La teoría de la dependencia
Tomado del capítulo 9 de “The
Commanding Heights”
de Daniel Yerguin y Josepeh Stalislaw.
Traducido por Adolfo Rivero
El tradicional enfoque estatista en América Latina
estuvo muy influido por lo que se conoce como la teoría de la
dependencia. Esta racionalizaba el control del estado – altas
barreras proteccionistas, una economía cerrada y un menosprecio
general por el papel del mercado. Y desde fines de los años 40 hasta
los años 80, disfrutó un dominio absoluto. Sus orígenes están en el
final ee los años 20 y durante los años 30 y la Gran Depresión
cuando el colapso de los precios de las materias primas devastó las
economías latinoamericanas orientadas a la exportación. Al mismo
tiempo, en consonancia con la época, la “seguridad nacional” se
convirtió en una justificación para que los gobiernos se hicieran
cargo de los “sectores estratégicos” de la economía con el presunto
objetivo de satisfacer las necesidades del país y no las de los
inversionistas extranjeros. Esto condujo a la formación de empresas
petroleras estatales en un número de países. En Occidente, después
de la II Guerra Mundial, el cambio hacia un mayor control estatal se
vio impulsado tanto por el desarrollo del estado del bienestar
social y el intervencionismo keynesiasno como por el prestigio del
marxismo y de la Unión Soviética. Otro factor que también motivó a
los economistas latinoamericanos y a sus gobiernos fue el anti-americanismo,
la antipatía hacia las grandes empresas norteamericanas que se
percibían como explotadoras en América Latina.
Los teóricos de la dependencia rechazaban los beneficios del
comercio mundial. A fines de los años 40, los elementos esenciales
de su concepción eran expuestos y promovidos por Comisión Económica
Para América Latina (CEPAL) de Naciones Unidas y, muy especialmente,
por el economista argentino Raúl Prebisch, que dirigió la comisión
de 1948 a 1962. Prebisch empezó su carrera como “un firme creyente
en las teorías neo-clásicas”. Pero, según dijo, “la primera gran
crisis del capitalismo” – la Gran Depresión – me hizo plantearme
serias dudas en relación con esas ideas”. Prebisch y sus colegas de
la CEPAL propusieron una versión internacional de la inevitabilidad
de la lucha de clases. Alegaron que la economía mundial estaba
dividida entre el “centro” industrial – Estados Unidos y Europa
Occidental – y la “periferia” productora de materias primas. Los
términos de intercambio siempre trabajarían en contra de la
periferia, lo que significaba que el centro explotaría
constantemente a la periferia. Los ricos se harían más ricos y los
pobres más pobres. Según esta concepción (1), el comercio
internacional no era una forma de elevar el nivel de vida sino más
bien una forma de robo y explotación que las naciones industriales y
sus corporaciones multinacionales perpetraban sobre los pueblos en
vías de desarrollo. Estas ideas se convirtieron en artículos de fe
en las universidades latinoamericanas.
¿Qué hacer? La periferia debía de romper ese ciclo siniestro y tomar
su propio camino. En vez de exportar materias primas e importar
productos manufacturados, estos países debían de desplazarse lo más
rápidamente posible hacia lo que llamó la industrialización de
“substitución de importaciones’’ (ISI). Esto se podría lograr
rompiendo los vínculos con el comercio mundial mediante altas
tarifas y otras formas de proteccionismo. La lógica de la infancia
de una industria se convirtió en la lógica de toda la industria. Las
monedas fueron sobrevaloradas, lo que abarataba las importaciones de
los equipos necesarios para la industrialización. Todas las demás
importaciones fueron severamente racionadas mediante permisos y
licencias. Las monedas sobrevaloradas también desalentaban las
exportaciones agrícolas y de otras materias primas al aumentar sus
precios y destruir su competitividad. Los precios nacionales eran
controlados y manipulados, y los subsidios se multiplicaron. Muchas
industrias y actividades fueron nacionalizadas. Una verdadera jungla
de controles y regulaciones proliferó por toda la economía. La forma
de hacer dinero era aprender a navegar por el laberinto burocrático
y no servir al mercado. En general, lo que guiaba la economía eran
las decisiones políticas y burocráticas, y no las señales y el
feedback del mercado.
Hasta los años 70, este enfoque pareció funcionar. El ingreso real
per cápita casi se duplicó entre 1950 y 1970. En el mismo período,
el papel del estado siguió ampliándose asi como las empresas
estatales. Se subieron las tarifas y otras barreras al comercio. La
crítica más popular de la época era que los gobiernos no estaban
haciendo lo suficiente, y que se debían de acercar al modelo de una
economía centralmente planificada como la de la Unión Soviética y la
Europa del este. La profunda debilidad del sistema permanecía
fundamentalmente oculta – hasta principios de los años 80.
La década perdida
La crisis de la deuda golpeó muy duro a América Latina. Los
préstamos habían sido enormes. Entre 1975 y 1982, la deuda externa
de América Latina casi se cuadruplicó, pasando de $45,200 millones a
$176,400 millones. Si se suman los préstamos a corto plazo y los
créditos del Fondo Monetario Internacional, en 1982 la deuda era de
$333,000 millones. Y, sin embargo, nadie le prestaba mucha atención
hasta agosto de 1982, cuando México se vio al borde de la mora. Lo
que siguió fue una doble bancarrota – financiera e intelectual. Las
ideas que habían conformado el sistema económico de América Latina
habían fracasado y los países latinoamericanos ya no podían
financiarse. La dependencia los había llevado a la bancarrota. Los
años que vinieron, en los que América Latina luchaba por reconformar
su economía, fueron calificados como “la década perdida”. Y con
razón. En 1990, el ingreso per cápita era menor que en 1980.
Con el pasar de los años, se tuvo que reconocer la enorme debilidad
intrínseca del viejo sistema. Las empresas industriales – tanto
privadas como estatales - que había alentado eran ineficientes
debido al proteccionismo, la falta de competencia y el aislamiento
de la innovación tecnológica. En su mayor parte, no priorizaba la
calidad ni la cantidad del servicio. La agricultura sufrió mucho.
Los déficits presupuestarios crecieron enormemente. Con una
inflación generalizada y muy difícil de desarraigar, los ahorros
familiares fueron arrasados. Por consiguiente, la gente no se podía
retirar. La inflación creció niveles increíbles, empujada por los
déficits y por una política monetaria relajada. Las economías
nacionales perdieron los beneficios del comercio internacional y,
como es lógico, no hubo ninguna mejora en la desigualdad social.
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