Los sindicatos de empleados públicos contra
los contribuyentes
La justificación moral de los sindicatos —proteger de la
explotación a las familias trabajadoras— no es válida en el caso de
los empleados públicos
TIM PAWLENTY
Cuando los norteamericanos piensan en el trabajo pudieran tener en
mente imágenes semejantes a las que vi cuando crecía en una ciudad
de trabajadores dedicados al procesamiento de la carne: gorros
protectores, botas de trabajo, condiciones duras y empleos sucios.
Aunque no trabajé en los mataderos, ingresé en su sindicato cuando
laboraba en una tienda de víveres con el fin de contar con fondos
para poder estudiar. Mucho agradecí los salarios recibidos y siempre
me sentí orgulloso del trabajo que realizaba.
El ascenso del movimiento laboral a comienzos del siglo XX fue un
triunfo de la clase obrera norteamericana. En una época de muchos
problemas económicos, los sindicatos defendieron a las familias
trabajadoras vulnerables protegiéndolas de la explotación física y
económica.
Muchas cosas han cambiado desde entonces. La mayoría de los
trabajadores sindicalizados de hoy ya no trabajan en la
construcción, las manufacturas ni realizan otras labores pesadas.
Trabajan para el Gobierno que, gracias al presidente Obama, se
convirtió en la única “industria” floreciente que queda en nuestra
economía. Desde enero del 2008 el sector privado perdió cerca de
ocho millones de empleos, mientras que los Gobiernos locales,
estaduales y federales crearon 590,000 puestos de trabajo.
Los empleados federales reciben en salarios y beneficios una suma
media anual de $123,049, el doble del promedio salarial en el sector
privado. Y en todo el país, en cualquier nivel gubernamental, la
tendencia es la misma: los empleados públicos sindicalizados ganan
más dinero, reciben beneficios más generosos y disfrutan de una
mayor seguridad laboral que las familias trabajadoras obligadas a
pagar estas sinecuras mediante impuestos cada vez más altos,
déficits y deuda pública.
¿Cómo ocurrió todo esto? Sin hacer mucho ruido. El ascenso de los
sindicatos gubernamentales ha sido un golpe silente, un trabajo
interno concebido por políticos interesados en sí mismos e impulsado
por las contribuciones a las campañas electorales.
Los sindicatos de empleados públicos hacen contribuciones profusas a
las campañas de los políticos liberales ($91 millones solo en las
elecciones a mitad de legislatura) que votan por incrementar la paga
de los trabajadores públicos y el número de estos. A medida que
aumentan los empleados públicos que se sindicalizan y pagan sus
cuotas, crecen también los aportes en dinero y energías que los
jefes sindicales hacen a las campañas liberales. Como resultado de
todo ello, algunos estados se están acercando a la suspensión de
pagos. Décadas de promesas excesivas y conducta fiscal irresponsable
por parte de funcionarios estatales y locales crearon pasivos de más
de 3 millones de millones de dólares por concepto de beneficios a
empleados públicos carentes de financiamiento.
En Minnesota, durante los últimos ocho años, hemos tomado medidas
decisivas para impedir que nuestros problemas se conviertan en
crisis del estado. Los sindicatos de empleados públicos se
enfrentaron sin descanso a nuestras acciones. Por ejemplo, los
empleados del transporte público declararon una huelga en el 2005
que duró 44 días. El motivo: nuestro rechazo a otorgarles beneficios
médicos de por vida después de trabajar solamente 15 años. Fue un
enfrentamiento encarnizado, pero los contribuyentes de Minnesota
ganaron.
Modificamos los beneficios de los nuevos empleados contratados.
Exigimos a los empleados existentes que aumentaran las
contribuciones a sus pensiones. Reformamos el plan médico de
nuestros empleados públicos y congelamos los salarios.
Demostramos que incluso en una Minnesota muy demócrata los
contribuyentes pueden enfrentarse a los Gobiernos y sindicatos
desmedidos y salir victoriosos. En los años venideros, esta lucha
debe librarse en todo el país en municipios y capitales estaduales,
así como en el Distrito Federal.
Los reformistas harían bien en adoptar tres principios básicos.
En primer lugar, es necesario llevar la compensación de los
empleados públicos al mismo nivel de la del sector privado, así como
reducir el tamaño de la fuerza de trabajo federal de carácter civil.
La propuesta de Obama de congelar los salarios federales en un paso
de avance por el buen camino, pero está muy lejos de reducir el
Gobierno y eliminar los pagos extraordinarios que reciben los
empleados federales.
En segundo término, llevar bien las cuentas. El Gobierno debe
comenzar a utilizar las normas de contabilidad establecidas que son
de obligatorio cumplimiento en el sector privado, lo que permitirá
evaluar con exactitud los pasivos impagables.
Por último, es imprescindible eliminar los planes de retiro con
beneficios definidos de los empleados públicos. Los sistemas con
beneficios establecidos han creado un gran problema financiero a los
contribuyentes. El sector privado los descartó hace años para
favorecer la claridad y predictibilidad de los modelos de
contribuciones definidas, como es el caso de los planes 401(k). Este
cambio por sí solo puede ahorrar millones de millones de dólares a
los contribuyentes.
La justificación moral de los sindicatos —proteger a las familias
trabajadoras de la explotación— no es válida en el caso de los
empleados públicos. Hoy en día, estos se encuentran entre los más
protegidos y mejor pagados del país. Por ironía de la historia, los
sindicatos se han convertido en los explotadores, por lo que las
familias trabajadoras, nuevamente, tienen necesidad de que alguien
las defienda.
Si queremos detener el golpe silente de los sindicatos de empleados
públicos, los reformistas conservadores del país debemos ponernos al
frente de esta lucha. No es difícil elegir entre el Gobierno
desmedido y los norteamericanos de a pie.
Tim Pawlenty, es el gobernador republicano de Minnesota.
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Tomado del OJ del WSJ
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