Los Peregrinos en La Habana¿Por qué son tan izquierdistas los intelectuales occidentales? Paul Hollander Capítulo
1. LOS
TEMAS Punto
de partida: los juicios políticos de los intelectuales Aunque
se ha escrito mucho acerca de los intelectuales occidentales, la relación
entre sus actitudes críticas y acríticas (o entre su enajenación y su
conformidad), está pendiente de una más amplia investigación y de una
mucho mejor comprensión. Mi
interés en este asunto se vio acicateado inicialmente por los juicios
políticos de intelectuales occidentales contemporáneos, tanto
renombrados como menos conocidos. Durante muchos años antes de pensar
escribir
este libro, desconfié acerca de su capacidad para realizar lo
que yo consideraba enjuiciamientos políticos sensatos. Me parecía que
tenían una tendencia a preocuparse selectivamente
por diversos acontecimientos y temas históricos o sociales,
mientras guardaban completo silencio sobre otros; me sorprendía en
ellos la desconcertante yuxtapasici6n de clarividencia y ceguera, de
sensibilidad e indiferencia. Con el transcurso del tiempo llegué a
discernir en ellos una norma de conducta. Me parecía que la mayoría de
estos intelectuales tendía a ser bastante rigurosa con sus propias
sociedades y sorprendentemente indulgente con otras, acerca de las
cuales estaban bastante poco informados, a menos que los defectos de
estas últimas estuvieran relacionados de alguna manera con las de la
suya propia. Mi
desconfianza inicial creció gradualmente hasta llegar a convertirse en
un interés por los valores políticos, las creencias culturales y los
profundos temores de los intelectuales acerca del mundo que habitaban.
Durante los años 60 y principios de los 70, a medida que las señales
de inquietud psicológica y política se multiplicaban entre las
intelectuales occidentales, aumentaba mi interés por entender mejor sus
actitudes y las motivaciones menos evidentes de las mismas.
Me pareció que las más lejanas ramificaciones del presente estudio
se relacionaban con la posición ambigua de los intelectuales en las
sociedades occidentales contemporáneas y con sus actitudes
contradictorias hacia el poder y la impotencia, la creencia y la
incredulidad, el orden y el desorden sociales. Los intelectuales de las
sociedades occidentales son capaces de formular con rapidez los
problemas y conflictos sociales, ocasionalmente de intentar resolverlos
y a veces de crearlos ellos mismos. También
la imagen que se forjan de sí mismos es a menudo ambigua y está llena
de paradojas, en la medida en que combina el escepticismo con un
sentimiento de autoridad para poder influir, aseveraciones de impotencia
con reclamos de poder, y humildad con autosuficiencia moral. Muchos
intelectuales occidentales se ven a sí mismos como una verdadera elite
de nuestro tiempo, especialmente en su capacidad de formadores de opinión;
y hay entre ellos quienes se sentirían cómodos con el apelativo de
"ingenieros de almas". Llegué
a la conclusión de que el rasgo más característico de un amplio
sector de la intelectualidad occidental contemporánea es su actitud
fluctuante entre la enajenación y la conformidad. Además pude darme
cuenta de que un examen más detenido de la relación entre ambas
actitudes podía conducir no sólo a una mejor comprensión de los
intelectuales, sino también a la de ciertos problemas socioculturales
de las sociedades occidentales contemporáneas. Descubrí
que existía toda una literatura que podía suministrar la mayor parte
de la información requerida para estudiar las relaciones entre el extrañamiento
y la conformidad, y entre la credulidad y la incredulidad; me refiero
a los informes de los intelectuales acerca de sus visitas a las
sociedades que les resultaban atractivas. Sus escritos contenían por
igual extensas declaraciones acerca de los atractivos de los países
visitados, y críticas pormenorizadas de los sistemas sociales de sus
propios países. Sus libros y artículos ofrecían algo más que un
bosquejo de los valores políticos sustentados por un número
considerable de intelectuales de Occidente: también contenían sus
concepciones sobre lo que es una buena y una mala sociedad; lo que son
la justicia y la injusticia sociales. Casi invariablemente contrastaban
en sus obras los defectos de sus propias sociedades con las virtudes de
las que visitaban. No es sorprendente pues, que estos escritos revelasen
más acerca de sus autores (y acerca de las sociedades que los formaron,
si se puede emplear esta expresión) que sobre los países que se proponían
describir. Semejante fenómeno de turismo político, así como los
informes resultantes, proporcionaban una excelente oportunidad para una
investigación acerca de la forma de captar la realidad, del sentido común
y el instinto político de los turistas-escritores. Además, era forzoso
que el análisis de estos viajeros con intención política se
superpusiera al tema, más amplio, de las relaciones entre la alienación
y los impulsos utopistas en las sociedades occidentales contemporáneas. Durante
las últimas décadas los intelectuales en búsqueda de utopías políticas
se han sentido particularmente atraídos por cuatro países. Como es
natural, después de la revolución de octubre de 1917 la Unión Soviética
se convirtió en el primer foco de interés, aunque muchas de las
visitas a ese país tuvieron lugar después de mediados los años 20, y
el mayor número de ellas se realizó a principios y mediados de los años
30. Menos numerosas, pero determinadas por idéntica motivación, fueron
las visitas realizadas a Cuba, especialmente durante el primer año de
la revolución, y a Vietnam del norte a mediados y finales de los años
60. ¿Cómo
era posible que intelectuales sensibles, penetrantes y críticos
encontraban a sociedades coma la URSS de Stalin, la China do Mao y la
Cuba de Castro tan atractivas y notablemente superiores a sus propias
sociedades, y a sus defectos
tan fáciles do ignorar o, cuando eran percibidos, de disimular? ¿Cómo
era posible quo muchos de ellos hubieran visitada esas sociedades, a
menudo en el momento en que se mostraban más represivas (como es
obviamente el caso do la URSS en los años ‘30 y de China durante la
revolución cultural), y, sin embargo, no se percataran de esa opresión?
0, caso de que lo hicieran, ¿qué mecanismos ideológicos y psicológicos
hacían que las mirasen con tolerancia? *. La perplejidad ante el hecho es inevitable, porque habitualmente
se torna por descontado que el principal atributo de los intelectuales
es una mentalidad agudamente crítica y sumamente sensible a cualquier
contradicción, injusticia
o fallo social. Críticos
de sus propias sociedades, estos intelectuales resultaran ser muy
susceptibles a los argumentos esgrimidos por los dirigentes y voceros do
las sociedades visitadas por ellos en sus viajes. Se sentían inclinados
en todo momento a conceder a estos sistemas sociales el beneficio de la
duda, y lograron mantener lejos de su vista aquellos aspectos de la
realidad que pudieran haber contradicho su evaluación positiva. ¿Cómo
pudieron coexistir y ser reconci1iadas, de una manera tan uniforme,
actitudes tan contradictorias? ¿Cómo pudieran conjugarse estructuras
mentales altamente críticas (e incluso suspicaces) con posturas
emotivas intensamente impresionables y acríticas? ¿Constituyen esas
opuestas disposiciones mentales alguna forma de unidad dialéctica? ¿Se
apoyan mutuamente y se hacen posibles la una a la otra, o constituyen una contradicción
compartimentalizada? ¿O es posible, quizás, que lo que a primera vista
parece un implacable, aunque realista, impulso critico (evidenciado por
estos intelectuales en el caso de sus propias sociedades), se vea también
distorsionado a causa de su predisposición a atribuir lo peor al
sistema social con el quo están familiarizados y a ignorar sistemáticamente
sus características positivas? ¿En qué medida las apreciaciones y
juicios favorables de los visitantes fueron inducidos por la forma en
que los anfitriones controlaron y manipularon sus impresiones y
experiencias? Aunque admito que la manipulación de las experiencias
de los visitantes (o, como prefiero llamarlas, las técnicas
de hospitalidad) influyó sin duda en sus juicios mediante el
recurso de mostrarles aspectos seleccionados de la realidad, y de las
atenciones sumamente halagadoras que se tuvieron con ellos, no creo
que estas técnicas fueran decisivas. La decisiva fue la predisposición
de los mismos intelectuales. Y esto nos devuelve una vez más al
problema crucial de en qué circunstancias y
por qué motivos los "intelectuales críticos" se
convierten en acríticos. ¿Qué presiones determinan la aparente suspensión
del juicio crítico en determinadas circunstancias? ¿Cómo puede la
sensibilidad ante la injusticia social y la indignación provocada por
los abusos del poder político ceder el paso de manera tan brusca a la
regocijada aceptación (o negación) de fallos equivalentes en otros
sistemas sociales? Las
respuestas a estas interrogantes hay que buscarlas en el hecho de quo
los intelectuales, como la mayoría de las personas, emplean una doble
escala de valores, y de que la orientación de su compasión a
indignación moral esta determinada
y establecida por sus ideologías y compromisos partidarios. Confío
en que el presente trabajo pueda contribuir al reexamen de algunas
opiniones ampliamente difundidas; acerca de los intelectuales. Espero
demostrar, aunque no consiga otra cosa, que sus actitudes políticas y
sus compromisos morales son más contradictorios y complejos de lo que
generalmente se considera. Espero demostrar igualmente que los impulsos
críticos de esas intelectuales no son ni infalibles ni consecuentes y,
sobre todo, que el
poseer una disposición crítica tal vez no sea la principal
característica definitoria de los intelectuales occidentales, sino
tan sólo un atributo de su imagen ideal o, mejor, idealizada. Alienación,
búsqueda de utopías y elección de las sociedades modelo La
más sorprendente paradoja
presente en los juicios políticos de los intelectuales radica en el
contraste entre sus opiniones acerca de sus propias sociedades, y a las
que sustentan acerca de aquellas que designan (de vez en cuando) coma «tierras
do promisión> o «de realización histórica». Consiguientemente,
en los intersticios e interconexiones
de estas dos actitudes (extrañamiento y conformidad) se encuentran
los valores más apreciados por las intelectuales occidentales, sus
concepciones acerca del bien y del mal en la política y en la
historia. Como
era de esperar, mi investigación estableció que la alienación con
respecto a la sociedad a la que se pertenece está estrechamente
vinculada con la susceptibilidad a la atracción real o imaginada
ejercida por otras sociedades. Los últimos años de la década del
‘20 y los primeros de la del ‘30 nos proporcionan un magnífico
ejemplo. Entonces, al igual que en los años ‘60 y los primeros ‘70,
la intelectualidad de Occidente reaccionó ante la crisis y las problemas
de la sociedad intensificando sus críticas y desarrollando un interés
por las alternativas. La Unión Soviética ofrecía la alternativa más
esperanzadora al caos económica y social del primer período. En épocas
más recientes los problemas de las sociedades occidentales han sido más
de naturaleza espiritual
y
política que económica. Durante los años ‘60 y principios de
los ‘70 la supuesta «vacuidad» de la opulencia y las comodidades
materiales constituyeron el amplio telón de fondo contra el cual se
proyectaran los motivas particulares de descontento y de crítica
social: Vietnam, las relaciones interraciales, las corporaciones
capitalistas, el consumismo y la burocratización de la vida.
Personalmente entiendo que, de una manera más general, las crecientes
tensiones de la secularización desempeñaron en años recientes un
importante papel en la predisposición de muchos intelectuales a admirar
sociedades como la China de Mao o la Cuba de Castro. Se trataba de
sistemas sociales que irradiaban la sensación de perseguir una meta
clara y que parecían haber proporcionado a sus ciudadanos una vida
llena de sentido. Evidentemente, la crítica social tiene que basarse
en una apreciación de alternativas. De aquí que el extrañamiento con
respecto a la sociedad en que se vive anteceda o acompañe
invariablemente a la proyección de las esperanzas
y la inconformidad sobre otras
sociedades. Este proceso de interacción recíproca se ve
favorecido porque las sociedades que los intelectuales occidentales
tienden a idealizar atacan a las sociedades occidentales, a través de
sus voceros y sus medios de comunicación masiva, en casi exactamente
los mismos términos con que lo hacen los intelectuales enajenados.
Parece como si voces perfectamente orquestadas se elevaran a través
de las distintas fronteras geográficas e ideológicas para denunciar
el desperdicio y la avaricia capitalista, los excesivos gastos
militares, el racismo, la pobreza, el paro, la degradación de las
relaciones humanas, la ausencia de un sentimiento de comunidad, los
ruidos vulgares de la publicidad, el carácter descarnado de las
transacciones comerciales prácticamente todo aquello que desagrada
intensamente al intelectual de Occidente. ¿Cómo podía éste no
encontrar una cierta afinidad con aquellos que, aparentemente, compartían
sus valores, gustos y desagrados? Las
observaciones de Tom Hayden y Staughton Lynd son ilustrativas de esta
actitud: …
“También descubrimos que sentíamos
una relación emotiva especial con aquellos miembros del otro bando que
eran más plenamente “otros”: los voceros del mundo comunista de
Praga, Moscú, Pekín y Hanoi. Después de todo, nosotros nos considerábamos
en cierta forma revolucionarios y ellos también. Después de todo,
ellos, a! igual que nosotros, se identificaban con los pobres y
oprimidos.’’ De
manera que la predisposición favorable hacia esas sociedades se basaba
parcialmente en la creencia de que representaban los mismos valores que
más apreciaban los intelectuales. Además, su misma existencia
significaba que los intelectuales occidentales no tenían que limitarse
a defender alternativas puramente utópicas a los males que condenaban.
Los intelectuales críticos de sus propias sociedades necesitan creer
que se pueden crear instituciones sociales superiores a las conocidas.
Necesitan estar en condiciones de señalar, al menos tentativamente, la
materialización de sus ideales en alguna sociedad existente para dar
fuerza a su crítica social interna. Si no existiera una sociedad mejor
que la que ellos conocen, ¿cómo podrían sentirse moralmente
indignados ante los defectos de sus propias sociedades? Aunque es
posible rechazar a la sociedad a la que se pertenece sin declararse
favorable a ningún otro modelo social, es poco frecuente que así
suceda, porque es psicológicamente difícil y genera una sensación do
desesperanza. La mayor parte de la literatura que revisamos, demuestra
que la generalidad de las personas alienadas respecto a sus propias
sociedades tienden a la idealización de otras o, mejor aún, no pueden
idealizar otras sociedades sin una previa alienación respecto a la
propia. La admisión o comprensión de quo otros sistemas sociales
representan poca o ninguna mejoría en comparación con el propio,
disipa la sensación de ultraje moral; si los defectos e injusticias
sociales son endémicos y discernibles en sociedades revolucionarias
“nuevas”, se hace muy difícil desplegar una crítica apasionada de
la propia. La mayoría de las personas son incapaces de realizar una crítica
vehemente y sostenida de males sociales generalizados que parecen
resistirse a la erradicación y se presencian como determinados por
fuerzas impersonales más quo por seres humanos identificables. Por el
contrario, cuando los defectos particulares de una sociedad se
consideran fácilmente remediables y se pueden señalar determinadas
sociedades como ejemplo, se crean nuevas y amplias bases para una más
eficaz crítica de la propia. Es
precisamente la necesidad de nuevas alternativas (conjuntamente con
ciertos hechos históricos y nuevas informaciones cada vez más difíciles
de ignorar) lo que explica porque la intelectualidad occidental renunció
con el transcurso del tiempo a su adhesión al modelo soviético. Desde
finales de los años ‘50 so ha producido no sólo una impresionante
acumulación de información acerca del abandono por parte de la
sociedad soviética do sus ideales revolucionarios originales, sino
también el surgimiento de nuevas sociedades en apariencia más auténticamente
revolucionarias, como Cuba, China y Vietnam del Norte, hacia las cuales
se desviaron los afectos y simpatías que inicialmente se habían
reservado a la Unión Soviética.
El
comentario do H. Stuart Hughes acerca del finado Jean-Paul Sartre (uno
do los pocos viejos intelectuales cuyos compromisos y actitudes políticas
formaron un puente entre dos períodos y generaciones, al haber
reorientado sus simpatías de posiciones pro-soviéticas a posiciones
pro-cubanas y tercermundistas más imprecisas) se puedo aplicar
perfectamente a muchos radicales de la nueva
izquierda de los años ‘60, quo buscaban nuevos modelos de un
ordenamiento político más justo: “como Lenin antes que él, Sartre
descubrió el mundo subdesarrollado cuando más lo necesitaba: para
apuntalar una fe que parecía cada vez menos aplicable a las
condiciones europeas”. La
importancia de no estar familiarizados con esas sociedades distantes y
sus dirigentes como un componente del atractivo que aquellas ejercieron,
fue señalada también por Hannah Arendt en su comentario acerca de la
popularidad de Mao, Castro, Ché Guevara y Ho Chi Minh, en comparación
con el escaso interés y entusiasmo que solían despertar el mucho más
accesible régimen yugoslavo y su dirigente Tito. Debo
señalarse, sin embargo, que la distancia geográfica no es por si misma
un criterio decisivo para dotar a los países de un halo do misterio
promisorio y de exótico atractivo. La popularidad recientemente
alcanzada por Albania entre los radicales do Europa Occidental
evidencia que la proximidad geográfica pude ser compatible con el
atractivo político siempre y
cuando se sepa poco acerca del país en cuestión. Así, por
ejemplo: Una
persona que visitó recientemente una universidad escandinava, luego de
un encendido debate con un grupo de estudiantes que se había quejado
airadamente de la falta de libertad en sus países y en el Occidente en
general, les preguntó cuál era el país del mundo que más admiraban.
La respuesta fue: ¡Albania! Ninguno de los estudiantes estaba
familiarizado con la situación de Albania; ninguno había estado allí
ni tenía el menor deseo de ir a ese país; pero Albania era, no
obstante, el nombre de su utopía” (Una
vez más se podía ser testigo de lo que el historiador James Hitchcock
llamó “el oscuro proceso mediante el cual los miembros de una cultura
débil y declinante llegan a admirar la vitalidad y el carácter
autoafirmativo de una cultura en aparente ascenso".) George
Kennan informó de una experiencia similar: Recientemente
pregunté a un estudiante noruego que era lo que más admiraban los
estudiantes radicales de la Universidad de Oslo, a qué país consideraban
como ejemplo de una civilización prometedora. Después de mucho
reflexionar respondió que...¡ Albania! ¿Se puede imaginar algo más
miserable que el régimen de Albania? Obviamente no hay en esta opinión
el menor vestigio de realismo ni el menor interés por la verdad
objetiva acerca de Albania. Se elige este país simplemente porque
parece ser un garrote, con un clavo particularmente agudo en uno de sus extremos, con el cual golpear a la sociedad a la que se pertenece,
a las tradiciones propias, a los propios padres. .. Aparentemente la
medida de sus afectos viene dada por el grado de odio hacia Occidente y,
especialmente, hacia sus propias sociedades. Indiscutiblemente
la solución que ofrecen estos estudiantes escandinavos es extremista,
pero muy consecuente en más de un sentido: la selección do un país
totalmente desconocido como Albania confirma la naturaleza simbólica de
la búsqueda de un modelo de orden social perfecto. Existe
otra opción para los intelectuales que debido a las lecciones de la
Historia o al sentido común son renuentes a proyectar sus esperanzas o
a depositar sus simpatías en sistemas políticos existentes y
conocidos. Consiste en idealizar revoluciones abortadas o movimientos
sociales quo no tuvieron la oportunidad de envejecer y hacerse
represivos. Un ejemplo reciente es la rebelión estudiantil de 1968 en
Francia, que un crítico social norteamericano consideraba “como el
acontecimiento político más importante ocurrido en Occidente durante
la última generación”. Admirar las revoluciones derrotadas tiene las
mismas ventajas que adorar a distancia a una hermosa mujer cuyos
encantos nunca han sido puestos a prueba al tener que compartir el
lecho, el cuarto de baño o la cocina. Aparentemente
el atractivo de los sistemas políticos, revolucionarios o no, no está
determinado ni por el volumen disponible de información acerca de
ellos, ni por sus logros reales, ni por el grado do acceso personal a
ellos. Es por lo menos razonable sugerir que las necesidades del
observador (como hace pensar el caso de los admiradores de Albania)
prevalecen con frecuencia sobre la evaluación de las realidades
sociopolíticas. El momento de mayor prestigio de la Unión Soviética
entre los intelectuales occidentales coincidió con el período de la más
brutal represión, de mayor escasez de bienes materiales y de mayor
sometimiento a la dictadura personal de Stalin, es decir, con la década
de los años 30. En la época
en que ya habían desaparecido
algunos de sus rasgos menos atractivos, es decir, después de la
muerte de Stalin, bajo el gobierno de Kruschev, la URSS ya no disfrutaba
del interés y el aval de la intelectualidad occidental. En efecto, a
continuación de la muerte de Stalin se hizo accesible mucho más
información acerca de la sociedad soviética, la mayor parte de ella
muy poco halagüeña. Sin embargo, el cambio de actitud no puede ser
explicado simplemente como una respuesta racional ante la mayor cantidad
de información. Ni tampoco se puede argumentar que durante los años
30, momento
en que la Unión Soviética era muy popular entre los intelectuales de Occidente, no
existiera información en absoluto acerca de las purgas y otros
siniestros aspectos del sistema soviético. La información existía
(por ejemplo, a través de Trotsky y sus seguidores), pero ni había
alcanzado una amplia difusión, ni los intelectuales se mostraban
receptivos a ella, al mismo tiempo que la Unión Soviética y sus
simpatizantes en el extranjero difundían masivamente
contrainformaciones (o mejor, desinformaciones y propaganda). La
explicación que propone Adam Ulam sobre la declinante popularidad del
sistema soviético entre la intelectualidad occidental resulta
sumamente convincente: …
El intelectual encuentra a menudo una cierta fascinación mórbida en
las manifestaciones puritanas y represivas del régimen soviético, así
como en la intensa impresión de seguridad en sí mismo que proyecta y
que contrasta de manera tan aguda con la imagen vacilante de quien pide
disculpas que ofrece el mundo democrático. Cuando esta fachada de
seguridad en sí mismo comenzó a desmoronarse, inicialmente en 1956,
luego de las revelaciones sobre los crímenes de Stalin, y
posteriormente
como consecuencia de la división del campo comunista, muchos
intelectuales occidentales comenzaron a dejar de ser leales a su antiguo
ídolo y que ahora se presentaba bajo un aspecto ciertamente más humano
que el que había tenido bajo Stalin
Idéntico proceso está teniendo lugar, evidentemente, en la
actitud hacia China a partir de la muerte de Mao. Como sucedió en la
Unión Soviética después de la muerte de Stalin, la imagen de seguridad
en sí mismo y de unidad monolítica del régimen chino se ha vista
seriamente dañada por la lucha por el poder desatada tras la eliminación
de lo que se conoció como La Banda de los Cuatro, que había sido hasta
entonces la principal depositaria del poder y la autoridad en el país.
La muerte de Mao y la subsiguiente inestabilidad política hicieron
posible que fueran revelados múltiples defectos del régimen chino, en
parte debido al interés de la actual dirigencia por desacreditar a los
derrotados en la lucha por el poder, y en parte como una inesperada
consecuencia de la momentánea pérdida del control de la situación. Al
igual que con respecto a la Unión Soviética durante el período
postestalinista, la disminución de la popularidad del régimen chino
entre la intelectualidad occidental ha coincidido con el momento en que
se ha hecho menos represivo, y no al contrario. Las
tesis elaboradas por Marcuse y sus seguidores, que reflejan una aversión
generalizada hacia las modernas sociedades industriales altamente
burocratizadas (una de las cuales es la URSS), explican adicionalmente
por qué el sistema soviético ya no puede seguir inspirando a la mayoría
de los intelectuales occidentales. Ciertamente, éste cuestionamiento
generalizado de la sociedad industrial por parte de los intelectuales,
es una de las principales diferencias
entre la sensibilidad de los años ‘60 y la de los años ‘30. De
esta forma, tanto la popularidad como la impopularidad de la Unión Soviética
entre la intelectualidad occidental tienen que ver más con la situación
interna de las sociedades occidentales que con la de la Unión Soviética
misma.
La admiración por el sistema soviético alcanzó su punto
culminante no en el momento en que sus realizaciones eran más
impresionantes o su política más humana, sino en el período en que
una severa crisis económica golpeaba al mundo occidental (por los años
‘30), lo que propició la percepción de la Unión Soviética como una
isla de estabilidad, orden, racionalidad económica y justicia social en
medio del caos mundial. De igual manera, la atracción ejercida por
China, Cuba y Vietnam del Norte se inició e intensificó durante los años
‘60, una vez más en momentos en que una crisis de confianza estremecía
a los Estadas Unidos, esta vez a causa de la guerra de Vietnam y los
conflictos interraciales. |
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