En defensa del neoliberalismo |
Oportunismo e ideología Adolfo Rivero Algunos
de nuestros mejores intelectuales --como Rafael Rojas, por ejemplo,
cuyas brillantes columnas en El Nuevo Herald disfruto tanto-- tienden a
rechazar la idea de que Castro tenga una ideología. ``El castrismo'',
escribe Rojas, ``no es una ideología, es un estilo personal de gobierno
que se sirve de un vasto repertorio simbólico para legitimar sus
decisiones'' (Debate en soliloquio / Rafael
Rojas). Esa concepción hace que el joven académico no considere
imposible, y ni siquiera improbable, que Castro pueda pasar del
``nacionalismo revolucionario'' al ``reformismo democrático''. Según
Rojas, lo que lo impide, básicamente, es que sería confesar que su
``revolución'' ha sido una criminal pérdida de tiempo.
Comprendo que pueda parecer una concesión, y casi un elogio, aceptar
que un hombre de los antecedentes gangsteriles de Castro pueda tener una
ideología. Paradójicamente, sin embargo, a mí me parece que son estos
amigos los que no toman suficientemente en serio las ideas y, específicamente,
las ideas del marxismoleninismo. Es bueno recordar que el marxismo niega
la validez del derecho burgués. Lo niega porque éste no sólo acepta
el status quo de una sociedad dividida en clases, donde un grupo social
minoritario explota a la mayoría, sino porque además el derecho burgués
refuerza ese status quo. De aquí que el derecho, como toda la
``superestructura'', sea, en la práctica, un instrumento de la
explotación de clase.
Ahora
bien, no aceptar el derecho, no aceptar el ``imperio de la ley'', es lo
mismo que hacen los gangsters, los delincuentes. Eso es, a mi juicio, lo
que estos amigos no toman suficientemente en cuenta: la profunda
afinidad entre las ideas marxistas y la delincuencia. Marx le dio una
ideología a muchos hombres que, de otra forma, hubieran sido asaltantes
de caminos. Una ideología, por cierto, que tienen raíces muy viejas y
prácticamente indestructibles en la envidia humana. El refranero español
lo había dicho desde hacía siglos: ``Ladrón que roba a ladrón, tiene
cien años de perdón''.
Marx
nunca elaboró una ética. Se limitó a señalar el carácter histórico,
y por tanto transitorio, de ciertas ideas morales. Lenin, que tuvo más
que ver con la práctica revolucionaria, precisó un poco más. Los
beneficios que iba a aparejar una revolución comunista, dijo muchas
veces, eran casi inimaginables. Se iba a terminar la explotación del
hombre por el hombre y, por lo tanto, con la raíz misma de la
desigualdad y de la pobreza.
Trotsky
llegó a afirmar que el hombre corriente de la nueva sociedad comunista
alcanzaría la estatura de un Aristóteles o un Miguel Angel y que,
sobre ese nuevo nivel, se levantarían nuevos titanes. Los beneficios de
la nueva sociedad iban a ser tan maravillosos que sus costos se reducían
a la insignificancia. ¿Acaso no merece la pena mentir, robar, torturar
o matar en aras de una meta tan extraordinaria? ¿No es ése el tema de
Les Mains Sales de Sartre?
El
objetivo, lo único importante, es salvar la revolución porque, a largo
plazo, sólo la revolución podrá acabar con la pobreza y la
injusticia. Los medios --las concesiones de la NEP o el período
especial, la cesión de territorio en Brest-Litovsk o la dolarización,
siempre son secundarios. Lo único permanente es la guerra de clases. ¿La
dolarización? ¿Los cuentapropistas? ¿El respeto a las inversiones
extranjeras? ¿La no intervención en los movimientos insurreccionales
de otros países? Todo eso es secundario. Puede ayudar a la revolución
o perjudicarla, según las circunstancias concretas.
Si
Fidel Castro fuera un oportunista porque no tiene ideología, como
piensan algunos amigos, hubiera firmado la declaración condenando a la
ETA en la última cumbre iberoamericana. No lo hizo porque de esa forma
enviaba un claro mensaje a los revolucionarios y terroristas de todo el
mundo de que el gobierno cubano estaba con ellos. Y porque el apoyo de
esos grupos, en las condiciones actuales, le parecía estratégicamente
importante. Sus decisiones no están gobernadas por ningún principio
moral abstracto. Lo único importante es la salvación de la revolución,
indisolublemente unida a la salvación política del grupo dirigente que
defiende su validez.
Lenin
nunca se hizo ilusiones democráticas. El mismo se ocupó de disolver la
Asamblea Constituyente e instaurar una dictadura sangrienta. Está en la
misma esencia del leninismo no hacer concesiones a las ``confusiones''
de las masas. Por consiguiente, Castro es irreprochablemente leninista
al rechazar el más mínimo asomo de ``reformismo democrático''. Sabe
que cualquier concesión democrática como las que se hicieron en la
Europa del este llevaría, por las mismas razones, a los funerales del régimen.
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