En defensa del neoliberalismo

 

FALTA DE VALOR

 

Roger Kimball

Por muy delicadamente que se diga, Estados Unidos se lo merecía.
Mary Beard, sobre el 11 de septiembre.

… la mayor fuente de terrorismo en el mundo.
Harold Pinter, refiriéndose a Estados Unidos.

El verdadero problema es la extinción de Estados Unidos y,
si Dios quiere, lo veremos caer por tierra.
Mullah Mohamed Omar, líder talibán.

No estamos luchando para que nos ofrezcan algo.
Estamos luchando para eliminarlos.
Hussein Massawi, antiguo líder de Hezbolá.

   Lo primero que salta a la vista de las declaraciones de la filóloga Mary Beard, el dramaturgo Harold Pinter y de los islamo-fascistas Mohamed Omar y Hussein Massawi es que fácilmente pudieran decuplicarse. Pueden encontrarse circulando declaraciones similares en casi cualquier universidad americana o europea; en toda la prensa americana, europea o árabe, en mezquitas y madrasas y, en realidad, en casi cualquier parte donde converjan las elites intelectuales y los terroristas islámicos. El antiamericanismo – tanto en su forma criminal como en la fatuamente sofisticada – es una industria en expansión.

¿Existe alguna conexión entre las Mary Beards y lo que Mark Steyn ha denominado las extrañas barbas del mundo? ¿Entre la vacua cháchara de los intelectuales y el duro pragmatismo de los terroristas? En un sentido importante, la respuesta es que sí. “Las ideas”, sentenció el filósofo político Richard Weaver en una frase famosa, “tienen consecuencias.” Inclusive las malas ideas, inclusive las estúpidas, inclusive las que sólo pudieran surgir de la mente de los privilegiados intelectuales occidentales demasiado engreídos con su propia importancia como para darse cuenta de ciertas realidades políticas fundamentales. Esto no quiere decir que Harold Pinter (digamos) sea responsable por Mullah Omar. Lo que quiero decir es que ciertamente ayuda a crear un clima de opinión donde los Mullah Omar tienen mejores oportunidades de prosperar.

El pinterismo (si se me permite eponimizar este género de auto-desprecio intelectual) no es ningún fenómeno nuevo. George Orwell observó algo similar en su anatomía de aquel pacifismo rampante en los círculos intelectuales ingleses antes y durante la Segunda Guerra Mundial. El “motivo no admitido” del pacifismo, escribía Orwell, era “el odio por la democracia y la admiración por el totalitarismo.” Harold Pinter no es John Walker Lindh. No lo vamos a encontrar uniéndose a los talibanes. Pero sí lo vamos a encontrar simpatizando con su colega espiritual Susan Sontag, la que explicó que los ataques del 11 de septiembre “no era un ataque ‘cobarde’conra la ‘civilización’y la ‘libertad’o la ‘humanidad’y el ‘mundo libre’ sino un ataque contra la autoproclamada superpotencia mundial  emprendido como consecuencia de acciones y alianzas americanas específicas… Se puede decir cualquier cosa de los que perpetraron la matanza (del 11 de septiembre) pero no eran cobardes.” ¿No eran cobardes? ¿Quiere decir entonces que eran asesinos fanáticos? Por supuesto que no. Sontag (como Pinter) es demasiado ambivalente y está demasiado llena de admiración por los terroristas para eso. Demasiado ambivalente en relación con “la autoproclamada superpotencia mundial (o “estado delincuente”como dice Pinter) y demasiado llena de admiración por los terroristas. En este contexto, merece la pena recordar la observación de Orwell sobre “el curioso  proceso mediante el que los pacifistas, que empezaron con un supuesto horror a la violencia, terminaron con una marcada tendencia a sentirse fascinados por los éxitos y poderío del nazismo.”

Orwell observaba que pacifismo era “objetivamente pro-nazi”puesto que inculcaba una actitud que ayudaba a los enemigos de Inglaterra. De la misma manera, el antiamericanismo es objetivamente pro-terrorista. No es sorprendente que los nazis hicieran todo lo posible por alentar el pacifismo entre los británicos (de la misma forma en que los soviéticos ayudaron activamente al movimiento a favor de la paz en Estados Unidos durante los años 60 y 70). De manera similar, el anti-americanismo ayuda a crear un clima donde el terrorismo se excusa, se racionaliza y se justifica. Lo merecíamos. Era lógico. Ya se sabe… la arrogancia, la pobreza, el medio ambiente, las causas profundas…

El pacifismo se construye alrededor de frases que suenan bien (paz, amor, no violencia) pero que son esencialmente engañosas porque son irreales, es decir, porque falsifican la realidad, porque falsifican la forma en que el mundo realmente funciona (muy diferente a la forma en que quisiéramos que funcionara). “Para abjurar de la violencia,” observaba Orwell, “es necesario no tener experiencia de ella.”  Al recordar la guerra civil española en 1942, Orwell criticaba “la sentimental creencia de que, al final. todo sale bien y que lo peor nunca llega a pasar.”

Alimentado por siglos de literatura en la que el Bien inevitablemente triunfa en el último capítulo, creemos casi instintivamente que, a la larga, el Mal siempre se derrota a si mismo. El pacifismo… está sustentado en gran medida en esta creencia. No hay que resistir al Mal porque, de alguna forma, se va a destruir a si mismo. Pero ¿por qué habría de hacerlo? ¿Qué pruebas hay de que realmente lo hace?

Mientras reflexionamos sobre esta cuestión, preguntémonos que papel ha jugado Estados Unidos durante el último siglo. El periodista británico Brian Appleyard, escribiendo en el London Times el 23 de septiembre del 2001, manifestaba su asombro ante la orgía de antiamericanismo que había acogido los ataques terroristas del 11 de septiembre. En cierto sentido, observó, no había nuevo en relación con el antiamericanismo.

Yo, ciertamente, siempre he vivido en un mundo lleno de un virulento antiamericanismo. En mi infancia, todos los adultos a mi alrededor estaban convencidos de que el aparentemente inevitable holocausto nuclear sería culpa de los americanos. En mis años de estudiante, vi. usar la guerra de Vietnam como una excusa para una violencia y una intimidación que hubiera enorgullecido a Mao Tse Tung. Mis compañeros agitaban el librito rojo, su guía para los asesinatos de masas, mientras trataban de asaltar la embajada americana. Vi a muchos de esos que ahora derraman lágrimas de cocodrilo quemando la bandera americana.

Pero el acceso de antiamericanismo que siguió los ataques de Al Qaida tenía un registro más estridente y virulento que la mayoría de los ejemplos más recientes. También parecía menos racional. Appleyard observaba justamente que Estados Unidos estaba lejos de ser una sociedad perfecta. Pero ¿qué papel había realmente jugado Estados Unidos en “el más horrible de todos los siglos,” el veinte?

Estados Unidos salvó a Europa de la barbarie en dos guerras mundiales. Después de la Segunda Guerra Mundial reconstruyó al continente de sus cenizas. Confrontó  y derrotó pacíficamente al comunismo soviético, el sistema más homicida que haya visto la humanidad y, desde entonces, ha ido presionando el lento desmantelamiento – esperamos – del comunismo chino, el segundo más homicida que haya existido nunca. Estados Unidos, fundamentalmente, echó a Irak de Kuwait y ayudó a echar a la dictadura argentina de las Malvinas. Estados Unidos detuvo la matanza en los Balcanes mientras los europeos se mesaban los cabellos y no sabían que hacer.

¿Habrá que poner todo esto bajo el epígrafe de que “ningún buen acto queda sin castigo”? En parte sí. El antiamericanismo – al menos, ciertos aspectos del mismo – es una predecible función de la envidia, un fenómeno apuntado por los autores de 1066 y Todo Eso cuando observaban que, desde la  Primera Guerra Mundial, Estados Unidos había sido la primera nación del mundo. Como han observado los pensadores políticos desde la época de Pericles, la distinción genera envidia y resentimiento. El resentimiento incontrolado, por su parte, genera odio. Pero ese tipo de sentimiento – que experimentó Atenas en su día y Roma y Gran Bretaña en los suyos – no son en si mismos el tipo de sentimiento “anti” con el que tenemos que tratar aquí.

Walter Bagehot se acercaba a la realidad cuando escribía en Physics and Politics (1872), que los enormes beneficios que los ingleses habían traído a la India  - educación, higiene, el imperio de la ley – eran recibidos con una clara ambivalencia por la población nativa. Los beneficios eran reales pero, como señalaba Bagehot:

Los que les extraña es esa constante disposición a cambiar o, como dicen los occidentales, a mejorar. Los más nimios detalles de sus propias vidas están regulados por ancestrales costumbres y no pueden comprender una política de constante innovación; no creen lo más mínimo que la raíz esté en un deseo de hacer su vida más cómoda y feliz; creen, por el contrario, que uno está buscando algo que ellos no alcanzan a comprender, que uno quiere “quitarles su religión”; en una palabra, que el fin y el objetivo de estos constantes cambios es hacer de los indios  algo nuevo y diferente que ellos no quieren ser.

El periodista Henry Fairlie hizo una aguda observación en 1975 en su ensayo “Antiamericanismo dentro y fuera” Según Fairlie,La energía de la presencia americana en el mundo es, al mismo tiempo, bienvenida y repudiada, es causa de esperanza pero también de ansiedad y de temor porque perturba constantemente las costumbres  tradicionales. Costumbres no sólo viejas sino realmente ancestrales y venerables que se ven sometidas a una presencia que no es impuesta pero que parece irresistible, a una idea que parece ser más poderosa que los lemas de cualquier revolución.

Conmover lo que Bagehot llamaba “la estabilidad”es una enorme fuente de ansiedad cultural. Me sospecho que es un ingrediente mucho más importante de lo que habitualmente se reconoce en esas protestas contra la nefasta influencia de la “vulgar”cultura americana. (No es, me apresuro a subrayar, que esas quejas carezca de mérito; sin embargo, es una curiosa ironía que las críticas más efectivas a la cultura americana hayan venido precisamente de fuentes conservadoras pro-americanas  más bien que de la izquierda antiamericana.) Pero las explicaciones, por exactas o profundas que sean, sólo pueden llevarnos hasta cierto punto. Siempre aparejan una tendencia a restarle gravedad a lo que se está explicando: “tout comprendre cést tout pardonner” Es justo tener en cuente las buenas explicaciones pero es un error – error al que tienden  muchos socialistas bien intencionados – creer que comprender las causas de alguna conducta malvada, nos proporciona alguna inmunidad contra los efectos de esa maldad.

Se ha sugerido que la actual erupción de antiamericanismo es amplia pero carece de profundidad. Quizás sea cierto, por lo menos en lo que aplica al antiamericanismo europeo o americano. (La versión árabe es una cepa más resistente.)  Ciertamente que el antiamericanismo tiene varias versiones y diferentes niveles de toxicidad. Pero eso no representa mucho consuelo. El antiamericanismo es como ciertas infecciones: puede empezar como una molestia menor y, de no ser tratado, puede convertirse una enfermedad mortal.

Tampoco hay mucho consuelo en la alegación de que el antiamericanismo en su versión estadounidense es sinónimo de disidencia política, que no es más que una vigorosa forma de autocrítica. En primer lugar, no es verdad. La disensión es una cosa pero el antiamericanismo es más bien lo contrario. El antiamericanismo, debido a su  rechazo de todos los valores establecidos,  tiende a matar la autocrítica. Esto es lo que Henry Fairlie comprendía al observar que la expresión de antiamericanismo “no es una crítica de nuestra verdadera sociedad. En realidad, prohíbe cualquier crítica justa y efectiva” al sustituir las realidades políticas por fantasías utópicas.

Una de estas realidades concierne la enorme responsabilidad que recae sobre los estados poderosos. Es una importante lección que los regímenes liberales se ven constantemente tentados a olvidar a su propio riesgo, y al riesgo de las sociedades que influyen. La disolución del Imperio Británico – una de las fuerzas políticas más benéficas e ilustradas de la historia – se produjo por muchas razones incluyendo, me duele decirlo, la presión de Estados Unidos. Ahora bien, parte esencial de las razones para su disolución fue la incertidumbre interna, el cansancio, la pérdida de coraje. A mediados del siglo pasado, ya Gran Bretaña no quería gobernar, sólo aspiraba a ser querida. Y esto es crítico. El deseo de ser querido, tanto en los estados como en los individuos, refleja un profundo defecto de carácter. Significa y anuncia falta de valor, lo que Pericles calificaba de malakia “afeminamiento,” y una peligrosa carencia de auto confianza. En el apogeo de la Guerra Fría, James Burham observaba que “los americanos todavía no han aprendido la trágica lección de que los poderosos no pueden ser amados. Pueden ser odiados, envidiados, temidos, obedecidos, respetados e inclusive homenajeados pero no amados.” ¿Todavía no habremos aprendido la lección 40 años después?

Inmediatamente después de los taques terroristas a Nueva York y Washington, vimos muchas deplorables manifestaciones de antiamericanismo: multitudes bailando en las calles así como las previsibles respuestas de la brigada Chomsky-Sontag-Pinter. Pero también vimos una vasta manifestación de simpatía. Sin duda, parte de esa simpatía era genuina aunque otra parte fuera oleaginosa y dependiera del insólito espectáculo de Estados Unidos como víctima. El problema es que Estados Unidos no se conformó con permanecer como víctima. Y cuando una víctima empieza a luchar gana respeto pero pierde empatía sentimental.

Cuando Susan Sontag dijo que los ataques terroristas contra Estados Unidos “fueron emprendidos como consecuencia de alianzas y acciones americanas específicas,” ofreció su observación como una justificación parcial o un atenuante de los ataques. Pero me parece que hay otro sentido en el que el creciente antiamericanismo, junto con el creciente clima de terrorismo, puede verse como una consecuencia de las acciones o de la inacción americana. No estoy ofreciendo un candidato para la “causa” – mucho menos para “las raíces” – del terrorismo. Determinar la causa del terrorismo no es un problema particularmente difícil. Jonathan Rauch tenía razón cuando decía que la causa del terrorismo son los terroristas. Sin embargo, cuando nos preguntamos que estimula a los terroristas, que les permite florecer y multiplicarse, un factor decisivo es la falta de autoridad, la incapacidad para estar a la altura de las responsabilidades del poder.

En el curso de sus reflexiones sobre el antiamericanismo, Henry Fairlie observaba que “el antiamericanismo en el exterior tiende a ser más fuerte cuando Estados Unidos parece perder confianza en si mismo.” Ciertamente que el espíritu americano se ha visto aquejado repetidas veces de cierta  pérdida de confianza desde el fin de la Guerra de Vietnam. Esto es una letanía familiar pero que merece la pena revisar. Desde mediados de los años 70, Estados Unidos ha vacilado a la hora de descargar sus responsabilidades como gran potencia. Cualquier que sea la valoración de nuestra participación en Vietnam, nuestra forma de salir de allí fue ignominiosa. Y, por lo tanto, resultó una incitación a ulteriores violencias. La imagen de los helicópteros americanos evacuando gente desde nuestra embajada en Saigón fue un símbolo terrible. No tanto de fracaso militar como de pérdida de valor.

Todavía peor fue nuestra respuesta a la crisis de los rehenes en Irán en 1979 y 1980. Nuestros enemigos observaron esa vacilación y la encontraron despreciable. El fiasco del fallido intento de rescate del presidente Carter, cuando un vehículo de transporte y uno de nuestros helicópteros chocaron en medio del desierto iraní, fue una verdadera humillación nacional. Es cierto que el presidente Reagan confrontó y derrotó a la Unión Soviética pero su débil respuesta a los ataques terroristas contra las barracas de los marines que estaban en el Líbano en 1983 contribuyó a perjudicar la reputación de Estados Unidos y hacerlo aparecer (en la frase de Mao) como “un tigre de papel.”

La administración de Clinton exacerbó todos estos problemas. Desde 1993 hasta el 2000, Estados Unidos demostró vacilación y pusilanimidad, una y otra vez. Al mismo tiempo, dejaba decaer su infraestructura militar. En Somalia, a fines de 1992, dos helicópteros fueron derribados, varios americanos resultaron muertos y el cuerpo de uno de ellos fue arrastrado por las calles de Mogadishu. No hicimos nada. Fue eso lo que provocó la observación de Osama bin Laden: “Nos sorprendió la baja moral de los soldados americanos. Comprendimos, mucho mejor que antes, que el soldado americano era un tigre de papel y que, tras unos cuantos golpes, era derrotado y salía corriendo.”

Fue lo mismo que sucedió en 1993, cuando los terroristas atacaron el edificio del World Trade Center, matando a seis personas y provocando docenas de heridos. Fue lo mismo que en junio de 1996, cuando un camión bomba explotó dentro de las barracas del ejército americano en Arabia Saudita, matando a 19 soldados. Hubo algunas palabras angustiadas, pero no hicimos nada. Fue lo mismo que en 1998 cuando volaron nuestras embajadas en Kenya y Tanzania, matando a centenares de hombres. La respuesta fue disparar algunos misiles cruceros contra las piedras del desierto afgano.

Pasó lo mismo en octubre del 2000, cuando unos kamikazes abrieron un boquete enorme en el USS Cole, matando a 17 marineros y casi hundiendo uno de los barcos más modernos de la Marina americana. Al igual que Hamlet, respondimos con “palabras, palabras, palabras”, y con gestos militares puramente simbólicos. Lo que cosechamos fue un creciente desprecio y el correspondiente aumento en la confianza de los terroristas que culminó en los terribles eventos del 11 de septiembre.

Creo que la actual orgía de antiamericanismo, llevada a un nivel febril por la discusión sobre la guerra de Irak, se va a disipar en proporción a la decisión que demuestre Estados Unidos. Si nuestro país actúa con decisión y con éxito en Irak, con o sin el apoyo de Naciones Unidas, si derrocamos a Saddam Hussein y establecemos una alternativa razonablemente benévola, me atrevo a pronosticar que habrá una correspondiente disminución en la furia del antiamericanismo. No espero que esto vaya a terminar con los mórbidos desvaríos de los Harold Pinter o las Susan Sontag. Nada puede conseguir eso. Pero creo que ayudaría a terminar con la moda, irracional y absurda, del  antiamericanismo.

En un poema muy injustamente criticado, “La Carga del Hombre Blanco’’, Rudyard Kipling hacía una sombría predicción. “El que trate de ayudar a civilizar a las partes no civilizadas del mundo, sólo conseguirá la vieja recompensa:

El resentimiento de los que ha mejorado
El odio de los que ha protegido

Kipling sabía mucho. Pero me pregunto si no se habrá excedido. En otra parte de de la carga del hombre blanco (seamos políticamente correctos y llamémosla la carga de Occidente) habla de tener que librar “las salvajes guerras de la paz” y que el resultado de esa guerras es

Saciar el hambre
Y curar la enfermedad

¿Seguirán echándole la culpa de todo a Estados Unidos? Quizás. ¿Persistirá el odio contra la democracia más vieja del mundo? A lo mejor. Pero, una y otra vez, la historia ha demostrado que la fuerza, legítimamente ejercida, tiene un efecto sedante. Instila un sentimiento de seguridad, respaldado por una actitud de respeto. Y, en esa atmósfera, el antiamericanismo deja de ser una amenaza para la estabilidad mundial y retrocede a su debido papel como pasatiempo de jovencitos consentidos y de intelectuales resentidos e impotentes.

Roger Kimball es el editor de The New Criterion

Traducido por AR.