En defensa del neoliberalismo

 

Democracia y violencia

 

Adolfo Rivero Caro

Vale la pena preguntarse qué importancia puede tener para nosotros una revolución en Kirguistán, un país pobre, pequeño y sideralmente lejano. Y, sin embargo, la tiene. El acontecimiento se produce tras procesos similares en Georgia y Ucrania. Observamos la repetición del mismo esquema: gobiernos autoritarios y corrompidos organizan simulacros de elecciones, pretenden un fraude y son derrocados. Uno pudiera preguntarse: ¿Por qué se molestan en hacer elecciones? Y la respuesta es porque en el mundo moderno no existe otro tipo de legitimidad gubernamental que no sea la voluntad popular. La legitimidad de las monarquías hereditarias, vigente durante milenios, ya no existe, aunque mantenga profundas resonancias psicológicas.

De aquí que los gobiernos autoritarios --declaradas dictaduras ''del proletariado'', como Cuba, Corea del Norte, Vietnam o China, o gobiernos supuestamente populares, como el México del PRI, Zimbabwe o las antiguas repúblicas soviéticas-- recurren todos al uso sistemático del fraude electoral. Lo hacen para conseguir aunque sólo sea un mínimo barniz de legitimidad internacional. En general, estos gobiernos, conscientes de su profunda impopularidad, no admiten la presencia de observadores internacionales.

Las dictaduras suelen responder a las acusaciones internacionales de fraude con un llamado al nacionalismo patriotero: ¡Ningún país extranjero puede intervenir en nuestros asuntos internos! Y como en esos países extranjeros suelen estar los más poderosos del mundo que, no por casualidad, son los de mayor historial democrático --Estados Unidos, Inglaterra, Francia--, inmediatamente se lanzan contra ellos acusaciones de hegemonismo y de pretensiones coloniales. En esto no hay mejor ejemplo que Fidel Castro. Cuando Estados Unidos exige elecciones libres en Cuba, Castro siempre responde diciendo: ''¡El imperio nos quiere poner de rodillas! ¡No lo conseguirá nunca!''. Lo que simplemente significa que nunca habrá elecciones libres en Cuba. Y, por increíble que parezca, hay muchos demócratas que, ofuscados por sus prejuicios antiamericanos, aplauden al viejo dictador. En nuestra época, el antiamericanismo está desplazando el racismo, el antisemitismo (virulento en Europa) y a los fanatismos religiosos como el prejuicio más popular del mundo.

El prestigio de la democracia, sin embargo, crece y se consolida en todo el mundo. Alrededor suyo se ha creado un consenso internacional cada vez más vigoroso. Es esto lo que explica la ya habitual presencia de observadores internacionales en cualquier elección susceptible al fraude. Cuando éstos han censurado un proceso electoral, esa censura ha privado a gobiernos de su precaria legitimidad, desencadenando movimientos populares de protesta que han conducido a su derrocamiento. Este ha sido el caso de Georgia, Ucrania, y ahora Kirguistán. El susto hizo que los gobiernos de Uzbekistán y Kazajastán, vecinos de Kirguistán, corrieran a cerrar las fronteras. Los gobiernos de Turkmenistán, Azeirbayán y Tayikistán, otros lamentables herederos del imperio soviético, se mostraron igualmente aterrados. No sería de extrañar, por cierto, que una revolución similar se produjera en Bielorrusia. Hace pocas semanas, los opositores habían estado pidiendo la renuncia del presidente Alexander Lukashenko.

Lo que hace particularmente interesantes estas revoluciones pacíficas es que esas masas, celosas de la legalidad, no tenían ninguna experiencia democrática previa. Estaban acostumbradas a la manipulación y a no ser tomadas en cuenta. Lo único que puede explicar este fenómeno es la irradiación del ejemplo democrático. El éxito de las elecciones en Afganistán, y sobre todo en Irak, ha galvanizado las ansias de libertad en todo el mundo. Afganos e iraquíes se han jugado la vida por ejercer su derecho al voto. Al hacerlo, le han infligido una enorme derrota moral a sus insurgencias terroristas. La democracia ha descubierto una nueva fuerza y la oposición a los gobiernos autoritarios del Medio Oriente ha cobrado nueva vida. El eco de estas batallas está llegando a los más remotos confines del planeta. Ahora bien, nadie debe olvidar que ha sido la fuerza de las armas norteamericanas la que ha hecho posible la democracia en Afganistán y en Irak. La ley y el orden no son espontáneós, están basadós en el uso legítimo de la violencia.

¿Qué puede hacer entonces la comunidad internacional ante una dictadura que, a pesar de todo, no vacile en abrir fuego sobre su pueblo? Sabemos que hay dirigentes que asesinan o encarcelan a sus opositores, desprecian las declaraciones de condena y manipulan las sanciones económicas. ¿Qué hacer entonces frente a estos gangsters que tienen a su disposición el poder de un estado? Buscar consenso para presionar por una salida pacífica, por supuesto. Pero sin olvidar que la solución de los problemas que no tienen solución (pacífica) es la guerra.