ADOLFO RIVERO CARO
La
derrota de Hugo Chávez el pasado 3 de diciembre es
un evento de profundas implicaciones políticas. El
teniente coronel golpista no se ha dado cuenta, pero
lo que ha sucedido es fundamental e irreversible. Se
ha destruido el mito de su abrumadora popularidad.
Es un mito esencial para los aspirantes a dictadores
y que tiene viejas raíces ideológicas. Como sabemos,
las modernas ideas socialistas tienen su origen en
Carlos Marx y éste veía la sociedad capitalista como
esencialmente polarizada: los dueños de los medios
de producción, los burgueses, los explotadores
enfrentados a la gran masa de los que trabajaban
para ellos, los proletarios, los explotados. Para
Marx era evidente que en el caso de una revolución
comunista triunfante, los trabajadores comprobarían
que los empresarios eran innecesarios. Al
eliminarlos, al poder trabajar para sí y no para
otros, la productividad del que trabajara crecería
enormemente y la sociedad se haría tan rica que
todos podrían recibir todo lo que necesitaran
gratuitamente. De aquí que, para él, la abrumadora
popularidad de la revolución estuviera por
descontado. Habría, por supuesto, una desesperada
resistencia de los explotadores y, para derrotarla,
habría que establecer una ''dictadura del
proletariado''. Pero ésta sería breve, sólo sería
necesaria hasta la instauración del nuevo régimen.
Una vez establecido, una vez que las masas pudieran
comprobar sus beneficios por su propia experiencia,
su abrumadora popularidad haría superflua la
represión. En realidad, todo el aparato del estado
se volvería superfluo. Hasta aquí la teoría.
Que nadie descarte esto como simples
especulaciones abstractas. Ha sido, desde hace siglo
y medio, la orientación básica de la izquierda
revolucionaria. Y no ha desaparecido pese a la
terrible experiencia del siglo XX, cuando se trató
de llevar a la práctica a costa de millones de
muertos y vastos gulags. Uno de sus
atractivos es su utilidad. Pemite identificar una
mayoría momentánea, la que vote a favor de
cualquier líder populista, con una mayoría
permanente, la de los simples trabajadores, los
que no son empresarios. He aquí el fundamento de la
retórica populista del pueblo versus las
oligarquías. Es por esto que los que se consideran
representantes de esa mayoría permanente pretenden
ser gobernantes permanentes. Según ellos, no son
dictadores, es que representan una mayoría
inalterable.
El único problema, por supuesto, es que el pueblo
comprueba, por su propia experiencia, que la
eliminación del capitalismo no los beneficia, sino
que lo empobrece y, por consiguiente, más o menos
rápidamente les retire su apoyo a los líderes
revolucionarios. De aquí que para permanecer en el
poder sea indispensable la dictadura, pero no
aquella breve dictadura sobre una exigua minoría que
pensó Marx, sino una dictadura permanente sobre una
mayoría insatisfecha y descontenta.
Expresa o tácitamente, la teoría marxista se ha
utilizado para justificar la liquidación de la
democracia y la instauración de una dictadura,
justificándola porque es popular. Se ha afirmado,
inclusive, que su popularidad la convierte
automáticamente en una democracia. ¿Acaso la
democracia no es el gobierno del pueblo? No es por
gusto que, durante medio siglo, las dictaduras
comunistas de la Europa del Este se autotitularon
''democracias populares''. Lo que sucede, por
supuesto, es que se está manipulando el concepto de
democracia. Se pretende ignorar que la opinión
popular es esencialmente cambiante. Es parte de
la naturaleza humana. Uno cambia de opinión. Por
consiguiente, nada más natural que las mayorías se
transformen en minorías y viceversa. Por
consiguiente, respetar la voluntad del pueblo es
respetar su derecho a cambiar de opinión. Quien
no puede cambiar de opinión no es libre.
Los gobernantes, sin embargo, tienen un enorme
poder, controlan, entre otras muchas cosas, a la
policía y el ejército. ¿Cómo impedir que lo
aprovechen para ignorar la voluntad popular y
perpetuarse en el poder? De ahí la división de los
poderes, la importancia de una prensa libre y el
respeto a los derechos de los individuos. La
democracia es esencialmente suspicaz de los
gobernantes. No es nada personal. Es una cuestión de
principios.
Los dirigentes estudiantiles venezolanos --Yon
Goichochea, Freddy Guevara, Ricardo Sánchez, Stalin
González y otros igualmente brillantes aunque menos
conocidos-- han fundamentado su llamamiento al
pueblo venezolano en una radical oposición al
concepto chavista de la polarización (que no es más
que el viejo concepto marxista de la lucha de
clases) y han encapsulado esa oposición en la
llamada ''reconciliación nacional''. Ha sido un
acierto y hay que seguir hablándoles a las masas
chavistas. Chávez insiste en su admiración del
modelo cubano. Aquí los estudiantes venezolanos
tienen una gran oportunidad: puede mostrarles la
realidad de Cuba a los venezolanos que la ignoran.
Es mucho el trabajo de divulgación por hacer. En
este sentido, es necesario que establezcan y
fortalezcan lazos con los disidentes cubanos. Esos
cubanos reprimidos y silenciados, son sus
interlocutores privilegiados.
Aquí,
en Estados Unidos, nada más importante que
fortalecer al gobierno de Alvaro Uribe, el principal
opositor de Chávez en América Latina. Uno de los
grandes objetivos de Chávez es, precisamente,
controlar Colombia. Sería un verdadero desastre que
las mal encubiertas simpatías demócratas con los
regímenes de izquierda y un estrecho partidismo
político los llevara a debilitar a Uribe bloqueando
el tratado de libre comercio con Colombia. Sería una
puñalada por la espalda a la lucha de nuestros
pueblos por la libertad y la democracia. Esperemos
que no lo hagan. Todo el continente los está
observando.