Barack Obama es el primer presidente en la historia de Estados
Unidos que no cree en el excepcionalismo americano. Cuando le
preguntaron si creía en el mismo dijo que sí, que creía en eso como
los británicos creían en el excepcionalismo británico y los griegos
en el griego. Es decir, que no creía en el mismo. Rompía en esto con
una tradición que se remonta a Marx y Tocqueville. Obama no cree en
el papel excepcional que ha jugado Estados Unidos en el siglo XX, no
cree en la importancia de Normandía y la liberación de Europa del
yugo nazi. No cree en la importancia de haber enfrentado y derrotado
a la Unión Soviética y la amenaza del comunismo internacional. Como
el presidente más izquierdista en la historia de este país,
considera que Estados Unidos es el responsable de la mayoría de los
problemas del mundo. Es por eso que le ha dado la vuelta al mundo
pidiendo excusas, confiando en que eso bastaría para cambiar el
escenario mundial. Es una política de peligrosa ingenuidad que sólo
ha servido para convencer a nuestros enemigos de la debilidad
americana y, por consiguiente, hacernos más vulnerables.
"Habla
demasiado'', dijo recientemente en Jedda un académico saudita, que
había sido fustigado con Obama, refiriéndose al cuadragésimo cuarto
presidente norteamericano. Está aburrido de Obama y ahora no le
interesa su oratoria. No está solo este académico. En las charlas
infinitas de la región, y en los comentarios ofrecidos por la prensa,
el tono es de desengaño. Obama no ha reconstruido el mundo, la
historia no se ha doblegado a su voluntad. A los indios y
paquistaníes se les ha dicho que es a ellos a quienes toca resolver
la cuestión de Cachemira, el conflicto israelo-palestino sigue
chocando con la incapacidad árabe de reconocer a Israel. Los
teócratas en Irán, por su parte, no han abandonado su búsqueda de
armas nucleares.
Las encuestas confirman que la animosidad hacia Estados Unidos no ha
cambiado por la llegada de Obama. En los territorios palestinos el
15% tiene una opinión favorable de Estados Unidos, mientras que la
del 82% es desfavorable. El discurso de Obama en Ankara
aparentemente no ayudó en Turquía, donde los favorables son un 14% y
los irreconciliados 69%. En Egipto, un país que ha cosechado cerca
de 40 años de ayuda norteamericana, la situación se mantiene más o
menos igual: 27% tiene una opinión favorable de Estados Unidos
mientras que el 70% no la tiene. En Pakistán, un país de gran
importancia para el poder norteamericano, nuestra posición se ha
deteriorado. Los desfavorables crecieron de 63% en 2008 a 68% en
2009.
La elección de Obama no ha disminuido el antiamericanismo. El
antiamericanismo es endémico en la región --coartada y chivo
expiatorio para naciones y dirigentes reacios a renunciar a la
autocracia política y al fracaso económico. Fue anterior a la
presidencia de George W. Bush y campea durante la presidencia de
Obama. Anteriores presidentes habían transmitido la confianza
norteamericana en la importancia decisiva de la libertad.
Fuertemente inclinados a la idea de la culpa norteamericana, Obama y
sus lugartenientes han ofrecido una doctrina, y una política, del
arrepentimiento norteamericano. La multitud puede haber aplaudido,
en forma condescendiente, al nuevo timonel del poder norteamericano
pero, en la privacidad de su propio idioma, interpretan esas
declaraciones como síntoma de debilidad. Obama sigue siendo
relativamente popular en el exterior, entre los tradicionales
antiamericanos.
Difícilmente se pueda interpretar esto como un buen síntoma.
Las armas norteamericanas han ganado un resultado decente en Irak,
pero Obama no lo puede llamar suyo, fue la guerra de su predecesor.
Por siete largos años, sus predecesores han mantenido el territorio
norteamericano libre de ataques terroristas, pero él nunca pudo
otorgar a las políticas de Bush el honor y crédito que merecen. Ha
declarado la de Afganistán una guerra necesaria, pero parece tener
la vista en la retirada, aunque haya anunciado un aumento en las
tropas.
Mientras que Bush les ofreció claridad a los palestinos: estatidad,
sí, pero sólo después de renunciar al terrorismo, Obama indicó un
retorno a los hábitos del pasado: un proceso de paz donde Estados
Unidos es a la vez intermediario y árbitro. La diplomacia de Obama
ha tomado como punto de partida la interrupción de los asentamientos.
Un curso adecuado hubiera afrontado el reto del radicalismo en la
región: la arrogancia de Irán, el arsenal de Hamas y Hezbolá, el
rechazo árabe de la paz con Israel.
La novedad de las iniciativas de Obama, y su propia persona, se han
desgastado. Hay una tradición diplomática norteamericana de la cual
nutrirse --acuerdos logrados y conocimiento adquirido en el curso de
décadas. Ojalá pueda ayudar al gobierno a salir del laberinto de su
propia creación.
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