Introducción al
liberalismo
Ludwig von Mises
1.
Introducción
Los filósofos,
sociólogos y economistas del siglo XVIII y primera parte del XIX
formularon un programa político que presidió el orden social en
Inglaterra y los Estados Unidos primero; en el continente europeo,
después, y, finalmente, en otros lugares del mundo. Sin embargo, ese
programa no fue aplicado íntegramente en parte alguna. Sus
defensores no consiguieron que sus ideas fueran aceptadas en su
totalidad ni siquiera en la Gran Bretaña, en el país liberal por
excelencia. El resto del mundo aceptó tan sólo algunas partes,
rechazando desde un principio otras no menos importantes o
abandonándolas al poco de su implantación. Exageraría quien dijera
que el mundo llegó a conocer una verdadera era liberal, pues el
liberalismo nunca pudo funcionar a plenitud.
Con todo, aunque
su predominio fue breve e incompleto, el liberalismo logró
transformar la faz de la tierra. Produjo un desarrollo económico sin
precedentes en la historia del hombre. Al liberar las fuerzas
productivas, los medios de subsistencia se multiplicaron como por
encanto. Cuando empezó la primera guerra mundial (consecuencia ella
misma de larga y áspera oposición a los principios liberales y que,
a su vez, iba a dar inicio a un período de aún más agria resistencia
al liberalismo), nuestro planeta tenía una población
incomparablemente mayor que nunca antes y la inmensa mayoría gozaba
de un nivel de vida incomparablemente superior. La prosperidad
engendrada por el liberalismo redujo drásticamente el azote de la
mortalidad infantil y elevó sustancialmente el promedio de vida.
Tal prosperidad
en modo alguno benefició exclusivamente a una clase específica de
privilegiados. Muy por el contrario, en vísperas de la primera
guerra mundial, el obrero europeo, el americano y el de los dominios
británicos vivía mejor y más confortablemente que los aristócratas
de épocas muy cercanas. Comía y bebía lo que quería; podía dar buena
instrucción a sus hijos; podía, si quería, tomar parte en la vida
intelectual y cultural de su país y, de poseer la energía y el
talento necesarios, no le resultaba difícil ascender y mejorar su
status social. En las naciones donde más influencia había alcanzado
la filosofía liberal, la cúspide de la pirámide social se hallaba
generalmente ocupada por personas que, sabiendo aprovechar las
circunstancias, consiguieron ascender a los puestos más envidiados
gracias a su esfuerzo personal. Desaparecían las barreras que en
otras épocas separaban a siervos y señores. Ya no había más que
ciudadanos, sujetos todos a un mismo derecho. Nadie era discriminado
o importunado por razón de su nacionalidad, opinión o credo. En los
pueblos civilizados no había persecuciones políticas ni religiosas y
las guerras internacionales eran menos frecuentes. Hubo optimistas
que comenzaban a entrever una era de paz perpetua.
Pero las cosas
cambiaron pronto. Gran parte de los logros liberales fue desvirtuada
por las poderosas y violentas corrientes de opinión antiliberal que
surgieron en el propio siglo XIX. Nuestro mundo actual no quiere ya
ni oír hablar del liberalismo. El término «liberal», salvo en
Inglaterra, es objeto de condena por doquier. Hay todavía
«liberales» en Gran Bretaña, pero la mayor parte de ellos lo son
sólo de nombre. Más exacto sería calificarlos de socialistas
moderados. El poder público se halla hoy en día, por doquier, en
manos de las fuerzas antiliberales. Los programas de tales partidos
desencadenaron, ayer, la primera guerra mundial y, actualmente, por
virtud de cuotas de importación y exportación, tarifas aduaneras,
barreras migratorias y medidas similares, están aislando cada vez
más a todas las naciones. Esos mismos idearios han auspiciado, en la
esfera interna de cada país, experimentos socialistas que sólo han
servido para reducir la productividad del trabajo y aumentar la
escasez y la pobreza
Sólo quien
voluntariamente cierre los ojos a la realidad puede dejar de ver por
doquier signos anunciadores de una inminente catástrofe económica de
ámbito mundial. El antiliberalismo apunta hacia el colapso de
nuestra civilización (ver
El Camino de la servidumbre).
Quien desee
informarse de qué es, realmente, el liberalismo y cuáles sus metas,
no puede contentarse con la simple lectura de los primeros liberales
y los resultados que consiguieron alcanzar, pues, como decíamos, el
liberalismo jamás logró implantar ese ideario en parte alguna.
Las
manifestaciones de los partidos que hoy se denominan liberales
tampoco sirven para ilustrarnos acerca de qué sea el auténtico
liberalismo. Incluso en Inglaterra, como señalábamos, la filosofía
que actualmente se considera liberal se halla mucho más cerca de los
«tories» y los socialistas que del viejo programa librecambista.
Cuando uno se encuentra con liberales que admiten la nacionalización
de los ferrocarriles, de las minas y de otras empresas, apoyando
incluso la implantación de tarifas proteccionistas, hay que llegar a
la conclusión de que, en la actualidad, del liberalismo no queda
sino el nombre.
La lectura de
los escritos de los grandes fundadores de la escuela tampoco basta
para abarcar actualmente la idea liberal. Porque el liberalismo, en
modo alguno, constituye un dogma fijo, ni una doctrina congelada; al
contrario, es la aplicación a la vida social de descubrimientos
científicos específicos. Por lo mismo que los conocimientos
económicos, sociológicos y filosóficos no han dejado de progresar
desde la época de David Hume, Adam Smith, David Ricardo, Jeremy
Bentham y Wilhelm Humboldt, la teoría liberal también difiere hoy de
la que presentaban aquellos autores, aun cuando las bases
fundamentales no hayan cambiado. Nadie, desde hace mucho tiempo, se
ha tomado la molestia de formular una exposición concisa de qué es
el liberalismo actual; eso parece justificar la aparición del
presente ensayo.
2. El
bienestar material
El liberalismo
es una teoría que se interesa exclusivamente por la actividad
terrenal del hombre. Procura, en última instancia, el progreso
externo, el bienestar material y no se ocupa directamente, desde
luego, de sus necesidades espirituales. No promete al hombre
felicidad y contento; simplemente la satisfacción de aquellos deseos
que, a través del mundo externo, cabe atender. Mucho se ha criticado
al liberalismo por esta actitud puramente externa y materialista.
«El hombre -se dice- no sólo vive para comer y beber. Hay
necesidades humanas por encima de tener casa, ropa y comida. Las
mayores riquezas no dan al hombre la felicidad, pues dejan el alma
insatisfecha y vacía. El gran fallo del liberalismo consistió, pues,
en su despreocupación por las más nobles y profundas aspiraciones
humanas».
Quienes así
hablan no hacen sino evidenciar cuán imperfecto y verdaderamente
materialista es su propio concepto de esas tan cacareadas
aspiraciones. La política económica, cualquiera que sea, con los
medios que tenga a su disposición, puede enriquecer o empobrecer a
la gente; lo que está más allá de sus posibilidades es darle la
felicidad. En ese terreno, ningún bien material es suficiente. Sin
embargo, un ordenamiento social adecuado puede suprimir múltiples
causas de dolor y de sufrimiento; puede dar de comer al hambriento,
vestir al desnudo y procurar habitación al que de ella carece. No es
que el liberalismo desprecie lo espiritual y, por eso, concentre su
atención en el bienestar material de los pueblos. Es que sus
aspiraciones son mucho más modestas. El liberalismo sólo aspira a
procurar a los hombres las condiciones externas para el desarrollo
de su vida interior. Es incuestionable que un hombre moderno de
clase media puede atender mejor sus necesidades espirituales que,
por ejemplo, un individuo del siglo x, que no podía abandonar por un
instante la tarea de garantizar su simple subsistencia.
Cierto es que el
liberal nada puede argumentar ante quienes consideran como un ideal
la pobreza y la libertad de los pájaros del bosque. En modo alguno
los liberales quisieran obstaculizarles alcanzar sus objetivos
espirituales. La mayoría de nuestros contemporáneos, sin embargo, ni
comprende ni persigue el ideal ascético. Siendo eso así, ¿cómo se
puede reprochar al liberalismo su afán por mejorar el bienestar
material de las masas?
3. El
racionalismo
Se acusa al
liberalismo de ser racionalista. Se dice que los liberales pretenden
ordenarlo todo de un modo lógico, olvidando los sentimientos y las
irracionalidades.
No niega, desde
luego, el liberalismo que las gentes proceden, a veces, de modo
irracional. Si los hombres actuaran siempre racionalmente,
resultaría superfluo el exhortarles a proceder de acuerdo con los
dictados de la razón. Desde luego, el liberal no dice que el hombre
sólo se mueva por la inteligencia; lo que asegura es que a los
hombres, en aras de su interés bien entendido, les conviene actuar
de modo racional. El liberalismo sólo aspira es que se le conceda la
misma preeminencia a la razón en la política social que en todas las
demás esferas de la acción humana. Pocos considerarían sensata la
actitud del paciente que le dijera a su médico: «Doctor, comprendo
que lo que me aconseja es bueno pero mis sentimientos no me permiten
seguir sus indicaciones. Lo que yo deseo es lo que me hace daño».
Para alcanzar
cualquier objetivo que nos hayamos propuesto, siempre procuramos
actuar razonablemente. Quien pretenda atravesar una vía férrea no
elegirá para hacerlo el momento en que pasa el tren; y quien esté
cosiendo un botón cuidará de no pincharse el dedo. En cada esfera de
la actividad humana, se han descubierto las técnicas adecuadas para
conseguir ciertos objetivos. Todo el mundo coincide en la necesidad
de dominar las técnicas que van a permitir vivir mejor. Es por eso
que se rechaza como charlatanes a los que pretenden ejercer una
profesión u oficio sin la oportuna maestría.
En lo tocante a
la política social, sin embargo, parece como si este planteamiento
tuviera que ser distinto. Por lo visto, en este terreno los
sentimientos y los impulsos deben de prevalecer sobre la razón. La
cuestión de cómo debe iluminarse una ciudad se discute y se resuelve
con arreglo a la razón y a la lógica. Pero en cuanto se trata de
completar el tema y decidir si la correspondiente central eléctrica
debe ser de propiedad privada o municipal, toda razón y toda lógica
desaparecen; ya no se apela más que a sentimientos, a cosmovisiones
y, en definitiva, a lo irracional. ¿Por qué? Nos preguntamos en
vano.
El ordenar la
sociedad para facilitar que los hombres puedan alcanzar sus metas no
es un problema excesivamente complicado. Es menos complejo que
tender ferrocarriles, producir tejidos o construir plantas
eléctricas. Desde luego, la política y el gobierno tienen mayor
importancia que otros temas de la actividad humana porque establecen
el orden social que constituye la base de todo lo demás. La gente
sólo puede prosperar y alcanzar sus objetivos bajo una organización
propicia a esos fines. Pero, por elevada que situemos la esfera de
lo político y social, estaremos de acuerdo en que los asuntos a
tratar son de naturaleza puramente humana, debiendo, en su
consecuencia, ser abordados de forma exclusivamente racional.
Indudablemente,
nuestra capacidad de comprensión es harto limitada. Jamás llegaremos
a develar los secretos últimos y más profundos del universo. Pero el
que no consigamos desentrañar la razón de nuestra existencia, en
nada impide recurrir a los medios más adecuados para conseguir
alimentos o ropa. Debemos, pues, por la misma razón, organizar la
sociedad de acuerdo con las normas más efectivas para alcanzar
nuestros fines. No son, en verdad, tan elevados, grandiosos o
benéficos el estado y el orden legal, el gobierno y la
administración pública, como para atemorizarnos y hacernos renunciar
a someter tales instituciones a la prueba de la racionalidad. Los
problemas que la política social suscita son simples cuestiones
tecnológicas; hay que abordarlos por las mismas vías y con los
mismos métodos que para resolver todos los demás problemas
científicos, es decir, mediante la reflexión racional y la adecuada
observación de las circunstancias existentes (ver
La Arrogancia
Fatal). El raciocinio confiere condición humana al hombre;
es lo que le diferencia y eleva por encima de las bestias. ¿Qué
motivo hay para que, en el terreno del ordenamiento social, hayamos
de renunciar al arma de la lógica, apelando, en cambio, a vagos y
confusos sentimientos?
4. La meta
del liberalismo
Suele la gente
pensar que el liberalismo se distingue de otras tendencias políticas
en que procura beneficiar a determinada clase, la constituida por
los poseedores, los capitalistas y los grandes empresarios, en
perjuicio del resto de la población. Esa suposición es completamente
errónea. El liberalismo ha pugnado siempre por el bien de todos. Tal
es el objetivo que los utilitaristas ingleses pretendían describir
con su no muy acertada frase de «la máxima felicidad, para el mayor
número posible». Desde un punto de vista histórico, el liberalismo
fue el primer movimiento político que quiso promover no el bienestar
de grupos específicos sino el general. Difiere el liberalismo del
socialismo -que igualmente proclama su deseo de beneficiar a todos-
no en el objetivo perseguido, sino en los medios empleados.
Hay, sin
embargo, quienes opinan que las consecuencias del liberalismo, por
la propia naturaleza del sistema, al final resultan favoreciendo los
intereses de una clase específica. Esa afirmación merece ser
discutida. Uno de los objetivos de esta obra es demostrar que carece
de fundamento.
Cuando el médico
prohibe al paciente ingerir determinados alimentos, nadie piensa que
le tiene odio ni que, si de verdad lo quisiera, le permitiría
disfrutar los manjares prohibidos. Todo el mundo comprende que el
doctor aconseja al enfermo apartarse de esos placeres simplemente
porque desea que recupere la salud. Sin embargo, cuando se trata de
política social, las cosas cambian extrañamente. En cuanto el
liberal se pronuncia contra ciertas medidas demagógicas, porque
conoce sus dañinas consecuencias sociales, inmediatamente lo acusan
de enemigo del pueblo, mientras se vierten elogios y alabanzas sobre
demagogos que abogan por medidas que a todos gustan sin comprender
sus inevitables perjuicios.
La actividad
racional se diferencia de la irracional en que implica momentáneos
sacrificios. No son estos sino sacrificios aparentes, pues quedan
ampliamente compensados por sus favorables resultados. Quien
renuncia a ingerir delicioso pero perjudicial alimento efectúa
provisional, aparente sacrificio. El resultado de tal actuación,
conseguir la salud, pone de manifiesto que el sujeto no sólo no ha
perdido, sino que ha ganado. Para actuar de tal modo se precisa, no
obstante, advertir la correspondiente relación causal. Y de esto se
aprovecha el demagogo. Ataca al liberal que sugiere provisionales y
aparentes sacrificios, acusándolo de enemigo del pueblo, carente de
corazón, mientras él se erige en el gran defensor de las masas. Sabe
bien cómo tocar la fibra sensible del pueblo, cómo hacer llorar al
auditorio describiendo tragedias y, de esa forma, justificar sus
planes.
La política
antiliberal es simplemente una política de consumo de capital.
Aumenta la provisión presente a costa de la futura. Es el mismo caso
del ejemplo del enfermo. El precio a pagar por la momentánea
gratificación es un grave daño posterior. Hablar, en tal caso, de
dureza de corazón frente a filantropía resulta, sin duda, deshonesto
y mendaz. Y esto no es tan sólo aplicable a nuestros políticos y
periodistas antiliberales de hoy, pues la cosa ya viene de antiguo;
la mayor parte de los autores partidarios de la prusiana
sozialpolitic recurrían a las mismas tretas.
Por supuesto,
que en el mundo haya pobreza y estrechez no constituye un argumento
válido contra el liberalismo, pese a lo que pueda pensar el embotado
lector medio de revistas y periódicos. Esa penuria y esa necesidad
son, precisamente, las lacras que el liberalismo quiere suprimir,
proponiendo, al efecto, los únicos remedios realmente eficaces.
Quien crea conocer otro camino, que lo demuestre. Lo inaceptable es
eludir la demostración vociferando que a los liberales no les
importa el bien común y que tan sólo les preocupa el bienestar de
los ricos.
La naturaleza no
regala nada. Todo lo contrario. Es avara, brutal, despiadada. Es por
eso que la pobreza ha existido siempre. Para valorar los triunfos
liberales y capitalistas basta comparar nuestro nivel de vida actual
con el que prevaleció en todas partes y durante toda la historia de
la humanidad hasta la edad moderna. Las sociedades en que se aplican
principios liberales suelen calificarse de capitalistas y
capitalismo se denomina el régimen que en ellas impera. Sin embargo,
hoy en día resulta difícil demostrar la enorme potencialidad social
del capitalismo puesto que la política económica liberal sólo se
aplica muy parcialmente. Con todo, se puede denominar justamente a
nuestra época la edad del capitalismo, ya que toda la actual riqueza
proviene de la operación de instituciones típicamente capitalistas.
La mayoría de nuestros contemporáneos gozan de un nivel de vida muy
superior al que los más ricos y privilegiados disfrutaban hace tan
sólo unas pocas generaciones. Ha sido así gracias a las ideas
liberales que aún sobreviven y a lo que del capitalismo queda.
Los demagogos,
desde luego, con su habitual retórica, presentan las cosas de modo
diametralmente opuesto. Los adelantos en los métodos productivos
-dicen- sirven tan sólo para enriquecer cada vez más a las minorías
favorecidas por la fortuna, mientras las masas van hundiéndose en
una pobreza creciente. La más mínima reflexión, sin embargo,
demuestra que todos los progresos técnicos e industriales se
orientan hacia el enriquecimiento y progreso de los humildes. Los
ricos y poderosos siempre han vivido bien. Pero, en el mundo
moderno, las grandes industrias de bienes de consumo e,
indirectamente, las que fabrican maquinaria y productos
semiterminados trabajan para las masas.
Los enormes
progresos industriales de las últimas décadas, así como los del
siglo XVIII y los de la llamada revolución industrial
invariablemente dieron lugar a una mejor satisfacción de las
necesidades de las masas. El desarrollo de la industria textil, la
mecanización del calzado, las mejoras en la conservación y
transporte de los alimentos benefician a una clientela cada día más
amplia. Es por eso por lo que las gentes visten y comen hoy mejor
que nunca. La producción masiva no sólo procura casa, comida y ropa
a los más humildes, sino que también atiende a otras muchas
necesidades populares. La prensa y el cine gratifican a muchos; el
teatro y otras manifestaciones artísticas, antes sólo de minorías,
se han transformado en espectáculos de masas.
La apasionada
propaganda antiliberal, que retuerce los hechos, ha dado lugar, sin
embargo, a que las gentes asocien los conceptos de liberalismo y
capitalismo con la imagen de un mundo sumido en una pobreza
creciente. No consiguieron los demagogos, a pesar de tanta
palabrería, dar a los términos «liberal» y «liberalismo» un tono
verdaderamente peyorativo, como era su deseo. Las gentes, pese a
tanto lavado de cerebro, siguen viendo cierta asociación entre
aquellos vocablos y la palabra «libertad». Por eso los escritos
antiliberales no atacan demasiado al «liberalismo», prefiriendo
atribuir al «capitalismo» todas las infamias que, en su opinión,
engendra realmente el liberalismo. Porque el vocablo capitalismo
evoca en las gentes la figura de un patrono sin entrañas que no
piensa más que en su enriquecimiento personal, aunque sea a costa de
los demás.
En realidad, son
pocos los que se dan cuenta de que el orden social estructurado de
acuerdo con los auténticos principios liberales sólo deja un camino
a los empresarios y capitalistas para enriquecerse, a saber, el
atender del mejor modo posible las necesidades de la gente. La
propaganda antiliberal, desde luego, lejos de evocar el capitalismo
cuando alude a la prodigiosa elevación del nivel de vida de las
masas, sólo lo cita cuando denuncia la pobreza existente, que no se
ha podido superar, precisamente, por las limitaciones impuestas a
los principios liberales. ... Los argumentos empleados por la
demagogia para echar la culpa al liberalismo de cuantos perjuicios
ocasionan las medidas antiliberales es más o menos como sigue.
Se comienza por
afirmar, sin demostración alguna, que el liberalismo favorece los
intereses de capitalistas y empresarios, con el correspondiente
perjuicio para el resto de la población, de suerte que
progresivamente se va enriqueciendo a los ricos y depauperando a los
pobres. Se dice, después, que muchos capitalistas y empresarios son
partidarios del proteccionismo arancelario, habiendo algunos,
incluso, como los fabricantes de armamentos, que recomiendan una
política de «preparación bélica». De tal concatenación surge, de
pronto, la conclusión de que todo ello es consecuencia de la «propia
mecánica capitalista ».
La verdad, sin
embargo, es bien distinta. El liberalismo no trabaja en favor de
grupo alguno, sino en interés de la humanidad entera. Sin duda, le
conviene al empresario o capitalista pero tanto como a cualquier
otro (ver
Indice de la libertad económica). Es más, si algún
empresario o capitalista pretendiera ocultar sus conveniencias
personales tras la máscara del programa liberal, rápidamente se
alzarían contra tal propósito los demás empresarios y capitalistas,
defendiendo su propio interés. No son tan simples las cosas como
suponen quienes sólo ven «conveniencias» e «intereses creados». El
que el gobierno no imponga pongamos por caso, una tarifa
proteccionista a la importación de los productos siderúrgicos no
puede explicarse diciendo que tal medida beneficia a los magnates
del acero por una sencilla razón: porque hay gente en el país,
incluso empresarios, a quienes la medida perjudica. En el
capitalismo nunca puede dominar un sólo interés o una sola voz.
Tampoco hablar de sobornos, pues los que son corrompidos por tales
medios son una minoría.
La ideología en
que se ampara la tarifa proteccionista no la crean ni las «partes
interesadas» ni los sobornados, sino los ideólogos que engendran
pensamientos que luego, por desgracia, determinarán la actividad del
país entero. La gente argumenta en antiliberal, por ser la idea que
prevalece; hace cien años, en cambio y por la misma razón, la
mayoría pensaba en términos liberales. Si hay empresarios favorables
al proteccionismo, ello no es sino consecuencia del antiliberalismo
que todo lo domina. (ver
Conflicto de Visiones). Tal hecho, desde luego, nada tiene
que ver con la doctrina liberal.
5. Las raíces
psicológicas del antiliberalismo
En el presente
libro, por supuesto, sólo vamos a abordar el problema de la
cooperación social. Sin embargo, la raíz del antiliberalismo no
puede ser aprehendida por vía de la razón pura, pues no es de orden
racional, constituye, por el contrario, el fruto de una disposición
mental patológica, que brota del resentimiento, de una condición
neurasténica, que cabría denominar el complejo de Fourier, en
recuerdo del conocido socialista francés.
No vale la pena
hablar demasiado del resentimiento y de la envidia. Gran número de
los enemigos del capitalismo sabe perfectamente que su situación
personal se perjudicaría bajo cualquier otro orden económico. Sin
embargo, propugnan la reforma, es decir, el socialismo, con pleno
conocimiento de lo anterior, por suponer que los ricos, a quienes
envidian, también van a padecer. ¡Cuántas veces oímos decir que la
penuria socialista resultará fácilmente soportable porque, bajo ese
sistema, nadie va a disfrutar de mayor bienestar!
Cabe, desde
luego, combatir el resentimiento con argumentos lógicos. Puede
hacérsele ver al resentido que a él lo que le interesa es mejorar su
propia situación, independientemente de que los otros prosperen más.
El complejo de Fourier, en cambio, resulta más difícil de combatir.
Estamos, ahora, ante una grave enfermedad nerviosa, una auténtica
neurosis, cuyo tratamiento compete más al psiquiatra que al
legislador. Constituye, sin embargo, una circunstancia que debe ser
tenida en cuenta al enfrentarse con los problemas de nuestra actual
sociedad. La ciencia médica, por desgracia, se ha ocupado muy poco
del complejo de Fourier. Se trata de un tema que casi pasó
inadvertido a Freud.
En esta vida, es
muy difícil alcanzar todo lo que se ambiciona. No lo consigue ni uno
en un millón. Los grandiosos proyectos juveniles, aunque la suerte
los acompañe, cristalizan muy por debajo de lo previsto. Mil
obstáculos destrozan planes y ambiciones y la capacidad personal
resulta insuficiente para conseguir aquellas altas cumbres que uno
pensó escalar fácilmente. Ese fracaso de las más queridas esperanzas
es el drama diario del hombre. Es la percepción de la propia
incapacidad para conseguir metas ardientemente ambicionadas. Nos
sucede a todos.
Ante esa
realidad, se puede reaccionar de dos formas. Goethe, con su
sabiduría práctica, nos ofrece una solución: ¿Crees tú, acaso, que
deba odiar la vida y refugiarme en el desierto simplemente porque no
fructificaron todos mis infantiles sueños?, dice su Prometeo. Y
Fausto en «la mayor ocasión», «como sabio resumen», advierte que: No
merece disfrutar ni de la libertad ni de la vida quien no sepa
reconquistarlas todos los días.
Ninguna
desgracia puede mellar ese espíritu. Quien acepte la vida como es en
realidad, resistiéndose a que la misma lo avasalle, no necesita
recurrir a «piadosas mentiras» que gratifiquen su atormentado ego.
Si no llega el triunfo tan largamente añorado, si el destino, en un
abrir y cerrar de ojos, desarticula lo que tantos años de duro
trabajo costó estructurar, no hay más remedio que seguir laborando
como si nada hubiera pasado. Así actúa quien osa mirar cara a cara
al desastre y no desesperar jamás.
El neurótico, en
cambio, no puede soportar la realidad de la vida. Le resulta
demasiado dura, agria, grosera. A diferencia de la persona sana,
carece de la capacidad para «seguir adelante, siempre, como si tal
cosa». Su debilidad se lo impide. Prefiere escudarse tras meras
ilusiones. La ilusión, según Freud, «es algo deseado, una especie de
consolación» que se caracteriza «por su inmunidad ante el ataque de
la lógica y de la realidad». Por eso no es posible curar a quien
sufre de ese mal apelando a la lógica o a la demostración del error
en que aquél se debate. Ha de ser el propio sujeto quien se
automedique, llegando a comprender él mismo las razones que le
inducen a rehuir la realidad, prefiriendo acogerse a vanas
ensoñaciones.
La teoría de las
neurosis es la única que puede explicar el éxito de las ideas de
Fourier. No vale la pena transcribir aquí pasajes de sus escritos
para demostrar su locura. Eso sólo interesa al psiquiatra. Pero
recordemos que el marxismo no añade nada nuevo a lo que ya dijera
Fourier, el «utópico». Al igual que Fourier, el marxismo parte de
dos suposiciones contradichas tanto por la lógica como por la
realidad experimental. El escritor socialista supone, en efecto, que
el «substrato material» de la producción «ofrecido por la
naturaleza, sin necesidad de la intervención del esfuerzo humano»,
es tan abundante que no precisa ser economizado y de ahí la
confianza marxista en un «crecimiento prácticamente ilimitado de la
producción». Supone, por el otro lado, que en la comunidad
socialista el trabajo «dejará de ser una carga para transformarse en
un placer», hasta el punto de que «llegará a constituir la principal
exigencia vital». Estamos, desde luego, en el reino de Jauja, donde
todos los bienes son superabundantes y el trabajo constituye pura
diversión.
El marxista,
desde las olímpicas alturas de su «socialismo científico», desprecia
el romanticismo. Sus procedimientos, sin embargo, son los mismos. En
vez de hallar la forma de superar los obstáculos que le impiden
alcanzar los fines apetecidos, los escamotea, perdiéndolos de vista
entre las brumas de la fantasía. La «mentira piadosa» tiene doble
utilidad para el neurótico. Lo consuela, por un lado, de sus pasados
fracasos, abriéndole, por otro, la perspectiva de futuros éxitos. En
el caso del problema social, el único que en estos momentos nos
interesa, lo consuela la idea de que, si no pudo alcanzar las
doradas cumbres ambicionadas, no fue culpa suya sino del defectuoso
orden social imperante. El descontento confía en que la desaparición
del sistema social le deparará el éxito que anteriormente no
consiguiera. Por eso, resulta inútil demostrarle que la soñada
utopía es imposible. El neurótico se aferra a su tan querida
«mentira piadosa y, en el trance de renunciar a ésta o a la lógica,
sacrifica la segunda Su vida, sin el consuelo del ideario socialista
le resultaría insoportable porque, como decíamos, el marxismo le
asegura que no es responsable de su propio fracaso; la
responsabilidad es de la sociedad. Eso lo libera del sentimiento de
inferioridad.
El socialismo,
para nuestros contemporáneos, constituye un divino elixir frente a
la adversidad; algo de lo que le pasaba al cristiano de otrora, que
soportaba mejor las penas terrenales confiando en un feliz mundo
ulterior, donde los últimos serían los primeros. Sin embargo, la
promesa socialista tiene consecuencias muy distintas. La cristiana
inducía a las gentes a llevar una conducta virtuosa. El partido, en
cambio, le exige a sus seguidores una disciplina política absoluta,
para acabar pagándole con esperanzas fallidas e inalcanzables
promesas.
Este es el
eterno hechizo de la promesa socialista. Sus partidarios están
convencidos de que, tan pronto como el socialismo se implante,
conseguirán todo lo que hasta entonces no habían logrado. Los
escritos socialistas no sólo prometen riqueza para todos, sino
también amor, felicidad conyugal, pleno desarrollo físico,
espiritual y la aparición por doquier de grandes talentos artísticos
y científicos. Trotsky aseguraba que en la sociedad socialista, «el
hombre medio llegará a igualarse a un Aristóteles, un Goethe o un
Marx. Y, por encima de tales cumbres, se alzarán otras aún mayores».
El paraíso socialista será el reino de la perfección, poblado por
superhombres totalmente felices. Esas son las idioteces que rezuma
la literatura socialista. Pero es precisamente ese desvarío lo que
atrae y convence a la mayoría.
No hay, desde
luego, en el mundo, psiquiatras suficientes para atender a todos los
infectados por el complejo de Fourier. Su número es excesivo. Tienen
que tratar de curarse ellos mismos, reconociendo la realidad de la
vida. Cada uno de nosotros tiene que afrontar su propio destino, es
indigno buscar chivos expiatorios y es necesario comprender las
inconmovibles leyes de la cooperación social.
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Ludwig von Mises (1881-1973)
Economista, nacido en Austria, fue el primer miembro
de la segunda generación de la escuela austríaca, y el más ardiente
defensor del liberalismo tradicional. Enseñó en la Universidad de
Viena de 1913 a 1934. Con el ascenso del nazismo tuvo que abandonar
su cátedra y emigrar a Suiza. En 1940 fue profesor de la Universidad
de Nueva York donde trabajó hasta fines de los años 60. Aunque no
tan famoso como su discípulo F. A. Hayek, su teoría de la acción
humana o praxeología a tenido una amplia influencia. Sus obras más
famosas son Teoría del dinero y el crédito y La acción humana.
Las páginas de Mises que presentamos en
www.neoliberalismo.com son la introducción de su libro Liberalismo
aparecido en 1927. En 1951, cuando el profesor T. P.Hamilius, de
Luxemburgo, solicitó un ejemplar de Liberalismo al editor Gustav
Fischer en Jena, en la República Democrática Alemana, los
representantes de la empresa respondieron diciendo que no podían
atender su solicitud porque «Por orden de las autoridades, todas las
copias de dicho texto tuvieron que ser destruidas». Hoy, casi medio
siglo después, el libro se sigue leyendo. La que desapareció fue la
llamada República Democrática Alemana.
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