En defensa del neoliberalismo
 
PRESTIGO Y PODER
 

Adolfo Rivero Caro


Es indiscutible que el poder parece ser un atributo personal y residir en la persona misma. Pero aunque los caudillos exuden autoridad con su voz bronca y sus ojos feroces, sólo se trata de una ilusión. Una persona manda porque otras la obedecen: el poder es una relación. Nuestra época nos ha dado un ejemplo antológico.

Entre los miembros del comité que intentó el golpe de estado contra Mijaíl Gorbachov en 1992 estaban el ministro de las Fuerzas Armadas de la Unión Soviética, el jefe de la KGB, el ministro del Interior y el vicepresidente de la nación. Pocas veces un grupo de hombres ha parecido tener un poder más abrumador y aplastante. Y, sin embargo, estaban desprestigiados. Habían perdido su autoridad. Fue por eso que nadie obedeció sus órdenes, y su aparente poder se deshizo como una corona de ceniza.

La autoridad de los dirigentes está sustentada, básicamente, en el prestigio. Pero el prestigio no es una magnitud fija sino fluctuante que se refleja directamente en el poder efectivo del dirigente. Es por eso que, en determinadas circunstancias, éstos pueden permitirse tomar ciertas medidas que, en otras, les resultan imposibles. Todo político sabe intuitivamente que, si su autoridad está muy menoscabada, pudiera no ser obedecido. Y eso es muy peligroso porque el prestigio es una característica volátil, muy parecida a la fe. Aunque relativamente fácil de mantener, su pérdida o quebrantamiento se propaga con enorme rapidez. Quien tenga que explicar su autoridad ha dejado de tener a su favor el peso de la inercia social y lo más probable es que la vea desmigajarse con pasmosa celeridad.

De aquí que toda lucha política sea siempre, esencialmente, una lucha por el prestigio. Y esto es válido, inclusive, para las dictaduras totalitarias. En este sentido, la pérdida de prestigio de Fidel Castro, y por consiguiente de poder real, ha sido enorme. Es cierto que esa pérdida no ha traspasado cierto nivel crítico y que todavía mantiene el control del aparato del estado. Pero deducir de eso que su poder está intacto es un grave error que puede conducir a un pesimismo y una consiguiente capitulación política, menos justificados hoy que nunca antes.

Hay que recordar que, en los años 60, el prestigio de Castro le permitía encarcelar y asesinar con total impunidad. Esa situación cambió radicalmente en la década de los 80, que se inició con el puente del Mariel y los 120,000 cubanos que huyeron de Cuba luego vio el incremento de la actividad del Comité Cubano Pro Derechos Humanos, primer grupo de su tipo en Cuba, que este año (1996) cumple 20 años de existencia. En este sentido, la visita que hizo a Cuba la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas en 1988 jugó un papel decisivo. Para desconcierto del gobierno y estupefacción de sus integrantes, la comisión que se hospedó en el Hotel Comodoro, recibió la visita de más de mil personas, movilizadas por los activistas de derechos humanos, y que se identificaron con nombre, apellido y número de carnet de identidad. El asombroso hecho consta en el informe de la comisión. Pocas veces han sido capaces los opositores de propinarle semejante derrota política a una dictadura totalitaria. Al año siguiente, la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas en Ginebra sancionaba por primera vez al gobierno cubano como violador de los mismos. Desde entonces, esas condenas se han reiterado año tras año dejando al régimen permanentemente debilitado.

Los amigos de Castro han querido tergiversar este triunfo. Es cierto que Estados Unidos es el que presenta la moción y el que lucha por su aprobación. Pero el mérito fundamental no es de los diplomáticos que cabildean esas condenas sino el de los cientos de activistas que, dentro de la isla, lo arriesgan todo para hacer conocer las denuncias. Denuncias que no sólo tienen un valor en si mismas sino que disminuyen el prestigio del régimen y, por consiguiente, menoscaban directamente su poder. Reducir las condenas de Naciones Unidas a las gestiones del gobierno norteamericano es tratar de escamotear el papel de los opositores. Pero no es el gobierno norteamericano el que ha mantenido viva a la oposición interna en Cuba, todo lo contrario, es la oposición interna la que, con sus denuncias, le ha conseguido al gobierno norteamericano algunos de sus pocos triunfos contra el régimen de Fidel Castro. Ignorar o minimizar el papel de esa oposición interna es aceptar la plataforma ideológica de una dictadura que no puede aceptar su existencia como una cuestión de principio.

Que nadie se llame a engaño. Todo el espacio político que hoy existe en Cuba, y que permite hacer cosas que a muchos les parecen increíbles como, por ejemplo, el trabajo de los periodistas independientes o la distribución de Caritas, no ha sido concedido por el gobierno sino conquistado por la oposición.

Ahora estamos viendo como se deshace el mito de un Miami cuyos intereses son básicamente contrarios a los del pueblo de la isla. Esto es importante porque las fuerzas del exilio y de la resistencia interna se multiplican y complementan mutuamente. Ante nuestros ojos, estamos viendo cómo se deshace el poder de Fidel Castro.