Luis A. Balcarce
La más importante pregunta que enfrentó la sociedad del siglo XVII en Inglaterra fue qué política adoptar de acuerdo a aquellas personas que se negaban a atender los oficios religiosos de la Iglesia Anglicana. Era un problema político y legal. ¿Qué hacer con quienes desobedecen la ley? ¿Tiene el magistrado la autoridad de juzgar sobre comportamientos privados? ¿De dónde le viene esa autoridad? En otras palabras, son las mismas preguntas planteadas por Hobbes sobre los derechos del rey y el parlamento, las persecuciones religiosas y los límites de la obediencia individual a las leyes y los gobiernos pero que tendrán respuestas muy opuestas. (Ver La evolución del estado de derecho, de Friedrich A. Hayek). Todas las discusiones de la sociedad inglesa entre 1660 y 1690 giran en torno al tema de la tolerancia religiosa. Aunque Carlos II había prometido impulsar la libertad de culto al momento de restaurarse en el trono en el año 1660, la presión de su entorno hizo que tal promesa no pudiera cumplirse. Después de 1662, todo aquel que manifestara públicamente su rechazo a la religión anglicana podía ser multado, confiscado y encarcelado. A principios de 1660 John Locke era un desconocido tutor en Oxford y dos escritos suyos sobre el tema, curiosamente, hablaban a favor de la postura del clero anglicano y de reforzar la represión contra los disconformistas, como se los llamaba. Pero en 1667 conoce a Anthony Ashley Cooper, posteriormente nombrado conde de Shaftesbury, una de las mentes más brillantes de su época y uno de los líderes de la oposición a la monarquía. A partir de este momento Locke cambiará de postura y afirmará con tenacidad que los magistrados no tienen autoridad para interferir con las decisiones individuales de las personas quienes eligen sus propios caminos a la salvación eterna. Las creencias religiosas y las prácticas para el credo religioso tienen “an absolute and universal right to toleration”. Niega por tanto que la libertad de culto degenere en libertinaje y rebelión, mucho peores son las consecuencias nefastas que conlleva la persecución religiosa. En 1670 la Iglesia Anglicana lanza una feroz represión contra los disidentes religiosos, desatando una verdadera caza de brujas que culminará con una quema y censura de libros, cientos de prisioneros y muchos rebeldes enjuiciados, torturados y asesinados. Para la monarquía gobernante era intolerable pensar que los individuos podían ser vistos a los ojos de Dios como libres y responsables y, por lo tanto, que podían actuar según su libre albedrío. Aquí comienza la lucha de John Locke: en la fundamentación del principio de libre credo religioso (excluidos los católicos) como derecho natural del individuo, el cual precedía y era independiente a la instauración de todo gobierno. El Estado, según Locke, tenía como fin, únicamente, proteger los intereses civiles de los ciudadanos y no interferir en sus creencias religiosas. Subyace a esta cuestión el tema central de la modernidad: la división entre conocimiento racional y conocimiento revelado, al vez que se discute por primera vez la separación de la religión del Estado, la relación entre derechos naturales y derechos civiles y los límites del poder del gobierno. En este contexto, Locke comienza a escribir el Ensayo sobre el Conocimiento Humano donde defiende que el individuo puede pensar por sí mismo con la clarividencia que le presentan sus sentidos antes que “tragarse” todo lo que promulga el poder eclesiástico. Desde el momento en que defiende el libre albedrío y la acción voluntaria, el pensamiento de Locke defiende la tesis de los disidentes que postulan que uno debe actuar según lo que le dicte su conciencia en situaciones donde solo “el conocimiento probable” es posible. Otros de los postulados que defendían los Disidentes eran que Dios creó a los individuos iguales y libres respecto a otros; que los individuos son parte de una comunidad que se funda en lo moral y es gobernada por leyes naturales, conduciendo sus actos por los dictados de la razón; que las disputas deberán ser resueltas bajo provisión de evidencia, argumentación y discusión; y que, a pesar de ser seres corrompidos, los individuos son capaces de vivir en paz entre ellos, gracias al consenso y el acuerdo. En relación al terreno epistemológico en el cual se apoya su obra, Locke tiene una visión mecanicista y racionalista del mundo en el cual cree percibir una armonía global supuestamente evidente por sí misma. Como destaca Joseph Colomer con elocuencia, “la existencia de un Dios creador, un ser eterno, todopoderoso, omnisciente y bueno, es un axioma ampliamente compartido por su audiencia. (...) De Dios sólo pueden conocerse sus “características accidentales”, nunca su esencia, a través del designio de las leyes naturales. La de Locke se acerca a la concepción calvinista de la divinidad como un gran relojero, es decir, como una voluntad omnipotente que lo dirige todo: orden celeste, tierra, vidas humanas, pero cuya última razón se les escapa a la razón humana”. El otro aspecto importante de su enfoque epistemológico tiene que ver con su doctrina de los derechos naturales, la cual consiste en sostener que hay ciertas reglas de la naturaleza que gobiernan la conducta humana y que pueden ser descubiertas con el uso de la razón. Esto sería presumir con Locke derechos naturales innatos que provienen de la ley natural, impresas en el “corazón de los hombres”. Al decir de Tomás Várnagy, “la ley natural es una ley eterna para todos los hombres, incluidos los legisladores, cuyas leyes positivas tienen que ser acordes a las leyes naturales, dotadas así de un poder coactivo para obligar a quienes no las respetan”. Este punto es crucial para entender la dimensión política del individuo poseedor de derechos naturales –la vida, la libertad y la propiedad- que fundamentan los cimientos de la sociedad civil. Los derechos naturales son para nuestro autor la guía para que los hombres actúen con el fin de preservar su mutua seguridad. Son la condición moral “anterior a su reconocimiento por los ordenamientos legales positivos”, y, sumado la condición racional de los hombres, tenemos a los dos componentes básicos del pensamiento moral y político lockeano: el supuesto de derechos anteriores a la formación de todo gobierno y la hipótesis de que el hombre ha nacido libre por ha nacido racional y por lo tanto puede disfrutar de una convivencia pacífica con otros hombres en el marco de un estado de naturaleza. Tolerancia y religión Todo el trasfondo del pensamiento político y epistemológico de Locke hay que buscarlo en los argumentos a favor de la tolerancia religiosa y de la defensa de una minoría, los Disidentes. Para nosotros la idea de tolerancia religiosa se ha convertido en un lugar común pero esto no era así para los contemporáneos de Locke. Así también, la idea de que un individuo puede rechazar obedecer una ley civil –piedra sustancial de movimientos modernos como los pacifistas, el feminismo, los abolicionistas y los defensores de derechos humanos- les era totalmente extraña. La Inglaterra de la Restauración se desgarraba por sus conflictos religiosos y la idea de que personas de diferentes cultos pudieran vivir en armonía les parecía descabellada. Por esta razón, la obra de Locke fue la de un fugitivo marginal, radical y revolucionario, escrita por un hombre que vivió gran parte de su vida oculto en el exilio y dando sus obras a imprenta sin firmar. Ninguna pluma sería capaz de describir y hacernos comprender la inseguridad de la vida y la propiedad que tuvieron que soportar los hombres de esa época. Un hombre independiente como Locke, que amara la verdad, tenía que estar dispuesto a huir o a morir todos los días por culpa del deseo irrefrenable de sangrías y furia que despertaban las pasiones religiosas. Como escribió Dilthey , “sólo los ignorantes se pueden reír del acento sagrado que para los hombres del siglo XVII tuvieron las palabras religión natural, ilustración, tolerancia y humanidad. En ellos respira el aliento agónico de un mundo que sucumbe bajo el peso imponente de las confesiones”. Si tanta sangre ha sido derramada, pensaban los disidentes, que se a favor de la libertad religiosa. De eso hablan las obras de Tomás Moro, Juan Bodino, Francis Bacon o Thomas Hobbes: de la independencia de la conciencia religiosa, de la emancipación de las comunidades de la esfera papal, del pensamiento empírico y científico unido al progreso de las artes y la afirmación alegre de la vida. La Europa inundada de sangre y castigada por el odio y las persecuciones, desea la tolerancia y la paz a cualquier precio. No extrañaría imaginar a un Locke ensimismado con la idea de no soportar nunca más el abuso de poder curas y aristócratas. Por eso decimos que John Locke es heredero de la tradición renacentista que rompe con los estatutos marcados por el orden feudal eclesiástico. Sus ideas, propias de la modernidad política, emanan el perfume de la Reforma, que volvió a la actitud religiosa al ámbito de la conciencia. Recuerdan a Maquiavelo, a Grocio, a Descartes, a Spinoza -quien restauraró sobre la base del estoicismo la autonomía de la razón moral y científica- a los héroes dramáticos de Shakespeare y Marlowe, a las figuras de bronce de Donatello y Miguel Angel, a la dinámica de Galileo... Locke, un hombre que leyó el designio de su época, apuesta por la transformación vital de los hombres de la misma manera que los hicieron Petrarca, Montaigne, Erasmo, Rabelais y todo el movimiento humanista italiano. Vale recordar que fue en Europa donde nacieron las argumentaciones autocríticas para impulsar el fin de las intolerancias. La tolerancia, escribe Fernando Savater, es “convivir con personas cuyas ideas o costumbres desaprobamos. No es indiferencia ni tampoco idolatría de la diferencia ... debe distinguir entre el respeto a la autonomía personal y el respeto a las tradiciones culturalmente diferentes, entre el respeto a las personas (inviolable) y el respeto a las ideas o creencias (que no son vacas sagradas y pueden ser criticadas y discutidas aun acerbamente)”. Una obra en el exilio El 1679 se produce una histeria anticatólica que derivará en más sangre y represión. Un supuesto intento católico de destronar a Carlos II fue el detonante y los hechos condujeron a que su hermano, el católico Jaime, duque de York, asuma el poder. Los miedos protestantes ante una monarquía católica exigieron a Carlos II devolver todo el poder al Parlamento pero éste respondió disolviéndolo y llamando a nuevas elecciones. Es entonces cuando el conde Shaftesbury organiza el primer partido político en pro del parlamento, los Whigs, y gana tres elecciones sucesivas que le otorgan la mayoría en la Cámara de los Comunes. El rey respondió disolviendo el Parlamento nuevamente y Shaftesbury organiza con la complicidad de los escoceses el asesinato de ambos hermanos Estuardo pero fallas en la organización ocasionan que deba exiliarse en Holanda, donde muere meses más tarde. Locke continúo organizando la insurrección pero algunos miembros fueron apresados y condenados a muerte, entre ellos su admirado Algernon Sydney, autor de Discourses Concerning Government, lo que lo obligó a permanecer en Holanda con otros cientos de insurrectos. La “sed” de Locke, como escribe Jean-Jacques Chevallier, es el anti-absolutismo, el deseo violento de la autoridad contenida, limitada por el consentimiento del pueblo, por el derecho natural, a fin de eliminar el riesgo de despotismo, de arbitrariedad, aun exponiéndose a una brecha de anarquía. Esta sed es la que lo lleva a escribir en contra del derecho divino y de cierta teología cristiana y anglicana que “recubre con el manto divino los peores excesos de la autoridad”. En este contexto, Locke escribe sus dos tratados políticos. El primero, es una refutación de los argumentos de Robert Filmer y su libro Patriarca, que justificaba el poder divino de los reyes y que su alcance no podía ser limitado por ninguna ley humana, es decir, promulgada por el Parlamento. Era, en síntesis, una argumentación a favor del poder absoluto. Locke argumenta que, de seguir las recomendaciones de Filmer, el país terminaría en la anarquía y la guerra civil. El primer tratado fue escrito en 1680-81 como parte de la campaña Whig a favor de un gobierno de monarquía constitucional limitado por el Parlamento. La estrategia de los Whigs fue argumentar que era el rey el que había violado el contrato con sus súbditos que éstos ya no tenían obligación de seguir su mandatos al haber disuelto el Parlamento. Y que ahora los ingleses eran libres de elegir el tipo de gobierno que quisieran. Esto era lo argumentaban tanto Locke como Sydney. En términos de coyuntura política, los tratados de Locke son el manifiesto de la revolución planeada por Shaftesbury. En términos de filosofía política, son un complejo bagaje de conceptos que moldearán las constituciones políticas que surjan en los tres siglos subsiguientes. Como escribe Tomás Vánagy, “al argumento de Locke contra Filmer apunta fundamentalmente a no considerar el Estado como una creación de Dios, sino como una unión política consensuada y realizada a partir de hombres libres e iguales”. Según la visión de Locke, una revolución es un acto colectivo en defensa de los abusos de un individuo (el rey) quien ha puesto sus propios intereses por encima del bienestar de la comunidad en su conjunto. El principal objetivo de esta revuelta popular no es otro que reinstituir un sufragio libre y el gobierno representativo. El poder político, si existe, es poder soberano, poder popular, nunca individual, además de ser entendido como bien común, bienestar general, y nunca como parte de intereses particulares de elite. La concepción del poder soberano reside en la idea de derecho natural que pregona nuestro autor. La ley natural es una ley divina pero que se expresa a través de la facultad racional que tienen los individuos para elegir qué es lo más beneficioso para ellos. Muy lejos del estado de guerra anunciado en la obra de su antecesor Thomas Hobbes, los individuos tienden en el estado de naturaleza a la paz, a la cooperación y al orden armonioso. Este punto es esencial para entender la libertad en Locke: todo hombre que pueda ejercer su facultad de decidir racionalmente es libre. La razón le otorga la posibilidad, a su vez, de obrar moralmente, lo cual lo independiza de cualquier ley divina o código rector eclesiástico. Si Locke será el autor más citado por los revolucionarios franceses y norteamericanos es, precisamente, porque a partir de esta premisa se puede comprender el sustrato del contenido político del credo liberal y sus proclamas de sufragio popular, gobierno limitado y representativo y libertad de culto y pensamiento en base a derechos individuales anteriores a la formación de todo gobierno. Trabajo y Propiedad El pensamiento sobre el derecho a la propiedad en Locke aparece bien delineado en su ataque a la obra de Filmer en dónde insiste en que no existe relación entre la propiedad y el ejercicio del poder político. Filmer decía que sí con el objetivo de darle legitimidad al poder monárquico pero Locke le hace una pregunta crucial: suponiendo que uno sea propietario de un territorio, ¿qué es lo que hace que este derecho le haga también dueño de la vida de otra persona? Con esto Locke desarticula los presupuestos monárquicos según los cuales los poseedores de riqueza y tierras convierten por extensión en sus súbditos a quienes las habitan. Es por eso que Locke resalta que el poder político descansa sobre el consenso, no sobre la posesión de riqueza. Suponer un “primer patriarca” sería admitir que los hombres no nacieron libres y que en virtud de su subordinación natural, absoluta y arbitraria, tampoco podrán serlo nunca. «La razón, que es donde radica dicha ley, enseña a todo el que quiera consultarla que todos los hombres deben ser iguales e independientes y que no debe dañarse ni la vida, ni la salud, ni la libertad, ni las posesiones de los demás.» Para Locke no existe jure divino, sujeción natural, sumisión de nacimiento a la monarquía porque el hombre es libre por naturaleza y no existe nada que lo convierta en un súbdito de algún poder terrenal, excepto su propio consentimiento. El fin principal y la causa de que los hombres cedan parte de sus libertades al gobierno es porque creen que este medio de convivencia es el idóneo para «la mutua defensa de sus vidas, libertades y pertenencias, de todo aquello a lo que yo doy el nombre general de propiedad». El otro elemento esencial en su teoría de los derechos de propiedad es el trabajo. En su origen la propiedad era común, todo era compartido por todos, pero cada vez que el hombre mezclaba trabajo con bienes comunes delimitaba derechos de propiedad. Por lo cual se entiende que el trabajo es para Locke el origen de la propiedad. La tierra es de todos pero yo le aplico mi esfuerzo, mi talento y al sembrarla y cultivarla la hago mía. Pierre Manent lo puntualiza así: “¿Qué distingue las ciruelas cosechadas de aquellas que quedaron en el árbol? Las primeras fueron transformadas por el trabajo del individuo, pues allí ha mediado la obra de sus manos. De ahí que Manent destaque que para Locke, a diferencia de Aristóteles, el hombre no es un animal político sino un animal propietario y trabajador. Locke le da al término propiedad un significado polisémico que abarca “la vida, libertad y hacienda” y, en un sentido más restringido, bienes derecho a heredar y la capacidad de acumular riquezas. El especialista en la obra de Locke, Hugo Aznar Gómez, señala que se debe situar a la propiedad en un espacio normativamente protegido contra la interferencia del poder político. Tampoco, agrega este autor, se puede enfocar el tema de la propiedad solo desde una perspectiva sociológica sino que debe prestarse atención a sus ideas religiosas y al contexto el cual fueron escritas. “Cuando Locke situaba la defensa de la propiedad en el centro mismo de la función política no es que estuviera abogando por un gobierno convertido en gestor y protector de los intereses de la clase propietaria. Cuando Locke convertía la propiedad en un derecho natural tampoco es que buscase salvaguardar el sistema económico por encima de todo. Lo que Locke tenía en mente era la defensa de la propiedad contra un poder arbitrario y absoluto. Era esta amenaza la que equilibraba su insistencia, como en parte su designio de explicar la propiedad como un derecho natural junto a los de la vida, la salud y la libertad”. Pero estas son sólo débiles aproximaciones al polémico Capítulo V del Tratado. Todo aquel que haya abordado la teoría del propiedad en Locke habrá encontrado que está plagada de lagunas que no hacen más que aportar incertidumbre e incoherencia a su obra. Karen Vaughn ha dicho en su estudio sobre este tema que “Locke parece plantear más problemas de los que resuelve y uno no puede evitar preguntarse no sólo qué es lo que quiso decir sino que es lo que en realidad dijo”. De la misma manera, Robert Nozick, entre otros, ha puesto en duda muchas de sus afirmaciones y hoy en día son pocos los que toman las teorías del derecho de propiedad de Locke al pie de la letra. Así todo, queda manifiesta la intención de Locke de situar al hombre como responsable moral de sus acciones y liberarlo del yugo de la tradición absolutista. A partir de Locke, el hombre será dueño de sus actos y su propiedad deberá quedar normativamente protegida frente a la violencia coercitiva del gobierno.
La Revolución Gloriosa de 1688 En junio de 1688, Jaime II anuncia el nacimiento de su hijo y el espectro de una monarquía católica –recordemos que para los ingleses, incluido Locke, el catolicismo era la expresión más brutal de represión y persecución religiosa- convence tanto a Tories (monárquicos) como a Whigs (defensores del Parlamento) de organizar una rebelión contra los Estuardos. Su libertador será el holandés Guillermo de Orange, yerno de Jaime II, quien entra a Inglaterra casi sin oposición. Un mes después Jaime II tiene que fugarse a Francia y Guillermo restablece la soberanía del Parlamento. A esto se le llamó la “Revolución Gloriosa”, llamada así porque aseguró la hegemonía protestante y parlamentaria sin derramamiento de sangre. Guillermo y Maria asumieron el trono inglés bajo los términos constitucionales engarzados en la famosa Bill of Rights o Declaración de Derechos (1690). Específicamente, estipulaba que la corona no podía imponer impuestos sin el consentimiento del Parlamento, ni mantener un ejército en épocas de la paz; también condicionaba a los católicos a no ser soberanos ingleses (en esos días el catolicismo era más que una religión; era una manera por la cual los extranjeros podrían intervenir en los asuntos de Inglaterra). Incidentemente, la Bill of Rights no enumeraba los derechos de los ingleses, pero confirmó dos muy importantes, especialmente en el contexto de cualquier conflicto que pudiera presentarse entre un rey tiránico y los representantes del pueblo, por ejemplo, comenzando con conflicto que dio lugar a la Revolución Gloriosa en primer lugar. Resaltó dos derechos que son bastiones contra un régimen tiránico: el derecho de levantarse en armas y peticionar; y el derecho de enjuiciar ante un agravio mediante una corte de la ley. En 1696, Locke es nombrado Comisionado de la Cámara de Comercio, encargada de regular del comercio de Gran Bretaña con sus colonias. Duró en el cargo cuatro años y luego se retiró a vivir apaciblemente en las afueras de Londres. En 1720 falleció a la edad de 72 años. Poco después sus ideas eran popularmente recibidas y difundidas a través de panfletos revolucionarios, ensayos y artículos periodísticos. Las Cato Letters, publicadas por los radicales John Trenchard y Thomas Gordon son un compendio de las ideas de Locke y tendrían una influencia determinante en la obra de los Padres Fundadores de la Revolución Americana de 1776. Al mismo tiempo, Voltaire popularizaba sus ideas en Francia y Montesquieu hacía lo propia perfeccionando su concepto de separación de poderes. Las ideas de Locke sobre los derechos naturales de los individuos serán esenciales para desencadenar la Revolución Francesa, aunque sus premisas acerca de los derechos de propiedad y la separación de poderes no tendrá mucho asidero en tierras galas. El Terror instaurado luego de 1789 explica en gran medida la poca recepción que tuvieron sus ideas. A partir de aquí la influencia intelectual de Locke se desvanece. Los gobiernos monárquicos y de corte autoritario que dominaron el siglo XIX comienzan adquirir más y más poder para robar, confiscar, encarcelar y asesinar masivamente en nombre del bien común. El reinado intelectual de Locke había terminado.
Biblografía utilizada en este trabajo: Aznar, Hugo Gómez, “La cuestión de la propiedad en John Locke”, Revista El Basilisco, Nº 7, 1991; Colomer, Joseph, Historia de la Teoría Política, Vol. 3, Alianza, Madrid, 1997; Jean Jacques Chevallier, Los grandes textos políticos, Aguilar, Madrid, 1952; Manent, Pierre, Historia del pensamiento liberal, Emece Editores, Buenos Aires, 1990; Várnagy, Tomás, “El pensamiento político de John Locke” en Filosofía política clásica, AAVV, Clacso, Buenos Aires, 1999; Vaughn, Karen, La teoría de la propiedad de John Locke, Revista Libertas Nº 3. Bibliografía de consulta: Para el análisis del contexto intelectual en el período relacionado con nuestro autor, véase: Carlyle, A. La libertad política, Fondo de Cultura Económica, México, 1982; Crossman, R., Biografía del Estado moderno, F.C.E., México, 1965; Dujovne, León, La Filosofía de la Historia desde el Renacimiento hasta el siglo XVIII, Ediciones Galatea, Madrid, V. 2, 1961; Ebenstein, William Pensamiento político moderno, Ediciones Taurus, Madrid, V. 2, 1961; Hazard, Paul, “El pensamiento europeo en el siglo XVIII”, Revista de Occidente, Madrid, 1946; Touchard, Jean, Historia de las ideas políticas, Editorial Tecnos, Madrid, 1977. Para el análisis general del ideario lockiano, e interpretaciones del mismo, véase las obras de Hugo Biagini: “El Liberalismo Lockiano”, Revista de Estudios Políticos, Madrid, Nº 194, marzo-abril, 1974, pp 225-257; “Las primeras ideas políticas de Locke”, Revista de Estudios Políticos, Madrid, Nº 211, enero-febrero, 1977, pp 247-254; “El Ius resistendi de Locke”, Revista de Estudios Políticos, Madrid, Nº 2, marzo-abril, 1978, pp 153-160. Además, Simon, Walter, “John Locke: Philosophy end political theory”, American Political Science Review, XLV, junio 1951, pp 386-399; Viano, C., John Locke, Einaudi, Turín, 1960. También Sabine, George, Historia de la Teoría Política, F.C.E., México, 1963, p 390. Para tener una visión global de la propiedad en la tradición del derecho natural, véase el artículo de Gonzalo Izquierdo: “Algunas consideraciones en torno a la propiedad como derecho natural”. Cuadernos de Historia, Facultad de Filosofía, Humanidades y Educación, Universidad de Chile, Nº 4, julio 1984. Véase Catlin, George, Historia de los filósofos políticos, Editorial Peuser, Buenos Aires, 1956, p 323. Escritos de John Locke consultados para este trabajo: Laslett, Peter, Introducción a la edición de los Two Treatises de John Locke, Cambridge University Press, Cambridge, 1988; Locke, John, Dos ensayos sobre el gobierno civil Espasa, Madrid, 1991. Edición de Joaquín Abellán y traducción de Francisco Giménez Gracia. Esta correcta edición incluye lo que aquí denominamos como Primer tratado y Segundo tratado, en lugar de “Ensayo”, pues la obra de Locke en inglés se denomina Two Treatises [tratados] of Government y consideramos más adecuado el término “tratado”. Locke, John 1991 Segundo tratado sobre el gobierno civil (Madrid: Alianza). Traducción, prólogo y notas de Carlos Mellizo. Locke, John 1993 Political Writings (New York: Penguin/Mentor 1993). Edición de David Wootton. Cortesía de poderlimitado.org
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