Dudosos Moralistas Michael Mosbacher & Digby Anderson Las revoluciones democráticas de Europa del Este en 1989 y el colapso de la Unión Soviética en 1991 fueron saludados como el rotundo triunfo del sistema capitalista y de la democracia liberal. Francis Fukuyama anunció que la batalla de las ideologías había terminado. La edad de las protestas radicales y de su corolario, el antiamericanismo radical, parecía haber terminado. Y, sin embargo, a fines de los años 90 ya había emergido un nuevo y voluble movimiento de protesta. Estos nuevos protestantes han sido caracterizados como un movimiento anti-globalización, anti-corporativo y anti-capitalista. La gente tomo conciencia del mismo gracias a la enorme cobertura de lo que ha dado en llamarse “la batalla por Seattle,” las grandes y a veces violentas manifestaciones contra la cumbre de la Organización Mundial del Comercio a fines de 1999. Estas escenas sobre todo les recordaban a los televidentes las manifestaciones anti-Vietnam de fines de los años 60 y principio de los 70. Demostraciones como esa se han vuelto la norma en las cumbres internacionales. Como se señalaba en Mercadeando la Revolución: El Nuevo Anti-Capitalismo y el Ataque contra las Corporaciones, esas campañas han conseguido un fuerte atractivo popular. Lo demuestra el gran éxito comercial en Estados Unidos y Gran Bretaña de libros como One Market Under God de Thomas Frank, Culture Jam de Kalle Lans y No Logo de Naomi Klein, que critican el capitalismo americano y exaltan el nuevo movimiento de protesta. El último de estos títulos estuvo en la lista de los 10 best sellers británicos durante muchos meses, un notable logro para un manifiesto radical anti-corporativo. John Pilger y especialmente Noam Chomsky, miembros de una generación anterior de radicales más específicamente antiamericanos, han actuado como animadores y gurues de este movimiento. ¿Comparten estos nuevos protestantes el antiamericanismo de sus predecesores? ¿Representa la popularidad de sus campañas un resurgimiento del antiamericanismo? A diferencia de las anteriores, las protestas de hoy no giran explícitamente en torno a la política exterior o de defensa norteamericanas. Ahora las páginas electrónicas frecuentemente parodian las políticas mismas de las corporaciones. Los manifestantes tratan de subrayar los presuntos abusos de corporaciones específicas. Acusan a la compañía X de contaminar el medio ambiente, a la compañía Y de fabricar sus productos en miserables condiciones de trabajo en los países en desarrollo, y a la compañía Z de emplear niños para recoger sus materias primas. Estas campañas no son obviamente antiamericanas. Si se observan con mayor detenimiento, sin embargo, revelan fuertes sentimientos antiamericanos subyacentes. El nuevo movimiento de protesta es diverso y heterodoxo. Algunos de sus miembros se describirían a si mismos como anarquistas, otros como diversos tonos de verde y unos pocos como marxistas; la mayoría, sin embargo, simplemente diría ser anti-corporativa. Para los portavoces de estas protestas parece haberse vuelto de rigueur decir que ni siquiera están seguros de ser anti-capitalistas. El movimiento no tiene una idea clara de adonde quiere ir, como no sea bien lejos de donde estamos. Sin embargo, todos comparten unos cuantos principios básicos. Analizando 4 de ellos demuestra cuan antiamericanas son las premisas que subyacen las protestas radicales. La primera de estas alegaciones es que las corporaciones se están hacienda cada vez más poderosas y que los intereses corporativos controlan los gobiernos. Se alegan – sin ninguna prueba y, en realidad, en contra de todas ellas – que hasta los gobiernos occidentales más poderosos han perdido su capacidad de regular las corporaciones y ahora simplemente hacen lo que las grandes multinacionales les exigen. Y el principal ejemplo de esto es Estados Unidos. Desde la elección de George W.Bush, esta alegación ha cobrado fuerza, aunque Bill Clinton también fue presentado – sobre todo por Ralph Nader – como tratando de ayuda los intereses corporativos tanto a expensas de los americanos corrientes como del resto del mundo. Villanos típicos son las compañías petroleras, especialmente ExxonMobil. La proposición de Bush de abrir partes de la Reserva Nacional Ártica para la explotación petrolera y su oposición al Pacto de Kyoto fueron explicados en términos de influencias políticas y de codicia corporativa. No se utilizan otras explicaciones de estas políticas como no sean el egoísmo corporativo y el patronazgo político. Nunca se considera que se pudieran apoyar estas políticas por otras razones. El respaldo ideológico a la economía de mercado no se presenta como el producto de una larga experiencia histórica sino como una quimera elaborada por los intereses corporativos. Estados Unidos es presentado como el país industrializado en el que el poder corporativo ha llegado a su apoteosis. Muchos socialdemócratas europeos, que escriben desde una perspectiva más moderada que los manifestantes, comparten este profundo antagonismo con el modelo americano de capitalismo. Frecuentemente ven a la sociedad norteamericana en general y al capitalismo americano en particular como un fenómeno patológico a evitar y que suelen contrastar con el modelo europeo de sociedades de bienestar social y capitalismo regulado. Will Hutton, antiguo editor del dominical británico The Observer y un comentarista muy citado, es quizás el mejor ejemplo británico pero de ninguna manera es el único. Por otra parte, se acusa a las corporaciones americanas de difundir su maligna influencia a otros países y de ser responsables del constante aumento del poder de las multinacionales. Son la fuente última de la corrupción. No es casual que las corporaciones más criticadas sean americanas: Mosanto, McDonald’s, Nike, Wal-Mart, Citigroup y ExxonMobil. La segunda de las alegaciones de estos dudosos moralistas es que el comercio está empobreciendo a la enorme masa de los pobres del Sur mientras enriquece a la pequeña minoría de los ricos del Norte. Esto, por supuesto, contradice los hechos. El comercio no es solo la fuente de la riqueza del Norte sino la única vía para que el Sur salga de la pobreza. El hecho de que esta realidad sea casi universalmente aceptada por economistas y gobiernos, independientemente de las previas simpatías ideológicas de sus miembros, simplemente refuerza los prejuicios de los manifestantes. Aunque Gramsci no es muy citado en su literatura (su propaganda no difunde ningún tipo de teoría), los manifestantes perciben el universal reconocimiento de los beneficios del libre comercio como un ejemplo de la fabricación de mitos gramsciana. Para ellos, creer en las ventajas del libre comercio no es un punto de vista válido con el que simplemente están en desacuerdo. Perciben “la hegemonía neo-liberal” como una construcción ideológica que simplemente sirve los intereses de los poderosos. Es aquí donde manifiesta su mayor fuerza el antiamericanismo. “La hegemonía neo-liberal” de la imaginación de los activistas ha sido construida, consciente e inconscientemente, en los departamentos de economía de las universidades americanas. La Escuela de Chicago se ha convertido en síntesis de todo lo que los activistas detestan. Es impuesta por lo que perciben como un FMI, un Banco Mundial y una Organización Mundial del Comercio dominados por Estados Unidos. Según ellos, los países que no quieren adoptar la política del libre comercio son obligados a hacerlo por el poderío americano y las organizaciones que ellos dominan. Un argumento sobre los meritos de libre comercio se convierte así en una critica del poderío americano y en algo con que atacar a Estados Unidos. La tercera de las alegaciones es que una cultura corporativa está consiguiendo un dominio mundial y hundiendo las identidades locales. Esta es la forma en la que el antiamericanismo sale expresamente a la superficie. Las marcas globales atacadas son prácticamente todas americanas: Coca-Cola, MTV, Levi’s, Starbucks, McDonald’s y Nike. Los manifestantes odian estas marcas porque muchas de ellas influyen sobre un territorio, la cultura juvenil, que los manifestantes consideran como suyo. Lo que ellos odian no es el estilo de vida con que las marcas tratan de asociarse sino la explotación comercial de esa cultura. Perciben la cultura comercializada de las marcas, que ellos identifican con Estados Unidos, como un contaminante, como un contagio que corrompe todo lo que toca. Por supuesto, el temor a la cultura comercial americana no es nada nuevo. Los protestantes que alegan estar defendiendo las costumbres y los productores locales contra el poderío de las marcas americanas parecen tener muy poca confianza en la capacidad de resistencia de lo que están defendiendo. Quizás el ejemplo clásico sea el del activista de los granjeros franceses José Bové. Una de sus más destacadas acciones fue la simbólica destrucción de un McDonald’s por su presunta amenaza contra los productos franceses de alimentos. Esto parece ser una singular falta de confianza en los consumidores franceses. La cuarta alegación es que nadie puede escuchar puntos de vista contrarios a las grandes corporaciones; que las noticias que subrayan la iniquidad del capital internacional son ignoradas o censuradas. El hecho de que los panfletos anticorporativos anteriormente citados hayan sido publicados por grandes editores internacionales y hayan recibido gran publicidad no afecta esta convicción. En realidad, nada más lejos de la verdad que los grandes medios de comunicación excluyan a voces sumamente críticas de las corporaciones. Obviamente, muchos de los medios de comunicación criticados por su presunta censura son americanos. En el contexto de su antiamericanismo, sin embargo, uno de los aspectos más interesantes de esta alegación está en sus raíces norteamericanas. Indudablemente, el escritor que más influye en los protestantes de hoy es el americano Noam Chomsky. Esta alegación está sacada directamente de escritos de Chomsky como Manufacturing Consent. Chomsky se ha convertido en el gurú de estos protestantes. Repetir como una cotorra sus afirmaciones se ha convertido en la suprema muestra de cultura de jóvenes consentidos que se creen originales y “rebeldes.” (Ver: La Mente Enferma de Noam Chomsky.) Los orígenes americanos de esta alegación son sintomáticos de las raíces americanas del actual movimiento protestante: el movimiento se hizo conocido en los eventos de Seattle, sus principales cronistas – Frank, Lasn y Klein – son americanos, y su objetivo sigue siendo Estados Unidos. Queda por ver cuales serán los efectos a largo plazo de los ataques terroristas del 11 de septiembre sobre el movimiento de protesta. Y, más importante, cual va a ser la respuesta americana. ¿Emularán los protestantes de hoy a sus predecesores y volverán a tomar como su bete noire a la política exterior de Estados Unidos? Ya estamos viendo manifestaciones para “detener la guerra.” Una vez más, estamos viendo dudosas equivalencias morales (tan populares en anteriores generaciones) entre los protestantes de hoy. Los ataques terroristas contra Estados Unidos son de alguna forma igualados con la respuesta militar norteamericana. Para citar a Noam Chomsky: “El nuevo milenio ha empezado con dos crímenes monstruosos: los ataques terroristas del 11 de septiembre, y la reacción a los mismos, que seguramente costó muchas más vidas inocentes.” Este tipo de argumento es familiar. Actualmente, sin embargo, esos ataques director contra la política exterior de Estados Unidos sigue siendo un objetivo secundario para los protestantes. Sus principales objetivos siguen siendo los anti-corporativos y anti-globalizadores. ¿Que hacer? (para citar a un conocido agitador). Si analizamos las declaraciones de los protestantes anti-globalizacion/anti-americanos, podemos comprobar varias cosas. En primer lugar, no plantean ningún argumento coherente. En realidad, ciertos sectores de los protestantes no juegan con otros. Las políticas necesarias para satisfacer a los ecologistas radicales no van a satisfacer a los que están tratando de mejorar la situación económica del Tercer Mundo. Y se producen muy extrañas asociaciones. Los argumentos de algunos ecologistas son casi-fascistas pero muchos de los protestantes son casi-marxistas. Por otra parte, en comparación con el marxismo, no presentan una argumentación lógica, se apoyan en llamamientos emocionales. En tercer lugar, y de nuevo a diferencia del marxismo, son puramente negativos. En cuarto lugar, son gramscianos en su suposición de que lo que creen sus enemigos sólo lo creen porque sirve a sus intereses. En quinto lugar, los protestantes mismos son un movimiento anglo-americano del mundo desarrollado. En sexto lugar, en parte debido a su sentimentalismo, recurre mucho a la retórica. Los que quieren popularizar sus argumentos los vinculan a personalidades – de ahí el anti-Reaganismo, anti-Thatcherismo e inclusive la anti-McDonalización). Una forma de personalizar es mediante la geografía. Hablan de “esfuerzos espartanos,” “sabiduría délfica,” y “fraseología germánica.” De aquí que, en cierta medida, el antiamericanismo de sus argumentos pueda ser un recurso retórico. Subrayamos “en cierta medida.” Esto no debe pasarse por alto. Cualquier argumento, para ser efectivo contra los protestantes, debía tratar de hacer lo mismo, es decir, encontrar personas y lugares concretas para dramatizar los argumentos abstractos, v.gr, los beneficios del libre comercio. De cualquier forma, argumentos puramente lógicos no van a influir mucho contra una atracción que es básicamente sentimental. Lo que esto requiere es contra-sentimiento. La incoherencia de los protestantes ofrece obvias oportunidades para enfrentar a las partes así como para exponer sus extrañas asociaciones. La falta de elementos constructivos también ofrece obvios argumentos. Y, todavía más, la idea de la conspiración gramsciana. Todo el mundo puede jugar ese juego. ¿A qué intereses sirven los manifestantes? En fin de cuentas, casi todos vienen del mundo desarrollado. Alegan que el aplastamiento de las culturas no occidentales por la cultura corporativa americana es una forma de imperialismo. Pero ¿qué es su propio movimiento sino un intento por parte de ideólogos del Primer Mundo de aprovecharse de los pobres del Tercer Mundo? Los que nos preocupamos de estos problemas debíamos elaborar argumentos concretos con base emocional y que tiendan a dividir a los protestantes. También pudiéramos trabajar el mito gramsciano. Pero la resistencia contra el imperialismo cultural de los protestantes sería mucho más efectiva si viniera de las mismas victimas. Es crucial que los países donde la agenda de los protestantes amenaza el progreso hagan, ellos mismos, su propia contra-protesta. Que seria, por cierto, mucho más razonable. Tomado de The New Criterion Digby Anderson es director de The Social Affairs Unit, un think tank radicado en Londres. Michael Mosbacher es subdirector de The Social Affairs Unit. Traducido por AR
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