En defensa del neoliberalismo |
Cine cubano: el triunfo de Marx Adolfo Rivero
El centro de este humor gira en torno a la
escasez. La miseria cotidiana en la isla obliga a darle mucha
importancia a bienes y servicios que, para el resto del mundo, son
banales y casi invisibles. El artista aprovecha el contraste para crear
un efecto cómico. El caso típico es el grito de ¡llegó el aceite!,
supremo movilizador de masas, capaz de paralizar cualquier otra
actividad y de echar a correr a inválidos postrados en sillas de
ruedas. O el muerto que se queda solo porque los asistentes del velorio
rodean a la extranjera que ha llegado con regalos. Hasta que el mismo
muerto se levanta del sarcófago para reclamar el suyo. La otra coordenada cultural es el absurdo. Una y otra vez se repite
que la sociedad cubana es kafkiana. Pero el absurdo kafkiano es
misterioso, sombrío, mientras que el absurdo cubano es irónico. ¿Por
qué? Porque los personajes de Kafka no comprenden la realidad en que
viven mientras que los cubanos sólo fingen no comprenderla. La sociedad
cubana no tiene nada de incomprensible. Es una irracionalidad de la que
todo el mundo sabe la razón. El neurocirujano no puede vender sus
servicios a su verdadero valor porque el estado no se lo permite y es
por eso que trata de ganar dólares manejando un taxi. El único
problema es que no se puede decir. En Cuba falta de todo, pero la
carencia principal es de libertad. Esta es la raíz última del trágico
empobrecimiento de la sociedad cubana. La lógica y la razón obligarían a rechazar la falta de libertad
--fuente última de las miserias sociales. Pero hacerlo implicaría una
opción dramática, un riesgo elevadísimo. Estamos hablando de cárcel,
tortura y exilio. Por lo tanto, es imperativo evitar esa definición. De
ahí la opción del humor amargo y el absurdo irónico. Ahora bien, antes de apresurarnos a una crítica fácil tenemos que
reconocer que los artistas fingen aceptar esta realidad pero, al mismo
tiempo, marcan un claro distanciamiento con la ideología que la
sustenta. Todas las alusiones a la revolución o al comunismo son irónicas.
No hay ninguna afinidad con el discurso, eternamente teatral, de Fidel
Castro. En este mundo no hay militantes revolucionarios. No es todavía
una intelectualidad combatiente, pero podría ser su preámbulo. No es fácil la situación de los intelectuales y artistas de la isla.
Los creadores necesitan crear. Muchos, la mayoría, se sienten
asfixiados. Pero ¿cuál es su alternativa? ¿Abandonar para siempre
carreras donde, pese a graves limitaciones, han alcanzado un prestigio
y, sobre todo, pueden hacer algún tipo de creación? Para una falange
de gente talentosa pero no excepcional, o que todavía no ha llegado a
serlo, enfrentar simultáneamente la amargura del exilio y la dura
competencia del mercado es una proposición muy arriesgada, si no
profesionalmente suicida. La mayoría de las empresas deportivas, culturales o religiosas no
pueden aspirar a una rápida rentabilidad. En muchas ocasiones no la
alcanzan nunca. En general, son mantenidas por las donaciones
voluntarias de las elites. José Raúl Capablanca no pudo reconquistar
el campeonato mundial de ajedrez porque le faltaron unos pocos miles de
dólares para organizar la revancha. En una sociedad libre, los medios
de comunicación difunden la frustración de esos atletas o artistas que
no pueden triunfar por falta de un mínimo de apoyo económico inicial.
Y, al hacerlo, dejan una huella, más o menos visible pero siempre traumática,
en la conciencia nacional. En Cuba, desde los inicios mismos de la república,
hubo una legión de intelectuales y artistas con un resentimiento que si
no siempre era justo al menos era explicable. Este fenómeno se ha
repetido, una y otra vez, en América Latina y, una y otra vez, ha sido
aprovechado por la izquierda que lo ha utilizado para deslegitimar a
todo un sistema social. Es por eso que mientras la sociedad civil y las elites nacionales no sean lo suficientemente vigorosas como para cumplir satisfactoriamente con esa función, el estado debe hacerse cargo de la misma. No creo que ésta represente una carga insoportable. Algunas instituciones que convoquen frecuentes concursos y patrocinen modestas ediciones o exhibiciones de jóvenes creadores no van a hundir las finanzas de la república. Cualquier negocio sucio implica más gastos al erario que lo que pudiera costar su mantenimiento. Y sería difícil exagerar su utilidad social. Tenemos que reflexionar sobre estos problemas porque estamos presenciando el sorprendente crepúsculo de la dictadura castrista. Un crepúsculo cuyo inesperado vocero es Marx. Pero Groucho Marx, no Carlos. |