El proyecto europeo Gerald Frost Sería una exageración sugerir que el antiamericanismo europeo empezó con el inicio de la Unión Europea. De haber sido así, es probable que Estados Unidos se hubiera dado cuenta. En vez de mimar la infancia europea pudiera haberla asfixiado. Pero si la hostilidad hacia los intereses y las políticas de Estados Unidos no se manifestaron inmediatamente era inevitable que lo hicieran más tarde o más temprano. La naturaleza del proyecto europeo y la ideología del internacionalismo liberal que la subyace garantizaban que sería así. Es probable que la oposición a los objetivos e intereses norteamericanos se mantenga e inclusive que se haga más pronunciada, a no ser que la Unión Europea se reconstruya sobre diferentes premisas o que sencillamente se colapse. La mayor simpatizante británica de la Alianza Atlántica, la Primer Ministra Margaret Thatcher, fue tan lenta en captar la inevitabilidad del antiamericanismo de la UE como la mayoría de los americanos. Cuando lo comprendió, sin embargo, describió sus posibles implicaciones con su acostumbrada claridad en una conferencia en 1996 cuyo objetivo, irónicamente, era prevenir el alejamiento entre Europa y Estados Unidos: Los excesos del proyecto europeo, previstos por algunos desde el principio pero que sólo se han hecho evidentes en los últimos años, constituyen una verdadera pesadilla… De convertirse en realidad (el super-estado europeo), habría nacido otra gran potencia, igual o casi igual en poderío económico a Estados Unidos. ¿Puede alguien suponer que semejante potencia pueda no convertirse rápidamente en un rival de Estados Unidos? ¿Qué no descubra gradualmente diferentes intereses de los de Estados Unidos? ¿Que no vaya a moverse hacia un filosofía política diferente, menos liberal, más socialista? ¿Y que eventualmente no buscaría establecer sus propias fuerzas militares separadas de las de Estados Unidos? Si esta nueva Europa no hubiera buscado un status de gran potencia independiente sería la primera potencia en la historia que renunciara a un papel independiente. Hubiera sido la pionera de un camino de auto-abnegación. Hubiera escogido la influencia moral sobre el poderío político. La historia de Europa – tan idealista como manchada de sangre – no debía alentar semejantes fantasías. Todos los indicadores, sin embargo, sugieren que Europa se ha acercado mucho a semejante opción, por fantástico que pudiera parecerle a Lady Thatcher. Y, en realidad, hay mucho en el proyecto europeo que a los conservadores les parece fantástico y artificial. Lady Thatcher sólo ofreció una breve descripción de la filosofía política que, según ella, tendría la Nueva Europa. Su selección de adjetivos es muy acertada, La nueva Europa es obviamente más estatista que Estados Unidos (aunque algunos, como Tony Blair, insistan en que Europa es “un poder”, no un estado). Es menos liberal que Estados Unidos en el sentido clásico de la palabra. Pero es importante reconocer cierto número de otras características. Una, muy importante, incluye hostilidad al estado-nación, un deseo de regular la vida económica y social para crear un consenso, y excluir o marginalizar a los que parezcan mal orientados (en este sentido, los arquitectos del New Labor y los de la Nueva Europa tienen mucho en común). La hostilidad a la nación estado se atribuye frecuentemente al instinto, profundamente enraizado, de evitar una repetición de los enormes derramamientos de sangre que, en dos ocasiones, devastaron el continente europeo durante la primera mitad del último siglo. Pero aunque los que están en la vanguardia de una mayor integración subrayan que la Nueva Europa es una construcción totalmente post-modernista, es difícil ignorar las similitudes entre el programa de “una unión cada vez más estrecha en la Unión Europea” (una frase utilizada en el Tratado de Roma) y las teorías corporativistas y fascistas populares en Europa a fines de los años 20 y 30. Estas también favorecían el fin del “obsoleto sistema”de las naciones estados sobre la base de su presunta inestabilidad, alegando que mayores agrupamientos regionales eran, en todo caso, inevitables en términos económicos como resultado de las mejoras en el transporte y las comunicaciones. Y en común con los arquitectos de la Europa de hoy, afirmaban que aunque los mercados y los empresarios tenían un papel que jugar carecían de conciencia social y, por consiguiente, debían ser administrados en aras del bien común. La siguiente cita del Primer Ministro de Francia Edouard Balladur no hubiera estado fuera de lugar en la boca de algún vocero del Partido Nacional Socialista de Alemania: ¿Podemos nosotros (europeos occidentales) dar por descontado que permaneceremos como líderes en suficiente número de sectores como para poder sobrevivir, frente a países con poblaciones son infinitamente mayores que las nuestras y con niveles de protección social infinitamente menores? Creo que debemos dejar eso al mercado pero sólo hasta cierto punto. ¿Qué es el mercado? Es la ley de la jungla, la ley de la naturaleza. ¿Y qué es la civilización? Es la lucha contra la naturaleza. Junto con una filosofía pública claramente diferente de la de Estados Unidos viene una diferente concepción del poder. Aunque Europa rechaza el uso de la fuerza, tratando de entrar en lo que Rober Kagan describe como “un paraíso post-histórico de paz y relativa prosperidad,” Estados Unidos permanece en el terreno hobbesiano de la lucha y el conflicto. Una de las muchas ironías de la actual situación, como ha señalado Kagan, es que si Europa (un “pigmeo militar”en la frase de George Robertson) puede llegar sana y salva a su destino es sólo porque Estados Unidos ha permanecido vigilantemente de guardia a sus puertas. Ese resultado también presupone la disposición americana a pasar por alto las ácidas y constantes críticas que provienen del viejo continente. El choque de filosofías políticas garantiza que habrá desacuerdos con Europa en los niveles políticos, económicos y estratégicos. Las actuales diferencias incluyen fricciones en torno a Irak, Palestina, la defensa contra misiles balísticos y el papel del control de armamentos, el Tribunal Penal Internacional, las cosechas genéticamente modificadas, los acuerdos de Kyoto, los subsidios a los granjeros y numerosas otras discrepancias comerciales. En la época de la invasión americana de Granada en 1983, Henry Kissinger observaba que el problema con los aliados europeos no era que quisieran que Estados Unidos fracasara sino que simplemente preferirían que no hiciera nadar. En el caso de Irak, la mayoría de los europeos no quieren que Estados Unidos fracase en el sentido de querer ver muchos cadáveres de jóvenes americanos en los noticieros de televisión, sino que simplemente no quieren verlos triunfar. El triunfo no sólo demostraría la vasta superioridad militar y económica de Estados Unidos sino que también cuestionaría la posmoderna visión europea del mundo. En gran medida por la misma razón, los europeos se oponen a la creación de un sistema de defensa contra los misiles balísticos. Según la visión europea, no debía haber necesidad para una intervención militar en Irak o para la construcción de sistemas activos para defenderse contra ataques de misiles por parte de terroristas o de estados delincuentes. La mejor manera de resolver los problemas es a través del multilateralismo, de la diplomacia y de la ayuda económica. Semejantes actitudes llevan fácilmente a creer que cuando las panaceas liberales fracasan en impedir las agresiones terroristas es sólo debido a los defectos del orden internacional, defectos que son fundamentalmente responsabilidad de la única superpotencia restante. Esta posición está extremadamente cerca de llegar a la conclusión de que la verdadera causa del (extremo o violento) antiamericanismo está en la política americana. De esta forma, los planes para un “cambio de régimen”en Irak, como para construir sistemas defensivos contra misiles encuentran una oposición visceral en Europa, porque éxito en este terreno representaría el triunfo del “poder duro” sobre el “poder blando,” al mismo tiempo que aumentaría considerablemente la reputación e influencia americana. Esto tiene que irritar a los que quieren establecer un orden internacional basado en la conciencia moral, la cooperación transnacional y las negociaciones. La medida de la irritación se hizo evidente en el informe del Servicio Exterior británico tras el discurso del presidente Bush sobre el “eje del mal,” en el que altos funcionarios de relaciones exteriores le dijeron a John Simpson, el editor de noticias extranjeras de la BBC, que el presidente Bush era un “un oso con muy poco cerebro.” A esto añadieron que, como resultado del discurso - que describieron como “pueril”, “absurdamente ignorante” y “ridículo” - las relaciones anglo-americanas estaban a “un nivel asombrosamente bajo.” La razón por la que este particular presidente suscite semejante hostilidad no es difícil de comprender. Bajo Clinton era posible creer que Estados Unidos era parte del consenso internacional socialista al que están suscritos casi todos los políticos europeos. Pero el retirarse o rehusar ratificar el Tratado ABM, el Tribunal Penal Internacional y el Acuerdo de Kyoto, el presidente Bush echó esos sueños rudamente por tierra. Al pasar por sobre la OTAN tras los eventos del 11 de septiembre en interés de la claridad política y operativa, el presidente Bush demostró su disposición a actuar unilateralmente cuando la búsqueda de soluciones multilaterales no convenga a los intereses básicos de Estados Unidos. Durante cierto tiempo, los líderes europeos respondieron al súbito cambio en Washington presentando a la presidencia de Bush como una aberración histórica que sería sustituida por un regreso a la normalidad una vez que hubieran tomado el control las personas adecuadas en el Departamento de Estado. Al declarar que no tenía “un solo hueso antiamericano en su cuerpo,” Chris Patten, el comisionado (no electo) de Relaciones Exteriores de la Unión Europea todavía habla del actual gobierno de Estados Unidos como sugiriendo que hay una total desconexión entre su ejecutivo y su pueblo. Y, por supuesto, siempre es posible encontrar voces americanas en las universidades y organizaciones de análisis (think tanks) que parezcan apoyar esas opiniones. Cuando de antiamericanismo se trata, a los americanos les gusta ser más grandes y mejores que nadie. Pero la duradera popularidad del presidente y el hecho de que las advertencias de sus críticos europeos hayan sido refutadas por los hechos significan que va a ser muy difícil mantener ese tipo de argumentación durante mucho tiempo. La eliminación de Tratado ABM – esa piedra de toque de la estabilidad en la memorable frase de Bill Clinton – no condujo a la pronosticada carrera armamentistas con Rusia sino al mayor acuerdo de reducción de armas de los tiempos modernos. Los eventos del 11 de septiembre no llevaron a súbitas, desproporcionadas e irreflexivas acciones de venganza – como tanto se pronosticó – sino a la creación de una coalición encabezada por Estados Unidos y al derrocamiento del régimen talibán (¿Se acuerdan? Nadie, ni los británicos ni los soviéticos, había podido conquistar Afganistán nunca...) En las críticas del comisionado Patten sobre la “hegemonía” americana es imposible dejar de observar auténticas vetas de un emergente euro-nacionalismo. Si sólo Europa estuviera dirigiendo las cosas: “Francamente, las bombas inteligentes son importantes pero la ayuda inteligente al desarrollo es más importante todavía.” Y, de nuevo. “Nosotros sabemos la importancia de manejar estados fracasados adecuadamente, y de no impedir que fracasen en primer lugar. Nosotros sabemos como afrontar las causas profundas del terrorismo y la violencia.” Los políticos americanos que presumen discrepar de sus críticos europeos son tratados con la misma combinación de sarcasmo y superioridad. Al escribir en un periódico dominical británico, John Simpson respondió en la vena europea habitual a un discurso del secretario de Defensa Donald Rumsfeld en el que había cortés pero enérgicamente éste había llamado la atención sobre la debilidad de la política alemana: “Ayer por la mañana, Donald Rumsfeld, el secretario de Defensa del presidente Bus, con sus espejuelos al aire y su pelo cepillado hacia atrás como si hubiera sido lo primero que hubiera atacado aquella mañana, avanzó hacia los micrófonos y lanzó un ataque preventivo. Contra Alemania.” Dada la retórica antiamericana de los políticos alemanes durante las últimas elecciones – incluyendo a uno que comparó el presidente de Estados Unidos a Hitler – la palabra “preventivo” pudiera estar un tanto fuera de lugar. Pero Simpson, como Patten y sus contactos de alto nivel en el servicio exterior británico evidentemente se sienten más amenazados por las medidas de Estados Unidos para afrontar el problema de Saddam Hussein que por este dictador, promotor del terrorismo. Eso pese a que por obvias razones geográficas Europa está más amenazada que Estados Unidos por misiles balísticos emplazados en el Cercano Oriente. Estos americanos que tienden a descartar el antiamericanismo europeo como poco más que un reflejo de la preocupación francesa por la supervivencia de su idioma, su cine o su cocina, o de viejas neurosis alemanas no se deben llamar a engaño. Europa, actualmente, no tiene ninguna visión alternativa. Gran Bretaña podrá proporcionar un robusto apoyo militar en Irak, como hizo durante la guerra del Golfo Pérsico y en otras ocasiones pero su política exterior y de seguridad se está volviendo “una competencia europea” determinada por un sistema de votación que refleja el diferente tamaño de sus estados miembros de la Unión Europea. Esta bien pudiera ser la última intervención militar británica independiente en el escenario internacional que se haya alineado junto a Estados Unidos. Durante 40 años, Estados Unidos invirtió mucho en la integración europea y soñaba con una época en la que, en momentos de crisis, pudiera llamar a un solo número de teléfono. Ahora que este objetivo parece estar muy cercano, Estados Unidos está empezando a darse cuenta de que el individuo que responda en el otro extremo del hilo telefónico pudiera no ser un amigo. La buena noticia, si la hay, es que el nacionalismo europeo que alimenta el antiamericanismo es, en gran medida, un gusto minoritario y probablemente permanezca como tal, confinado a las elites metropolitanas y a los que estén en nómina. Los estados artificiales no suscitan sentimientos patrióticos. Lo más probable es que los intentos de comprar ese patriotismo – y hay muchos de esos intentos – creen más dependencia y resentimiento que una conciencia europea y que, al mismo tiempo, irriten a los contribuyentes. El intento de crear una genuina democracia europea – o, por lo menos, dar la impresión de querer hacerlo – fracasará en la ausencia de un demos europeo, del que no hay ningún atisbo. Por otra parte, es evidente que el consenso democrático liberal sobre el futuro de Europa está muy lejos de estar seguro. Su aparente predominio es el producto tanto de cínico cálculo como de verdadero idealismo, y sus perspectivas a largo plazo están amenazadas por su carencia de legitimidad democrática. Hace medio siglo, Charles de Gaulle soñaba con una Europa que pudiera igualar la capacidad defensiva de Estados Unidos y ejercer, de esa forma, una influencia comparable en el mundo. Tas el colapso soviético, los ministros franceses todavía podían contemplar, por optimista que fuera, la emergencia de una nueva superpotencia europea que proporcionara algún tipo de balance a la nueva “superpotencia” americana, considerada como una posible amenaza a la estabilidad internacional. Tan recientemente como en 1999, el presidente Chirac creía que el acuerdo anglo-francés en St. Malo (que, por primera vez, comprometía a los británicos a la cooperación militar con otros estados europeos fuera del merco de la OTAN) pondría los cimientos de un ejército europeo bajo la dirección francesa. Los hechos han demostrado lo absurdo de esas pretensiones. Los gaullistas y otros en la centro derecha de la política europea que pudiera haber preferido que la rivalidad con Estados Unidos hubiera tomado alguna forma más tradicional, ahora ven la imposibilidad de ese camino y, por consiguiente, perciben algún mérito en competir en una carrera en la que Estados Unidos no está participando: la de la exhortación moral y la confección de reglas. Esto, por lo menos, les permite la satisfacción de frustrar a Estados Unidos pero no los convierte en internacionalistas liberales. Pero es probable que estas estratagemas tengan vida limitada y no hay signos de que, bajo su actual dirección, Francia quiera hacer entrega de su nacionalidad. Al igual que en 1990-1991, es probable que la oposición francesa a las acciones militares norteamericanas en Irak termine en cuanto el presidente francés reconozca que no es posible detenerla, y que sería mucho mejor para los intereses nacionales estar del lado ganador. Al momento de escribir estas líneas parecen haber indicios de que el Chirac está ablandando su posición al derrocamiento de Saddam. En Gran Bretaña, la oposición a cualquier ulterior integración política europea – y, en particular, a una moneda única – plantea clorar limitaciones a las ambiciones europeas del gobierno. A la larga, parece muy probable que el proyecto europeo naufrague debido a la incapacidad del internacionalismo liberal de corresponderse con importantes realidades políticas y económicas. A corto y mediano plazo, la Unión Europea pudiera tener la capacidad de molestar a Estados Unidos y. en ocasiones, de frustrar sus propósitos aunque sólo al precio de alentar lo que ellos llaman el “unilateralismo” americano. Su capacidad, sin embargo, será mucho menor que la de perjudicar los intereses económicos y de seguridad de millones de europeos. Es este pensamiento el que debía alentar a los euro escépticos de este lado del Atlántico a elaborar planes para un futuro mejor, y a los americanos a tener fe en la posibilidad de contar con mejores aliados europeos. Gerald Frost es un periodista británico que ha escrito extensamente sobre asuntos internacionales. Actualmente dirige el Centre for Policy Studies radicado en Londres. Publicado en The New Criterion. Traducido por AR
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