salarios británicos. Pero como consecuencia de los derechos
arancelarios no se registraría aumento de los salarios
norteamericanos en general, porque, como ya vimos, no aumentaría ni
el número de empleos, ni la demanda de mercancías, ni la
productividad. En realidad, esta última se vería disminuida como
consecuencia de las nuevas tarifas aduaneras.
Y esto muestra los verdaderos efectos de las barreras arancelarias;
No se trata sólo de que los beneficios que aparentemente provocan
quedan eliminados por pérdidas menos obvias, pero no menos reales.
En definitiva se causa un daño a la economía general del país. Al
contrario de lo que han sostenido siglos de interesada propaganda,
favorecida por una intencionada equivocación de las gentes, los
aranceles han reducido el nivel general de los salarios
norteamericanos.
Observemos más atentamente cómo ocurre esto. Hemos visto que el
sobreprecio que los consumidores pagan por un artículo protegido
reduce en una suma igual su capacidad adquisitiva para comprar otros
artículos. No se deriva de ello ganancia alguna para la industria
del país considerada en su conjunto. Pero como resultado de tal
barrera artificial levantada contra los productos extranjeros, el
trabajo, el capital y la tierra son desviados de las producciones
más rentables a otras que ofrecen menores perspectivas. Por lo
tanto, como consecuencia de los obstáculos arancelarios, la
productividad media del trabajo y del capital nacional queda
reducida.
Si consideramos ahora el problema desde el punto de vista del
consumidor, observaremos que puede adquirir tan sólo una menor
cantidad de bienes con su dinero. Porque tiene que pagar un precio
más elevado por los jerseys y otros artículos protegidos, habrá de
destinar cantidades menores a otros bienes. La capacidad adquisitiva
de los consumidores, en conjunto, quedará disminuida. El que en una
determinada coyuntura económica la repercusión final del arancel
provoque una baja de salarios o un alza de los precios dependerá de
la política monetaria seguida en aquel momento. Pero es evidente que
los aranceles —aunque pueden motivar el alza de los salarios en las
industrias protegidas en relación al nivel que hubieran libremente
alcanzado—reducen inexorablemente los salarios reales si
consideramos todas las ocupaciones del país.
Sólo las mentes deformadas por generaciones de extraviada propaganda
reputarán paradójica la conclusión ¿Qué otro resultado cabría
esperar de una política económica que deliberadamente aplica los
recursos de capital y mano de obra en inversiones de menor
rentabilidad? ¿Qué otro resultado cabe esperar de la deliberada
erección de obstáculos artificiales al libre tráfico mercantil?
No cabe negar que las barreras arancelarias producen idénticos
efectos que las murallas de piedra y argamasa. No en vano los
partidarios de la protección aduanera utilizan habitualmente un
léxico guerrero. Hablan frecuentemente de «rechazar una invasión» de
productos extranjeros. Y las medidas que sugieren en el orden
económico conservan reminiscencias de las tácticas empleadas en los
campos de batalla. Las barreras arancelarias levantadas para
«contener» la temida invasión son semejantes a las defensas
antitanques, atrincheramientos y alambradas construidos para detener
o frenar el intento de invasión iniciado por un ejército extranjero.
Y del mismo modo que los ejércitos extranjeros se ven obligados a
utilizar un equipo bélico más costoso para vencer aquellos
obstáculos —tanques más modernos, detectores de minas, cuerpos de
ingenieros zapadores para cortar alambradas, vadear ríos y construir
puentes—, es preciso idear medios de tráfico más costosos y eficaces
que permitan superar los obstáculos arancelarios. Por una parte,
tratamos de reducir el costo del transporte entre Inglaterra y los
Estados Unidos o entre éstos y el Canadá, construyendo barcos más
rápidos y adecuados y mejores carreteras y puentes, locomotoras y
camiones. Por otra, las ventajas conseguidas se desvanecen ante el
obstáculo de las tarifas arancelarias, que hacen comercialmente más
difícil que antes transportar las mercancías. Reducimos en un dólar
el transporte por mar de los jerseys y seguidamente aumentamos en
dos dólares el arancel para dificultar su desplazamiento. A1 limitar
el volumen de la carga que puede ser transportada con beneficio,
reducimos la rentabilidad de los capitales invertidos en medios de
transporte más eficaces.
5
El arancel ha sido definido como un medio de beneficiar al productor
a expensas del consumidor. Ello es correcto en un sentido. Los
partidarios del arancel piensan solamente en los intereses de los
fabricantes directamente beneficiados por los derechos de que se
trata. Olvidan, desde luego, el interés del consumidor, al que
directamente perjudica el pago de tales gravámenes. Pero es
equivocado examinar el problema arancelario como si se tratase de un
conflicto de intereses entre consumidores y fabricantes,
considerados en su conjunto. Es cierto que los aranceles perjudican
a todos los consumidores en cuanto tales. Pero es equivocado suponer
que benefician a todos los fabricantes en cuanto tales. Por el
contrario, como acabamos de ver, subvencionan a los fabricantes
protegidos a expensas de todos los demás fabricantes americanos y
particularmente de aquellos que poseen un mercado potencial de
exportación más amplio.
Tal vez podamos aclarar más este último punto mediante un ejemplo un
tanto exagerado. Supongamos que elevamos de tal modo nuestras
barreras arancelarias que, convertidas en prohibitivas, el tráfico
mercantil queda paralizado. Supongamos que, en su consecuencia, el
precio de los jerseys en Norteamérica aumenta solamente cinco
dólares. En tales circunstancias, los consumidores americanos, al
tener que pagar cinco dólares más por jersey, gastarán, por término
medio, cinco centavos menos en cien diferentes industrias
americanas. (A1 dar estas cifras tan sólo pretendemos ilustrar el
razonamiento. La distribución de las pérdidas no será, como es
natural, simétrica. Además, la propia industria del jersey resultará
perjudicada por la protección a otras industrias. Pero de tales
complicaciones podemos prescindir por el momento.)
A1 ver totalmente suprimido su mercado en Norteamérica, las
industrias extranjeras no dispondrán de dólares, y, por tanto, no
podrán adquirir ni un solo producto norteamericano. En su
consecuencia, las industrias americanas sufrirán unas pérdidas
correspondientes al porcentaje que en sus ventas anteriores
representaba la partida de bienes destinados a la exportación. Las
más perjudicadas serán aquellas que mantienen habitualmente un
comercio intenso con el exterior, tales como las del algodón, cobre,
maquinaria agrícola o las de máquinas de coser y escribir.
Una elevación en los aranceles que, sin embargo no llegue a ser
prohibitiva, provocará efectos análogos, pero en grado más atenuado.
Por tanto, los aranceles alteran fundamentalmente la estructura de
la producción. Modifican el número y clases de ocupaciones y la
importancia relativa de cada industria. Facilitan la expansión de
aquellas que ofrecen escasas perspectivas de rentabilidad y
restringen otras más eficientes. E1 resultado final, por
consiguiente, consiste en enervar la productividad de la industria
norteamericana y la de aquellos países con los que, en otro caso,
habríamos comerciado más intensamente.
A la larga, y no obstante el cúmulo de argumentos a favor y en
contra, los aranceles carecen de relevancia en orden al problema del
empleo. (Es cierto, sin embargo, que la súbita elevación o reducción
de tarifas, al introducir modificaciones en la estructura de la
producción, puede crear un paro temporal e incluso, en determinadas
circunstancias, una depresión.) Pero sí la tienen en orden al
problema de los salarios. A la larga reducen los salarios reales al
disminuir la eficiencia marginal del trabajo, la producción y la
riqueza.
De lo expuesto se desprende que todas las falacias tejidas en torno
al problema de los aranceles arrancan del sofisma central que
analiza este libro. Son el resultado de prestar solamente atención a
los efectos inmediatos de una tarifa particular sobre determinado
grupo de fabricantes, olvidando los efectos a largo plazo sobre la
totalidad de los consumidores y sobre todos los demás productores.
(Oigo a algún lector preguntar: «¿Por qué no se resuelve el problema
concediendo protección aduanera a todos los fabricantes?». La
falacia, en tal supuesto, consistiría en que la medida no puede
beneficiar de manera uniforme a todos los fabricantes y de ningún
modo a aquellos que en las actuales circunstancias compiten
ventajosamente en los mercados del exterior. La diversión provocada
en el poder adquisitivo perjudicaría necesariamente a estos
fabricantes más eficientes.)
6
En relación con el problema de los aranceles, debemos tener muy
presente la siguiente advertencia final. Análoga, por cierto, a la
que expusimos al tratar de la posible aparición de desempleo por la
introducción de nueva maquinaria. Es inútil pretender negar que el
arancel beneficia 3 puede beneficiar—a determinados grupos de
intereses económicos. Desde luego, los beneficia; pero lo hace a
expensas de todos los demás. Si una determinada industria pudiese
disfrutar de protección arancelaria, mientras sus obreros gozan de
las ventajas del libre cambio en la adquisición de productos,
indudablemente saldría beneficiada la industria en cuestión incluso
a la larga. Ahora bien, cuando se intenta extender tal situación
privilegiada a otras industrias, los protegidos en primer lugar,
empresarios o empleados, empiezan a sufrir en razón a la protección
dispensada a los demás, pudiendo incluso hallarse peor que si nadie
hubiera sido protegido.
No existe razón para negar, como con tanta frecuencia han hecho los
entusiastas del librecambio, que los aranceles puedan beneficiar a
determinados grupos económicos. Tampoco cabe pretender, por ejemplo,
que una reducción de las tarifas beneficiaría a todos, sin
perjudicar a nadie. A1 practicar balance de los efectos producidos
por una minoración del arancel comprobaríamos, sin duda, que el
país, en conjunto, saldría beneficiado Pero alguien quedaría
perjudicado; sin duda, aquellos grupos que habían gozado de una
situación privilegiada. Esta es una de las razones por las que debe
empezarse por no crear tales intereses protegidos. Pero la claridad
y sinceridad de la argumentación obligan a reconocer que algunas
industrias tienen razón cuando aseguran que una modificación del
aranceles de sus productos les obligaría a cesar en el negocios y a
despedir a sus obreros (al menos, temporalmente). Y si se trata de
obreros especializados pueden incluso ser perjudicados de un modo
permanente, o al menos en tanto no adquieran otra especialidad
técnica igualmente valorada por el mercado. A1 investigar los
efectos del mecanismo arancelario, como al analizar las
consecuencias de la introducción de nueva maquinaria, hemos de
esforzarnos en prever todos los efectos importantes, tanto
inmediatos como a largo plazo, sobre todos los sectores de la
economía nacional.
Como colofón a este capítulo, debo añadir que la argumentación en él
contenida no va dirigida contra todos los aranceles de forma que
parezcan incluidos los derechos recaudados principalmente con
carácter de impuestos o para mantener activas industrias vitales
para la defensa nacional; ni se dirige contra todos los
razonamientos aducidos en favor de los aranceles. La dialéctica
empleada ataca directamente al sofisma según el cual las tarifas
arancelarias, en definitiva, «proporcionan empleo», «aumentan los
salarios» o «protegen el nivel de vida norteamericano». Para nada de
esto sirven, y en lo que se refiere a salarios y nivel de vida sus
efectos son, sencillamente, contraproducentes. Pero el estudio de
las tarifas arancelarias como mecanismo establecido para recaudar
ingresos, traspasaría los límites señalados a esta obra.
Tampoco necesitamos analizar aquí las consecuencias que se derivan
de los cupos de importación, control de divisas, cambios bilaterales
y otros procedimientos ideados con miras a restringir, desviar o
impedir el comercio internacional. Tales medidas equivalen, en
general, a aranceles elevados o prohibitivos y producen los mismos e
incluso, en ocasiones, peores efectos. Presentan múltiples facetas
que suscitan problemas complejos, pero, en definitiva, puede
aplicárseles el mismo razonamiento empleado al tratar de las
barreras arancelarias.
11. EL AFÁN DE EXPORTAR
E1 ansia enfermiza de exportar que experimentan todas las naciones
se halla superada tan sólo por el temor, no menos morboso, a las
importaciones. Lógicamente, sin embargo, no puede darse nada más
incoherente. Las importaciones y las exportaciones han de igualarse,
necesariamente, a la larga (consideradas ambas en el sentido más
amplio, que incluye partidas «invisibles», tales como. los ingresos
derivados del turismo y fletes marítimos). Las exportaciones pagan
las importaciones y viceversa. Cuanto mayores sean nuestras
exportaciones, tanto mayores deberán ser también nuestras
importaciones, si es que aspiramos a percibir el precio de las
primeras. Cuanto más reducidas sean nuestras importaciones, menos
conseguiremos exportar. Sin importaciones no podemos exportar, pues
los países extranjeros carecerán de los fondos necesarios para hacer
pagar nuestras mercancías. Cuando decidimos disminuir nuestras
importaciones estamos de hecho decidiendo también la reducción de
nuestras exportaciones. Cuando decidimos aumentar éstas, decidimos
también incrementar aquéllas.
Las razones que lo explican son elementales. El exportador
norteamericano vende sus mercancías al importador británico y recibe
libras esterlinas en pago. No puede, sin embargo, utilizar las
libras para pagar los salarios de sus empleados, o para comprar los
vestidos de su mujer, o las localidades de un espectáculo. Para todo
ello precisa dólares. Por tanto, sus libras no le ofrecen utilidad,
a menos que directamente las aplique a la adquisición de mercancías
británicas o las ceda a algún importador que desee hacerlo. En
cualquier caso, la transacción no quedará completada hasta que las
exportaciones norteamericanas hayan sido compensadas por unas
importaciones equivalentes.
Si la transacción se hubiera llevado a cabo en dólares en vez de
libras, la situación sería la misma. E1 importador británico no
puede pagar en dólares al exportador americano, a menos que algún
exportador británico hubiera acumulado previamente en Estados Unidos
un crédito en dólares, producto de una venta anterior. E1 cambio
extranjero, en resumen, es una operación de clearing que permite
liquidar las deudas en dólares contraídas por los extranjeros contra
sus créditos en dólares, y en Inglaterra las deudas contraídas por
los extranjeros en libras son canceladas contra sus créditos en
esterlinas.
No existe razón para entrar en los detalles técnicos, que pueden
encontrarse en cualquier buen texto sobre cambio internacional.
Debemos destacar, no obstante, que la materia no encierra ningún
secreto ( pese a] misterio en que con tanta frecuencia aparece
envuelta), y que no difiere esencialmente de lo que ocurre en el
comercio interior. Todos hemos de vender algo, la mayoría nuestros
propios servicios en lugar de mercancías, para alcanzar la
posibilidad de comprar. E1 comercio interior se desarrolla también,
en su mayor parte, mediante el cruce de cheques y otros instrumentos
de crédito a través de las cámaras de compensación bancaria.
Es cierto que bajo la vigencia internacional del patrón oro, las
diferencias en la balanza de importaciones son a veces saldadas
mediante remesas de oro. Pero del mismo modo podrían saldarse
mediante envíos de algodón, acero, whisky, perfumes o cualquier otra
mercancía. La principal diferencia estriba en que la demanda de oro
es prácticamente ilimitada (en parte, porque se considera y acepta
más bien como una «moneda» internacional de carácter residual que
como una especie de mercancía), y en que las naciones no oponen
obstáculos artificiales a la entrada de oro, contrariamente a lo que
sucede respecto a todos los demás bienes. (Por otra parte, en los
últimos años han comenzado a restringir la «exportación» de oro en
mayor grado que cualquier otro producto, pero trátase de una
cuestión que no guarda relación con el problema que nos ocupa.)
Las mismas personas capaces de razonar con claridad y sensatez
cuando el tema se refiere al comercio interior se muestran
increíblemente apasionadas y torpes cuando se trata del comercio
exterior. En este último campo, propugnan y aceptan con toda
seriedad principios que considerarían absurdo aplicar al comercio
interior del país. Un ejemplo típico es la creencia de que el
Gobierno, para incrementar las exportaciones, debe conceder
empréstitos gigantescos a otros países, sin preocuparse demasiado si
tales créditos serán o no reembolsados.
Los ciudadanos norteamericanos deben, sin duda, ser autorizados para
prestar sus fondos en el exterior a su propio riesgo. E1 Gobierno no
debe obstaculizar arbitrariamente la concesión de préstamos privados
a aquellos países con los que mantenemos relaciones pacíficas.
Debemos otorgar generosamente nuestro apoyo, por simples impulsos
humanitarios, a los países que se debaten ante grandes dificultades
o están en peligro de morir de hambre. Pero debemos conocer siempre
claramente el alcance y significado de nuestro actuar. No es sensato
practicar la cantidad con otros pueblos bajo el supuesto de que se
está llevando a cabo una hábil transacción comercial, con fines
puramente egoístas. Esto tan sólo conduce, a la larga, a suscitar
mutuas incomprensiones y a empeorar nuestras relaciones con aquellos
países.
Ahora bien, entre los argumentos esgrimidos en orden a facilitar
grandes empréstitos exteriores, se tropieza con una falacia que
ocupa siempre lugar destacado. Suele ser planteada como sigue:
Incluso suponiendo que la mitad (o la totalidad) de los créditos
concedidos a otros países resultaran impagados, el nuestro quedaría
beneficiado en razón del enorme impulso que recibirían nuestras
exportaciones.
Deberían comprender inmediatamente quienes así razonan que si los
créditos concedidos a otros países para que puedan comprar nuestros
productos no son reintegrados, lo que en realidad estamos haciendo
es regalarlos. Y ninguna nación puede enriquecerse donando
graciosamente sus productos. Por tal camino sólo conseguiría
empobrecerse.
Nadie pone en duda la evidencia de cuanto antecede, tratándose de
empresas privadas. Si una industria automovilística concede un
préstamo de 1 000 dólares a un particular para que compre un
automóvil valorado en esa cantidad y el préstamo no es devuelto, la
empresa en nada se habrá beneficiado por haber «vendido» el coche.
Habrá perdido, sencillamente, el importe de lo que costó fabricarlo.
Si tal costo se cifró en 900 dólares y sólo es devuelta la mitad del
préstamo, la empresa ha perdido 900 dólares menos 500, o sea un
total neto de 400 dólares. No ha ganado en la operación lo que
perdió como consecuencia del crédito malogrado.
Si la proposición es tan sencilla cuando se aplica a una empresa
privada, ¿por qué razón personas aparentemente sensatas se muestran
confusas cuando es aplicada a una nación? El motivo se halla en el
mayor esfuerzo mental requerido para seguir el curso de la operación
a través de todas sus fases. Un sector determinado puede, acaso,
obtener beneficios a lo largo del proceso; pero el resto de nosotros
habríamos finalmente de soportar las pérdidas.
Es cierto, por ejemplo, que las personas dedicadas exclusiva o
principalmente a negocios de exportación pueden obtener ganancias
como resultado de empréstitos frustrados otorgados al extranjero. La
pérdida experimentada por la nación, aunque cierta, queda de tal
forma distribuida, que resulta difícil de apreciar. E1 prestamista
privado soporta directamente las pérdidas en tanto que las derivadas
de los empréstitos gubernamentales son, en definitiva, pagadas
mediante aumentos en la imposición fiscal, soportados por toda la
población. Es más, como consecuencia de estas pérdidas directas, se
originan otras muchas indirectas consecuencia del impacto de las
primeras sobre la economía nacional.
A la larga, aquellos empréstitos estatales no reembolsados, en lugar
de producir beneficios, provocarían efectos dañosos para el comercio
y el número total de empleos en Norteamérica. Por cada dólar de más
que los compradores extranjeros tienen para adquirir mercancías
norteamericanas, los compradores nacionales disponen, en última
instancia, de un dólar menos para sus inversiones en el mercado
interior. Los negociantes dedicados al comercio interior saldrían
perjudicados a la larga, en la misma proporción en que resultarían
beneficiados los exportadores. Incluso muchas empresas dedicadas a
negocios de exportación saldrían perjudicadas en definitiva. Las
industrias del automóvil norteamericanas, por ejemplo, vendían antes
de la guerra, aproximadamente, un 10 por 100 de su producción en el
mercado exterior. De nada les valdría duplicar sus ventas en el
extranjero como resultado de empréstitos estatales fallidos si con
ello perdían, pongamos por caso, un 20 por 100 de sus ventas en el
mercado interior, a consecuencia del aumento de los impuestos
ocasionados por los créditos extranjeros.
Esto no significa, repito, que deba descartarse conceder créditos al
exterior, sino simplemente que no podemos enriquecernos si tales
empréstitos no se hallan garantizados.
Por la misma razón que es estúpido facilitar un falso estímulo al
comercio de exportación mediante dádivas o créditos sin retorno a
otros países" es también absurdo crear un falso estímulo al comercio
exterior por medio de subsidios a las exportaciones. Mejor que
repetir la mayor parte de los anteriores argumentos estimo
preferible dejar que el lector deduzca por si mismo las
consecuencias que se producen de la subvención a las exportaciones,
ateniéndose a la pauta marcada al examinar los resultados de los
empréstitos antieconómicos Los subsidios a las exportaciones
constituyen un caso claro de dar algo a un extranjero a cambio de
nada, al venderle mercancías por un precio inferior a su costo. Es
otro ejemplo de tratar de enriquecerse regalando las cosas.
Empréstitos antieconómicos y subsidios a la exportación son ejemplos
adicionales del error de tomar en consideración tan sólo las
consecuencias inmediatas de una política sobre determinados
sectores, sin tener en cuenta, por falta de paciencia o
inteligencia, los efectos a largo plazo de tal política sobre toda
la colectividad.
12. EL ARGUMENTO DE LA «PARIDAD» DE PRECIOS
1
Cada sector de intereses especiales puede, como nos recuerda la
historia de los aranceles, discurrir la argumentación más ingeniosa
para obtener singulares ventajas. Sus portavoces articulan planes
que les favorecen, y al principio parecen tan absurdos que los
escritores independientes no se molestan en rebatirlos. Pero los
interesados tenazmente insisten en sus proyectos. Su aprobación les
ocasionaría un beneficio inmediato tan grande que pueden permitirse
el contratar los servicios de hábiles economistas y «expertos en
relaciones públicas» para que los perfilen y propaguen. El público
escucha los argumentos reiterados una y otra vez, y acompañados por
tal profusión de elocuentes estadísticas, diagramas, curvas gráficas
y falsas promesas, que acaba por quedar convencido. Cuando,
finalmente, los escritores independientes advierten que existe un
peligro real de que los planes se lleven a efecto, suele ser
demasiado tarde. No pueden, en unas pocas semanas, conocer el tema
tan profundamente como los cerebros sobornados que vinieron
dedicándole todo su tiempo durante años; se les acusa de carecer de
suficiente información y en realidad presentan el aspecto de hombres
que pretenden discutir axiomas.
Lo expuesto anteriormente es aplicable, en general, a la idea de los
precios de «partida» para los productos agrícolas. No recuerdo el
día en que por vez primera apareció esta cuestión en un proyecto de
ley; pero con el advenimiento del NW Dela, en 1933, se convirtió en
un principio definitivamente aceptado y consagrado por el derecho, y
año tras año, tal como fueron manifestándose, los absurdos
corolarios de este principio pasaron también a convertirse en leyes.
El argumento en favor de los precios de paridad se formula
generalmente como sigue: la agricultura es la más importante y
básica de todas las industrias. Debe ser mantenida floreciente a
toda costa. Además, la prosperidad en general depende de la
prosperidad del agricultor. Si carece del suficiente poder
adquisitivo para comprar los productos fabricados por la industria,
la industria languidece. Esta fue la causa de la depresión económica
del año 1929, o al menos de nuestra impotencia para remontarla. Los
precios de los productos agrícolas cayeron bruscamente, mientras que
los de los productos industriales disminuyeron en muy escasa medida.
El resultado fue que el campesino no pudo comprar los productos
industriales; los trabajadores urbanos fueron despedidos y no
pudieron ya adquirir productos agrícolas, extendiéndose la depresión
en círculos viciosos cada vez más amplios. Sólo había un remedio y
bien sencillo: devolver a los precios de los productos agrícolas su
antigua «paridad» con los precios de los bienes manufacturados que
el agricultor compra. Esta paridad existió en el período de tiempo
comprendido entre los años 1909 y 1914, cuando los agricultores
conocieron la prosperidad. La relación de precios debería ser
establecida y preservada perpetuamente.
Sería demasiado extenso y nos llevaría más allá de nuestro objetivo
primordial examinar todos los absurdos que se encierran en este
razonamiento aparentemente convincente. No existe ningún motivo
racional que nos obligue a adoptar determinado nivel general de
precios que prevaleció en un año o período determinado y reputarlo
como algo sagrado o necesariamente más «normal» que cualquier otro.
Aun cuando aquel nivel hubiera sido «normal» en su época, ¿qué razón
habría de incitarnos a conservarlo una generación más tarde, pese a
los enormes cambios registrados en las condiciones de producción y
demanda? El período de tiempo comprendido entre los años 1909 y 1914
como base de la deseada «paridad», no fue elegido al azar. En
relación con los precios de todas las demás producciones, constituyó
una de las épocas de nuestra historia más favorables para los
precios agrícolas.
Si hubiera habido algo de sinceridad o de lógica en esta idea, no
hay duda de que se habría extendido universalmente. Si las
relaciones de precios entre los productos agrícolas e industriales
que prevalecieron desde agosto de 1909 hasta junio de 1914 debían
ser mantenidas a perpetuidad, ¿por qué no mantener también
perpetuamente la relación de precios existente entre todas las
mercancías de aquella época? Un turismo «Chevrolet» de seis
cilindros costaba 2 150 dólares en 1912; un «Chevrolet» sedan de
seis cilindros, incomparablemente mejorado, costaba 907 dólares en
1942. Ahora bien, ajustado a la «paridad» del precio de los
productos agrícolas, debiera haber costado 3.270 dólares en 1942. El
precio medio de una libra de aluminio, entre 1909 y 1913, fue de
22.5 centavos; a comienzos del año 1946 era de 14 centavos; pero de
haber querido mantener el precio del aluminio en «paridad» con el
nivel general de precios de 1946, su precio hubiera debido ser de 41
centavos.
Se me replicará que tales comparaciones son absurdas, porque todos
sabemos que los automóviles de hoy no sólo son incomparablemente
superiores, en todos los aspectos, a los de 1912, sino que su costo
es muy inferior, y que lo mismo ocurre con el aluminio. Es cierto.
Pero, ¿por qué no se menciona también el asombroso incremento de la
productividad por acre en la agricultura? En el lustro de 1939 a
1943, la producción algodonera en los Estados Unidos fue de 260
libras por acre, contra un promedio de 188 en el quinquenio
1909-1913. Los costos de producción han descendido considerablemente
en los productos agrícolas debido a una aplicación más racional de
los fertilizantes químicos, a la mejor selección de semillas y al
incremento en la mecanización logrado por el tractor de gasolina,
las máquinas limpiadoras de grano, las desmotadoras de algodón, etc.
«En algunas grandes explotaciones que han sido completamente
mecanizadas y se ajustan al sistema de producción en masa se
requiere en la actualidad una tercera parte o una quinta parte de la
mano de obra empleada pocos años atrás para producir iguales
cosechas» (1). Sin embargo, todo esto es ignorado por los paladines
de la «paridad» en los precios.
(1) New York Times, 2 de enero de 1946.
La negativa a universalizar el principio no es la única evidencia de
que no se trata de un plan económico tendente al bien público, sino
de un mero expediente para subvencionar un interés especial. La
misma evidencia se desprende del hecho de que cuando los precios
agrícolas superan el nivel de la «paridad» o son forzados a ello por
la política gubernamental, no se formula ninguna petición al
Congreso por parte del bloque agrario para que tales precios sean
reducidos a la «paridad» o para que las subvenciones se disminuyan
congruentemente. Trátase de una regla que opera sólo en un sentido.
2
Prescindiendo de todas estas consideraciones, volvamos a ocuparnos
de la falacia central que especialmente interesa a nuestro estudio.
Es decir, del argumento que aboga por una elevación de los precios
de los productos agrícolas para que de tal manera el agricultor
pueda comprar mayor cantidad de bienes manufacturados, con lo que la
industria florecería y a la vez se provocaría el empleo total
Naturalmente, no afecta a tal tipo de argumentación el hecho de que
el agricultor logre o no la así específicamente denominada «paridad»
en los precios.
Todo depende, sin embargo, de cómo se implante la elevación de
precios. Si es la consecuencia de una mejora general de la economía,
si deriva de una mayor prosperidad mercantil, del incremento de la
producción industrial y del poder adquisitivo de los trabajadores de
la ciudad—y no de motivaciones de tipo inflacionario—, en tal
supuesto significará, sin duda, mayor prosperidad y abundancia, no
sólo para los agricultores, sino para todos los estamentos de la
población. Ahora bien, lo que ahora se contempla es la elevación de
los precios agrícolas provocada por una intervención estatal. Tal
finalidad puede alcanzarse de varias maneras. Cabe que los precios
se aumenten por simple decreto, procedimiento el menos recomendable.
Cabe también que el Gobierno se decida a comprar todos los
excedentes agrícolas que le sean ofrecidos al precio de «paridad».
Puede que el Estado conceda anticipos reintegrables a los
agricultores al objeto de que mantengan sus cosechas fuera del
mercado, hasta lograr la deseada «paridad» o incluso un precio más
alto. O a través de medidas acordadas por el poder público tendentes
a que se restrinja el volumen de las cosechas. Lo corriente es que
se obtenga la finalidad perseguida combinando los procedimientos
aludidos. Por el momento nos limitaremos a suponer que, sea por un
método u otro, el objetivo se alcanza.
Qué resultados habremos obtenido? Los agricultores han conseguido
precios altos para sus cosechas. Resulta aumentado su «poder
adquisitivo». Por el momento gozan de mayor prosperidad y pueden
comprar mayor cantidad de productos industriales. Esto es todo lo
que ven quienes prestan atención tan sólo a las consecuencias
inmediatas de una política destinada a favorecer directamente a un
sector determinado de intereses.
Pero se produce también otra consecuencia no menos notable.
Supongamos que el bushel de trigo, que en circunstancias normales
hubiera sido vendido a un dólar, se eleva por esta política a 1,50
dólares. E1 agricultor obtiene 50 centavos más por bushel de trigo
vendido. Pero el obrero de la ciudad, precisamente a causa de ello,
paga 50 centavos más por bushel de trigo, a través de un aumento en
el precio del pan. Lo mismo sucede con cualquier otro producto
agrícola. Si el agricultor dispone entonces de 50 centavos más para
comprar productos industriales, el trabajador urbano dispone
precisamente de 50 centavos menos para adquirir los mismos
productos. A1 hacer balance se comprueba que la industria en general
no ha ganado nada. Pierde en las ventas urbanas exactamente lo que
gana en las rurales.
Ahora bien, como es natural, se ha producido un cambio en la
distribución de tales ventas. No cabe duda que los fabricantes de
aperos agrícolas y los comerciantes que sirven pedidos por correo
aumentan sus negocios. Pero los almacenes que viven de una clientela
urbana ven mermados los suyos.
La cuestión, sin embargo, no termina aquí. Tal política conduce no
ya a la falta de una ganancia neta, sino a una pérdida neta. Porque
no significa tan sólo la mera transferencia del poder adquisitivo de
los consumidores urbanos, o del contribuyente en general, o de
ambos, al agricultor. En realidad, implica una restricción forzada
de la producción agrícola, al objeto de provocar una elevación en el
precio de sus productos. Esto supone una destrucción de riqueza.
Significa una merma de alimentos para el consumo. La forma como la
destrucción se lleve a cabo dependerá del procedimiento que se
adopte para elevar los precios. Puede suponer la destrucción física
de lo ya producido como cuando se quemaba café en Brasil. Puede
implicar una restricción forzosa de la superficie cultivada como
ocurrió en el plan que impuso la ley norteamericana de Ordenación
Agraria (AAA.) (1). Cuando abordemos en toda su amplitud el tema de
los controles estatales sobre mercancías, examinaremos los efectos
de algunos de estos métodos.
( 1 ) Agricultural Adjustment Act.
Podemos, sin embargo, dejar bien sentado, de momento, que cuando el
agricultor reduce la producción de trigo para obtener la deseada
«paridad», posiblemente conseguirá un precio más alto por bushel,
pero produce y vende menos bushels. En consecuencia, sus ingresos no
se incrementan en proporción al alza de los precios. Incluso algunos
de los defensores de los precios de «paridad» lo reconocen, pero
utilizan el argumento para continuar insistiendo en la «renta de
paridad» para los agricultores. Ahora bien, esto sólo puede lograrse
mediante un subsidio a cargo directamente del contribuyente. En
otras palabras, para ayudar al agricultor se reduce todavía más el
poder adquisitivo de los trabajadores urbanos y de otros sectores de
la producción.
Antes de poner punto final a este tema conviene analizar otro de los
argumentos aducidos en favor de los precios de «paridad». Lo
esgrimen los más sutiles defensores del principio. «Efectivamente
—admiten sin rodeos—, los razonamientos a favor de los precios de
paridad carecen de fundamento económico. Tales precios equivalen a
la concesión de un privilegio especial. Implican gravamen para el
consumidor. Pero, ¿no constituyen también los aranceles un gravamen
para el agricultor? ¿No le obligan a pagar un precio más elevado por
los productos industriales? Es obvio que no cabe aplicar un arancel
compensador sobre los productos agrícolas, por cuanto Norteamérica
es un destacado país exportador de excedentes agrícolas. Es, pues,
inconcuso que el sistema de paridad de precios representa para el
agricultor el equivalente de un arancel protector. Es la única
manera justa de nivelar las cosas.»
Los agricultores que solicitaban la paridad de precios tenían
indudablemente un motivo legítimo de queja. Los aranceles les
causaban un gran perjuicio, mayor aún del que ellos suponían. Al
reducirse las importaciones industriales por causa de los aranceles,
quedaban reducidas también automáticamente las exportaciones
agrícolas americanas, ya que se impedía a las naciones extranjeras
obtener los dólares necesarios para adquirir nuestros productos
agrícolas. Es más, se provocaba la adopción de medidas arancelarias
semejantes en otros países, a manera de represalia No obstante, la
argumentación aludida anteriormente no resiste el examen. Incide en
error incluso en la manera como se exponen los hechos. No existe un
arancel general sobre todos los productos «industriales» o sobre
todos los productos no agrícolas. Existen muchas industrias
dedicadas al consumo interior o a la exportación que carecen de
protección arancelaria. Si el trabajador urbano se ve compelido a
pagar un precio más elevada por las mantas o abrigos de lana, a
causa del arancel ¿se le «compensa» haciéndole pagar más también por
sus ropas de algodón y sus alimentos? ¿O simplemente se le roba dos
veces?
Nivelémoslo todo, dicen algunos, dando igual «protección» a todos.
Pero ello es imposible e impracticable. Incluso suponiendo que el
problema tenga solución técnica —un arancel para A, industrial
sujeto a la competencia extranjera; una subvención para B,
industrial que exporta su producción— sería imposible proteger o
subvencionar a todo el mundo igual o «equitativamente». Tendríamos
que conceder a todos el mismo porcentaje (¿no sería preferible igual
cantidad de dólares?) de subvención o protección arancelaria y nunca
podríamos saber con seguridad cuándo estábamos dando doble
«protección» a unos grupos o dejando a otros sin su parte.
Pero supongamos que pudiera resolverse este fantástico problema.
¿Qué . sentido tendría esa mutua protección? ¿Quién gana, cuando se
subvenciona a todos por igual? ¿Dónde está el beneficio, cuando
todos estamos perdiendo en forma de impuestos más elevados aquello
mismo que ganamos gracias a la protección o al subsidio? Habríamos
creado tan sólo un ejército de inútiles burócratas para llevar a
cabo el programa, perdiendo la producción el concurso de todos
ellos.
Por el contrario, el problema se resolvería sencillamente poniendo
fin tanto al sistema de paridad de precios como al arancel
protector. Porque su aplicación combinada no nivela nada. Tan sólo
significa que A, agricultor, y B, industrial, se benefician a
expensas de C, el hombre olvidado.
Una vez más se desvanecen los pretendidos beneficios de un nuevo
plan, en cuanto examinamos no sólo sus efectos inmediatos sobre un
sector determinado de intereses, sino también sus consecuencias a
largo plazo sobre toda la colectividad.
13. LA SALVACIÓN DE LA INDUSTRIA X
1
Los pasillos del Congreso hállanse atestados de representantes de la
industria X. La industria atraviesa una grave situación. Está al
borde de la ruina económica. Hay que salvarla y sólo cabe hacerlo
mediante un arancel protector, precios más elevados o concediéndole
una subvención estatal. Si se la deja morir, pronto veremos los
obreros en la calle. Sus caseros, tenderos, carniceros, comerciantes
de tejidos y empresas de espectáculos públicos experimentarán una
contracción en sus negocios y la depresión se extenderá en círculos
cada vez más amplios. Pero si gracias a la pronta intervención del
Congreso, la industria X se salva, entonces, ¡oh milagro!, adquirirá
equipo de otras industrias, aumentará el número de personas
empleadas, quienes proporcionarán mayores ingresos a los carniceros,
panaderos, fabricantes, etc., y ahora una ola de prosperidad se
extenderá en círculos crecientes.
Es notorio que lo expuesto constituye únicamente una forma
generalizada del caso que acabamos de examinar en el capítulo
anterior. Allí, la industria X era la agricultura. Ahora bien, el
número de industrias X es infinito. Dos de los ejemplos más
notables, en los últimos años, los ofrecen las industrias del carbón
y de la plata. Por «salvar la plata» el Congreso provocó un daño
inmenso. Uno de los argumentos aducidos en favor del plan de rescate
de esta industria fue que constituiría una forma de ayuda económica
«al extremo Oriente». Uno de sus resultados reales consistió en
provocar la deflación en China, que había mantenido el patrón plata
y que se vio forzada a abandonarlo. La Tesorería de los Estados
Unidos hubo de adquirir, a precios ridículos, muy por encima del
nivel del mercado, montones innecesarios de plata y almacenarla en
sus sótanos. Los objetivos políticos esenciales perseguidos por los
«senadores de la plata» podrían haberse alcanzado igualmente, con un
mínimo de gastos y daño, mediante el pago de un franco subsidio a
los propietarios de minas o a sus obreros ahora bien, ni el Congreso
ni el país hubieran aprobado nunca un abierto latrocinio de esta
especie, de no haber ido acompañado de la superchería ideológica
implicada en «la función esencial que la plata desempeña en el
sistema monetario nacional».
A fin de salvar la industria del carbón el Congreso aprobó la ley
Guffey, que no sólo permitía, sino que obligaba a los propietarios
de minas a concertarse para no vender por debajo de ciertos precios
mínimos fijados por el Gobierno. Aunque el Congreso había comenzado
por fijar «el» precio del carbón, pronto el Gobierno se vio en el
caso de establecer ¡350.000 precios diferentes! para el mismo (1), a
causa de los distintos tamaños del mineral, los miles de minas
existentes, los envíos a miles de puntos de destino distintos, por
ferrocarril, camión, barco, gabarras, etcétera. Uno de los efectos
de esta tentativa para mantener los precios del carbón por encima
del nivel competitivo del mercado fue acelerar la tendencia de los
consumidores a sustituir el carbón por otras fuentes de energía o
calor, tales como el petróleo, gas natural y fuerza hidroeléctrica.
(1) Testimonio de Dan H. Wheeler, director de la División de Carbón
Bituminoso. Sesiones para la ampliación de la ley del Carbón
Bituminoso en 1937.
2
Ahora bien, no es nuestro deseo examinar ahora todas las
consecuencias que históricamente siguieron a los esfuerzos
realizados para salvar determinadas industrias, sino analizar
algunas de las principales que necesariamente han de acompañar a los
esfuerzos por salvar una industria cualquiera.
Puede argumentarse que ciertas industrias deben ser creadas o
protegidas por razones militares. O también que determinada
industria hállase al borde de la ruina por tener que soportar unos
impuestos o salarios que no guardan proporción con los de otras
industrias. O que, tratándose de una empresa concesionaria de
servicios públicos, se le obliga a operar con unas tarifas que no le
permiten obtener un margen adecuado de beneficios. Tales argumentos
pueden o no estar justificados en un caso concreto y su examen no
interesa por el momento. Ahora sólo se trata de analizar uno de los
argumentos alegados en favor de la salvación de la industria X: el
de que si se permite la reducción de su volumen o su final
desaparición a causa de las; fuerzas de la libre competencia (que
invariablemente los portavoces de turno califican de anárquica, de
laissez faire, de lucha a muerte, contienda entre lobos ley del más
fuerte), arrastrará con ella .oda la economía del país, pero que si
es mantenida artificialmente, constituirá una ayuda para todos.
E1 tema expuesto no es más que un caso generalizado de la
argumentación esgrimida en favor de la «paridad» de precios para los
productos agrícolas o de la protección arancelaria a determinado
número de industrias X. E1 razonamiento contra la elevación
artificial de precios es aplicable, por supuesto, no s610 a los
productos agrícolas, sino a cualquier otra producción, de igual
forma que las razones alegadas en oposición a la protección
arancelaria de una industria son válidas para cualquier otra.
Pero siempre existen varios proyectos para salvar industrias X.
Entre ellos emergen, además de los examinados, dos tipos principales
que vamos a analizar someramente. Uno consiste en alegar que la
industria X se halla «sobresaturada» y que precisa impedir que se
dediquen a esta actividad nuevas empresas u obreros. E1 otro asegura
que la industria X necesita una subvención estatal directa.
Ahora bien, si la industria X está realmente saturada en comparación
con otras, no necesitará legislación coercitiva para mantener
alejados de ella nuevos capitales o nuevos obreros. El capital no
acude presuroso a las industrias que amenazan ruina. Los que desean
invertir su dinero no buscan ansiosamente aquellas industrias que
presentan los mayores riesgos de pérdida combinados con unos
dividendos mínimos. Ni los obreros, cuando tienen mejor alternativa,
acuden a industrias donde los salarios son más bajos y las
perspectivas de empleo estable menos prometedoras.
Pero si los nuevos capitales y mano de obra son compelidos a
apartarse de la industria X, sea por la acción de monopolios,
consorcios, tácticas sindicales o presión legal, se priva tanto al
capital como al trabajo de la libertad de elección. Se obliga a
quienes desean invertir su capital a colocarlo donde las
perspectivas de rentabilidad parecen menos prometedoras que en la
industria X. Se fuerza a los obreros a emplearse en negocios con
salarios y perspectivas inferiores a los que podrían hallar en la
pretendidamente enferma industria X. significa, para abreviar, que
tanto el capital como el trabajo se emplean en forma menos eficiente
que si se les hubiera permitido elegir libremente. Significa, por
consiguiente, una merma en la producción, con la consiguiente
reducción del nivel medio de vida.
Este más bajo nivel de vida será ocasionado o por ' unos salarios
medios menores de los que hubieran prevalecido en otras
circunstancias, o por un mayor costo de la vida, o por la
combinación de ambos factores. (E1 resultado exacto dependerá de la
política monetaria que se siga en aquel momento.) Mediante tales
métodos restrictivos cabe ciertamente mantener más elevados los
salarios y los beneficios del capital empleado en la propia
industria X; pero en otras industrias descenderán por debajo del
nivel que habrían alcanzado de no haberse registrado aquellas
injerencias extrañas. La industria X se beneficiaría, pero siempre a
expensas de las industrias A, B y C.
3
Análogos resultados provocará cualquier intento de salvar la
industria X mediante una directa subvención procedente del erario
público. Ello equivaldría sencillamente a desplazar riqueza o renta
a la industria X. Los contribuyentes perderían exactamente lo que
ganasen los interesados de tal industria. Sin embargo, la gran
ventaja de la subvención, desde el punto de vista del público, es
que presenta los hechos con toda claridad. Existen muchas menos
oportunidades de que se produzca aquella ofuscación mental colectiva
que acompaña a toda discusión sobre aranceles, fijación de precios
mínimos o concesión de ventajas monopolísticas.
En el caso de la subvención, es obvio que los contribuyentes han de
perder precisamente la misma cantidad que gane la industria X. Es
igualmente evidente, en su consecuencia, que otras industrias
perderán lo que la industria X gane. Habrán de satisfacer parte de
los impuestos necesarios para ayudar a la industria X. Y los
consumidores, a causa de los impuestos que tienen que soportar,
dispondrán de una suma menor para adquirir otros artículos. E1
resultado será que otras industrias habrán de restringir su
producción a fin de facilitar la expansión de la industria X.
Ahora bien, el subsidio no sólo provoca un desplazamiento de riqueza
o de ingresos y disminuye el volumen de las demás industrias en
proporción al desarrollo de la industria X. E1 resultado es también
(y aquí es donde la nación, considerada como una unidad, sufre una
pérdida neta) que el capital y el trabajo son desviados hacia
industrias en las que su empleo es menos eficaz. Se crea, por
consiguiente, menos riqueza. E1 término medio de nivel de vida es
más bajo, comparado con lo que podría haber sido.
4
Estos resultados son virtualmente inherentes, en realidad, a los
argumentos mismos que se esgrimen para subvencionar la industria X.
Si esta industria, según afirman los interesados, se halla en trance
de perecer, ¿por qué, deberíamos preguntarnos, mantenerla viva
mediante la respiración artificial? La idea de que una economía en
expansión implica la expansión simultánea de todas las industrias es
un profundo ¡error. Para que las nuevas industrias se desarrollen
con cierta rapidez es necesario que algunas de las industrias
antiguas reduzcan su volumen o se las deje morir. Es la única manera
de que el capital y el trabajo necesarios para la expansión de las
nuevas industrias queden libres. Si hubiéramos tratado de conservar
artificialmente el transporte con tracción animal habríamos
retardado el desarrollo de la industria del automóvil y todas las
actividades que de ella dependen. Habríamos reducido la producción
de riqueza y retardado el progreso económico y científico.
Sin embargo, esto es lo que realmente hacemos cuando tratamos de
impedir la desaparición de alguna industria para proteger la mano de
obra especializada o el capital ya invertido. Por paradójico que
pueda parecer, tan necesario es para la salud de una economía
dinámica abandonar industrias que se hallen en trance de morir, como
permitir el crecimiento de las industrias florecientes. El primer
proceso es esencial para el segundo. Tan disparatado es tratar de
conservar industrias anticuadas como empeñarse en mantener métodos
de producción en desuso; en realidad, son dos formas de describir
unos mismos hechos. Los métodos de producción anticuados deben ser
sustituidos constantemente por otros más perfeccionados, si queremos
satisfacer las necesidades antiguas y nuevas con mejores productos y
mejores servicios.
14. COMO FUNCIONA EL MECANISMO DE LOS PRECIOS
1
La tesis global de este libro puede condensarse en el principio
siguiente: cuando se estudian los efectos de cualquier medida de
carácter económico a implantar, es forzoso que examinemos no sólo
los resultados inmediatos que su adopción producirá, sino también
los resultados a largo plazo; no sólo las consecuencias primarias,
sino también las secuelas secundarias, y no sólo sus efectos sobre
un sector determinado de intereses, sino sobre toda la colectividad.
De ello se desprende que es absurdo e induce a error concentrar
nuestra atención meramente sobre un aspecto concreto de la economía,
por ejemplo, analizar lo que ocurre en una industria dada, sin tomar
en consideración también lo que sucede en las demás. Ahora bien, las
principales falacias de la ciencia económica precisamente encuentran
su origen en el pertinaz y perezoso hábito de fijar la atención tan
sólo en determinada industria o en un proceso económico aislado.
Tales sofismas no sólo saturan los falsos razonamientos de los
«sobornados» portavoces de los intereses particulares, sino que se
descubren en la dialéctica de algunos economistas que pasan por
profundos.
En la falacia de considerar casos aislados basa fundamentalrnente su
doctrina la escuela de la «producción para el consumo, no por los
beneficios», con sus ataques al motejado vicioso «sistema de
precios». E1 problema de la producción, afirman los partidarios de
esta doctrina, está resuelto. (Este sensacional error, según
veremos, es también el punto de partida de muchos arbitristas
monetarios y excéntricos propugnantes del «reparto de bienes».) Los
hombres de ciencia, los expertos en productividad, ingenieros,
técnicos, etc., lo han resuelto. Ellos podrían producir casi todo lo
imaginable en cantidades enormes y prácticamente ilimitadas. Pero
¡ay!, el mundo no está gobernado por ingenieros, atentos sólo a la
producción, sino por hombres de negocios, exclusivamente preocupados
por los beneficios. Son los hombres de negocios quienes dan órdenes
a los ingenieros, no al contrario. Estos empresarios producirán lo
que sea, siempre que obtengan algún lucro; pero si no es así,
dejarán de producir, aunque las necesidades de muchos queden
insatisfechas y el mundo reclame insistentemente más productos.
Encierra tantas falacias este razonamiento que no es posible
desenmascararlas todas de una vez. Ahora bien, el sofisma central,
según venimos reiterando, arranca de considerar tan sólo una
industria determinada e incluso varias, como si cada una de ellas
existiese aisladamente. La realidad es que todas se hallan
íntimamente relacionadas y una resolución de importancia que se
adopte en relación con cualquiera de ellas quedará afectada por las
decisiones que se aprueben respecto de las demás, influyendo, a su
vez, sobre estas.
Entenderemos mejor cuanto antecede si nos percatamos del básico
problema que han de resolver conjuntamente los hombres de negocios.
Para simplificarlo, en la medida de lo posible, consideremos las
cuestiones que debe abordar un Robinsón Crusoe en su isla desierta.
Al principio sus necesidades parecen innumerables. Está empapado por
la lluvia, tiembla de frío, tiene hambre y sed. Necesita de todo:
agua potable, alimentos, un techo bajo el que guarecerse, protección
contra los animales, fuego, un lecho blando donde descansar. Le es
imposible satisfacer todas esas necesidades de una vez, por carecer
de tiempo, energías o recursos. Ha de atender, por el momento, la
necesidad más perentoria. Lo que más le agobia es la sed. Practica
una excavación en la arena para recoger el agua de la lluvia o
construye algún recipiente rudimentario. Sin embargo, una vez ha
conseguido reunir alguna cantidad de agua, ha de procurarse
alimentos antes de poder perfeccionar su primera obra. Puede ensayar
la pesca, pero para esto necesita anzuelo e hilo o una red y debe
comenzar intentando procurarse estos utensilios. Todo cuanto hace
retarda e impide la realización de alguna otra cosa, cuya urgencia
le es tan sólo ligeramente inferior. Constantemente se enfrenta con
el problema de tener que elegir entre distintas aplicaciones de su
tiempo y trabajo.
Una familia de Robinsones suizos tal vez encontrará más fácil de
resolver este problema. Tiene más bocas que alimentar, pero cuenta
también con más brazos para la tarea. Puede practicar la división y
especialización del trabajo. El padre caza, la madre prepara la
comida y los niños recogen la leña. Pero ni siquiera esta familia
podría conseguir que cada uno de sus miembros se dedicara
constantemente a una misma función, por muy urgente que fuera la
necesidad común atendida, sin tener en cuenta la urgencia de las
restantes necesidades todavía por satisfacer. Cuando los niños han
logrado reunir un buen montón de leña, no se les puede seguir
empleando en incrementar aún más dicho montón, sino que ha llegado
el momento de destinar uno de ellos a buscar, por ejemplo, más agua.
También, pues, esta familia se enfrenta constantemente con el
problema de tener que elegir entre distintas aplicaciones del
trabajo que puede realizar y, si tienen la suerte de poseer
escopetas, aparejos de pesca, un bote, hachas, sierras, etc., con el
de elegir entre aplicaciones alternativas del trabajo que pueden
desarrollar y del capital que poseen. Sería estúpidamente absurdo
que el miembro de la familia dedicado a recoger leña se quejase de
que con la ayuda de su hermano le sería más hacedero reunir más
leña, por lo que aquél debería colaborar en esta tarea en lugar de
procurar la pesca necesaria para el sustento de la familia. Queda
así claramente evidenciado que tanto en el caso de un individuo como
en el de una familia aislados, una actividad u ocupación determinada
sólo puede incrementarse a expensas de todas las demás.
Ejemplos de carácter elemental, como el examinado, suelen ser
ridiculizados como «economía crusoniana». Desgraciadamente, aquellos
que con mayor ahínco los ridiculizan son quienes más necesitan ser
aleccionados; quienes no comprenden el principio que se trata de
ilustrar, ni siquiera en esta forma simplificada; aquellos, en fin,
que pierden completamente el sentido de orientación que el aludido
principio les hubiera facilitado, cuando se disponen a analizar las
desconcertantes complicaciones de la gran sociedad económica
moderna.
2
Volvamos ahora al asunto desde el punto de vista de esa gran
sociedad económica moderna. ¿Cómo se resuelve en ella el problema de
la existencia de múltiples aplicaciones alternativas del trabajo y
del capital, para atender a millares de necesidades y deseos
diferentes, con distinto grado de urgencia en su cumplimiento? Se
soluciona, precisamente, mediante el mecanismo de los precios, que
acomoda día a día las variaciones constantes e interdependientes
entre sí de todos los elementos que intervienen en la fijación de
los precios: costos de producción, beneficios y precios propiamente
dichos.
Los precios se fijan de acuerdo con la relación existente entre la
oferta y la demanda e influyen, a su vez sobre ambas. Cuando la
gente necesita mayor cantidad de determinado artículo, ofrece más
por él. El precio sube, aumentando los beneficios de los que
fabrican dicho artículo. Como ahora produce mayor provecho fabricar
este artículo que otros, los que ya ]>) fabrican aumentan su
producción, atrayendo más gente a este negocio. El incremento que
experimenta la oferta reduce el precio y el margen de beneficios,
que terminan por descender al mismo nivel general (considerados los
riesgos respectivos) de las otras industrias. O puede darse el caso
de que decaiga la demanda de dicho artículo, o que se ofrezca tan
abundantemente que su precio descienda a un nivel en el que su
elaboración produzca menos beneficios que la de otras mercancías, e
incluso, pueden producirse pérdidas efectivas en su fabricación. En
este caso, los empresarios «marginales», es decir, los menos
eficientes o aquellos cuyos costos de producción son los más
elevados, serán desplazados. Tan sólo continuarán fabricando el
producto los empresarios más eficientes, que operen además con los
costos de producción más bajos. En consecuencia, la oferta de tal
producto descenderá o, al menos, dejará de aumentar.
Este proceso da origen a la creencia de que los precios se hallan
determinados por los costos de producción. La doctrina, expuesta de
esta forma, no es cierta Los precios vienen determinados por la
oferta y la de manda, y la demanda lo está por la intensidad con que
la gente necesita cierta mercancía y por su capacidad para ofrecer
algo a cambio. Es cierto que la oferta hállase determinada, en
parte, por los costos de producción Pero lo que ha costado producir
una mercancía en e]. pasado no puede determinar su valor actual Este
dependerá de la actual relación entre la oferta y la demanda. Ahora
bien, la cantidad fabricada de un artículo está en función de las
perspectivas que los hombres de negocios consideren respecto del
costo de producción que tal mercancía tendrá en el futuro y del
precio de venta que habrán de fijarle. Estos cálculos influirán en
la oferta futura del producto. Existe, por consiguiente, entre el
precio de una mercancía y su coste marginal de producción, una
constante tendencia a igualarse, pero esto no significa que el costo
marginal determine directamente el precio.
E1 sistema de empresa privada en régimen de libertad económica puede
compararse a un gran mecanismo de millares de máquinas controladas
cada una de ellas por su propio regulador automático; pero
conectadas de tal forma que al funcionar ejercen entre sí una
influencia recíproca. Casi todos hemos observado alguna vez el
«regulador» automático de una máquina a vapor. Generalmente consta
de dos bolas o pesas que reaccionan por la fuerza centrífuga. A1
aumentar la velocidad, las bolas se alejan de la varilla a la que
están sujetas, estrechando o cerrando automáticamente una válvula de
estrangulación que regula la entrada de vapor, con lo que disminuye
la aceleración del motor. Si, contrariamente, marcha con excesiva
lentitud, las bolas caen, la válvula se ensancha y aumenta la
aceleración. De esta forma, cualquier desviación de la deseada
velocidad pone por sí misma en movimiento fuerzas que tienden a
corregir la anomalía.
Es precisamente de esta forma como se regulan las respectivas
ofertas de miles de artículos diferentes, bajo el sistema económico
de empresa privada en régimen de libre competencia de mercado.
Cuando la gente necesita mayor cantidad de determinada mercancía, su
propia demanda competitiva eleva el precio del producto. El aumento
de beneficios que se produce para aquellos que lo fabrican estimula
un incremento en la producción. Otros empresarios abandonan incluso
la fabricación de otros artículos para dedicarse a la elaboración de
aquel que ofrece mayores garantías. Ahora bien, esto aumenta la
oferta del producto, al mismo tiempo que reduce la de algunos otros.
E1 precio de aquél disminuye, por consiguiente, en relación con los
precios de otras mercancías, desapareciendo el estímulo existente
para el incremento relativo de su fabricación.
De igual forma, si disminuye la demanda de algún artículo, su precio
y el beneficio que se obtenía en su elaboración descenderán, y en
consecuencia, su producción declinará.
Esta última contingencia es la que escandaliza a quienes no
comprenden el «mecanismo de los precios» por ellos denunciado. ]Le
acusan de crear escasez. ¿Por qué, preguntan indignados, los
empresarios han de interrumpir la fabricación de zapatos en el
momento en que su producción deja de rendir beneficios? ¿Por qué han
de guiarse exclusivamente por sus propios intereses? ¿Por qué han de
guiarse por el mercado? ¿Por qué no producen zapatos «a plena
capacidad» utilizando los modernos procedimientos técnicos? E1
mecanismo de los precios y la empresa privada, concluyen los
filósofos de la «producción para el consumo», engendran una especie
de «economía de la escasez».
Los anteriores interrogantes y conclusiones derivan de la falacia de
prestar atención tan sólo a una industria aislada, de ver el árbol y
no reparar en el bosque. Hasta llegar a un límite determinado, es
necesario fabricar abrigos, camisas, pantalones, viviendas, arados,
puentes, leche y pan. Sería absurdo amontonar zapatos innecesarios,
simplemente porque podemos producirlos, mientras centenares de otras
necesidades más urgentes quedan por satisfacer.
Ahora bien, en una economía equilibrada, una industria determinada
sólo puede ampliarse a expensas de otras industrias.
No se olvide que en cualquier momento los distintos factores de la
producción existen siempre en cantidades limitadas. Una industria
sólo puede ampliarse desviando hacia ella trabajo, terreno y capital
que, de otra suerte, se emplearían en industrias distintas. Cuando
determinada industria restringe o deja de aumentar su producción, no
significa necesariamente que se haya originado una disminución neta
en la producción global. La reducción en este sector puede meramente
haber liberado trabajo y capital para permitir la expansión de otras
industrias. Por consiguiente, es erróneo concluir que una
contracción en la producción de una industria signifique
necesariamente una contracción en la producción total.
En resumen, todo se produce a condición de que nos privemos de
alguna otra cosa. Los propios costos de producción podrían
definirse, en efecto, como aquello de que nos desprendemos (el ocio
y los placeres, las materias primas susceptibles de aplicaciones
distintas) para crear el objeto fabricado.
De cuanto queda expuesto se deduce que tan esencial es para la salud
de una economía dinámica dejar morir las industrias agonizantes,
como permitir la expansión de las industrias florecientes. Aquéllas
retienen trabajo y capital que deberían ser trasladados a industrias
más prósperas. Únicamente el vilipendiado mecanismo de los precios
es capaz de resolver el problema enormemente complicado de decidir
con precisión, entre los miles de mercancías y servicios diferentes,
qué cantidad y en qué proporción deben producirse. Estas ecuaciones,
de otro modo desconcertantes, se resuelven casi automáticamente por
el mecanismo de los precios, beneficios y costos de producción. Es
más, aplicando tal sistema se resuelven incomparablemente mejor de
lo que podría haberlo hecho cualquier grupo de funcionarios.
Porque así como cada consumidor, mediante este sistema, articula su
propia demanda y emite un voto espontáneo o una docena de votos cada
día, los burócratas, en lugar de fabricar los objetos deseados por
los consumidores, resolverían el problema pretendiendo decidir qué
objetos serían más convenientes para aquéllos.
No obstante, aunque los burócratas no entienden el mecanismo casi
automático del mercado, se muestran siempre preocupados por él.
Constantemente están tratando de mejorarlo o corregirlo, de
ordinario en interés de algún grupo influyente o descontentadizo. En
los capítulos siguientes iremos examinando algunos de los resultados
de su intervención.
15. LA «ESTABILIZACIÓN» DE LOS PRECIOS
1
Los intentos de mantener permanentemente los precios de determinados
artículos por encima de los niveles naturales del mercado han
fracasado con tanta frecuencia, tan desastrosamente y de manera tan
notoria, que los insinceros grupos influyentes y los burócratas
sobre los que aquéllos presionan raras veces manifiestan
abiertamente ese propósito. Sus objetivos declarados,
particularmente cuando comienzan a reclamar la injerencia estatal,
suelen ser más modestos y, en apariencia, más convincentes.
No aspiran, según dicen, a elevar de un modo permanente el precio
del producto X por encima de su nivel natural. Ello, conceden, sería
injusto para los consumidores. Pero dicho artículo se está vendiendo
ahora, como es notorio, muy por debajo de su nivel natural. Los
fabricantes no pueden continuar así por más tiempo. A menos que se
actúe con rapidez, veránse obligados a cesar en el negocio. Entonces
se producirá. una escasez real y los consumidores tendrán que pagar
precios exorbitantes por aquel artículo. Las evidentes ventajas de
que el consumidor disfruta ahora acabarán por resultarle caras, pues
el actual precio bajo «temporal» no puede durar. Ahora bien, no
podemos permitirnos esperar que las determinadas fuerzas naturales
del mercado o la «ciega» ley de la oferta y la demanda vengan a
corregir tal situación, pues para entonces los fabricantes se habrán
arruinado y sobrevendrá una gran escasez. E1 Gobierno debe actuar.
Lo que ha de hacerse es corregir las violentas y absurdas
fluctuaciones del precio. No se trata de elevarlo, sino de
estabilizarlo.
Son varios los métodos comúnmente propuestos a tal fin. Entre los
más frecuentes figuran las subvenciones estatales, que permiten al
agricultor mantener las cosechas apartadas del mercado.
Tales créditos son solicitados del Congreso a base de razonamientos
que parecen convincentes a la mayoría de los oyentes. Se arguye que
las cosechas afluyen todas de golpe al mercado, en la época de
recolección, que es precisamente el período en que los precios son
más bajos y que los especuladores aprovechan para comprar los
productos, almacenarlos y obtener mayores precios cuando vuelva la
escasez. Por ello se alega que los agricultores resultan
perjudicados y que ellos y no los especuladores deberían
beneficiarse de los mejores precios.
Este argumento no es válido ni en la teoría ni en la práctica. Los
tan vilipendiados especuladores no son enemigos del agricultor, sino
por el contrario, esenciales para su bienestar. El riesgo que deriva
de la fluctuación de los precios agrícolas ha de ser asumido por
alguien y quienes en realidad le han hecho frente modernamente sobre
todo, han sido principalmente los especuladores profesionales. En
general, cuanto más diestramente actúan en su propio interés, más
ayudan al agricultor. Porque los especuladores sirven a sus
intereses precisamente en proporción a su capacidad para prever los
futuros precios y cuanto mayor sea su seguridad al avizorar el
futuro, menos violentas y extremadas son las fluctuaciones.
Por ello, incluso si los agricultores tienen que lanzar toda su
cosecha de trigo al mercado en un solo mes, el precio en ese mes no
será necesariamente más bajo que en cualquier otro (con un margen de
diferencia, debido al costo del almacenaje). Porque los
especuladores, con la esperanza de un mayor beneficio, realizarán en
esa época la mayoría de sus compras, y seguirán comprando hasta que
el precio se eleve tanto que no vislumbren la posibilidad de futuros
beneficios y venderían en cuanto creyeran que había perspectivas de
pérdida. De esta manera se provoca la estabilización del precio de
los productos agrícolas durante todo el año.
Precisamente porque existe una clase profesional de especuladores
quienes corren esos riesgos, no tienen que afrontarlos agricultores
y harineros, quienes pueden protegerse por medio del mercado. En
condiciones normales, por lo tanto, cuando los especuladores cumplen
bien su tarea, las ganancias de agricultores y harineros dependerán
principalmente de su destreza y laboriosidad y no de las
fluctuaciones del mercado.
La experiencia demuestra que, por término medio el precio del trigo
y otros productos no perecederos permanece invariable a lo largo de
todo el año, si se exceptúan los gastos de almacenaje y seguro. En
efecto, cuidadosas investigaciones llevadas a cabo han revelado que
el promedio de alza mensual, tras la época de recolección, no ha
sido suficiente para compensar tales gastos de almacenaje, por lo
que los especuladores han subvencionado realmente a los
agricultores. Claro que ésta no era su intención; fue tan sólo el
resultado de una persistente tendencia optimista por parte de los
especuladores. (Esta tendencia parece afectar a cuantos operan por
su cuenta, bajo un régimen económico de intensa competencia: como
clase están constantemente, contra su intención, subvencionando a
los consumidores. Esto es particularmente cierto dondequiera que
existan perspectivas de grandes ganancias especulativas. Como los
jugadores de lotería, en su conjunto, pierden dinero porque cada uno
tiene, sin base racional, la esperanza de conseguir uno de los
escasos premios mayores, y así se ha calculado que el total del
trabajo y capital invertidos en la prospección de oro o petróleo
excede del valor total del oro o petróleo extraídos.)
2
E1 caso es distinto, sin embargo, cuando el Estado interviene y
adquiere las cosechas o facilita al agricultor el crédito necesario
para mantenerle apartado del mercado. Esto se hace a veces a fin de
disponer, como se denomina pretenciosamente, de un «granero siempre
normal». Ahora bien, la historia de los precios y de los excedentes
anuales de las cosechas indica, como hemos visto, que tal función ya
la realizan bastante bien los mercados organizados bajo el signo de
la iniciativa privada en régimen de libre concurrencia. Cuando el
Estado interviene, el «granero siempre normal» se convierte, en
realidad, en un «granero siempre político». Se estimula al
agricultor, con el dinero del contribuyente, a retener excesivamente
sus cosechas. En su deseo de asegurarse el voto de los campesinos,
los dirigentes que inician esta política o los funcionarios que la
llevan a cabo colocan siempre el denominado precio «justo» de los
productos agrícolas por encima del que fijaría el libre juego de la
oferta y la demanda. Así se provoca el retraimiento de los
compradores. E1 granero «siempre normal» tiende, por lo tanto, a
convertirse en un granero «siempre anormal». Cantidades excesivas
permanecen fuera del mercado, con la consecuencia de asegurar
temporalmente un precio más alto del que hubiese regido en
circunstancias normales, pero solamente a costa de provocar más
tarde un precio mucho más bajo. Porque la escasez artificial creada
este año mediante el escamoteo de parte de la cosecha implica un
excedente artificial para el siguiente año.
Nos apartaría demasiado de nuestro objetivo la descripción detallada
de lo que realmente ocurrió cuando fue aplicado este programa, por
ejemplo, al algodón norteamericano. Almacenamos en tal ocasión toda
la cosecha de un año; destruimos el mercado exterior de nuestro
algodón y estimulamos enormemente el cultivo de esta planta en otros
países. Aunque estos resultados habían sido previstos por quienes se
oponían a la política de restricción y créditos, una vez producidos,
los burócratas responsables se limitaron a replicar que de todos
modos hubiera ocurrido lo mismo.
La política de subsidios va generalmente acompañada o
inevitablemente lleva implícita una política restrictiva de la
producción, es decir, una política de escasez. En casi todo esfuerzo
por «estabilizar» el precio de un artículo se tiene en cuenta, ante
todo, el interés de los productores. E1 objetivo real perseguido es
un alza inmediata de precios. Para que esto sea posible se impone
ordinariamente, con carácter obligatorio, una restricción
proporcional de productividad a todo individuo o empresa sujetos a
control. Ello provoca varios efectos inmediatos, a cual más nocivo.
Suponiendo que el control pudiera imponerse a escala internacional,
se registraría una reducción de la total producción mundial. Los
consumidores de todo el mundo disfrutarían de una cantidad menor del
producto en cuestión de la que dispondrían si las medidas
restrictivas no se hubiesen aplicado. E1 mundo se empobrece
exactamente en esa proporción. Como los consumidores se ven
obligados a pagar precios más altos por aquella mercancías,
justamente falta tal diferencia para adquirir otros productos.
3
Los partidarios de medidas restrictivas suelen replicar que la menor
producción se registraría de igual manera en una economía de
mercado. Pero hay una diferencia fundamental, según hemos visto en
el capítulo precedente. En una economía de mercado en régimen de
libre competencia quedan eliminados por la caída de los precios los
empresarios que trabajan con mayores costos, los ineficientes. En el
caso de un producto agrícola, los desplazados son los agricultores
menos competentes, los que cuentan con peor equipo o los que
trabajan peor la tierra. Los agricultores más capacitados, que
trabajan campos más feraces, no tienen que restringir su producción.
Por el contrario, si la caída del precio responde a unos costos
medios de producción inferiores y se refleja en una mayor oferta la
desaparición de los agricultores marginales que trabajan terrenos
pobres permite aumentar su producción a los agricultores que
disponen de tierras feraces. Por ello, a la larga, es posible que no
se registre reducción alguna en la producción de esta mercancía.
Ahora bien, el artículo es entonces producido y vendido a un precio
permanentemente más bajo.
Si es ésta la consecuencia, los consumidores del producto seguirán
tan bien abastecidos como antes; pero a causa de satisfacer un
precio menor, dispondrán de un sobrante para invertirlo en otros
bienes, del que antes carecían. Por consiguiente, la situación de
los consumidores habrá notoriamente mejorado. Ahora bien, el
incremento de sus inversiones en otros bienes producirá un aumento
de empleo en otros sectores, capaz de absorber a los antiguos
agricultores marginales en ocupaciones en las que sus esfuerzos sean
más lucrativos y eficientes.
Una restricción uniformemente proporcional ( para volver al tema de
la intervención estatal) significa, de una parte, que a los
empresarios eficientes y que trabajan a costos reducidos no se les
permite producir cuanto quieren a bajo precio, y de otra, que los
empresarios menos eficientes y que operan a costos mayores son
artificialmente mantenidos en sus negocios. Ello incrementa el costo
medio de la producción, que alcanza así una eficiencia menor.
El empresario marginal, mantenido artificialmente en un sector de la
producción, continúa reteniendo terreno, trabajo y capital que
podrían ser aplicados con mayor provecho y eficacia en otras
producciones.
Carece de sentido argüir que como resultado del plan de
restricciones se ha conseguido, por lo menos, elevar el precio de
los productos agrícolas, y que «los campesinos cuentan con mayor
capacidad adquisitiva». Por cuanto si lo han logrado ha sido tan
sólo a costa de restar idéntica capacidad adquisitiva al comprador
de la ciudad. (Todo ello ha sido ya examinado al analizar el tema de
la «paridad» de los precios.) Subvencionar al agricultor para que
disminuya la producción o facilitarle igual cantidad de dinero en
pago de una producción artificialmente restringida equivale a
obligar a los consumidores o contribuyentes a satisfacer emolumentos
a personas por no hacer nada. En ambos supuestos los beneficiarios
del sistema mejoran su «capacidad adquisitiva»; pero en ambos casos
alguien pierde una cantidad absolutamente igual. La pérdida
definitiva que registra la comunidad es una menor producción, por
cuanto se mantiene a quienes nada producen. Como la riqueza es
menor, como existen menores disponibilidades para todos, los
salarios e ingresos reales forzosamente quedan reducidos, bien sea
mediante la devaluación de la moneda o bien por un mayor costo de la
vida.
Ahora bien, cuando se intenta mantener alto el precio de una
mercancías agrícola y no se impone restricción artificial alguna a
su producción, los excedentes no vendidos, con precio recargado,
continúan acumulándose hasta que finalmente se derrumba el mercado
de ese producto, apareciendo precios mucho más envilecidos que si el
programa de control nunca se hubiera puesto en vigor. O bien los
productores no sujetos al plan de restricciones, estimulados por el
alza artificial en los precios, incrementan enormemente su propia
producción. Esto es lo que ocurrió con los programas de restricción
del caucho en Gran Bretaña y del algodón en Norteamérica. En uno y
otro caso el colapso de precios alcanzó finalmente magnitudes
catastróficas, a las que nunca se habría llegado de no haberse
aplicado la planificación restrictiva. E1 plan con tantos bríos
iniciado para «estabilizar» los precios, provoca una inestabilidad
incomparablemente mayor que la que pudieran haber ocasionado las
libres fuerzas del mercado.
Naturalmente, se nos dice que los controles internacionales de
mercancías que se proponen ahora evitarán todos estos errores. Esta
vez se fijarán precios «justos» no sólo para los productores, sino
también para los consumidores. Las naciones productoras y
consumidoras van a convenir, abandonando toda intransigencia, cuáles
son esos precios justos. Los precios fijados implicarán
necesariamente asignaciones y cupos «justos» para la producción y el
consumo entre las naciones y sólo los cínicos se atreverán a
vaticinar improbables disputas internacionales por este motivo.
Finalmente, merced al mayor de los milagros, este mundo de
posguerra, plagado de controles y coerciones supranacionales, será
también ¡un mundo de «libre» comercio internacional!
A estos efectos, no estoy seguro de lo que entienden por comercio
libre los planificadores estatales pero podemos estarlo de algunas
de las cosas que no incluyen en aquella expresión. No incluyen la
libertad del hombre corriente para comprar y vender, tomar y
conceder préstamos al tipo o interés que prefiera y donde considere
más conveniente. No incluyen la libertad del sencillo ciudadano para
cultivar la cantidad que desee de determinado fruto; de ir y venir a
voluntad; de establecerse donde más le agrade, llevando consigo su
capital y otros bienes. Más bien se refieren sospecho, a la libertad
de los burócratas de disponerlo todo por él, diciéndole que si les
obedece dócilmente, será recompensado con un aumento de su nivel de
vida. Ahora bien, si los planificadores triunfan en su intento de
relacionar la idea de la cooperación internacional con la de un
creciente dominio del Estado en el control de la vida económica,
parece eventualidad más que probable que la planificación
internacional seguirá el modelo utilizado en el pasado, en cuyo caso
el nivel de vida del hombre sencillo declinará junto con sus
libertades.
16. INTERVENCIÓN ESTATAL DE LOS PRECIOS
1
Hemos visto ya cuáles son algunas de las consecuencias de los
esfuerzos estatales para fijar los precios de los artículos por
encima de los niveles a los que hubiese conducido el mercado libre.
Veamos ahora algunos de los resultados de los intentos oficiales
para mantener los precios de los artículos por debajo del natural
nivel del mercado Esta última tentativa la realizan en nuestros días
casi todos los gobiernos en épocas de guerra. No examinaremos aquí
si es acertado. intervenir los precios en caso de contienda bélica.
En la guerra total, toda la economía ha de estar necesariamente
dominada por e]. Estado y las complicaciones que habríamos de
considerar nos llevarían demasiado lejos de la cuestión principal
que interesa a este libro. Ahora bien, la regulación de los precios
en tales épocas, acertada o no, en casi todos los países se
prolonga, por lo menos, durante largos períodos cuando la guerra ha
cesado y ha desaparecido la excusa original que la motivara.
Veamos, primero, lo que ocurre cuando el Estado trata de mantener el
precio de un artículo o de un pequeño grupo de ellos por debajo del
que alcanzaría en el mercado de libre competencia.
Cuando el Gobierno pretende fijar precios máximos tan sólo para
algunos artículos, suele elegir ciertos productos básicos, alegando
que es esencial que los pobres puedan adquirirlos a un coste
«razonable». Supongamos que los productos elegidos para este
propósito sean el pan, la leche y la carne.
E1 argumento esgrimido para mantener bajos los precios de estos
artículos es, en líneas generales, el siguiente: si dejamos la carne
a merced del mercado libre, el precio experimentará elevación por
efectos de la disputada demanda, de forma que sólo los ricos podrán
comprarla. La gente no tendrá carne, en relación a sus necesidades,
sino tan sólo en proporción a su poder adquisitivo. Si mantenemos el
precio bajo, todos podrán obtener una parte justa.
Lo primero que hay que resaltar en tal argumentación es que si fuera
válida, habría que calificar la política adoptada de inconsistente y
medrosa. Porque si el poder adquisitivo más que la necesidad,
determina la distribución de carne a un precio de mercado natural de
65 centavos la libra, también lo determinaría, aunque quizá en grado
ligeramente inferior, al precio legal máximo de, verbigracia, 50
centavos la libra. De hecho, el argumento «poder adquisitivo más
bien que necesidad» conserva fuerza dialéctica mientras se cobra
cualquier cantidad por la carne. Quedaría enervado tan sólo en el
caso de que fuese regalada.
Ahora bien, los planes para tasar los precios suelen comenzar como
esfuerzos para «impedir que suba el coste de la vida» y sus
patrocinadores suponen inconscientemente que el precio fijado por el
mercado en el momento de comenzar la intervención tiene algo de
especialmente sacrosanto y «normal». E1 precio de partida se
considera «razonable» y cualquiera por encima de él, «no razonable»,
con independencia de los cambios en las condiciones de producción o
demanda sobrevenidas desde que fue establecido por vez primera.
2
Al discutir este tema, carece de sentido suponer un control de
precios que fijase éstos exactamente donde los situaría en cualquier
caso el mercado libre. Esto sería como si no existiera dicho control
Debemos suponer que el poder adquisitivo de las gentes es mayor que
la oferta de bienes disponibles y que los precios son mantenidos por
el Estado por debajo de los niveles que alcanzarían en el mercado
libre.
Ahora bien, no es posible mantener el precio de una mercancía por
debajo de su nivel de mercado sin que, al mismo tiempo, se produzcan
esas consecuencias. En primer término, un incremento en la demanda
del artículo intervenido. Puesto que resulta más barato, el público
se ve tentado y puede comprarlo en mayor cantidad. En segundo lugar,
una reducción en la oferta. Al comprar más la gente, las existencias
acumuladas desaparecen más rápidamente del comercio. Pero, además,
la producción se contrae. Los márgenes de beneficios son reducidos o
eliminados, con lo cual los productores marginales desaparecen.
Incluso los más eficientes pueden llegar a experimentar pérdidas.
Esto ocurrió durante la guerra, cuando la Oficina de Administración
de Precios obligó a los mataderos a sacrificar y elaborar la carne
por menos de lo que les costaba el ganado vivo y el trabajo de
sacrificarlo y manipularlo.
Por consiguiente, en el mejor de los casos, la consecuencia de fijar
un precio máximo a un artículo determinado será provocar su escasez.
Esto es precisamente lo contrarío de lo que los gobernantes
pretendían, pues precisamente los artículos objeto de tasa son los
que más desean mantener en abundante oferta. Ahora bien, cuando
limitan los salarios y beneficios de quienes los fabrican, sin
intervenir al mismo tiempo los de aquellos que producen artículos de
lujo o semilujo, desalientan la producción de artículos de primera
necesidad sometidos a tasa y estimulan la fabricación de mercancías
menos esenciales.
Algunas de estas consecuencias terminan por aparecer con toda
claridad a los gobernantes, quienes entonces adoptan nuevos sistemas
y controles en un intento de eludirlas. Entre ellos figuran el
racionamiento, el control de costos, los subsidios y la fijación
general de precios. Examinemos sucesivamente cada uno de ellos.
Cuando aparece la escasez de cualquier producto, a causa de la
fijación de su precio por debajo del de mercado libre, los
consumidores ricos son acusados de «haberse apoderado de más de lo
que en justicia les corresponde», o, si se trata de materia prima
indispensable para un proceso de fabricación, se culpa a las
empresas particulares de «acaparar». E1 Gobierno adopta entonces una
serie de normas disponiendo quién tendrá prioridad para adquirir tal
mercancía, o a quién y en qué cantidad será adjudicada, o cómo ha de
ser racionada. Si se adopta el sistema de racionamiento, cada
consumidor puede disponer sólo de determinado suministro máximo, sin
consideración a cuanto se halle dispuesto a pagar por mayor porción.
En una palabra, si se establece un sistema de racionamiento, ello
significa que el Gobierno instaura un doble sistema de precios o un
doble sistema monetario, en el cual cada consumidor ha de poseer
cierto número de cupones o «puntos», además de una determinada
cantidad de dinero. O lo que es igual, el Gobierno trata de hacer
mediante el racionamiento parte de lo que en un mercado libre habría
hecho a través de los precios. Digo sólo parte, porque el
racionamiento simplemente limita la demanda, sin estimular al mismo
tiempo la oferta, como hubiera hecho un precio más elevado.
El Gobierno puede tratar de asegurar el aprovisionamiento
extendiendo su control a los costos de producción de un artículo.
Para mantener bajo el precio de la carne al detalle, por ejemplo,
puede fijar su precio al por mayor, el precio en matadero, el del
ganado vivo y el de los piensos, más los salarios de los braceros
del campo. Para mantener bajo el precio de la leche, puede intentar
fijar los salarios de los repartidores, el precio de los envases, el
de la leche en las granjas y el de los piensos. Para contener el
precio del pan, puede fijar los salarios en la industria panadera,
el precio de la harina, los beneficios de los harineros, el precio
del trigo, y así sucesivamente.
Pero a medida que el Estado extiende esta intervención de los
precios, extiende también las consecuencias que en un principio le
llevaron por este camino. Suponiendo que tenga suficiente decisión
para fijar esos costos y sea capaz de hacer cumplir sus
resoluciones, no consigue otra cosa sino provocar la escasez en los
diversos factores —mano de obra, piensos, trigo, etcétera— que
intervienen en la producción de los artículos resultantes. Así, los
gobernantes se ven obligados a implantar controles en círculos cada
vez más amplios cuya consecuencia final conduce a la fijación
general de precios.
El Estado puede intentar solucionar la dificultad apelando a los
subsidios. Reconoce, por ejemplo, que cuando mantiene el precio de
la leche o la mantequilla por debajo del nivel del mercado o del
nivel relativo en que fija otros precios, puede producirse una
escasez por defecto de los inferiores salarios o márgenes de
beneficios en la producción de leche o mantequilla, comparados con
otras mercancías. Por consiguiente, el Estado trata de desvirtuar
los efectos pagando un subsidio a los productores de leche y
mantequilla. Prescindiendo de las dificultades administrativas que
todo ello implica y suponiendo que el subsidio sea suficiente para
asegurar la producción relativa deseada de leche y mantequilla, es
notorio que si bien el subsidio es pagado a los productores, los
realmente subvencionados son los consumidores. Porque los
productores, en definitiva, no reciben por su leche y mantequilla
más de lo que obtendrían si se les permitiese aplicar un precio
libre a tales productos, pero en cambio, los consumidores los
obtienen a un precio muy por debajo al del mercado libre. Están,
pues siendo subvencionados en la diferencia, es decir, en el importe
del subsidio pagado aparentemente a los productores.
Ahora bien, a menos que el artículo así subvencionado se halle
también racionado, serán quienes dispongan de mayor poder
adquisitivo los que podrán adquirirlo en mayor cantidad. Ello
significa que tales personas están siendo más subvencionadas que los
económicamente más débiles. Quién subvenciona a los consumidores
dependerá dé la forma en que se articule el régimen fiscal. Ahora
bien, resulta que cada persona, en su papel de contribuyente, se
subvenciona a sí misma en su papel de consumidor. Y resulta un poco
difícil determinar con precisión en este laberinto quién subvenciona
a quién. Lo que se olvida es que alguien paga los subsidios y que no
se ha descubierto aún e] método para que la comunidad obtenga algo a
cambio de nada.
3
La intervención de los precios puede a menudo revestir apariencias
de éxito durante un corto período. Puede dar la impresión de
funcionar bien durante cierto tiempo, particularmente en épocas de
guerra cuando se halla apoyada por el patriotismo y el ambiente de
crisis. Ahora bien, cuanto más se prolonga, tanto mayores son las
dificultades. Cuando los precios son mantenidos arbitrariamente
bajos por imposición estatal, la demanda excede crónicamente a la
oferta. Hemos visto que si el Estado intenta evitar la escasez de un
artículo determinado reduciendo también los precios de la mano de
obra, las materias primas y otros factores que intervienen en su
costo de producción provoca al propio tiempo la escasez de todos
ellos. Pero de continuar por el camino emprendido, los gobernantes
no sólo se verán obligados a extender cada vez más el control de
precios de arriba abajo en sentido «vertical», sino que considerarán
indispensable implantarlo «horizontalmente». Si racionamos un
articulo y el público no puede conseguirlo en cantidad suficiente,
aunque disponga de capacidad adquisitiva procurará sustituirlo por
otro. E1 racionamiento de todo artículo que se hace escaso provoca,
en resumen, un aumento de la demanda de los no racionados. Si
suponemos que el Gobierno tiene éxito al combatir los mercados
negros (o al menos consigue impedir se desarrollen en escala
suficiente para anular los precios legales), la persistencia en el
control de precios debe llevarle al racionamiento de un número cada
vez mayor de mercancías. Ahora bien, el racionamiento no se detiene
en los consumidores. Durante la guerra no se limitó a dicho sector.
De hecho se aplicó en primer término a la distribución de materias
primas a los productores.
La consecuencia natural de un control general de precios que trata
de perpetuar determinado nivel histórico de precios es forzoso que
en definitiva conduzca a la implantación de un sistema económico
totalmente planificado. Los salarios habrán de ser mantenidos bajos,
tan rígidamente como los precios. La mano de obra tiene que
racionarse tan implacablemente como las materias primas. E1
resultado final será que el Estado no sólo habrá de ordenar a cada
consumidor la cantidad exacta de que puede disponer de cada
artículo, sino también a cada fabricante la cantidad de materia
prima y mano de obra que le está permitido utilizar. No sería
posible tolerar ni la competencia en la oferta de salarios ni en los
precios de los materiales Todo ello conduciría a implantar una
petrificada economía totalitaria, con todas las empresas y todos los
obreros a merced del Estado, y la pérdida final de todas las
libertades tradicionales que hemos conocido. Porque, como Alexander
Hamilton advirtiera en las páginas de El Federalista, hace siglo y
medio, «el dominio sobre la subsistencia del hombre equivale al
dominio sobre su voluntad» (1).
Estas son las consecuencias de lo que cabría denominar control de
precios «perfecto», prolongado y «apolítico». Como quedó tan
ampliamente demostrado en un país tras otro —particularmente en
Europa, durante la segunda guerra mundial—, algunos de los más
crasos errores de los burócratas quedaron mitigados gracias al
mercado negro. Fue cosa corriente en muchos países europeos que la
gente sólo pudiese atender a sus necesidades elementales
favoreciendo el mercado negro. En algunos países éste floreció a
expensas del mercado con precios fijos legalmente reconocidos, hasta
que el primero pasó a ser de hecho el mercado. Sin embargo, al
mantener nominalmente los precios tope, las autoridades trataban de
demostrar que su intención, ya que no la del equipo de inspectores,
era honesta.
(1) El Federalista, considerada hoy en día como obra clásica de la
literatura política norteamericana, fue una publicación periódica
desde cuyas columnas James Madison, Alexander Hamilton y Jay, entre
otros, abogaron a favor de la ratificación por los trece Estados
independientes, ligados ya bajo los Artículos de la Confederación,
de la Constitución Federal elaborada por la Convención de
Filadelfia. Dio su nombre al partido federalista, que puede
considerarse como el primer gran partido político norteamericano.
(N. del T.)
No debe suponerse que no hubo perjuicios por el hecho de que el
mercado negro suplantara finalmente al mercado legal. Los hubo, por
cierto, y con un doble matiz: económico y moral. Durante el período
de transición las empresas de gran envergadura y plenamente
arraigadas, con una considerable inversión de capital y dependiendo
en gran medida del mantenimiento de su prestigio ante el público, se
ven forzadas a restringir o interrumpir la producción. Vienen a
ocupar su lugar empresas improvisadas que disponen de poco capital y
menos experiencia en la producción. Estas nuevas firmas carecen de
eficacia si se las compara con aquellas a las que desplazan,
producen artículos inferiores y fraudulentos a costos muy superiores
de los que las empresas antiguas hubieran necesitado para continuar
su producción. De este modo se premia la falta de honestidad. Las
nuevas firmas deben su misma existencia o desarrollo a la
circunstancia de no importarles violar la ley; sus clientes
conspiran con ellas y, como consecuencia natural, la desmoralización
se extiende a toda actividad mercantil.
Ocurre muy raras veces, además, que las autoridades encargadas de
fijar los precios hagan algún esfuerzo honesto simplemente para
preservar el nivel de precios existente al iniciar la intervención.
Declaran que su intención es «mantener las cosas en su lugar». Sin
embargo, muy pronto, so pretexto de «corregir desigualdades» o
«injusticias sociales», inician una fijación de precios
discriminatoria que sólo tiende a favorecer a los grupos con
influencia política en detrimento de los demás Como el poder
político depende hoy en día primordialmente de los votos, los grupos
que las autoridades tratan más frecuentemente de favorecer son los
obreros y agricultores. A1 principio se afirma que los salarios y el
costo de la vida no guardan relación entre sí que los salarios
pueden elevarse fácilmente sin que se eleven los precios. Cuando se
pone de manifiesto que los salarios pueden incrementarse tan sólo a
expensas de las ganancias, los burócratas comienzan a argüir que -
los beneficios eran ya demasiado considerables y que una elevación
de salarios sin la correspondiente subida de precios todavía
permitirá «una ganancia razonable». Como no existe nada parecido a
una tasa uniforme de los beneficios, como la ganancia es variable en
cada empresa, el resultado de esta política es eliminar los negocios
con escaso margen de rentabilidad, desalentando o reteniendo la
producción de determinados artículos. Ello significa desocupación,
descenso en la producción y descenso del nivel de vida.
5
¿En qué se basa todo el esfuerzo para fijar unos precios máximos?
Ante todo, en la falta absoluta de visión respecto de los motivos
que determinan la elevación de los precios. La causa real consiste o
en la escasez de artículos o en el exceso de dinero. Los precios
topes legales no pueden remediar ninguna de las dos cosas. En
realidad, según acabamos de ver, su efecto queda limitado a
intensificar la escasez de productos. Lo que procede respecto al
exceso de dinero será tratado en un capítulo posterior. Ahora bien,
uno de los errores que conducen a la fijación de precios constituye
el tema fundamental de este libro. Así como los interminables planes
para elevar los precios de ciertas mercancías favorecidas son el
resultado de pensar sólo en los intereses de los productores a
quienes inmediatamente afectan, olvidando a los consumidores, los
planes para mantener bajos los precios mediante disposiciones
legales son el resultado de considerar solamente los intereses de la
gente como consumidores y prescindir de los que como productores les
atañen. Y el apoyo político a tales programas procede de una
confusión semejante en la mentalidad pública. La gente no quiere
pagar más por la leche, la mantequilla, el calzado, los muebles, el
alquiler de sus viviendas, las entradas del teatro o los diamantes.
Siempre que el precio de cualesquiera de estos bienes se eleva sobre
el nivel anterior, el consumidor se indigna y cree que está siendo
despojado.
La única excepción radica en el artículo que cada uno produce:
entonces comprende y aprecia la razón de su alza. Pero siempre está
dispuesto a considerar su propio negocio como caso de excepción. «Mi
propio negocio —dice— es peculiar y el público no lo comprende. La
mano de obra se ha encarecido, el precio de las materias primas
también se ha elevado, esta o aquella materia prima ya no se importa
y debe fabricarse más cara en nuestro país. Además, ha crecido la
demanda del producto y debe permitirse a los fabricantes aumentar
los precios lo necesario para estimular una expansión que satisfaga
la demanda.» Y así por el estilo. Como consumidor, todo el mundo
compra cien productos diferentes; como productor suele producir uno
solo y puede ver la injusticia de mantener bajo el precio de ese
producto. Y del mismo modo que cada fabricante desea un mayor precio
para su producto, cada obrero desea un sueldo o salario más elevado.
Cada uno puede percatarse, como fabricante, de que el control de
precios restringe la producción en su sector, pero casi todos se
resisten a generalizar esta observación, pues ello significaría
tener que pagar más caros los productos de los demás.
Cada uno de nosotros, en una palabra, tiene una múltiple
personalidad económica. Somos productores, contribuyentes y
consumidores. La política que propugne dependerá de la postura
particular que se adopte e n cada momento. Porque cada cual es unas
veces el Dr. Jekyll y otras Mr. Hyde. Como productor desea la
inflación (pensando principalmente en sus propios servicios o
productos), como consumidor desea la limitación de los precios
(pensando principalmente en lo que ha de pagar por los productos
ajenos). Como consumidor puede abogar por los subsidios o aceptarlos
de buen grado; como contribuyente se lamenta de tener que pagarlos.
Toda persona piensa que podría manejar las fuerzas políticas de
forma que le permitan beneficiarse de la subvención más de lo que
pierde con el impuesto o aprovechar el alza de sus propios productos
(mientras los costos de sus materias primas sean mantenidos
legalmente bajos) y al mismo tiempo beneficiarse como consumidor con
el control de precios. Ahora bien, la inmensa mayoría se engaña a sí
misma. Porque no sólo ha de registrarse, en el mejor de los casos,
tanta pérdida como ganancia con esta manipulación estatal de los
precios; forzosamente se originarán mayores pérdidas que beneficios,
pues toda intervención de los precios desorganiza y desalienta la
ocupación y la producción.
17. LEYES DEL SALARIO MÍNIMO
1
Hemos examinado anteriormente algunos de los perniciosos resultados
que producen los arbitrarios esfuerzos realizados por el Estado para
elevar el precio de aquellas mercancías que desea favorecer. La
misma especie de daños derívanse cuando se trata de incrementar los
sueldos mediante las leyes del salario mínimo. Esto no debe
sorprendernos, pues un salario es en realidad un precio. En nada
favorece la claridad del pensamiento económico que el precio de los
servicios laborales haya recibido un nombre enteramente diferente al
de los otros precios. Esto ha impedido a mucha gente percatarse de
que ambos son gobernados por los mismos principios.
Las opiniones acerca de los salarios se formulan con tal
apasionamiento y quedan tan influidas por la política, que en la
mayoría de las discusiones sobre el tema se olvidan los más
elementales principios. Gentes que serían las primeras en negar que
la prosperidad pueda ser producida mediante un alza artificial de
los precios y no vacilarían en afirmar que las leyes del precio
mínimo, en vez de proteger, perjudican las industrias que tratan de
favorecer, abogarán, no obstante, por la promulgación de leyes de
salario mínimo e increparán con la máxima acritud a sus oponentes.
No obstante, debería quedar bien sentado que una ley de salario
mínimo, en el mejor de los casos, constituye arma poco eficaz para
combatir el daño derivado de los bajos salarios y que el posible
beneficio a conseguir, mediante tales leyes, sólo superará el
posible mal en proporción a la modestia de los objetivos a alcanzar.
Cuanto más ambiciosa sea la ley, cuantos más obreros pretenda
proteger y en mayor proporción aspire al incremento de los salarios,
tanto más probable será que el perjuicio supere los efectos
beneficiosos.
Lo primero que ocurre cuando, por ejemplo, se promulga una ley en
virtud de la cual no se pagará a nadie menos de treinta dólares por
una semana laboral de cuarenta y ocho horas, es que nadie cuyo
trabajo no sea valorado en esa cifra por un empresario volverá a
encontrar empleo. No se puede sobrevalorar en una cantidad
determinada el trabajo de un obrero en el mercado laboral por el
mero hecho de haber convertido en ilegal su colocación por cantidad
inferior. Lo único que se consigue es privarle del derecho a ganar
lo que su capacidad y empleo le permitirían, mientras se impide a la
comunidad beneficiarse de los modestos servicios que aquél es capaz
de rendir. En una palabra, se sustituye el salario bajo por el paro.
Se causa un mal general, sin compensación equivalente.
La única excepción se registra cuando un grupo de obreros recibe un
salario efectivamente por debajo de su valor en el mercado. Esto
puede ocurrir sólo en circunstancias o lugares especiales donde las
fuerzas de la competencia no funcionen libre o adecuadamente; pero
casi todos estos casos especiales podrían remediarse con igual
efectividad, más flexiblemente y con menor daño potencial, a través
del actuar de los sindicatos.
Cabe pensar que si la ley obliga a pagar mayores salarios en una
industria dada, pueda ésta elevar sus precios de tal suerte que el
incremento pase a gravitar sobre los consumidores. Sin embargo, tal
desviación no es tan hacedera ni se escapa con tanta sencillez a las
consecuencias de una artificiosa elevación de sueldos. Muchas veces
no es posible aumentar el precio de sus productos, pues quizá se
induzca al consumidor a la búsqueda de un sustitutivo. O bien, si
continúan adquiriéndolo, los nuevos precios les obliguen a comprar
menos cantidad. En su consecuencia, aunque algunos obreros de la
industria en cuestión se han beneficiado del alza de salarios, otros
por ello perderán sus empleos. Por otra parte, si no se aumenta el
precio del producto, los fabricantes marginales son desplazados del
negocio. En realidad se habrá provocado una reducción en la
producción y el consiguiente paro, recorriendo camino distinto.
Cuando se mencionan estas consecuencias, siempre hay alguien que
replica: «Perfectamente; si para conservar la industria X es
ineludible pagar salarios ínfimos, justo es que los salarios mínimos
obliguen a su cierre.» Ahora bien, tan audaz afirmación prescinde de
ciertas realidades. En primer lugar, no advierte que los
consumidores han de soportar la pérdida del producto. Olvida también
que los obreros que trabajaban en la industria en cuestión quedan
condenados al paro. Finalmente, ignora que por bajos que fueran los
emolumentos abonados, eran los mejores entre todas las posibilidades
que se ofrecían a los obreros de la tantas veces aludida industria
X, pues de lo contrario habrían acudido a otra. Por lo tanto, si la
industria X es suprimida por una ley de salarios mínimos, quienes en
ella trabajaban se verán constreñidos a aceptar empleos que
reputaron menos interesantes que los que por fuerza han de
abandonar. Su demanda de trabajo hará descender todavía más los
salarios de las ocupaciones alternativas que ahora les son
ofrecidas. No cabe eludir la consecuencia: siempre que se imponen
salarios mínimos se provoca un incremento del paro.
2
Además, los programas de asistencia destinados a aliviar el paro
originado por la ley del salario mínimo crean un serio problema.
Mediante un salario mínimo de 75 centavos por hora, verbigracia, se
prohibe a cualquiera trabajar cuarenta horas semanales por menos de
treinta dólares. Supongamos ahora que se ofrece una asistencia de
sólo dieciocho dólares semanales. Ello equivale a haber prohibido
que una persona emplee su tiempo eficazmente ganando, por ejemplo,
veinticinco dólares semanales, manteniéndole en cambio inactivo
percibiendo un subsidio de dieciocho dólares a la semana. Hemos
privado a la sociedad del valor de sus servicios; al hombre, de la
independencia y dignidad que se derivan de la autosuficiencia
económica, incluso a bajo nivel, separándole de la tarea más de su
agrado, y, al propio tiempo, recibe una remuneración menor a la que
podía haber ganado por su propio esfuerzo.
Estas consecuencias se producirán siempre que el socorro sea
inferior en un centavo a los treinta dólares. Sin embargo, cuanto
más elevado sea el mismo, tanto peor será la situación en otros
aspectos. Si se ofrece un subsidio de treinta dólares, se facilita a
muchos igual cantidad sin trabajar que trabajando. En fin,
cualquiera que sea la cantidad a que ascienda el subsidio, provoca
una situación en la que cada cual trabaja sólo por la diferencia
entre su salario y el importe del socorro. Si éste, por ejemplo, es
de treinta dólares semanales, los obreros a quienes se ofrece un
salario de un dólar por hora o cuarenta dólares a la semana, ven que
de hecho se les pide que trabajen por diez dólares a la semana tan
sólo, puesto que el resto pueden obtenerlo sin hacer nada.
Cabría pensar en la posibilidad de escapar a estas consecuencias
ofreciendo ese socorro en forma de trabajo remunerado, en lugar de
hacerlo a cambio de nada; pero esto es tan sólo cambiar la
naturaleza de las repercusiones. La asistencia en forma de trabajo
significa pagar a los beneficiarios más de lo que el mercado hubiera
ofrecido libremente. Por tanto, sólo una parte del salario de ayuda
proviene de su actividad (ejercida, por lo general, en trabajos de
dudosa utilidad), mientras que el resto es una limosna disfrazada.
Probablemente hubiera sido mejor, en todo evento que el Estado,
inicialmente, hubiera subvencionado francamente el sueldo percibido
en las tareas privadas que ya venían realizando. No queremos alargar
más este asunto, pues nos llevaría al examen de cuestiones que de
momento no interesan. Ahora bien, conviene tener presentes las
dificultades y consecuencias de los subsidios al considerar la
promulgación de leyes del salario mínimo o el incremento de los
mínimos ya fijados.
3
De cuanto antecede no se pretende deducir la imposibilidad de elevar
los salarios. Lo único que se desea es señalar que el método
aparentemente sencillo de incrementarlo mediante disposiciones del
poder público es el camino peor y más equivocado.
Parece oportuno advertir ahora que lo que distingue a muchos
reformadores de quienes rechazan sus sugerencias no es la mayor
filantropía de los primeros, sino su mayor impaciencia. No se trata
de si deseamos o no el mayor bienestar económico posible para todos.
Entre hombres de buena voluntad tal objetivo ha de darse por
descontado. La verdadera cuestión se refiere a los medios adecuados
para conseguirlo, y al tratar de dar una respuesta a tal cuestión,
no el lícito olvidar unas cuantas verdades elementales; no cabe
distribuir más riqueza que la creada; no es posible, a la larga,
pagar al conjunto de la mano de obra más de lo que produce.
La mejor manera de elevar, por lo tanto los salarios es
incrementando la productividad dei trabajo. Tal finalidad puede
alcanzarse acudiendo a distintos métodos: por una mayor acumulación
de capital, es decir, mediante un aumento de las máquinas que ayudan
al obrero en su tarea; por nuevos inventos y mejoras técnicas; por
una dirección más eficaz por parte de los empresarios; por mayor
aplicación y eficiencia por parte de los obreros; por una mejor
formación y adiestramiento profesional. Cuanto más produce el
individuo, tanto más acrecienta la riqueza de toda la comunidad.
Cuanto más produce, tanto más valiosos son sus servicios para los
consumidores y, por lo tanto, para los empresarios. Y cuanto mayor
es su valor para el empresario, mejor le pagarán. Los salarios
reales tienen su origen en la producción, no en los decretos y
órdenes ministeriales.
18. ¿ INCREMENTAN LOS SINDICATOS LOS SALARIOS?
1
E1 poder de los sindicatos obreros para elevar los salarios con
carácter permanente y en relación con la totalidad de la población
trabajadora ha sido notablemente exagerado. Tal exageración es,
principalmente el resultado de no reconocer que los salarios
fundamentalmente evolucionan en función de la productividad del
trabajo. Por esta razón los salarios fueron en los Estados Unidos
incomparablemente más elevados que en Inglaterra y Alemania durante
las décadas en que el «movimiento sindical» en estos dos países
estaba mucho más avanzado.
A pesar de la abrumadora evidencia de que la productividad laboral
es el factor fundamental determinante de los salarios, la conclusión
es generalmente olvidada o menospreciada por los jefes sindicales y
por ese numeroso grupo de economistas teorizantes que buscan una
reputación de «liberales», imitándoles como papagayos. Pero esta
conclusión no se basa, como ellos suponen, en la hipótesis de que
los empresarios son, en general, hombres amables y generosos,
ansiosos de hacer lo justo. Básase en el supuesto absolutamente
distinto de que el empresario anhela incrementar hasta el máximo sus
propios beneficios. Si existen gentes dispuestas a trabajar a cambio
de una cantidad menor de lo que piensan que merecen recibir, ¿por
qué no ha de aprovecharse de ello todo lo posible? ¿Por qué ha de
limitarse a contemplar cómo otro empresario obtiene dos dólares de
ganancia cada semana, empleando a determinado obrero, y no ha de
procurar conseguir los servicios de tal obrero mediante ofrecerle un
dólar más a la semana, aun cuando su ganancia se reduzca también a
un solo dólar por semana? Y en tanto existan situaciones análogas,
la competencia entre los empresarios por el trabajo de los obreros
originará una poderosa tendencia a que éstos sean remunerados con la
totalidad del valor económico de sus servicios.
Con esto no quiero decir que los sindicatos no persigan finalidades
legítimas ni desempeñen ninguna función útil. La misión más
importante que pueden llenar es la de cerciorarse de que todos sus
miembros obtienen por sus servicios el verdadero valor de mercado.
La competencia entre obreros por los empleos, y entre los
empresarios por el trabajo de los obreros, no funciona a la
perfección. Ni unos ni otros pueden hallarse plenamente informados
respecto a las condiciones existentes en el mercado laboral. Un
trabajador aislado, sin la ayuda del sindicato o el conocimiento de
las «tarifas sindicales», carece de elementos para fijar el adecuado
precio de sus servicios según el mercado, e individualmente se halla
en una posición mucho más débil para negociar. Sus errores le
resultan mucho más caros que a un empresario. Si éste,
equivocadamente, rehusa tomar un empleado de cuyos servicios hubiese
podido obtener ventaja, se limita a perder el beneficio neto que
pudiera haber logrado empleando a esa persona; pero tal empresario
quizá emplee en dicho momento cien o mil obreros. Ahora bien, si un
trabajador rechaza erróneamente un empleo en la creencia de que
puede obtener fácilmente otro que le reportará más ingresos, su
error puede costarle caro. Se está jugando, generalmente, su único
medio de vida. No sólo es posible que fracase en sus esfuerzos por
encontrar con urgencia nuevo empleo que ofrezca mejor remuneración;
puede darse el caso que, durante algún tiempo al menos, le sea
imposible hallar otro empleo aun peor remunerado. El tiempo, en la
mayoría de los casos, es la esencia del problema, porque tanto él
como su familia han de comer. Por ello es posible que se vea tentado
a aceptar un salario que le consta es inferior al «valor económico
real» de sus servicios, antes de afrontar los indicados riesgos. Sin
embargo, cuando todos los obreros de una empresa conciertan con su
patrono un contrato laboral colectivo y estipulan el «salario base»
y las demás condiciones con que cada clase de actividad ha de
prestarse, se consigue que la discusión se lleve en plan de igualdad
y el riesgo de cualquier posible error quede virtualmente eliminado.
Sin embargo, los sindicatos suelen extralimitarse con facilidad,
según ha demostrado la experiencia sobre todo cuando cuentan con el
apoyo de una legislación laboral partidista que sólo establece
obligaciones para los empresarios, en cuyo caso van más allá de su
cometido, actúan sin ninguna responsabilidad y adoptan una política
antisocial y de cortos alcances. Actúan así, por ejemplo, siempre
que pretenden elevar los salarios de sus miembros por encima del
nivel fijado por el mercado. Tal intento fatalmente provoca paro.
Pero de hecho sólo se consigue implantar aquel tipo de salario
empleando de alguna manera la coacción o la intimidación.
Así, en ocasiones se restringe el número de miembros del sindicato
imponiendo condiciones de afiliación que no se basan en la destreza
o habilidad profesional probadas. Tal restricción puede adoptar
muchas formas: exigir a los obreros unas cuotas de entrada
excesivas; fijar arbitrarios requisitos para ingresar; establecer
discriminaciones, abiertas o disimuladas, fundadas en motivos
religiosos y en diferencias raciales o de sexo; señalar un límite
absoluto del número de miembros o declarar el boicot, empleando en
su apoyo la fuerza si fuere necesario, no sólo a mercancías
producidas en empresas que emplean obreros no sindicados, sino
incluso a empresas que emplean obreros afiliados a sindicatos
rivales o que radican en otras ciudades o regiones.
E1 caso más obvio de empleo de la fuerza y la intimidación para
elevar o mantener los salarios de los miembros sindicados por encima
de los tipos reales registrados en el mercado es la huelga. La
huelga no implica necesariamente violencia; su empleo pacífico es un
arma legítima del trabajo, aun cuando debería usarse con moderación
y siempre en última instancia. Si un grupo de obreros interrumpe su
trabajo, quizá logre hacer recapacitar a un terco empresario que
hasta entonces les había venido pagando miserablemente, haciéndole
ver que no conseguirá sustituirlos por otros de condiciones
semejantes, dispuestos a aceptar el salario que los primeros
rechazaron. Ahora bien, desde el momento en que los obreros utilizan
intimidaciones o violencias para que sus demandas sean aceptadas,
desde que se valen de piquetes para impedir que cualquiera de los
empleados continúe en sus tareas o para evitar que el empresario
tome a otros para que sustituyan permanentemente a los huelguistas,
su causa se hace dudosa. Porque los piquetes no se emplean en
realidad contra los empresarios, sino contra otros obreros. Estos
desean ocupar los puestos que han quedado vacantes y percibir los
salarios rechazados por los huelguistas. Este hecho prueba que las
ocupaciones alternativas que se ofrecían a estos nuevos obreros no
son tan buenas como las que rechazan los que van a la huelga. Por
consiguiente, si los antiguos empleados consiguen por la fuerza
impedir que los nuevos obreros ocupen sus puestos, impídenles
escoger la mejor de las alternativas, obligándoles a optar por la
peor. Los huelguistas se hallan en una posición privilegiada y
emplean la fuerza para mantenerla contra los otros asalariados.
Si el precedente análisis es correcto, el indiscriminado odio al
«esquirol» no aparece justificado. Si el «esquirol» es un simple
agitador profesional que amenaza usar de la violencia, siendo
incapaz de realizar el trabajo, o si recibe durante algún tiempo un
sueldo más elevado para que simule estar trabajando y obligue a los
huelguistas a desistir de sus pretensiones. entonces el odio puede
estar justificado. Pero si se trata simplemente de hombres y mujeres
que buscan un empleo permanente y desean aceptarlo con los sueldos
antiguos que los huelguistas rechazan, en tal caso son trabajadores
a los que se obliga a aceptar empleos peores para que los
huelguistas puedan disfrutar de otros mejores. Esta posición
privilegiada de los antiguos trabajadores sólo puede ser mantenida
de hecho mediante la constante amenaza de apelar a la violencia.
2
La economía apasionada ha dado origen a teorías que un sereno examen
no puede justificar. Una de ellas es la de que el trabajo está
generalmente mal pagado. El aserto es de igual naturaleza al que
pretende que en el mercado libre los precios, en general, son
crónicamente demasiado bajos. Otra curiosa teoría, pero persistente,
proclama que los intereses de los obreros de una nación son
idénticos y que un incremento en los salarios de determinada
agrupación sindical puede ayudar por algún proceso misterioso a
elevar los del resto de los trabajadores. No sólo carece esta idea
de fundamento, sino que sucede precisamente todo lo contrario: si un
sindicato logra, mediante coacción, unos salarios superiores a como
valora realmente el mercado sus servicios, perjudicará a los demás
trabajadores, como daña a otros miembros de la comunidad.
Con el fin de ver con mayor claridad cómo ocurre esto, imaginemos
una comunidad en la que los datos numéricos estén
extraordinariamente simplificados. Supongamos que la comunidad
consta exactamente de media docena de grupos de trabajadores y que
estos grupos son originalmente iguales entre sí, tanto con
referencia a los salarios totales que perciben como al valor en e]
mercado de las mercancías que producen o de los servicios que
prestan.
Imaginemos que estos seis grupos se componen de: 1.°, obreros
agrícolas; 2.°, dependientes de comercio; 3.°, obreros textiles;
4.°, mineros de carbón 5.°, obreros de la construcción, y 6.°,
ferroviarios. Sus salarios medios, fijados sin ninguna especie de
coacción, no son necesariamente iguales; pero cualesquiera que sean,
asignemos a cada uno el número índice original cien como base. Ahora
supongamos que cada grupo forma un sindicato nacional capaz de
imponer sus aspiraciones, no en proporción a su productividad
económica, sino en función de su poder político y posición
estratégica. Imagínese que en definitiva los obreros agrícolas no
consiguen el menor aumento en sus salarios, mientras los
dependientes logran un incremento del 10 por 100, los obreros
textiles del 20 por 100, los mineros del 30 por 100, los de la
construcción el 40 por 100 y los ferroviarios el 50 por 100.
Sobre tales supuestos, resulta que se ha producido un incremento
medio en los salarios del 25 por 100. Imaginemos también, en aras de
la sencillez aritmética, que el precio de la mercancía fabricada por
cada grupo de obreros aumenta en la misma proporción que los
respectivos salarios. (Por varias razones, incluido el hecho de que
los costos de la mano de obra no son los únicos, el precio no
aumentará exactamente de ese modo y, desde luego, no lo hará en
corto período. Pero, no obstante, esas cifras servirán para ilustrar
el principio básico de que se trata.)
Nos encontraremos entonces ante una situación en la que el costo de
la vida se ha elevado como promedio en un 25 por 100. Los obreros
agrícolas, aunque sus salarios no han sido reducidos, su capacidad
adquisitiva habrá quedado notablemente disminuida. Los dependientes
de comercio, a pesar del aumento del ].0 por 100 conseguido, estarán
peor que antes de comenzar la carrera de precios y salarios. Incluso
los obreros textiles, con su aumento del 20 por 100, vivirán peor
que antes de obtenerlo. Los mineros, gracias a su aumento del 30 por
100, habrán mejorado en muy pequeña medida. Los dos restantes grupos
habrán salido indudablemente ventajosos, aun cuando su ganancia sea
mucho menor en la realidad que en la apariencia.
Ahora bien, incluso tales cálculos parten del supuesto de que el
forzado incremento de salarios no ha producido paro. Esto sólo
ocurrirá si tal aumento ha ido acompañado por un incremento
equivalente del dinero y del crédito bancario, e incluso así es
improbable que tales distorsiones en los tipos de salario puedan
llevarse a cabo sin crear focos de paro, particularmente en las
industrias en que mayor alza hayan experimentado los salarios. Si no
concurre esta correspondiente inflación monetaria, los forzados
aumentos de sueldo traerán consigo un extenso paro.
En términos de porcentaje, el paro no será necesariamente mayor
entre los sindicatos que hayan obtenido las más importantes mejoras
en sus salarios; su distribución variará, respondiendo a la mayor o
menos elasticidad de la demanda para las distintas clases de trabajo
y en relación con las circunstancias que dominen la demanda conjunta
de muchos tipos de empleo Sin embargo, después de hacer todas estas
concesiones, incluso los grupos cuyos salarios mejoraron más,
resultarán en definitiva perjudicados también si se compara el
número de obreros colocados y sin colocación. Y en cuanto a
bienestar, la pérdida sufrida será, desde luego, mucho mayor que la
expresada por los números, porque el malestar de los sin empleo
superará con mucho al bienestar psicológico de quienes han logrado
un pequeño aumento en su poder adquisitivo.
Tampoco puede rectificarse la situación concediendo subsidios por
paro. Tal subsidio, en primer lugar, es pagado en gran parte,
directa o indirectamente, con los salarios de los que trabajan.
Reduce, por consiguiente, esos salarios. Además, según hemos visto,
un socorro «adecuado» provoca paro. Esto ocurre de diversas formas.
Cuando en el pasado las poderosas uniones sindicales habían de
sostener a sus miembros sin empleo, reflexionaban mucho antes de
decidirse a solicitar unos salarios que darían lugar al paro de
parte de sus afiliados. Pero cuando existe un sistema de subsidios
en virtud del cual es el contribuyente quien sostiene a los obreros
sin empleo, consecuencia de los excesivos aumentos de salarios,
aquella prudencia en las exigencias de los sindicatos desaparece.
Además, según hemos indicado ya, un socorro «adecuado» invitará a
muchos a no buscar trabajo alguno y hará que otros piensen que se
les está pidiendo que trabajen no por el salario ofrecido, sino sólo
por la diferencia entre dicho salario y el importe del socorro Y un
paro extenso significa que se produce menos, que la colectividad se
empobrece y que todos tendremos menor cantidad de bienes a nuestra
disposición.
Los que ven en el sindicalismo una panacea para resolver toda suerte
de problemas, intentan a veces dar otra respuesta al problema que
acabo de presentar. Puede que sea cierto, admitirán, que los
miembros de los sindicatos poderosos exploten actualmente, entre
otros, a los trabajadores no sindicados; pero el remedio es
elemental: sindicar a todos los trabajadores. Sin embargo, la cosa
no es tan sencilla. En primer lugar, a pesar de las enormes
presiones políticas (en algunos casos bien pudiera hablarse de
coacción) en favor de la sindicación que contienen la ley Wagner y
otras disposiciones legales, no es casual que sólo aproximadamente
una cuarta parte de los obreros ventajosamente empleados en este
país estén sindicados. Las condiciones propicias para la sindicación
son mucho más complejas de lo que generalmente se cree. Pero aun
cuando pudiera efectuarse la sindicación general, los sindicatos no
podrían ser todos igualmente poderosos y entre ellos se registrarían
análogas diferencias a las que presenta la actual realidad. Unos
grupos de trabajadores ocupan posiciones estratégicas muy superiores
a las de otros, ya sea debido a su mayor número, a la vital función
que en la economía del país corresponde a la mercancía que elaboran
o al servicio que prestan, a la mayor dependencia de otras
industrias en relación con la propia o a su mayor habilidad en el
empleo de métodos coactivos. Pero imaginemos que esto no fuese así.
Pensemos, a pesar de ]a propia contradictoriedad de la suposición,
que todos los trabajadores pudiesen elevar sus salarios mediante
procedimientos coercitivos en igual porcentaje. A la larga, como a
continuación se examina, esta forzada elevación de salarios no habrá
significado mejora alguna para nadie.
3
Esto nos lleva al meollo de la cuestión. De ordinario se supone que
todo aumento de salarios se obtiene a expensas de los beneficios de
los empresarios. Desde luego, esto puede ocurrir durante cortos
períodos o en circunstancias especiales. Si se elevan los salarios
en una empresa determinada que compite con otras de tal manera que
no le es posible elevar sus precios, tal aumento de salarios habrá
de extraerse de los beneficios. Sin embargo, esto es más difícil que
ocurra si el incremento de salarios tiene lugar en toda una
industria. En tal caso, la industria aumentará casi siempre sus
precios y repercutirá el incremento de salarios sobre los
consumidores. Como éstos serán en su mayor parte obreros, verán sus
salarios reales reducidos al tener que pagar más por un producto
determinado. Cierto que como resultado del aumento de precios, las
ventas de esa industria pueden descender, de manera que el volumen
de beneficios de la misma quede reducido; pero el número de
empleados y la nómina total de la industria en cuestión serán
también reducidos, con toda probabilidad, en la misma proporción.
Es posible, sin duda, imaginar un caso en que los beneficios de toda
una industria se reduzcan sin la correspondiente mengua en el número
de sus empleados; en otras palabras: se trataría de un caso en que
un aumento de sueldos trajera consigo un aumento correlativo en las
nóminas y en que el costo total lo soportarían los beneficios, sin
que ello implicara la ruina de ninguna de las empresas del ramo. Tal
resultado no es verosímil, pero sí concebible.
Supongamos que tomamos como ejemplo una industria como la de
ferrocarriles, que no siempre puede derivar las alzas de salarios
sobre el público elevando las tarifas, por prohibirlo la
reglamentación estatal. (Realmente, la gran elevación de tipos de
salarios en los ferrocarriles se ha visto acompañada de las más
drásticas consecuencias para sus empleados; en los ferrocarriles
americanos de primera categoría se alcanzó un máximo de empleo en
1920, con 1.685.000 operarios remunerados con el salario medio de 66
centavos por hora; en 1931, esa cifra había descendido a 959.000,
con sueldo medio de 67 centavos la hora, en 1938, había disminuido
hasta 699.000, con salarios medios de 74 centavos la hora. Pero
podemos prescindir de circunstancias reales para facilitar la
argumentación y razonar como si se tratara de un caso hipotético.)
Es ciertamente posible que los sindicatos consigan sus ventajas de
modo inmediato a expensas de empresarios y accionistas. Estos
disponían, por ejemplo, en otro tiempo, en el negocio de
ferrocarriles, de fondos líquidos que han invertido, convirtiéndolos
de esta suerte en vías y coches-cama, vagones de mercancías y
locomotoras. En un principio su capital podía haberse invertido de
mil maneras, pero hoy está ya «cautivo», por así decir, en un
negocio concreto. Los sindicatos ferroviarios pueden forzarles a
aceptar dividendos más pequeños sobre este capital ya inmovilizado.
A los accionistas les interesará más que el ferrocarril continúe
funcionando mientras consigan beneficios por encima de los gastos de
explotación, incluso si no exceden de la décima parte del 1 por 100
de su inversión.
Pero esto tiene su inevitable corolario. Si el dinero invertido en
ferrocarriles produce ahora menos que el que pueden invertir en
otros negocios, los capitalistas no destinarán un centavo más a
transportes ferroviarios. Puede que todavía reemplacen el material o
las instalaciones que se desgasten por el uso para prolongar el
pequeño rendimiento del restante capital; pero a la larga ni
siquiera se molestarán en sustituir los elementos anticuados o
deteriorados. Si el capital invertido dentro del país produce menos
que el invertido en el extranjero, situarán su dinero más allá de
las fronteras, y si no pueden hallar en ninguna parte una
remuneración bastante que compense los riesgos, dejarán de invertir
en absoluto.
De este modo la explotación del capital por el trabajo, en el mejor
de los casos, sólo puede ser temporal. Rápidamente cesará y no tanto
por lo indicado en nuestro hipotético ejemplo, sino a causa del
hundimiento de las empresas marginales, de la extensión del paro y
el reajuste forzado de salarios y beneficios, hasta el punto en que
la perspectiva de ganancias normales (o anormales) conduzca a una
reanudación en el empleo y la producción. Pero mientras tanto, como
resultado de aquel intento de explotar al capital, se habrá
extendido el paro y disminuido la producción, provocando un
empobrecimiento general. Aun cuando durante algún tiempo el sector
laboral haya conseguido una mayor participación relativa en la renta
nacional, ésta disminuirá en términos absolutos, de modo que las
mejoras relativas del elemento laboral en estos cortos períodos
suponen victorias pírricas y pueden también significar que los
asalariados perciban ahora un total menor en términos de poder
adquisitivo real.
4
Llegamos así a la conclusión de que los sindicatos, aunque pueden
asegurar durante cierto tiempo un aumento de salarios a sus miembros
—en parte a expensas de los empresarios y más todavía a expensas de
los trabajadores no sindicados—, no incrementan, en manera alguna
los salarios reales a largo plazo y para la totalidad de los
obreros.
La creencia contraria se apoya en una serie de ilusiones. Una de
ellas es la falacia del post hoc ergo propter hoc, que percibe la
enorme alza de salarios en el último medio siglo, debida
principalmente al aumento de capital invertido y al progreso
científico y técnico, y la atribuye a los sindicatos, por cuanto
actuaron también intensamente durante el período. Ahora bien, el
error que más contribuye a mantener la referida ilusión se centra en
considerar tan sólo lo que una elevación de salarios, lograda en
virtud de las demandas de los sindicatos, significa a corto plazo
para los obreros que conservan sus empleos, al tiempo que no se
toman en consideración las repercusiones de tal mejora sobre el
empleo, la producción y el costo de la vida para todos los
trabajadores, incluidos los que lograron el aumento.
Se puede ir más allá de esta conclusión y suscitar el tema de si los
sindicatos no han impedido en realidad, a la larga y para la
totalidad de los trabajadores, que los salarios reales se eleven al
nivel que de otro modo hubiesen alcanzado. Ahora bien, es lo cierto
que en realidad han presionado en el sentido de mantenerlos bajos o
reducidos, por cuanto su efecto, en definitiva, ha sido disminuir la
productividad, lo que no cabe siquiera discutir.
De todas suertes, en orden a la productividad del trabajo, justo es
añadir que la política sindical cuenta también en su haber con una
labor constructiva. En ciertas ramas ha defendido módulos para
aumentar el nivel de destreza y capacitación profesional. Y en sus
comienzos los sindicatos realizaron una gran labor en la protección
de la salud de sus afiliados. Cuando la oferta de trabajo era
abundante, determinados empresarios veían la posibilidad de obtener
mayores beneficios exigiendo un esfuerzo continuado a sus obreros y
obligándoles a largas jornadas, sin preocuparse demasiado por las
consecuencias de tal conducta sobre su salud, ya que podían ser
fácilmente reemplazados por' otros. Y en ocasiones, empresarios
ignorantes o de cortos alcances redujeron sus propios beneficios al
exigir un trabajo excesivo a sus empleados. En todos estos casos,
los sindicatos, al reclamar condiciones razonables, aumentaron con
frecuencia el bienestar y mejoraron la salud de sus miembros, al
tiempo que elevaron sus salarios reales.
Pero en los últimos tiempos, a medida que ha ido creciendo su poder
y una equivocada simpatía pública llevara a la tolerancia o apoyo de
prácticas antisociales, los sindicatos se han extralimitado en sus
objetivos. La reducción de la semana laboral de 70 horas a 60
constituyó una victoria no sólo para la salud y el bienestar de los
trabajadores, sino también, a la larga, para la misma producción.
Implicó un logro para la salud v el descanso la reducción a 48 horas
de la semana de 60. También fue una mejora para la salud y el reposo
la reducción de la semana de 48 horas a 44; pero ya no lo fue para
la producción y renta nacional. Los beneficios de acortar la semana
laboral a 40 horas son bastante menores para la salud y el descanso,
en tanto que la disminución de la producción y renta nacional
aparecen más evidentes. Pero en la actualidad los sindicatos
propugnan y con frecuencia exigen la implantación de la semana
laboral de 35 horas e incluso de 32, y niegan, sin embargo, que tal
medida pueda y deba reducir la producción y renta nacional.
Pero no sólo al disminuir la jornada de trabajo ha conspirado la
política sindical contra la productividad. De hecho se trata de uno
de sus métodos menos nocivos, pues ha tenido al menos clara
compensación. Ahora bien, muchos sindicatos han insistido en
establecer rígidas subdivisiones del trabajo, que han elevado los
costos de producción y han dado lugar a costosas y ridículas
disputas «jurisdiccionales». Se han opuesto a la retribución basada
en la producción y eficiencia y han propugnado el mismo salario hora
para todos sus miembros, prescindiendo de las diferencias de
productividad. Han insistido en el ascenso por antigüedad y no por
méritos. Han dado aliento a deliberadas morosidades en el trabajo
con el pretexto de combatir supuestas «aceleraciones en la
producción». Han denunciado, presionando para que fueran despedidos
y a veces cruelmente maltratados, a hombres que rendían más en el
trabajo que sus compañeros. Se han opuesto a la introducción o
perfeccionamiento de maquinaria. Han impuesto normas para la
«extensión del trabajo», con el objeto de hacer necesarias más
personas o más tiempo para llevar a cabo determinada tarea. Incluso
han obligado, con la amenaza de arruinar a los empresarios, a
emplear personas que no eran necesarias en absoluto.
La mayoría de estas políticas se basaron en el supuesto de que sólo
existe una cantidad fija de trabajo a realizar, un determinado
«fondo laboral» que ha de repartirse entre tantas gentes y horas
como sea posible, a fin de no consumirlo demasiado pronto. Esta
creencia es totalmente falsa. No hay en realidad límite alguno al
trabajo a realizar. E1 trabajo crea trabajo. Lo que A produce
origina la demanda de lo que produce B.
productividad por debajo del nivel que de otro modo se hubiera
alcanzado. Por consiguiente, su efecto a largo plazo y para todos
los grupos de trabajadores ha sido relucir los salarios reales, es
decir, los salarios en relación con las cosas que pueden comprar. La
verdadera causa del tremendo incremento experimentado por los
salarios reales en el último medio siglo (especialmente en los
Estados Unidos) ha sido, repitámoslo, la acumulación de capital y el
enorme avance de la técnica que tal acumulación ha hecho posible.
La reducción del incremento de los salarios reales no es, por
supuesto, consustancial a la naturaleza de los sindicatos. Ha sido
el resultado de una política poco perspicaz. Todavía estamos a
tiempo de cambiarla.
19. «SUFICIENTE PARA ADQUIRIR EL PRODUCTO CREADO»
1
Los escritores de economía no profesionales están pidiendo siempre
precios «justos» y salarios «justos». Estos conceptos nebulosos de
la justicia económica nos llegan desde los tiempos medievales. Por
el contrario, los economistas clásicos elaboraron un concepto
diferente, el de precios funcionales y salarios funcionales. Precios
funcionales son aquellos que estimulan un máximo volumen de
producción y ventas. Salarios funcionales son aquellos que tienden a
crear el máximo volumen de empleo y las más crecidas nóminas.
E1 concepto de salarios funcionales ha sido adoptado, en una forma
adulterada, por los marxistas y aquellos de sus discípulos
inconscientes que integran la escuela del poder adquisitivo. Ambos
grupos dejan a mentes menos alambicadas la cuestión de si los
existentes salarios son «justos». La cuestión real—insisten—es si
serán eficaces o no. Y los únicos salarios eficaces —nos dicen—, los
únicos salarios que evitarán una inminente catástrofe económica son
aquellos que permitan al trabajo «adquirir el producto que crea».
Los marxistas y las escuelas del poder adquisitivo atribuyen toda
depresión del pasado al hecho de no haberse pagado nunca tales
salarios. E independientemente del momento en que hablan, hállanse
seguros de que los salarios no son todavía suficientemente elevados
para que pueda adquirirse el producto elaborado.
Esta doctrina ha resultado particularmente eficaz en mano de los
dirigentes sindicales. No confiando en su habilidad para despertar
el interés del público o para persuadir a los empresarios (malvados
por definición) de la necesidad de ser «justos», se han aferrado a
una calculada dialéctica para apelar a los motivos egoístas del
público e incitarle a que exija de los empresarios la satisfacción
de sus demandas.
Sin embargo, ¿cómo vamos a saber precisamente si el trabajo cuenta
con «lo suficiente para comprar el producto creado»? O bien ¿cuándo
tiene más de la cuenta? ¿Cómo vamos a determinar exactamente la
cantidad adecuada? Los defensores de la doctrina no parecen haberse
molestado gran cosa en contestar a tales interrogantes, por lo que
habremos de tratar de hacerlo nosotros mismos.
Algunos patrocinadores de la teoría parecen propugnar que los
trabajadores de cada industria han de recibir lo suficiente para
poder adquirir el producto particular que elaboran. Ahora bien,
parece seguro que con ello no pretenden que los obreros productores
de ropas baratas reciban lo indispensable para poder comprar ropas
baratas y los que fabrican abrigos de visón lo necesario para poder
adquirirlos, o que los operarios de la empresa Ford obtengan lo
suficiente para comprar automóviles Ford y los de la firma Cadillac
para adquirir automóviles Cadillac.
Sin embargo, interesa recordar que los sindicatos de la industria
automovilística, en una época en que la mayoría de sus miembros
figuraba ya en el tercio superior de los asalariados del país y en
la que su salario semanal, según las cifras oficiales, era ya un 20
por 100 más elevado que el salario medio pagado en las factorías y
casi el doble del que se abonaba en el comercio al por menor,
demandaban un incremento del 30 por 100 a fin de que pudiesen, según
uno de sus portavoces, «apuntalar nuestras posibilidades, en rápido
proceso de debilitamiento, para absorber los artículos que nuestra
capacidad nos permite producir».
¿Qué decir entonces del obrero fabril medio y del empleado del
comercio al por menor? Si bajo tales circunstancias los obreros de
la industria del automóvil necesitaban un incremento del 30 por 100
para evitar el colapso de la economía, ¿hubiese sido suficiente sólo
un 30 por 100 para los demás? ¿O hubiesen requerido aumentos del 55
al 160 por 100 para proporcionarles igual poder adquisitivo per
capita que a los obreros de la industria automovilística? (Podemos
estar seguros, si la historia de la negociación salarial, aun dentro
de cada sindicato, representa alguna guía, de que los obreros del
automóvil habrían insistido, caso de haberse implantado esta última
pretensión, en el mantenimiento de las diferencias existentes, pues
la pasión por la igualdad económica, lo mismo entre los miembros
sindicados que entre el resto de los humanos, con la excepción de
raros filántropos y santos, impúlsanos a pretender tanto como lo que
ya alcanzaron los que están situados por encima de nosotros en la
escala económica; pero no a facilitar a los que están por debajo lo
mismo que obtenemos nosotros. Ahora bien, es la lógica y la
consistencia de una determinada teoría económica, en lugar del
estudio de tan lamentables debilidades de la naturaleza humana, lo
que por el momento nos interesa.)
2
La afirmación de que el trabajo debe recibir lo suficiente para
adquirir el producto elaborado no es otra cosa que un aspecto
particular de la teoría general del «poder adquisitivo». El salario
de los obreros, se afirma muy razonablemente por cierto, constituye
su poder adquisitivo. Pero también es exacto que los ingresos de los
restantes miembros de la colectividad —tenderos, propietarios,
empresarios— constituyen sus respectivos poderes adquisitivos para
comprar lo que otros han de vender. Y una de las cosas más
importantes para la que los demás han de encontrar compradores es su
trabajo.
Además, todo ello ofrece también contraria perspectiva. En una
economía de mercado, la renta de cada uno de sus componentes figura
necesariamente como costo en la contabilidad de algún otro miembro.
Cualquier incremento en los salarios hora, a menos o hasta que se
vea compensado por igual incremento en la productividad por hora,
supone un aumento de los costos de producción. Un aumento en los
costos de producción, cuando el Estado controla y prohibe toda
subida de precios, absorbe los beneficios de los productores
marginales, causa su ruina económica, implica un descenso en la
producción y determina un aumento del paro. Aun en el caso de ser
posible un aumento de precios, su elevación desanima a los
compradores, contrae el mercado y da lugar también al paro. Si un
incremento del 30 por 100 en los salarios hora concluye por forzar
un aumento del 30 por 100 en los precios, los trabajadores no pueden
obtener el producto en mayor cantidad que antes, por lo que es
imposible salir del círculo vicioso.
Indudablemente, muchos rechazarán la afirmación de que un incremento
del 30 por 100 en los salarios puede determinar igual porcentaje en
el incremento de ]os precios. Cierto que este resultado sólo puede
producirse a largo plazo y si la política monetaria y crediticia da
lugar a ello. Si el dinero y el crédito son tan inelásticos que no
aumentan cuando se elevan los salarios (y si suponemos que los
salarios más elevados no están ¡justificados por la productividad
laboral en términos de dólares), entonces el principal efecto de
elevar los tipos de salarios consistirá en forzar el paro.
Y en tal caso es probable que el total de nóminas tanto en dólares
como en poder adquisitivo real, sea inferior que antes, toda vez que
un aumento del paro (producido por la política sindical y no
resultado transitorio de los avances técnicos) significa
necesariamente una producción más reducida de artículos para todos.
Y no es verosímil suponer que este descenso en el volumen total de
la producción quede compensado por el mayor porcentaje que el sector
laboral adquiere de la menor cantidad de bienes que ahora se
produce. Paul H. Douglas, en los Estados Unidos, tras analizar una
gran cantidad de estadísticas, y A. C. Pigou, en Inglaterra,
aplicando métodos casi puramente deductivos, llegaron por separado a
la conclusión de que la elasticidad de la demanda de trabajo se
halla entre —3 y—4, aproximadamente. Esto significa, en lenguaje
menos técnico, que «una reducción del 1 por 100 en el valor real del
salario, normalmente incrementa la demanda global de trabajo en
proporción no inferior al 3 por 100» (1). 0 para exponerlo de otra
forma, «si los salarios son aumentados por encima del nivel de la
productividad marginal, el descenso en el número de empleos será
normalmente tres o cuatro veces mayor que el incremento en el
importe del salario hora» (2), de manera que el ingreso total de los
obreros quedaría correspondientemente reducido.
(1) A. C. Pigou, The Theory of Unemployment (1933), página 96.
(2) P. H. Douglas, The Theory of Wages (1934), pág. 501.
Aun cuando estas cifras representaran solamente la elasticidad de la
demanda de trabajo en determinado período del pasado y no fueran
aplicables al futuro, rnerecerían, sin embargo, ser objeto de seria
meditación.
2
Pero ahora partamos del supuesto que el alza de salarios va
acompañada o seguida de un suficiente incremento del dinero y
crédito, evitándose de tal suerte que se registre un considerable
paro. Si suponemos que la anterior relación entre salarios y precios
era «normal» a largo plazo, en tal caso es muy probable que un
forzado incremento en los salarios, pongamos del 30 por 100, dé
lugar finalmente a un aumento en los precios de análogo porcentaje.
La creencia de que el aumento de precios sería inferior al indicado
se apoya en dos errores principales. E1 primero consiste en suponer
que los salarios que se pagan a los obreros de determinada empresa o
industria representan todo el coste de la mano de obra necesaria
para la producción de la mercancía acabada. Pero cada industria
representa no sólo una sección del proceso productivo considerado
«horizontalmente», sino también una sección del mismo proceso
considerado «verticalmente». Así, el costo de la mano de obra
directamente empleada en las fábricas de la industria
automovilística puede ser inferior, pongamos por caso, al tercio de
los costos totales de fabricación de los automóviles, circunstancia
que puede inducir a los incautos a creer que un incremento del 30
por 100 en los salarios daría lugar a un aumento de sólo un 10 por
100 o menos en los precios de los automóviles. Ahora bien, tal
razonamiento implicaría prescindir de los costos indirectos de los
salarios invertidos en las materias primas y piezas adquiridas en
otras factorías, en los transportes, en nuevas fábricas o
maquinarias, o del margen de utilidad del vendedor.
Los cálculos oficiales muestran que en el período de quince años que
va de 1929 a 1943 inclusive, los sueldos y salarios representaron en
los Estados Unidos un promedio del 69 por 100 de la renta nacional;
estos sueldos y salarios, naturalmente, hubieron de pagarse
extrayéndolos de la producción nacional. Aunque habría que efectuar
tanto adiciones cómo sustracciones a esa cifra para obtener un
cálculo exacto de lo que absorbe «el trabajo», podemos estimar sobre
tal base que los costos de la mano de obra no pueden ser inferiores
a dos tercios, aproximadamente, de los costos totales de producción,
pudiendo llegar a superar los tres cuartos (según la definición que
demos al «trabajo») Si adoptamos el menor de estos dos cálculos y
también suponemos que permanezcan invariables los márgenes de
beneficios en dólares, es evidente que un incremento del 30 por 100
en los costos de personal, para toda la industria en general,
supondría un aumento aproximado del 20 por 100 en los precios.
Pero tal cambio significaría que el margen de beneficios en dólares
que representa la renta de los accionistas, directores de empresas y
comerciantes individuales, contaría con sólo un 84 por 100,
pongamos, del anterior poder adquisitivo. Su efecto a largo plazo
sería provocar una disminución en nuevas inversiones y empresas, con
la forzada transferencia de aquellos empresarios que figuraban al
pie de la escala empresarial a las categorías más elevadas del grupo
asalariado, hasta que se hubiesen restablecido relaciones similares
a las anteriores. Pero esto es sólo un modo distinto de decir que un
incremento del 30 por 100 en los salarios, en las condiciones
supuestas, terminaría por implicar también un incremento del 30 por
100 en los precios.
De cuanto queda expuesto no se desprende necesariamente que los
asalariados no experimentarían mejora relativa alguna. Sin duda la
obtendrían, pero otros sectores de la población sufrirían pérdidas
equivalentes durante el período de transición. Ahora bien no es
probable que esta relativa ganancia signifique una ganancia
absoluta, pues la clase de cambio en la relación de costos y precios
que aquí se plantea difícilmente podría tener lugar sin originar
paro y desequilibrar, interrumpir o restringir la producción; de
manera que aun cuando el trabajo pudiera obtener durante el período
de transición y reajuste a un nuevo equilibrio una porción mayor de
un pastel más pequeño, es dudoso que ésta excediera en tamaño
absoluto (y bien pudiera resultar menor) a la anterior porción que
recibía de un pastel más voluminoso.
4
Esto último nos conduce al examen del verdadero significado y
alcance del equilibrio económico. salarios y precios en equilibrio
son aquellos que consiguen igualar la oferta y la demanda. Si se
intenta c levar los precios, ya sea por intervención estatal o
coacción privada por encima de su nivel de equilibrio, la
consiguiente reducción o eliminación de los beneficios supondrá un
descenso de la oferta y de la nueva producción. En consecuencia,
cualquier intento de forzar los precios por encima o debajo de su
nivel de equilibrio (hacia el que constantemente tiende a llevarlos
un mercado libre) contribuirá a hacer descender el volumen total del
empleo y de la producción por debajo del nivel que de otro modo se
habría alcanzado libremente.
Volvamos ahora a la doctrina de que el trabajo debe obtener «lo
suficiente para adquirir el producto creado». La producción
nacional, esto es evidente, no la crean ni la compran tan sólo los
obreros pertenecientes al sector de la industria. La compran todos
—empleados de oficina, profesionales, accionistas, tenderos,
carniceros, pequeños comerciantes, etcétera.—, en una palabra, todos
los que contribuyen de un modo u otro a su creación.
En cuanto a los precios, salarios y beneficios que deben determinar
la distribución de aquella producción, los precios mejores no son
los más elevados, sino aquellos que estimulan el mayor volumen de
producción y de venta. Los mejores tipos de salarios no son los más
elevados, sino los que permiten una amplia producción, empleo total
y el sostenimiento de las mayores nóminas. Los mejores beneficios,
desde el punto de vista no sólo de la industria, sino también del
trabajo, no son los más bajos, sino aquellos que estimulan a más
gentes a convertirse en empresarios o a proporcionar nuevos empleos.
Si tratarnos de orientar la economía en beneficio de un grupo o
clase aislado, perjudicaremos o destruiremos los demás grupos, sin
excluir los miembros del sector que aspirábamos a beneficiar. Es
necesario orientar la economía en beneficio de todos.
20. LA FUNCIÓN DE LOS BENEFICIOS
La indignación que muestra mucha gente hoy en día ante la sola
mención de la palabra «beneficios» indica la escasa comprensión que
generalmente existe de la vital función que desempeñan en nuestra
economía nacional. Para clarificar las ideas es forzoso insistir
otra vez sobre aquellos aspectos de la materia ya tratados en el
capítulo XIV, al hablar del mecanismo de los precios, si bien
analizando el tema desde ángulo diferente.
En realidad, los beneficios no representan una gran cantidad en
nuestra total economía. La ganancia neta de las empresas mercantiles
en los quince años que van de 1929 a 1943, para dar una cifra
ilustrativa, arrojó un promedio inferior al 5 por 100 de la renta
nacional Sin embargo, los «beneficios» representan el aspecto de la
renta que concita mayor hostilidad, siendo significativo que exista
una palabra, «usurero», para estigmatizar a quienes al parecer
obtienen excesivos beneficios, sin que dispongamos de palabras
equivalentes para calificar a quienes obtienen salarios excesivos o
experimentan crecidas pérdidas. No obstante, los beneficios del
propietario de una barbería pueden constituir un promedio muy
inferior no sólo al salario de un actor cinematográfico o del
director de una sociedad anónima, sino incluso al salario medio del
trabajador especializado.
La materia se halla empañada por toda suerte de falsos conceptos.
Con frecuencia se alude a los beneficios totales de la General
Motors, la empresa industrial más grande del mundo, como si aquéllos
representaran la regla en lugar de la excepción Pocos son los que
conocen los índices de mortalidad de las empresas mercantiles. La
mayoría ignora (según referencia de los estudios del TNEC) que «si
prevaleciesen en los negocios las condiciones que por término medio
mostró la experiencia de los últimos cincuenta años, aproximadamente
tan sólo siete de cada diez ultramarinos que abriesen hoy sus
puertas sobrevivirían hasta su segundo año de existencia, y de ellos
únicamente cuatro podrían celebrar su cuarto aniversario».
Desconocen que durante todos los años comprendidos en el período
1930-1938, el número de sociedades mercantiles que sufrieron
pérdidas superó, según referencia de las estadísticas del impuesto
de utilidades, al número de las que lograron beneficios.
¿A cuánto ascienden, por término medio, los beneficios? No se ha
hecho cálculo con las debidas garantías, que abarque los distintos
tipos de actividades —tanto entre sociedades mercantiles como entre
empresarios individuales—, ni tampoco un número suficiente de años
prósperos y adversos. Pero algunos eminentes economistas creen que
si tomamos en consideración un período de tiempo suficientemente
amplio y tenemos en cuenta la totalidad de las pérdidas
experimentadas por todos los negocios, después de conceder un margen
de beneficio al capital invertido, a un tipo de interés mínimo
relativamente seguro, y atribuir una remuneración razonable, a modo
de salario, a los servicios de quienes dirigen sus propios negocios,
puede ocurrir que no quede beneficio alguno e incluso que se
produzcan pérdidas. Ello en manera alguna obedece a la circunstancia
de que los iniciadores de negocios sean deliberadamente filántropos,
sino a que su optimismo y confianza en sí mismos les inducen con
excesiva frecuencia a aventuras de las que no pueden salir airosos
(1).
(1) F. H. Knight, Risk, Uncertainty and Profit, 1921.
Es inconcuso, en todo caso, que cualquier persona que invierte un
capital corre el riesgo no sólo de no obtener beneficio alguno, sino
de perderlo. En el pasado, el atractivo de unos elevados dividendos
en determinadas empresas o industrias indujo a afrontar tan grave
riesgo. Ahora bien, cuando los beneficios, pongamos por caso, quedan
limitados al 10 por 100 u otro porcentaje análogo, en tanto que el
riesgo de pérdida de todo el capital se mantiene, ¿cuál ha de ser el
probable efecto sobre el aliciente de la ganancia y su repercusión,
por tanto, en relación con el empleo y la producción? E1 impuesto de
tiempo de guerra sobre beneficios extraordinarios fue suficiente
demostración de la medida en que tales limitaciones pueden influir
en el relajamiento de los índices generales de producción y
rendimiento industrial.
Sin embargo, la política estatal tiende actualmente casi en todas
partes a suponer que la producción proseguirá su curso a pesar de
cuanto se haga por desalentarla. Uno de los mayores peligros
actuales para la producción deriva de la política estatal de
regulación oficial de precios. No sólo tal política paraliza la
producción de un artículo tras otro, al quitar incentivo para su
fabricación, sino que sus efectos a largo plazo impiden alcanzar el
equilibrio de producción según la demanda real de los consumidores.
Si la economía fuera libre, la demanda actuaría de forma que algunas
ramas de la producción obtendrían beneficios que los funcionarios
gubernamentales sin duda considerarían «no razonables» o
«excesivos». Pero ello precisamente no sólo intensificaría al máximo
la productividad de los negocios en el sector en cuestión,
juntamente con la reinversión de aquellos beneficios en nueva
maquinaria y empleos, sino que además atraería de todas partes a
empresarios y personas dispuestas a invertir su dinero en tales
empresas, hasta que la producción en la industria fuese
suficientemente grande para satisfacer la demanda, con lo que los
beneficios descenderían al antiguo nivel general.
En una economía sin trabas, en la que salarios, costos y precios
quedan a merced del libre juego de la competencia, las perspectivas
de beneficios deciden cuáles serán los artículos que se produzcan,
en qué cantidades y cuáles los que no han de producirse en absoluto.
Si no se registra beneficio en la fabricación de un artículo, es
señal que el trabajo y el capital a él destinados se hallan mal
invertidos, por cuanto el valor de los recursos que han de ponerse a
contribución para elaborar el producto es superior al precio del
artículo en cuestión.
En resumen, constituye función propia de los beneficios guiar y
canalizar el empleo de los factores de la producción de tal manera
que su utilización aporte al mercado miles de mercancías distintas
en las cantidades precisas que la demanda solicita. Ningún
funcionario oficial, por genial que sea, puede resolver este
problema de manera arbitraria. Precios y beneficios libres elevarán
al máximo la producción y remediarán la escasez con mayor rapidez
que ningún otro sistema. Los precios y beneficios arbitrariamente
fijados sólo pueden prolongar la escasez y reducir no sólo la
producción, sino también el número de empleos.
Finalmente, la función de los beneficios consiste en provocar un
constante e indeclinable estímulo en la dirección de todo negocio
conducente a introducir una mayor economía y eficacia, no obstante
el nivel anteriormente alcanzado. En las épocas de prosperidad, la
dirección obra así para incrementar todavía más los beneficios; en
las épocas normales, para aventajar a los competidores, y en los
tiempos adversos, para poder sobrevivir. Porque los beneficios no
sólo pueden descender a cero; pueden convertirse rápidamente en
pérdidas, y una persona realizará mayores esfuerzos para librarse de
la ruina que para mejorar simplemente su posición.
Resumiendo, los beneficios derivados de las relaciones entre costos
y precios no sólo nos indican cuáles son los artículos de cuya
producción se desprende mayor provecho económico para todos, sino
también cuáles son los medios más económicos de fabricarlos. Estos
problemas se presentan igualmente bajo un régimen de economía
socializada y también entonces, como en los regímenes capitalistas,
es necesario hallar soluciones; en realidad, cualquier sistema
económico imaginable tendría que enfrentarse con ellos y para la
inmensa mayoría de mercancías y servicios económicos las soluciones
que ofrece el sistema de beneficios y pérdidas, bajo un régimen
capitalista de empresa privada en competencia libre de trabas, son
incomparablemente superiores a las que podrían obtenerse mediante
cualquier otro sistema.
21. EL HECHIZO DE LA INFLACIÓN
1
He considerado necesario advertir al lector, una y otra vez, que
determinada política económica provocaría fatalmente ciertos
resultados, «a condición de que no se produjera inflación». En los
capítulos que tratan de las obras públicas y del crédito estatal
hube de referirme a la conveniencia de aplazar el estudio de las
complicaciones que la inflación introduce en esas cuestiones. Ahora
bien, los problemas relacionados con el dinero y la política
monetaria constituyen una parte tan intima, y en algunos casos tan
consustancial, del proceso económico, que aquella separación era muy
difícil, incluso a efectos de la exposición; por esa razón, en los
capítulos en que se examinan las consecuencias de diversas políticas
estatales o sindicales, en orden a salarios, empleos, beneficios y
producción, fue obligado analizar sin aplazamientos algunas de las
repercusiones que origina la adopción de políticas monetarias
distintas.
Antes de iniciar el estudio de las repercusiones de la inflación en
casos concretos, conviene analizar las de carácter general. E
incluso previamente estimo todavía preferible indagar los motivos
que han inducido siempre a los gobernantes a acudir a la inflación,
que disfruta, por otra parte, desde las más remotas épocas, de un
raro atractivo para las masas populares; el porqué, en fin, su canto
de sirena ha hechizado a una nación tras otra en su caminar hacia el
desastre económico.
E1 error más fácil de evidenciar y, sin embargo, tan antiguo y
constante, es aquel que al confundir «dinero» y «riqueza», confiere
sorprendente vigor al hechizo que emana de la inflación. «Que la
riqueza consiste en dinero, es decir, en oro y plata —escribía Adam
Smith hace casi dos siglos— es una noción popular que naturalmente
se desprende de la doble función del dinero como instrumento del
comercio y como medida de valor... Hacerse rico es adquirir dinero;
para ser breves, diremos que riqueza y dinero son considerados en el
lenguaje común, bajo todos los aspectos, como conceptos sinónimos.»
La verdadera riqueza consiste, por supuesto, en aquello que se
produce y consume: alimentos, ropas que vestimos, viviendas que
habitamos. Representan riqueza los ferrocarriles, las carreteras y
automóviles barcos, aviones, fábricas; los libros, pianos y cuadros
de arte. Es tan poderosa, sin embargo, la ambigüedad verbal que
confunde dinero y riqueza, que incluso quienes en ocasiones perciben
claramente la confusión existente en el constante trasiego de ambos
conceptos vuelven a caer en ella posteriormente en el curso de sus
razonamientos. Todos sabemos que si dispusiéramos de más dinero
podríamos adquirir mayor número de bienes; con triple cantidad de
dinero, nuestra «riqueza» sería tres veces mayor. Para muchos
resulta indiscutible que si el Estado emitiese más dinero,
distribuyéndolo equitativamente entre la población, la riqueza de
todos nosotros aumentaría con la cuota que nos hubiera correspondido
en el reparto.
Estos son, sin duda, los más ingenuos partidarios de la inflación.
Otros, más cautos, reconocen que si todo fuera tan sencillo como
creen los primeros, el Estado podría resolver la totalidad de los
problemas económicos emitiendo simplemente billetes. Presienten la
existencia de un obstáculo y piensan que el Estado debería limitar;
de una u otra forma, la cantidad de dinero adicional a emitir.
Emitiría justamente lo indispensable para dominar alguna que otra
supuesta «deficiencia» o «laguna».
E1 poder adquisitivo, razonan, es crónicamente insuficiente porque
la industria, de un modo u otro, no distribuye bastante numerario
entre los productores al objeto de que puedan adquirir como
consumidores el producto elaborado. En algún punto debe existir un
«escape» misterioso. Y hay quienes tratan de «probarlo» mediante
ecuaciones algebraicas. En el primer miembro de aquéllas consignan,
una sola vez, determinada cantidad, mientras que en el segundo
miembro la incluyen, sin apercibirse de ello, algunas veces más de
la cuenta. De esta suerte provocan alarmante diferencia entre lo que
llaman «pagos A» y lo que denominan «pagos A + B». Agrúpanse, visten
el uniforme verde del movimiento inflacionista y requieren al
Gobierno para que emita dinero o conceda «créditos» que permitan
hacer realidad el pago del valor numérico de esa diferencia
representada por la letra B en la expresión algebraica.
Los más toscos partidarios de lo que denominan «crédito social»
pueden parecernos ridículos; pero son innumerables las escuelas de
barnices más alambicados que pretenden haber elaborado «planes
científicos» para emitir o conceder, en cantidades exactas, el
dinero o créditos adicionales indispensables para colmar supuestas
«deficiencias» o «lagunas» de carácter crónico o periódico, cuyo
alcance y extensión aseguran poder calcular mediante diversos
procedimientos no revelados con exceso.
2
Los inflacionistas mejor preparados no dejan de reconocer que
cualquier incremento sustancial en el volumen de dinero en
circulación lleva consigo la reducción del poder adquisitivo de la
unidad monetaria; en otras palabras, conduce a un aumento en el
precio de las mercancías. Pero tal repercusión no les preocupa. A]
contrario, precisamente por ello desean la inflación. Algunos
aseguran que de esta suerte mejorará la situación de los deudores
pobres frente a los acreedores ricos. Otros piensan que la apuntada
medida estimulará las exportaciones y reducirá las importaciones. E
incluso hay quienes sostienen que la inflación es absolutamente
necesaria para superar las depresiones, «poner de nuevo en marcha a
la industria» y alcanzar el pleno empleo».
El hecho de que el incremento de dinero circulante (incluyendo el
crédito bancario) repercuta en los precios ha dado lugar al
nacimiento de las más variadas teorías. En primer término, como
acabamos de ver, aparecen los que imaginan posible aumentar el
volumen dinerario en cualquier medida, sin que resulten afectados
los precios. Ven sencillamente en tal mecanismo la manera de
aumentar «el poder adquisitivo» de toda la población, de suerte que
podrán comprar más cosas que antes. O bien son incapaces de
comprender que la colectividad no puede adquirir doble cantidad de
bienes que antes, a menos que su producción se duplique, o imaginan
que lo único que impide el incremento indefinido de la producción no
es la escasez de mano de obra y las limitaciones del horario laboral
y de los restantes factores de la producción, sino tan sólo la
escasez de medios de pago; si la gente —añaden— desea adquirir los
productos y dispone de dinero suficiente para comprarlos, los
artículos de consumo surgirían casi automáticamente.
Por otra parte, destacan —y entre ellos algunos eminentes
economistas— los que propugnan una rígida teoría en relación con los
efectos de la oferta de dinero sobre los precios de las mercancías.
Todo el dinero de una nación, aseguran, está siendo ofrecido
constantemente por sus poseedores a cambio de la totalidad de las
mercancías que se producen. Por consiguiente, el valor de la
cantidad total de dinero multiplicado por su «velocidad de
circulación, ha de ser siempre igual al valor de la cantidad total
de mercancías adquiridas. Y en consecuencia (suponiendo que no se
produzca ningún cambio en la «velocidad de circulación»), el valor
de la unidad monetaria variará en sentido inverso, guardando siempre
exacta proporción con la cantidad de dinero puesta en circulación. A
doble cantidad de dinero y crédito bancario corresponderá
exactamente un «nivel de precios» doblemente elevado; a triple
cantidad, nivel de precios triplemente elevado. En una palabra, si
multiplicamos por n la cantidad de dinero en circulación, el nivel
de precios quedará automáticamente elevado n número de veces.
No nos es posible, en razón a su extensión, desenmascarar aquí todas
las falacias contenidas en este razonamiento aparentemente
convincente (1). En lugar de ello trataremos de examinar de modo
sistemático por qué causas y en qué forma cualquier incremento en el
volumen de dinero en circulación eleva los precios.
(1) El lector interesado en su análisis deberá consultar los
siguientes textos: B. M. Anderson, The Value of Money (1917; nueva
edición, 1936); Ludwig von Mises, The Theory of Money and Credit (
edición norteamericana, 1935).
E1 aumento del volumen dinerario se origina siempre de un modo
específico. De ordinario se produce porque el Estado realiza más
gastos de los que puede o desea afrontar mediante impuestos (o
emisiones de deuda pública, cubiertas por la gente con sus ahorros).
Supongamos, por ejemplo, que el Estado imprime papel moneda para
cubrir gastos dimanantes del programa de defensa nacional. El primer
efecto de estos gastos consistirá en una elevación del precio de los
suministros de aquellas primeras materias que tengan aplicaciones
para fines de guerra y en el aumento de las disponibilidades
dinerarias de los contratistas de material bélico y de las de sus
empleados y operarios. (Así como en el capítulo destinado al estudio
de la regulación estatal de precios hubimos de aplazar el examen de
algunas complicaciones originadas por la inflación, al considerar
ahora la inflación, conviene, por idéntica razón, pasar por alto las
complicaciones derivadas de las medidas estatales en su pretensión
de fijar los precios. Si reflexionamos sobre esto, veremos que
aquéllas no alteran esencialmente nuestro análisis. Simplemente
conducen a una especie de inflación contenida que consigue aminorar
u ocultar algunas de sus primeras repercusiones tan sólo a expensas
de agravar las funestas consecuencias de su potente manifestación
final.)
Resulta, en definitiva, que los contratistas de material bélico y
sus empleados y operarios obtendrán mayores sumas de dinero. Lo
invertirán en mercancías o servicios de los cuales deseen disfrutar.
La incrementada demanda de estas mercancías o servicios permitirá
elevar el precio a sus vendedores. Aquellos que obtienen ahora
mayores ingresos en dinero preferirán abonar precios más elevados a
quedarse sin lo que desean adquirir, ya que sus actuales
disponibilidades dinerarias les inclinarán a conceder un valor
subjetivo menor a la unidad monetaria.
Llamemos grupo A a los contratistas del programa de defensa, junto
con sus empleados y operarios, y grupo B a aquellos a quienes los
primeros efectúan sus actuales adquisiciones de mercancías y
servicios. Los componentes del grupo B, como resultado del aumento
conseguido en precios y ventas, comprarán ahora, a su vez, mayor
cantidad de mercancías y servicios a un nuevo grupo C. También éstos
podrán elevar sus precios, obtener más ingresos y adquirir mayor
cantidad de mercancías y servicios a otro grupo D, y así
sucesivamente hasta que la elevación de precios e ingresos
monetarios se haya extendido virtualmente por todo el país. Cuando
se haya cerrado el círculo, casi todos contarán con mayores ingresos
dinerarios. Pero (suponiendo que no se haya verificado un aumento
equivalente en el volumen de mercancías y servicios producidos) se
habrá provocado un alza correlativa en los precios en general y la
nación no será ahora más rica que antes.
Esto no significa, sin embargo, que la riqueza absoluta o relativa
de cada individuo y su renta conserven las mismas proporciones
anteriores dentro de la economía general. Por el contrario, con toda
certeza el proceso inflacionario afectará de distinta forma a los
diferentes grupos de intereses económicos. Los primeros grupos en
recibir dinero adicional serán los que obtendrán mayores ventajas.
Los ingresos en dinero del grupo A, por ejemplo, habrán aumentado
antes de que se produzca el alza en los precios, permitiéndoles
adquirir una cantidad de mercancías casi proporcional al nuevo
incremento dinerario de que ahora disponen. Los ingresos en dinero
del grupo B aumentarán más tarde, cuando ya se había iniciado la
elevación de precios; pero no obstante, también ellos obtendrán
ventajas en cuanto al mayor número de mercancías que podrán
adquirir. En tanto que los restantes grupos, cuyos ingresos en
dinero no han experimentado avance alguno, se verán forzados a
abonar precios más elevados por los mismos bienes que necesiten
adquirir, significando para ellos tener que conformarse con un nivel
de vida inferior al que anteriormente disfrutaban.
Podemos aclarar ideas haciendo uso de una serie de cifras
hipotéticas. Supongamos que la población se halla arbitrariamente
dividida en cuatro grupos principales de intereses económicos: A, B,
C y D, que obtienen, por ese mismo orden, las ventajas iniciales de
unos mayores ingresos dinerarios. Cuando los ingresos en dinero del
grupo A han aumentado ya en un 30 por 100, todavía no se ha iniciado
ningún alza en los precios. En el momento en que los ingresos del
grupo B han aumentado en un 20 por 100, los precios no han subido,
por término medio, más que un 10 por 100. En tanto que cuando los
ingresos del grupo C han ascendido solamente en un 10 por 100, los
precios han sido elevados ya en un 15 por 100. Y cuando los ingresos
del grupo D no han experimentado aún aumento alguno, los precios que
ha de pagar por los bienes que normalmente compra han sido elevados
ya en un promedio del 20 por 100. En otras palabras, las ventajas
logradas por el grupo primero, derivadas del aumento de precios o
salarios provocadas por el proceso inflacionario, se obtienen
necesariamente a expensas de las pérdidas sufridas (como
consumidores) por los componentes de los últimos grupos en conseguir
elevar sus salarios o el precio de sus mercancías.
Es posible que si se consigue detener la marcha ascendente de la
inflación al cabo de unos pocos años, el resultado final sea un
incremento medio, pongamos por caso, del 20 por 100 en los ingresos
dinerarios y una elevación de igual magnitud en el nivel general de
precios, distribuidos ambos equitativamente entre los diferentes
grupos de intereses económicos. Pero este nuevo equilibrio no dejará
canceladas las ganancias y pérdidas experimentadas durante el
período de transición. El grupo D, por ejemplo, aun cuando haya
conseguido finalmente un aumento del 25 por 100 en el precio de las
mercancías que ofrece o servicios que presta, tal aumento en sus
actuales disponibilidades dinerarias no le permitirá comprar mayor
número de mercancías o servicios del que normalmente adquiría antes
de iniciarse el proceso inflacionario. Nunca le serán compensadas
las pérdidas que tuvo que soportar durante el período de transición,
cuando sus ingresos permanecían estacionados y se veía forzado a
abonar un aumento del 30 por 100 en los precios de los servicios y
mercancías que compraba a los otros grupos A, B, y C.
3
De lo expuesto se desprende que la inflación es un mero ejemplo
adicional de nuestra lección central. Puede, en efecto, beneficiar
durante breve período a los sectores favorecidos, aunque sólo a
expensas de otros grupos. Y a largo plazo engendra consecuencias
desastrosas para la comunidad entera. Basta una inflación
relativamente suave para desarticular la estructura de la
producción, favoreciendo la expansión excesiva de unas industrias a
expensas de las restantes. Todo ello implica malinversión y derroche
de capital. Cuando la inflación se derrumba o es detenida, la
equivocada inversión de capital—en máquinas, factorías o
edificios—aparece incapaz de producir beneficios suficientes y
pierde la mayor parte de su valor.
Tampoco es hacedero detener la inflación de manera suave, evitando
de tal suerte la subsiguiente depresión. Una vez embarcados en la
nave de la inflación, ni siquiera es posible detenerla con arreglo a
previsores planes, ni cuando los precios alcanzan el nivel
preestablecido, pues las fuerzas políticas y económicas escaparían
fatalmente a cualquier clase de control. No cabe argumentar en pro
de la subida del 25 por 100 en los precios, sin que alguien alegue
que tal razonamiento doblemente induce a un aumento del 50 por 100 y
otro asegure que es cuatro veces más convincente para llevar a cabo
un incremento del cien por cien. Los grupos políticos influyentes
que se beneficiaron de la inflación se opondrán a que se le ponga
término.
Es imposible, además, controlar el valor del dinero en épocas de
inflación, pues como hemos visto, en este orden de cosas la relación
de causa a efecto no responde a leyes meramente mecánicas. No cabe,
por ejemplo, predecir que un aumento del cien por cien en el volumen
de dinero en circulación implicará un descenso del 50 por 100 en la
cotización de la unidad monetaria. El valor del dinero depende,
según ya hemos visto, de las valoraciones subjetivas de quienes lo
poseen. Y estas evaluaciones no son consecuencia tan sólo de la
cantidad de dinero que cada persona tiene a su disposición, sino
también de la calidad de ese dinero.'En tiempo de guerra, la
cotización de las divisas de una nación subirá en el extranjero con
la victoria y descenderá con la derrota, independientemente del
aumento o disminución de su volumen. La valoración actual dependerá
a menudo del volumen que la gente imagine existirá en el futuro. Y
como ocurre en la especulación mercantil, la evaluación asignada por
cada persona a una divisa monetaria queda influida no sólo por lo
que ella estima debe ser su valor actual, sino también por lo que
supone va a ser la evaluación que todos los demás le asignarán en el
futuro.
Ello explica por qué tan pronto queda abiertamente implantada la
superinflación, el valor de la unidad monetaria desciende a un ritmo
muy superior al de la cantidad de billetes emitidos o que puedan
adicionarse a los ya en circulación. Cuando se inicia esta etapa, el
desastre es casi completo y la bancarrota se anuncia.
paz de aprovechar la experiencia de otros y ninguna generación de
escarmentar ante las adversas enseñanzas legadas por sus
antepasados. Cada generación y cada nación son víctimas de idéntico
espejismo. Todos pugnan por alcanzar el mismo fruto del Mar Muerto,
que luego se torna polvo y ceniza en sus bocas. Pues característica
esencial de la inflación es infundir aliento a miles de engañosas
ilusiones.
En nuestros tiempos, la argumentación más persistente presentada en
favor de la inflación consiste en afirmar que «pondrá en movimiento
las ruedas de la industria», evitará las irreparables pérdidas que
se derivan del ocio involuntario provocado por la paralización
mercantil e industrial y facilitará «pleno empleo». Esta
argumentación, en su más elemental exposición, se apoya en la
inmemorial confusión existente entre dinero y riqueza. Da por
supuesto que mediante tan burdo mecanismo se puede crear «nuevo
poder adquisitivo» y que sus efectos se expandirán en círculos cada
vez más anchos, como las ondas que produce una piedra al caer en un
estanque. Es evidente que quienes así arguyen no se han detenido a
considerar que lo único que tiene verdadera capacidad de compra para
«adquirir» mercancías es el ofrecimiento de otras mercancías a
cambio de aquéllas. Lo que fundamentalmente ocurre en una economía
de mercado es que las mercancías producidas por A son canjeadas por
las que produce B (1).
(1) Confróntese John Stuart Mill, Principles of Political Economics
(libro 3, capítulo 14, párrafo 2); Alfred Marshall, Principles of
Economics (libro VI, capítulo XIII, sección 10) y Benjamín M.
Anderson «A refutation of Keynes’ Attak on the Doctrine that
Aggregate Demand», en Financing American Prosperity.
Lo que la inflación realmente hace es provocar mutaciones en las
relaciones entre precios y costos. Se persigue a través de ella
principalmente una elevación del nivel general de los precios de las
mercancías con relación al nivel general de los actuales salarios,
al objeto de restaurar los decaídos beneficios de las empresas, y de
esta forma, al haber restablecido un equilibrio viable en la
relación entre precios y costos, estimular la recuperación de la
producción en aquellos sectores de la economía donde existan
actualmente recursos ociosos.
Debería quedar fuera de toda discusión que tal objetivo podría ser
alcanzado de modo más directo y honesto mediante la reducción de
salarios. Pero los más sutiles partidarios de la inflación opinan
que tal medida no puede ser adoptada hoy en día por razones
políticas. En ocasiones van más lejos y aseguran que toda propuesta,
cualesquiera que sean las circunstancias concurrentes para reducir
directamente los salarios al objeto de aminorar el paro, es
«antilaboral». Pero lo que ellos proponen, expuesto con toda
crudeza, es defraudar a los trabajadores, reduciendo los salarios
reales (es decir, expresados en términos de capacidad de compra)
mediante un alza en los precios.
Olvidan que el propio sector laboral ha mejorado mucho sus
conocimientos en la materia; que los grandes sindicatos disponen de
economistas especializados en asuntos laborales que vigilan con
atención las variaciones en los números índices y a quienes no se
engaña fácilmente. Es muy improbable, por tanto, que en las actuales
circunstancias la inflación consiga alcanzar ninguno de sus
objetivos políticos o económicos. Son precisamente los sindicatos
más poderosos, cuyos salarios más elevados habrían de ser
necesariamente minorados para que tuviera éxito la medida, los que
primeramente insistirán en que aquéllos sean elevados, cuando menos
en proporción con los aumentos del índice del costo de vida. Si
prevalece la demanda de los sindicatos, el actual equilibrio en la
relación entre estos salarios clave y los costos, considerado poco
viable para la pronta reanudación de los negocios, permanecerá
inalterado. Es muy probable, sin embargo, que se originen aún
mayores distorsiones en la estructura de los actuales salarios, pues
el alza de precios hará que la gran masa de trabajadores no
sindicados, cuyas retribuciones, aun antes de iniciarse la
inflación, no rebasaban los tipos normales de salario (e incluso es
posible que estuvieran indebidamente deprimidos por efecto del
exclusivismo sindical), sufra mayores menoscabos todavía durante el
período de transición.
5
Los más sutiles defensores de la inflación son insinceros. No
exponen su pensamiento con lealtad y terminan por engañarse a sí
mismos. Comienzan de pronto a hablar del papel moneda en términos
parecidos a los empleados por los más ingenuos inflacionistas, como
si aquél representara una forma de riqueza que pudiera incrementarse
a voluntad con sólo disponer de una simple imprenta. E incluso
llegan a discutir enfáticamente la cuestión relativa a cierto
«multiplicador», que por arte de magia convierte cada dólar impreso
e invertido por el Estado en el equivalente de varios dólares que se
suman a la riqueza del país.
En una palabra, deliberadamente equivocan y consiguen que la opinión
pública no se dé cuenta de las causas reales de cualquier depresión.
Las verdaderas causas radican, en la mayor parte de los casos, en el
defectuoso ajuste de la estructura salario-costo-precio: desajuste
en las relaciones entre precios de primeras materias y productos
acabados o entre distintos precios o salarios. En un momento dado,
esos desajustes han apartado todo incentivo de la producción o han
hecho realmente imposible que la producción prosiga, extendiéndose
la depresión debido a la interdependencia orgánica de nuestra
economía de mercado. En tanto no se corrijan esos desajustes, será
imposible restablecer totalmente la producción y el empleo.
La inflación cubre cualquier proceso económico con un velo de
ilusión. Confunde y engaña a la inmensa mayoría, e incluso a quienes
sufren sus consecuencias. Estamos todos acostumbrados a medir
nuestros ingresos y riqueza en términos monetarios. Este hábito
mental es tan poderoso que incluso economistas y estadísticos
profesionales no pueden deshacerse de él. Es difícil estar atentos
siempre en las relaciones económicas a los bienes y bienestar reales
que las suscitan. ¿Quién de nosotros no se siente más rico y
satisfecho cuando oye decir que la renta nacional se ha duplicado
(en dólares, por supuesto), en comparación con la de algún período
preinflacionario? Incluso el empleado que percibía 25 dólares y
ahora gana 35, cree que ha mejorado de situación, aunque ahora todo
le cueste doble que cuando ganaba 25 dólares. No es que permanezca
ciego ante el alza experimentada en el costo de la vida. Pero no
advierte tan claramente su situación real actual como lo hubiera
hecho si, permaneciendo inalterado el actual coste de la vida, le
hubiera sido reducido el salario al objeto de asignarle el mismo
poder adquisitivo más reducido que ahora posee como consecuencia del
alza en los precios y aun a pesar del aumento conseguido en términos
monetarios. La inflación es la autosugestión, la hipnosis o
anestesia que amortigua el dolor de la operación. Es el opio del
pueblo.
6
Ese es precisamente el objetivo económico que se pretende alcanzar.
Los modernos gobernantes, partidarios decididos de la «economía
planificada», acuden con tan encendido entusiasmo a la inflación
porque enturbia y trastoca todo el proceso económico. En el capítulo
III, por citar un ejemplo, hicimos ver cómo la creencia de que las
obras públicas necesariamente crean nuevos empleos es falsa. Si se
obtuvo el dinero mediante impuestos, según allí se expuso, por cada
dólar que el Estado gastó en obras públicas se invirtió un dólar
menos por los contribuyentes en sus propias necesidades, y por cada
empleo proporcionado mediante el gasto público se destruyó otra
colocación en la industria privada.
Pero supongamos que no se ha querido afrontar ese gasto mediante
imposición fiscal. Imaginemos que se prefirió acudir al mecanismo de
las financiaciones deficitarias, es decir, al empréstito estatal o
sencillamente a la impresión de papel moneda. En tal caso, el
resultado aludido parece que no se registra. Las obras públicas
parece que nacieron a impulsos de «un nuevo poder adquisitivo». No
cabe afirmar que haya sido éste detraído a los contribuyentes. De
momento, pues, el país parece haber sacado algo de nada.
Ahora bien, ateniéndonos a nuestra lección, detengámonos a examinar
las consecuencias a largo plazo. El empréstito ha de ser reembolsado
algún día. El Estado no puede acumular indefinidamente deuda tras
deuda, y si lo intenta, pronto o tarde desembocará en la bancarrota.
Tal como Adam Smith señalaba en el año 1766: «Cuando las deudas
públicas o estatales han alcanzado cierto grado de acumulación,
apenas existe, según creo, un sólo ejemplo en que hayan sido
completa y equitativamente pagadas.» La liberación de las rentas
públicas, si es que alguna vez se ha llevado a cabo, ha sido siempre
mediante una bancarrota, rara vez declarada, pero siempre real,
aunque frecuentemente se haya querido disimularla con un pago
ficticio.
Cuando el Estado decide, finalmente, satisfacer la deuda contraída a
causa de las obras públicas, se ve obligado necesariamente a imponer
a la comunidad un gravamen fiscal superior a los gastos
presupuestarios que realiza. Por consiguiente, durante este último
período se ve forzado a destruir mayor número de empleos del que
puede proporcionar mediante el gasto público. E1 inevitable
incremento en la imposición fiscal no sólo detrae de la comunidad
más poder adquisitivo; debilita o destruye en los empresarios el
incentivo de la producción y reduce la riqueza y la renta total del
país.
La única forma de escapar a esta conclusión es presumir (como sin
duda hacen siempre los partidarios del «gasto público») que los
gobernantes tan sólo realizarán aquellos desembolsos en períodos que
de otra suerte habrían sido de depresión o «deflacionarios» y se
apresurarán a pagar la deuda contraída en épocas que en caso
contrario habrían sido «inflacionarias» o de inusitado auge en los
negocios. Esto equivaldría, desde luego, a una ficción fraudulenta;
pero a pesar de ello, por desgracia, quienes gobiernan nunca
procedieron así. Es tan difícil en economía predecir futuros
acontecimientos y son tan influyentes las fuerzas políticas en
acción, que existen muy escasas probabilidades de que los
gobernantes actúen de esa forma. La financiación deficitaria del
gasto público, una vez emprendida, engendra poderosos intereses
privados que exigirán su prosecución bajo cualesquiera
circunstancias.
Si no se realiza un intento honrado de liquidar la deuda acumulada
y, por el contrario, se recurre abiertamente a la inflación,
fatalmente se producirán las consecuencias anteriormente descritas.
E1 país, considerado en conjunto, no puede obtener nada sin pagar un
precio. La propia inflación no es en el fondo más que una forma
singular de tributación. Quizá la peor, ya que de ordinario exige
más de quienes cuentan con menores posibilidades económicas. Pero
aun suponiendo que la inflación afectase a todos por igual (lo que
nunca puede ser cierto, según hemos demostrado), en tal caso
equivaldría a un simple impuesto sobre el consumo que gravara con
igual porcentaje toda clase de mercancías, lo mismo el pan y la
leche que los diamantes y pieles lujosas. Podría ser considerada,
igualmente, como el equivalente de un simple impuesto sobre la renta
que gravara con idéntico porcentaje y sin permitir exención alguna,
los ingresos de todos los miembros de la colectividad. Es más, en su
naturaleza está gravar no sólo el consumo de cada individuo, sino
también sus ahorros e incluso su póliza de seguro de vida. De hecho
puede ser equiparada a una exacción de capital derramada a prorrata
igualmente sobre pobres y ricos, sin tolerar exenciones.
La situación que se origina es todavía más grave porque la inflación
no afecta a todos en la misma proporción. Hay quienes sufren más que
otros, al menos en cuanto a porcentajes. E1 tributo que la inflación
representa escapa a toda suerte de controles por parte de las
autoridades fiscales. Golpea a ciegas en todas direcciones. E1 tipo
de gravamen impuesto por la inflación no es fijo: no puede quedar
determinado de antemano. Conocemos su cuantía hoy, pero no lo que
importará mañana, y mañana desconoceremos su importe para el
siguiente día.
Como ocurre con cualquier otro impuesto, la inflación perturba todo
cálculo económico e influye poderosamente en nuestra conducta
privada y en la orientación que convendrá dar a nuestros negocios.
Resta alientos a la previsión y al ahorro. Induce a toda suerte de
despilfarros y aventuras económicas. A menudo, incluso hace más
provechosa la especulación que el esfuerzo productor. Destruye la
normal estructuración de unas relaciones económicas estables. Sus
inexcusables injusticias hacen desear a las gentes remedios
desesperados. Siembra las semillas del fascismo y del comunismo.
Pronto comienza a solicitarse públicamente la implantación de
controles totalitarios. Invariablemente conduce a amargos desengaños
y finalmente al colapso de la economía del país.
22. LA OFENSIVA CONTRA EL AHORRO
1
Desde tiempo inmemorial, la sabiduría popular ha ensalzado las
virtudes del ahorro y precavido contra las consecuencias del
derroche y la prodigalidad. La sabiduría proverbial reflejó siempre
tanto los principios éticos como un prudente sentido del ahorro
compartido por toda la humanidad. Ahora bien, nunca faltaron tampoco
dilapidadores de riqueza, y como es notorio, teorizantes que se
afanaran buscando argumentos en apoyo de sus despilfarros.
Los economistas clásicos, al refutar los errores de su tiempo,
mostraron que la política del ahorro, orientada en interés del
individuo, sirve al propio tiempo el de la comunidad; Indicaban que
el ahorrador consciente, al preocuparse de su propio futuro, no
perjudicaba, sino que ayudaba a la sociedad Pero en nuestros días,
aquella antigua virtud, así como su defensa por los economistas
clásicos, vuelve a ser atacada mediante teorías que pretenden ser
moderadas y, en cambio, se ensalza la doctrina actualmente en boga
del «gasto público».
Estimo que si se desea proyectar la mayor claridad posible sobre
tema tan importante, nada mejor que actualizar, para iniciar su
estudio, el ejemplo clásico que empleara Bastiat. Imaginemos, pues,
dos hermanos, uno malgastador y otro prudente, cada uno de los
cuales ha heredado un capital líquido, en dinero o valores, que les
rinde una renta anual de 50 000 dólares. Prescindiremos en la
exposición del impuesto sobre la renta y de si ambos hermanos se
hallan moralmente obligados a trabajar para vivir, por ser
cuestiones que carecen de relevancia en orden al problema que ahora
nos ocupa.
Uno de los hermanos, Alvin, es irremisiblemente pródigo en el empleo
de su dinero. Gasta no sólo por temperamento, sino por principio. Es
un discípulo (por no ir más lejos) de Rodbertus, quien declaraba a
mediados del siglo XIX que los capitalistas «deben gastar sus rentas
hasta el último céntimo en comodidades y lujos», puesto que «si
deciden ahorrar... las mercancías se acumulan y parte de los
trabajadores quedan sin trabajo» ( l). Alvin acostumbra frecuentar
clubs nocturnos; da espléndidas propinas; mantiene un tren de vida
pretencioso, con multitud de sirvientes, dispone de dos choferes y
no ha señalado límite al número de sus automóviles; sostiene una
cuadra de caballos de carrera; posee un yate; viaja continuamente;
recarga a su esposa de pulseras de diamantes y abrigos de pieles y
hace a sus amigos carísimos e inútiles regalos.
(1) Rodbertus, K. Oberproduction and Crises (1850), página 51.
Para atender estos continuos desembolsos se ve obligado a consumir
parte de su capital. Pero ¿qué importancia puede tener esto? Si el
ahorro es pecado el derroche debe ser una virtud; en todo caso, no
hace sino compensar el daño que ahorrando causa su avaro hermano
Benjamín.
Innecesario decir que Alvin es excepcionalmente simpático a
encargadas de guardarropas, camareros, propietarios de restaurantes,
peleteros, joyeros y empleados de toda clase de establecimientos de
lujo. Considéranle un bienhechor público. Para todos resulta
incuestionable que proporciona trabajo y dinero a cuantos le rodean.
Comparado con él, su hermano Benjamín es bastante menos popular.
Raras veces se le ve en joyerías, peleterías o clubes nocturnos y
nunca llama a los camareros por su nombre de pila. En tanto que
Alvin gasta anualmente no sólo sus 50.000 dólares de renta, sino
también una porción de su capital, Benjamín vive mucho más
modestamente y sólo destina a sus gastos familiares unos 25.000
dólares anuales. Evidentemente, para quienes sólo ven lo que tienen
delante de los ojos, no proporciona ni la mitad de empleos que
Alvin, y además, los otros 25.000 dólares, piensan, son tan
improductivos como si no existieran.
Ahora bien, analicemos lo que Benjamín hace con los otros 25.000
dólares. Por término medio, 5.000 los destina a obras caritativas,
incluyendo ayudas a amigos necesitados. Las familias atendidas con
estos fondos los gastan, a su vez, en provisiones, ropas o
alquileres de viviendas. De esta manera esos fondos crean tanto
empleo como si Benjamín los hubiese gastado directamente. La
diferencia estriba en que se hace feliz a más gente como
consumidores y en que la producción oriéntase más hacia artículos
necesarios y menos hacia lujos y frivolidades.
Esto último preocupa a menudo a Benjamín. Su conciencia le atormenta
incluso por los 25.000 dólares que gasta. La vulgar ostentación y
derroche tan del agrado de Alvin, piensa, no sólo contribuye a
sembrar la insatisfacción y la envidia en quienes se esfuerzan por
mantener una vida decorosa, sino que además aumenta realmente sus
dificultades. En cualquier momento dado, razona Benjamín, la actual
capacidad productiva del país siempre es limitada. En consecuencia,
cuanto mayor parte se aplique a la producción de frivolidades y
lujos, menores serán las posibilidades de abastecer de artículos
necesarios a aquellos que más necesitados se hallan (1). Cuanto
menos tome del caudal de riqueza existente para su propio uso, más
dejará para el prójimo. La moderación en los gastos de consumo,
piensa, mitiga el problema que originan las desigualdades de riqueza
y rentas. Reconoce que esta prudencia en el consumo puede llevarse
demasiado lejos; pero considera que debiera practicarse, en parte al
menos, por aquellos cuyos ingresos son sustancialmente superiores al
término medio.
(1-) Cfr. Withers, H. Poverty and Waste (1914).
Veamos ahora, prescindiendo de sus ideas, lo que ocurre con los
20.000 dólares de Benjamín que ni gasta en bienes ni dilapida en
dádivas. En lugar de acumularlos en su cartera, caja de caudales o
lugar semejante, los deposita en un banco o los invierte. Si los
ingresa en un banco comercial o de ahorro, el banco los prestará a
corto plazo a empresas mercantiles en explotación para facilitar sus
operaciones, o bien adquirirá valores. En otras palabras, Benjamim
invierte su dinero directa o indirectamente. Ahora bien, cuando el
dinero se invierte, se emplea en la adquisición de bienes de
producción —edificios comerciales, oficinas, factorías, barcos,'
camiones, maquinaria, etc.—. Cualquiera de estas inversiones pone
tanto dinero en circulación y proporciona tanto trabajo como la
misma cantidad gastada directamente en bienes o artículos de
consumo.
Podemos afirmar, resumiendo, que el ahorro, en la vida moderna, es
sólo una forma más de gastar. La diferencia radica de ordinario en
que el dinero es transferido a otra persona para que lo invierta en
instrumentos o medios dedicados a incrementar la producción. Y en lo
que atañe a proporcionar trabajo, el «ahorro» y el gasto de
Benjamin, combinados, facilitan tanto corno el exclusivo gasto de
Alvin y ponen igual cantidad de dinero en circulación. La principal
diferencia consiste en que los empleos proporcionados por el gasto
de Alvin cualquiera directamente los percibe; en cambio, precisa
considerar el asunto con mayor atención y detenerse a pensar para
descubrir que cada dólar ahorrado por Benjamín facilita tanto
trabajo como el que derrocha Alvin.
Han transcurrido una docena de años. Alvin está arruinado. Ya no
frecuenta clubes nocturnos ni establecimientos elegantes. Aquellos
que se beneficiaban de su esplendidez hablan de él
desfavorablemente, llegando incluso a calificarle de insensato.
Escribe cartas mendicantes a Benjamín. Mientras que éste, que sigue
manteniendo idéntica proporción entre gastos y ahorros, proporciona
ahora más trabajo que nunca, porque sus rentas, merced a las
inversiones, han aumentado. Su capital también ha crecido. Es más,
debido a sus inversiones, la riqueza y la renta nacionales son
mayores; hay más fábricas y más producción.
2
Se han difundido tantos errores acerca del ahorro en los últimos
años, que no basta para refutarlos todos nuestro ejemplo de los dos
hermanos. Conviene dedicarles más espacio. Muchos arrancan de
confusiones tan elementales que resulta inverosímil que alguien las
padezca, particularmente cuando incurren en ellas economistas de
gran reputación. La palabra «ahorro», por ejemplo, se emplea unas
veces como mero atesoramiento de dinero y otras como inversión, sin
establecer de manera consistente clara distinción entre ambas
acepciones.
El mero atesoramiento de moneda, si se lleva a cabo arbitrariamente
sin motivo justificado y en gran escala, resulta perjudicial en
muchas situaciones económicas. Pero es en extremo raro. Algo que
presenta semejanzas con este tipo de atesoramiento —del cuál, sin
embargo, debe ser cuidadosamente distinguido— ocurre a menudo
después de iniciada una depresión en la vida mercantil. Se contraen
entonces tanto los gastos de consumo como las inversiones. Los
consumidores reducen sus compras. Actúan así en parte porque temen
perder sus empleos y desean acumular reservas; no han contraído sus
compras porque deseen consumir menos, sino porque quieren tener
seguridad de que sus recursos han de prolongarse un período mayor,
para el caso de que quedaran sin trabajo.
Pero, además, los consumidores disminuyen sus compras por otra
razón. Los precios de los bienes y artículos de consumo
probablemente han descendido y temen una nueva baja. A1 diferir sus
compras, confían adquirir más con igual dinero. No quieren invertir
sus recursos en géneros cuyo valor desciende, sino en dinero, cuyo
valor en relación con aquéllos esperan habrá de experimentar un
alza.
La misma expectativa frena sus posibles inversiones. Han perdido su
confianza en la rentabilidad de los negocios o al menos creen que
aguardando unos meses podrán comprar acciones u obligaciones con
menos desembolso. Su actitud puede interpretarse como contraria a
adquirir mercancías que pueden desvalorizarse o favorable a retener
su propio dinero con la esperanza de una superior revalorización.
Es un equívoco llamar «ahorro» a esta resistencia temporal al gasto.
No responde a iguales motivos que el auténtico ahorro. E1 error
alcanza mayores proporciones cuando se supone que este tipo de
«ahorro» es la causa de las depresiones. Es, por el contrario, una
de sus primeras consecuencias.
Cierto que esta resistencia a comprar puede intensificar y hacer más
penosa y duradera una depresión ya iniciada. Pero por sí sola no la
origina nunca. Hay ocasiones en que al producirse una arbitraria
intervención estatal en los negocios se provoca una situación de
incertidumbre, surgiendo la desorientación porque no se sabe lo que
el Estado hará más tarde. Elúdese entonces reinvertir los
beneficios. Empresas y particulares mantienen inactivas sus cuentas
bancarias. Deciden acumular mayores reservas ante posibles
contingencias. Este atesoramiento de moneda puede parecer la causa
del progresivo estancamiento de la actividad mercantil. sin embargo,
la causa real se concreta en la incertidumbre que origina la
intervención estatal.. Los mayores efectivos en metálico de las
empresas y particulares son simplemente un eslabón en la cadena de
consecuencias derivadas de aquella incertidumbre. Culpar a un
«excesivo ahorro» de una depresión en los negocios sería como
atribuir un descenso en el precio de las manzanas no a una cosecha
abundante, sino a que los consumidores resistiéranse a pagar más por
ellas.
Pero una vez que las gentes están decididas a censurar una práctica
o institución, cualquier argumentación en contra de la misma, por
ilógica que sea, se considera idónea. Así, se arguye que las
diversas industrias de bienes y artículos de consumo se montan para
atender determinada demanda y que si la gente comienza a ahorrar, la
imaginada demanda no actúa y se inicia la depresión. E1 supuesto se
apoya fundamentalmente en aquel error, que ya fue examinado,
consistente en olvidar que lo ahorrado en bienes de consumo se
invierte en bienes de producción y que «ahorro» no significa
necesariamente ni siquiera la contracción de un solo dólar en el
gasto total. Lo único que hay de verdad en aquel aserto es que todo
cambio que se produce súbitamente puede ser perturbador. Igual
distorsión se produciría si los consumidores desviasen de pronto su
demanda de un artículo de consumo a otro. Mayor perturbación
provocaría el hecho de que personas antes ahorradoras cambiasen
súbita mente su demanda de bienes de producción por bienes de
consumo.
Todavía se esgrime otra objeción contra el ahorro. Calificase ahora
de manifiesta tontería. Ridiculízase al siglo XIX por haber
propagado el ideario de que la humanidad, mediante el ahorro,
debería ir elaborando un pastel cada vez más grande, sin llegar
jamas a comerlo. La metáfora en si misma es ingenua y pueril.
Seguramente podrá enjuiciarse mejor valiéndonos de una descripción
más realista de lo que verdaderamente ocurre.
Imaginemos un país que colectivamente ahorra cada año
aproximadamente un 20 por 100 de todo lo producido en igual
período.. Este porcentaje supera notablemente el importe neto del
ahorro registrado en los Estados Unidos a través de su historia (1),
pero constituye una cifra redonda fácil de manejar e impide las
reservas mentales de aquellos que suponen que hemos ahorrado
demasiado.
(1) Históricamente, el 20 por 100 representa aproximadamente el
importe bruto de la renta nacional bruta dedicada cada año a la
formación de capital (sin incluir equipo de consumo). Si se tiene en
cuenta, sin embargo, el desgaste de capital, el ahorro anual neto se
acerca más al 12 por 100. Cfr. Terborgh, George The Bogey of
Economic Maturity (1945).
Pues bien, como resultado de este ahorro e inversión, la producción
total del país aumentará cada año. (Para simplificar el problema nos
desentendemos por ahora de las alzas y bajas en los negocios y otras
fluctuaciones.) Supongamos que el aludido incremento anual de la
producción se fija en dos puntos y medio por ciento. (Se adoptan los
puntos de porcentaje simple en lugar del interés compuesto tan sólo
para facilitar las operaciones aritméticas.) E1 resultado que
obtendriamos para un período, pongamos por caso, de once años, se
desarrollaría, expresado en números índices, aproximadamente, como
refleja el cuadro siguiente:
Lo primero que se observa en el cuadro es que el aumento anual de la
producción total se debe al ahorro, sin el cual no habría tenido
lugar. (Cabe imaginar, sin duda, que los perfeccionamientos e
invenciones de la técnica, aplicados meramente a la sustitución de
maquinaria y otros bienes de producción de un valor no superior al
antiguo, incrementarían la productividad nacional; pero este
incremento sería de poca consideración y tal argumentación presupone
en todo caso suficiente inversión anterior que hubiera hecho posible
la maquinaria actualmente existente.) E1 ahorro se ha destinado
ejercicio tras ejercicio a aumentar la cantidad o mejorar la calidad
de la actual maquinaria y de ese modo incrementar la producción
nacional de bienes. Cierto que cada año hay un pastel mayor (si es
que por cualquier extraña razón se considera ello reprobable). Cada
año, es verdad, no se consume todo el «paste].» producido. Pero no
existe restricción irracional o acumulativa del consumo. De hecho,
todos los años se consume una porción cada vez mayor, hasta que al
final de un período de once años (en nuestro ejemplo), la porción
anual de los consumidores es por sí sola igual a los pasteles
reunidos de los consumidores y productores del primer año. Además,
el equipo de capital, la posibilidad de producir mercancías, es un
25 por 100 mayor que inicialmente.
Observemos algunas otras circunstancias. El hecho de que un 20 por
100 de la renta nacional se destine anualmente al ahorro no
transforma en lo más mínimo a las industrias de bienes de consumo.
Si vendieron solamente las ochenta unidades que produjeron en el
primer año (y no hubo elevación alguna en los precios causada por
una mayor demanda), no iban a ser tan torpes sus directores como
para elaborar los planes de producción sobre la supuesta base de que
iban a vender cien unidades en el segundo año. Las industrias de
bienes de consumo, en otras palabras, están condicionadas ya al
supuesto de que habrá de continuar la pasada situación en lo que
respecta al índice de ahorro. Sólo un súbito incremento sustancial,
inesperado, en el ahorro podría causar trastornos y acumular
mercancías invendidas.
Pero igual trastorno, según hemos observado ya, causaría la súbita y
sustancial reducción del ahorro. Si e]. dinero que previamente
habría sido destinado al ahorro se invirtiera ahora en la compra de
bienes y artículos de consumo, no incrementaría los empleos, sino
que simplemente provocaría un aumento en el precio de los bienes de
consumo y una baja en el de los bienes de producción. En primer
término alteraría la situación de los empleos, reduciéndolos
temporalmente al repercutir sobre las industrias dedicadas a crear
bienes de producción. Sus consecuencias a largo plazo serían reducir
la producción y situarla a nivel inferior del que en caso contrario
hubiese alcanzado.
Los enemigos del ahorro no se dan por vencidos ni cejan en sus
acometidas. Comienzan ahora estableciendo una distinción, en cierto
modo acertada, entre «ahorro» e «inversión». Pero pronto razonan
como si se tratara de dos variables independientes y fuera mera
casualidad el que llegaran a igualarse entre sí. Estos autores
describen una situación portentosa. A un lado sitúan a quienes
automáticamente, sin objeto, de manera estúpida, continúan
ahorrando; luego aluden a las limitadas «oportunidades de inversión»
incapaces de absorber tal ahorro. E1 resultado, por desgracia, es la
paralización de la vida mercantil. La única solución, proclaman,
consiste en que el Estado expropie estos estúpidos y nocivos ahorros
y articule proyectos que permitan utilizar aquel dinero y
proporcionar empleo, aun cuando tales proyectos versen sobre
inútiles fosos o pirámides.
Son tantos los sofismas que este razonamiento y la «solución» que se
nos brinda encierran que sólo podemos destacar ahora algunos de los
más fundamentales. E1 «ahorro» sólo puede exceder a la «inversión»
en las cantidades que realmente hállense atesoradas en metálico (1).
Hoy son escasas las personas que en una moderna comunidad industrial
como los Estados Unidos de América atesoran monedas y billetes en
medias o debajo de un ladrillo. Aun así y todo, a pesar de La
insignificancia de su repercusión, es un hecho que ha sido tenido en
cuenta por los empresarios al establecer sus planes de producción y
ha influido también en el nivel de precios. Generalmente, ni
siquiera resulta acumulativo: cesa el atesoramiento cuando muere la
persona excéntrica que ha vivido recluida y se descubren y dispersan
sus ahorros, compensándose probablemente de tal suerte todo nuevo
atesoramiento. Por tanto, la cantidad total afectada por este
proceder es de hecho insignificante en sus efectos sobre la
actividad mercantil.
(1) Muchas de las diferencias entre los economistas respecto a los
distintos puntos de vista expresados ahora sobre este tema son
simplemente el resultado de diferencias en la definición. «Ahorro» e
«inversión» pueden ser definidos de manera que resulten idénticos y,
por consiguiente, necesariamente iguales. Me he decidido por definir
aquí el «ahorro» en términos monetarios e «inversión» por lo que
respecta a mercancías. Ello corresponde grosso modo al uso común de
las palabras, no siempre el más adecuado, desde luego.
Si se ingresa el dinero en bancos comerciales o de ahorros, según
hemos visto ya, rápidamente lo prestan o invierten, pues no les
conviene poseer fondos inactivos. Lo único que generalmente obliga a
las gentes a aumentar sus reservas en metálico y a los bancos a
mantener fondos inactivos y perder intereses es como ya vimos, o el
temor de que los precios desciendan o el deseo de las instituciones
bancarias de evitar mayores riesgos a su capital. Ahora bien, ello
indica que han comenzado a aparecer los síntomas de una depresión,
causa del atesoramiento, no que tal atesoramiento haya dado origen a
la depresión.
Dejando a un lado este despreciable atesoramiento de moneda (caso
excepcional que incluso cabría considerar como «inversión» directa
en dinero), el equilibrio entre «ahorro» e «inversión» se alcanza
mediante un mecanismo similar al de fijación del precio de cualquier
mercancía por el libre juego de las fuerzas de la oferta y la
demanda. «Ahorro» e «inversión» podrían definirse, respectivamente,
como la oferta y demanda de nuevo capital. Y de manera análoga que
la oferta y la demanda de otro artículo se igualan en el precio, la
oferta y la demanda de capital se igualan en los tipos de interés.
E1 tipo de interés es meramente la denominación especial dada al
precio del capital prestado. Es un precio como otro cualquiera.
Esta materia ha quedado tan embrollada en años recientes, como
consecuencia de complicadas retóricas y desastrosas políticas
estatales en ellas basadas, que uno casi desespera de un retorno al
sentido común y a la sensatez. Existe un temor patológico a los
tipos de interés «excesivos». Se afirma que si el interés es
demasiado alto, la industria no obtendrá beneficio alguno al
disponer de anticipos para su inversión en nuevas instalaciones y
máquinas. Esta dialéctica ha sido tan eficaz en las últimas décadas
que los gobiernos han seguido en todas partes una política
artificial de «dinero barato». Ahora bien, quienes así razonan,
movidos por su única preocupación de aumentar la demanda de
capitales, se desentienden de las consecuencias que tal política
pueda provocar sobre la oferta de capital. Es un ejemplo más del
error de prestar atención tan sólo a ]los resultados de una política
sobre un grupo de intereses determinado, menospreciando sus
repercusiones sobre los restantes sectores.
Si artificialmente se mantiene excesivamente bajo el tipo de
interés, en relación con el riesgo afrontado, el ahorro se paraliza
y cesa el ofrecimiento de capitales a préstamo. Aquellos que abogan
por una política monetaria de «dinero barato» imaginan que el ahorro
se produce automáticamente, sin que le afecte el tipo de interés,
porque piensan que los ricos ahítos ningún otro destino podrían dar
a su dinero. Hacen constantes alusiones, sin molestarse en
concretarlo, a un determinado nivel de ingresos que obligaría a
quien lo rebasara a economizar un mínimo fijo, con independencia del
tipo de interés o del riesgo que asuma el prestamista.
En realidad, la capacidad de cualquiera de hacer economías se ve
afectada por todo cambio del tipo de interés, aun cuando fuera
absurdo negar que la repercusión es mucho menor, proporcionalmente,
en el caso de los muy ricos que si se trata de personas de posición
económica más débil. Afirmar, utilizando un símil extremado, que el
volumen del ahorro real no quedaría reducido ante una sustancial
rebaja en el tipo de interés es como asegurar que la total
producción de azúcar no se vería disminuida por un sustancial
descenso del precio, en razón a que los productores eficientes que
elaboran dicho artículo a costos más reducidos continuarían
cosechando iguales cantidades que antes. E1 razonamiento hace caso
omiso del ahorrador modesto e incluso de la gran mayoría de quienes
ahorran.
Mantener los tipos de interés artificialmente bajos produce iguales
efectos que cuando se fija cualquier otro precio por debajo de su
nivel natural de mercado. Incrementa la demanda y reduce la oferta.
Aumenta la demanda de capital y disminuye la oferta de auténtico
capital. Crea escasez y provoca perturbaciones y distorsiones de la
economía. Es indudable que la reducción artificial del tipo de
interés estimula la demanda de créditos y en consecuencia fomenta
aventuras económicas de carácter francamente especulativo incapaces
de sobrevivir cuando desaparecen las arbitrarias condiciones que
motivaron su nacimiento. Por lo que a la oferta respecta, la
reducción artificial del tipo de interés desalienta la normal
tendencia a hacer economías y al ahorro, conduciendo a una relativa
escasez de capital real.
E1 interés del dinero puede, sin duda, mantenerse artificialmente
bajo si sustituimos el ahorro auténtico por una constante apelación
al incremento de la circulación fiduciaria o a la expansión de los
créditos bancarios. Este mecanismo es capaz de provocar la ilusión
de que se dispone de un capital mayor, de idéntica manera que la
adición de agua puede producir la ilusión de más leche. Ahora bien,
de esta forma se entroniza una política de persistente inflación. Es
un proceso que no hace sino acumular peligros. El interés aumentará
y la crisis se desencadenará, tanto si detenemos la inflación o la
proseguimos a un ritmo más lento como si acudimos a la deflación. En
una palabra, cualquier política de dinero barato provoca en última
instancia oscilaciones en los negocios mucho más violentas que
aquellas que se pretendía remediar o prevenir.
Si la injerencia gubernamental no se esfuerza en. manipular,
mediante medidas inflacionarias y al margen del mercado, los tipos
de interés del dinero, la acumulación del ahorro provocará un
descenso en el tipo de interés, creando de tal forma su propia
demanda por un proceso natural. La incrementada oferta de capital en
busca de inversores forzará a quienes ahorran a aceptar un tipo de
interés más bajo. Esto significará que será mayor el número de
empresas que podrán disponer de créditos, porque las perspectivas de
obtener beneficios con las nuevas maquinarias o fábricas adquiridas
con ellos compensarán el precio pagado por los fondos que les fueron
anticipados.
4
Llegamos así a la última falacia sobre el ahorro que me propongo
analizar. Se trata de la suposición, con tanta frecuencia
exteriorizada, de que existe un limite fijo para la cantidad de
capital, que puede ser efectivamente absorbido, e incluso que el
límite de expansión de capital ha sido alcanzado. Es inexplicable
que tal creencia pueda prevalecer aún entre gentes ignorantes y más
absurdo todavía que expertos economistas la sustenten. Prácticamente
la totalidad de la riqueza del mundo actual, lo que en realidad le
separa y diferencia del mundo preindustrial del siglo XVII, consiste
en el capital acumulado.
Este capital está formado, en parte, por muchas cosas que parece
mejor calificarlas de bienes de consumo duraderos: automóviles,
frigoríficos, muebles, escuelas, academias, iglesias, bibliotecas,
hospitales y, sobre todo, viviendas. Nunca en la historia humana se
ha dispuesto de número suficiente de viviendas. Existe todavía una
extraordinaria escasez en razón a las enormes destrucciones de la
segunda guerra mundial y las demoras experimentadas por tal causa en
la construcción. Pero incluso si fueran suficientes, desde un punto
de vista puramente numérico, las mejoras cualitativas son posibles y
deseables, sin limitación alguna, en todas, con la sola excepción de
las más lujosas.
La otra parte del capital es la que podemos denominar capital
propiamente dicho. Consiste en los instrumentos de producción, que
comprenden desde la más rudimentaria hacha, cuchillo o arado, a la
más complicada maquinaria, el mayor generador eléctrico o ciclotrón
o la fábrica más maravillosamente equipada. Tampoco en este caso hay
límite cuantitativo, y sobre todo cualitativo, para la expansión
posible y deseable. No habrá un «exceso» de capital hasta que el
país, menos desarrollado industrialmente aparezca tan bien equipado
técnicamente como el más avanzado; hasta que nuestra más ineficiente
fábrica sea equiparada a la que posea el equipo más reciente y
perfecto; hasta que los más modernos instrumentos de producción
hayan alcanzado un punto en que el ingenio humano sea incapaz de
mejorarlos. Mientras estas metas no se alcancen, quedará ilimitado
espacio para acumular más capital.
Ahora bien, ¿cómo puede ser «absorbido» el capital adicional? ¿Cómo
puede ser pagado? Si es puesto aparte y ahorrado, se absorberá y
pagará a sí mismo. Los empresarios lo invierten en nuevos
instrumentos de producción, es decir, compran nuevas, mejores y más
ingeniosas máquinas, porque reducen el costo de producción. Crean
artículos que el trabajo manual, sin ayuda técnica, sería en
absoluto incapaz de producir (entre ellos figuran hoy la gran
mayoría de objetos que nos rodea: libros, máquinas de escribir,
automóviles, locomotoras, puentes colgantes), o bien incrementan
enormemente las cantidades que pueden producirse, o también (y esto
no es sino decir lo que antecede en forma distinta) reducen los
costos de producción por unidad. Y como no hay límite alguno
asignable al grado de reducción de los costos de producción por
unidad —hasta que todo pueda ser producido sin costo—, no existe
tampoco para la cantidad de nuevo capital que pueda ser absorbido.
La constante reducción de los costos de producción unitarios
originada por la adición de nuevo capital produce uno de estos dos
efectos, cuando no ambos: reduce el precio de los artículos para el
consumidor e incrementa los salarios de los trabajadores que
disponen de nuevas máquinas, porque aumenta su capacidad productiva.
Así,- una máquina nueva beneficia a la vez a quienes directamente la
utilizan y a la gran masa de consumidores. En el caso de estos
últimos, podemos decir que les proporciona más y mejores artículos
por el mismo dinero, o lo que es igual, que incrementa sus ingresos
reales. En el caso de los obreros que utilizan las nuevas máquinas,
aumenta doblemente su salario real al incrementar también sus
ingresos en efectivo. Un ejemplo típico nos lo proporciona la
industria del automóvil. La de los Estados Unidos paga los salarios
más altos del mundo e incluso los más elevados dentro del país. Sin
embargo, los fabricantes de coches norteamericanos pueden competir
con los del mundo, porque su costo por unidad es más bajo. Y su
secreto radica en el hecho de que el capital empleado en fabricar
automóviles americanos es mayor, por obrero y por automóvil, que en
ninguna otra parte del mundo.
Sin embargo, hay quienes piensan que hemos alcanzado el final de
este proceso (1) e incluso quienes consideran que aun cuando no haya
sido alcanzado, el mundo comete una locura al seguir ahorrando y
añadiendo nuevas reservas al capital acumulado.
(1) Para una refutación estadística de este error, consúltese G.
Terborgh, The Bogey of Economic Maturity (1945).
No será difícil decidir, después del anterior análisis, quiénes son
los verdaderos locos.
23. LA LECCIÓN EXPUESTA CON MAYOR CLARIDAD
1
El objeto de la ciencia económica, como con tanta reiteración se ha
expuesto, es percibir consecuencias secundarias. También lo es,
naturalmente, prever consecuencias generales. Para ser breves, es la
ciencia que calcula los resultados de determinada política
económica, simplemente planeada o puesta en práctica, no sólo a
corto plazo y en relación con algún grupo de intereses especiales,
sino a la larga y en relación con el interés general de toda la
colectividad.
Esta ha sido la lección que ha constituido el objeto específico del
presente libro. Primeramente la expusimos en forma esquemática,
completando ulteriormente su trazado con multitud de casos
prácticos.
Sin embargo, a lo largo de estas concretas ilustraciones surgieron
otras enseñanzas de tipo general, a las que convendría aludir ahora
de modo más preciso.
A1 constatar que la economía es una ciencia que se preocupa de
ponderar resultados futuros, debemos haber advertido que, al igual
que ocurre con la lógica y las matemáticas, forma parte esencial de
su objeto el percibir ineludibles deducciones racionales.
Cabe ilustrar lo anterior mediante una elemental ecuación algebraica
Supongamos que x = 5, y que x + y = 12. La «solución» de esta
ecuación será que y es igual a 7; pero esta ineludible deducción
lógica se alcanza precisamente porque la ecuación nos dice que, en
efecto, y es igual a 7. La ecuación no hace directamente tal
afirmación; pero claramente se infiere de la conexión o ilación
lógica latente en ella.
La verdad contenida en esta elemental ecuación reaparece en las más
complicadas y abstrusas ecuaciones matemáticas. La solución se halla
implícita en el enunciado del problema. Es cierto que el desarrollo
de una ecuación puede exigir especial atención y no lo es menos que
su solución causa, en ocasiones, maravillosa sorpresa a quienes
lograron resolverla. Incluso puede producirles la impresión de haber
realizado un nuevo descubrimiento—algo semejante a la emoción que
experimenta el aficionado a la astronomía cuando «un nuevo planeta»
atraviesa su campo visual—. Esta sensación de descubrimiento puede
estar justificada, desde luego, por las consecuencias teóricas o
prácticas de la solución hallada No obstante, la respuesta estaba
implícita en el enunciado del problema, aun cuando no fuera posible
a la mente aprehenderla inmediatamente. Pues, como las matemáticas
constantemente nos recuerdan, las inferencias ineludibles no son
necesariamente verdades de evidencia inmediata.
Todo esto es igualmente cierto por lo que respecta a la economía. En
este aspecto, la ciencia económica podría compararse también a la
ingeniería. Cuando un ingeniero se halla ante un problema,
primeramente debe determinar todos los datos que guardan relación
con el mismo. Si diseña un puente para unir dos puntos, deberá
conocer, ante todo, la distancia exacta entre dichos puntos, la
naturaleza topográfica del terreno, la carga máxima que habrá de
soportar, la resistencia a la tensión y compresión del acero u otro
material con el que vaya a construirlo, y las fuerzas y presiones a
que habrá de estar sometido el puente una vez finalizado. Gran parte
de esta información le ha sido facilitada por otras personas.
También sus predecesores desarrollaron oportunamente complicadas
ecuaciones matemáticas mediante las cuales, conociendo las
características de los materiales y los esfuerzos exigidos, cabrá
determinar el diámetro, forma, número y estructura de sus pilares,
cables y vigas.
Del mismo modo, el economista, al enfrentarse con un problema
práctico, debe conocer tanto los datos esenciales de su
planteamiento como las deducciones válidas que pueden inferirse
lógicamente. En la ciencia económica, el dominio del aspecto
deductivo es tan importante como el conocimiento adecuado de los
hechos que se contemplan. Podemos decir de él lo que Santayana
afirmó refiriéndose a la lógica (igualmente aplicable a las
matemáticas), que «señala la irradiación de la verdad» de tal suerte
que «cuando se conoce el contenido fáctico de uno de los términos de
una proposición lógica, la totalidad del sistema ligado a este
término se vuelve, por así decirlo, luminosa» (1).
(1) G. Santayana, The Realm of Trath (1938), pág. 16.
Ahora bien, pocas son las personas capaces de percibir las
deducciones que ineludiblemente se infieren de las afirmaciones de
carácter económico que constantemente formulan. Cuando dicen que el
camino para la salvación económica es aquel que conduce al
incremento del «crédito», equivale a afirmar que la solución del
problema económico consiste en incrementar las deudas; ambas
manifestaciones no son más que denominaciones diferentes del mismo
proceso visto desde ángulos opuestos. Cuando aseguran que el secreto
de la propiedad radica en el incremento de los precios agrícolas es
como si insinuaran que para alcanzar la prosperidad precisa
encarecer los alimentos de] obrero urbano. Cuando afirman que el
medio de impulsar la riqueza nacional consiste en prodigar la ayuda
estatal, en realidad es como si proclamaran que el medio más idóneo
de alcanzar tal riqueza consiste en aumentar las cargas fiscales.
Cuando convierten el incremento de las exportaciones en uno de sus
principales objetivos, la mayor parte de ellos no perciben que en
definitiva su objetivo equivale necesariamente al aumento de las
.importaciones. Cuando afirman que en cualquier supuesto el éxito de
la recuperación lo encontraremos en el aumento de los salarios, tan
sólo han conseguido descubrir otra manera de proclamar que la
recuperación económica se cifra, según ellos, en el incremento de
los costos de producción.
Esto no implica que la propuesta original haya de ser necesariamente
dañosa bajo cualquier circunstancia, porque, al igual que la moneda,
tenga su lado opuesto, o porque la propuesta a la que realmente
equivale o su auténtica denominación nos parezcan menos atractivas.
Puede haber ocasiones en que un aumento de las deudas carezca de
importancia si se le compara con el beneficio proporcionado por los
fondos anticipados; cuando es imprescindible una subvención estatal
para lograr cierto objetivo provechoso para la colectividad; cuando
determinada industria puede permitirse un incremento en los costos
de producción, etc. Pero debemos asegurarnos en cada caso de que se
consideró atentamente el anverso y el reverso de la moneda y se
tuvieron en cuenta todas las repercusiones, favorables y adversas,
de cada propuesta. Y esto se hace muy raras veces.
2
E1 análisis de los casos prácticos ofrecidos nos proporcionó otra
lección incidental. Su contenido es el siguiente: al estudiar los
resultados de diversas medidas económicas propuestas, no meramente a
corto plazo y en relación con determinado grupo de intereses, sino a
la larga y en relación con toda la colectividad, las conclusiones
que alcanzamos coinciden de ordinario con las que nos brinda el
sentido común no adulterado. A nadie que no esté familiarizado con
la superficial cultura económica reinante se le ocurrirá pensar que
la rotura de escaparates o la destrucción de ciudades es cosa
deseable; que el crear obras públicas inútiles no sea otra cosa que
despilfarro, que sea peligroso permitir que legiones de hombres
inactivos se reintegren al trabajo; que las máquinas incrementadoras
de la producción de riqueza y economizadoras de esfuerzo humano sean
algo dañoso; que los obstáculos opuestos a la libre producción y
libre consumo aumenten la riqueza; que una nación pueda acrecentar
su fortuna obligando a otras naciones a adquirir sus mercancías por
menos de lo que cuesta producirlas; que el ahorro sea una estupidez
o una perversidad y que el despilfarro conduzca a la prosperidad.
«Lo que en la conducta de cualquier familia es prudencia—afirmaba el
recio sentido común de Adam Smith, replicando a los sofistas de su
tiempo—difícilmente puede ser locura en el gobierno de un gran
reino.» Pero las mentes menos privilegiadas se turban ante las
complicaciones. No se detienen a examinar de nuevo sus
razonamientos, aun cuando les conduzcan al absurdo. El lector, de
acuerdo con sus creencias, aceptará o no el aforismo de Bacon, según
el cual «un poco de filosofía inclina la mente humana al ateísmo,
pero una filosofía profunda condúcele a la religión». Ahora bien, es
innegable que el conocimiento superficial de la economía puede
llevar fácilmente a las paradójicas y descabelladas conclusiones que
anteriormente hemos reiterado, en tanto que un estudio más riguroso
devuelve el sentido común a los que reflexionan sobre asuntos
económicos. Calar más hondo obliga a tener presentes todas las
consecuencias de una determinada política en vez de limitarse a
considerar aquellas inmediatamente visibles.
3
En el curso de nuestro estudio hemos vuelto a descubrir también un
antiguo amigo, el Hombre Olvidado, de William Graham Sumner. E1
lector recordará que en el ensayo de Sumner, aparecido en 1883:
«... tan pronto como A observa algo que le parece una injusticia y
cuyas consecuencias súfrelas X, consulta con B y ambos propugnan se
apruebe una ley destinada a remediar el mal y a ayudar a X. Su ley
siempre persigue determinar lo que C debe hacer por X o, en el mejor
de los casos, lo que A, B y C deben hacer por X.... Lo que deseo es
llamar la atención sobre C.... Le llamo el Hombre Olvidado. ... Es
el hombre en quien nunca se piensa. Es víctima de reformadores,
especuladores sociales y filántropos y espero demostrarles a ustedes
antes de terminar que merece nos preocupemos de él, tanto por su
personalidad como por las muchas cargas que ha de soportar.»
Es una ironía histórica el que cuando esta frase —el Hombre
Olvidado— fue resucitada en el cuarto decenio del presente siglo
fuese aplicada no a C, sino a X, y sin embargo, C, a quien entonces
se pedía mantuviese mayor número todavía de individuos X, se hallaba
más olvidado que nunca. Es C, el Hombre 0lvidado, a quien siempre se
recurre para que restañe el corazón sangrante del político demagogo,
al objeto de que pague las consecuencias de su hipócrita
generosidad.
No sería completa la exposición de nuestra lección si antes de
abandonarla dejásemos de señalar que el sofisma fundamental del que
nos hemos venido ocupando no surge accidentalmente. En realidad es
un resultado casi ineludible de la división del trabajo.
En una comunidad primitiva o entre pioneros, antes de que aparezca
la división del trabajo, el hombre labora únicamente para sí mismo o
para sus familiares más cercanos. Lo que consume es idéntico a lo
que produce. Existe siempre una conexión directa e inmediata entre
su producción total y la satisfacción de sus necesidades.
Pero cuando se ha establecido una elaborada y compleja división del
trabajo, esta conexión directa e inmediata deja de existir. Yo no
produzco todas las cosas que consumo, sino quizá tan sólo una de
ellas. Con los ingresos que obtengo de la producción de esta
mercancía, o mediante la prestación de algún servicio, adquiero todo
lo que necesito. Deseo que el precio de lo que compro sea bajo, pero
me interesa que el precio de lo que fabrico o del servicio que
presto sea elevado. Por consiguiente, aunque - quiero que haya
abundancia de todo, me conviene que exista escasez del producto cuya
venta constituye mi negocio. Cuanto mayor sea la escasez de la
mercancía que ofrezco, en comparación con la oferta de todas las
demás cosas, mayor será la recompensa que podré obtener por mis
esfuerzos.
Esto no significa necesariamente que haya de limitar mis servicios o
restringir mi producción. Si soy solamente uno entre muchos que se
dedican a proporcionar esta mercancía o servicio v existe libre
competencia en la rama de mi actividad, esta limitación individual
no me compensaría. Si soy cosechero de trigo, pongamos por caso,
desearé, por el contrario, que mi cosecha particular sea lo más
grande posible. Y si me preocupo exclusivamente de mi bienestar
material y carezco de escrúpulos humanitarios, también aspiraré a
que la producción de los demás cosecheros de trigo sea lo más baja
posible; desearé que haya escasez de trigo (y de cualquier otro
producto alimenticio que pueda sustituirlo) al objeto de que mi
cosecha particular pueda alcanzar el mayor precio posible.
Normalmente estos sentimientos egoístas no tendrán efecto alguno
sobre la producción total del trigo. Dondequiera que haya
competencia, en efecto, cada productor se ve obligado a desarrollar
mayores esfuerzos para obtener de sus tierras la mayor cosecha
posible. De esta suerte las fuerzas del egoísmo individual (para
bien o para mal, más persistentes y poderosas que las del altruismo)
son encauzadas hacia una máxima producción.
Pero si los cosecheros de trigo o cualquier otro grupo de
productores pueden ponerse de acuerdo para eliminar la competencia y
el Estado permite o estimula tal conducta, la situación cambia. Los
cosecheros de trigo pueden persuadir al Gobierno —o mejor aún, a una
organización mundial—para que fuerce a todos a reducir
proporcionalmente la extensión de tierra dedicada al cultivo de
trigo. De esta forma se originará la escasez y se conseguirá elevar
el precio de la mercancía, y si la elevación del precio es
proporcionalmente mayor que la reducción provocada en la producción,
como bien pudiera ser, entonces los cosecheros de trigo habrán
conseguido en conjunto considerables mejoras. Obtendrán más dinero y
podrán comprar más cantidad de todo. Es cierto que los demás
miembros de la colectividad saldrán perjudicados, por cuanto en
igualdad de otras circunstancias todos deberán entregar más de lo
que produzcan para obtener menos de lo que el cosechero de trigo
ofrece. Ahora bien, la nación será más pobre; su mayor pobreza se
cifrará en la cantidad de trigo no producido. Pero quienes sólo
tienen presente a los cosecheros de trigo verán una ganancia, sin
reparar en las pérdidas que sobradamente la contrarrestan.
Lo expuesto puede aplicarse igualmente a todos los sectores de la
economía. Si debido a unas raras condiciones climatológicas se
produce una súbita superproducción de naranjas, todos los
consumidores se beneficiarán. E1 mundo se habrá enriquecido en la
medida exacta en que se produce ese exceso de naranjas. E1 fruto se
abaratará y en consecuencia los cultivadores de naranjas, como
grupo, serán más pobres que antes, a menos que la mayor cantidad
vendida compense o supere la pérdida ocasionada por la baja de
precio. Ciertamente, si en tales circunstancias mi cosecha
particular de naranjas no es mayor que de ordinario, es seguro que
habré de sufrir pérdidas como consecuencia del precio más bajo
provocado por la abundancia general.
Lo puesto de manifiesto anteriormente en relación con los cambios
experimentados en la oferta es igualmente aplicable a las
fluctuaciones provocadas en la demanda por los adelantos y
perfeccionamientos de la técnica o sencillamente por haberse
alterado las apetencias de los consumidores. Una nueva máquina
desmotadora de algodón, aun cuando pueda reducir el costo de camisas
y prendas de uso interior fabricadas con esa fibra e incrementar de
ese modo la riqueza general, provocará ineludiblemente el paro de
millares de braceros. Una nueva máquina textil que fabrique la tela
a un ritmo más rápido, hará improductivas miles de máquinas
antiguas, desvalorizando la mayor parte del capital invertido en
ellas y empobreciendo a sus proveedores. La aplicación de la energía
atómica a usos pacíficos e industriales, ansiosamente esperada por
casi toda la humanidad, que pone en ella sus mejores ilusiones, es
algo que inquieta a los propietarios de minas de carbón o pozos
petrolíferos.
Así como no hay perfeccionamiento técnico que no resulte lesivo para
los intereses de algún grupo determinado, todo cambio experimentado
en los gustos o costumbres públicas, aun cuando se traduzca en una
mejora moral o estética, causa daño a alguien. Una mayor sobriedad
en la bebida ocasionaría el cierre de miles de tabernas y bares. La
decadencia del juego forzaría a croupiers y preparadores de caballos
de carreras a buscar ocupaciones más productivas. La rígida
observancia de la castidad masculina arruinaría la más antigua
profesión del mundo.
Pero no son los que deliberadamente explotan los vicios humanos
quienes habrían de soportar de modo exclusivo las consecuencias de
un súbito mejoramiento de la moral pública. Entre los más
perjudicados estarían precisamente aquellos cuya actividad es
mejorar esa moral. Los predicadores tendrían menos cosas de qué
lamentarse; los reformadores perderían su causa: la demanda de sus
servicios y los donativos para su sostenimiento declinarían. Si no
hubiese criminales, necesitaríamos menos abogados, menos jueces y
bomberos, ningún carcelero, ni cerrajero, ni siquiera policía, como
no fuera para servicios tales como la ordenación del tráfico.
Bajo un sistema de división del trabajo, en una palabra, es difícil
imaginar la satisfacción más perfecta de cualquier necesidad humana
que no perjudique, al menos temporalmente, a alguna de las personas
que realizaron inversiones o trabajosamente adquirieron la habilidad
necesaria para poder atenderla. Si el progreso fuese completamente
uniforme en todas las esferas, este antagonismo entre los intereses
de toda la comunidad y del grupo especializado no presentaría, si es
que llegaba a aflorar siquiera, ningún serio problema. Si en el
mismo año en que aumentase la cosecha mundial de trigo se
incrementara en idéntica proporción mi propia cosecha; si la cosecha
de naranjas y de todos los demás productos agrícolas aumentasen
proporcionalmente, y si la producción de todos los artículos
industriales mejorara también y su costo por unidad disminuyera, en
tal caso yo, como cosechero de trigo, no sufriría daños porque la
producción de trigo se hubiese incrementado. E1 precio que yo
obtenía por bushel de trigo podría disminuir. La suma total que
esperaba de mi mayor producción podría declinar. Pero si, debido al
aumento de la oferta en general, yo podía comprar también los
productos de los demás a precios más baratos, no tendría motivo real
de queja. Si el precio de las demás cosas disminuyera exactamente en
la misma proporción que el de mi trigo, mi situación mejoraría en
proporción exacta a mi total producción incrementada; cada cual se
beneficiaría de igual modo proporcionalmente a la mayor oferta de
productos y servicios.
Ahora bien, el progreso económico nunca ha tenido lugar y
probablemente nunca se realizará de forma completamente uniforme.
Hoy se produce un avance en tal rama de la producción y más tarde en
otra. Si se registra un súbito incremento en la oferta del objeto a
cuya producción contribuyo, o si una nueva invención o
descubrimiento hace innecesario lo que produzco, lo que para el
mundo supone una ganancia, para mí y para el grupo productor al que
pertenezco implica una tragedia.
Corrientemente, la difusa ganancia de una oferta mayor o un nuevo
descubrimiento impresiona menos al observador desinteresado que la
pérdida concentrada. E1 hecho de que haya más café y disminuya su
precio para el público es algo en lo que no se repara; lo que se ve
es un grupo de cultivadores incapaz de subsistir con ese precio
bajo. La mayor producción de zapatos a costo inferior, merced a la
nueva máquina, es asunto olvidado; lo que llama la atención son los
hombres y mujeres que han quedado sin trabajo. Es natural e incluso
esencial para la plena comprensión del problema, que se reconozcan
los perjuicios de tales sectores y se intente remediarlos en lo
posible buscando la manera de que parte de las ganancias derivadas
del progreso técnico se apliquen a ayudar a sus víctimas a encontrar
una actividad productiva en cualquier otro sector.
Nunca será solución reducir arbitrariamente la oferta, impedir el
progreso técnico o procurar que las gentes continúen prestando
servicios carentes de utilidad. Sin embargo esto es lo que se ha
tratado de hacer una y otra vez mediante las barreras aduaneras, la
destrucción de la maquinaria, la quema del café y otras mil métodos
restrictivos de la producción y del intercambio comercial. Esta es
la insensata doctrina de pretender enriquecerse a través de la
escasez.
Esta doctrina puede ser cierta, por desgracia, desde el punto de
vista particular de algún determinado sector económico; siempre que
esté a su alcance provocar la escasez de la mercancía que produce y
vende en el mercado y en tanto se mantenga abundante la oferta de
las demás mercancías que compra. Ahora bien, si atendemos al interés
general de toda la colectividad, es siempre dañosa. Jamás podría
aplicarse a un tiempo en todas las diversas actividades y sectores
de la producción, ya que ello equivaldría al suicidio económico.
Esta es nuestra lección, expuesta en términos generales. Muchas de
las conclusiones que se derivan de prestar atención tan sólo a un
determinado grupo de intereses económicos resultan ilusorias al
contrastarlas con el interés general de la comunidad, no ya como
productores, sino como consumidores.
Examinar los problemas en su integridad y no fragmentariamente: tal
es la meta de la ciencia económica.
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