ADOLFO
RIVERO CARO
Japón
tiene un nuevo
primer ministro.
Shinzo Abe, de 52
años. Creo que
debemos seguir
esto con atención
porque Japón tiene
una importancia
particular para
América Latina.
¿Por qué? Porque
Japón es el
antimodelo
latinoamericano.
Cuando el comodoro
Perry llegó a Edo
(el actual Tokío)
en 1853 y obligó
al gobierno
japonés a abrir
sus puertas al
comercio (hasta
entonces los
feudales japoneses
sólo comerciaban
con China y con
algunas puestos
holandeses), Japón
tomó consciencia
de su enorme
inferioridad
tecnológica frente
a Occidente. ¿Cuál
fue la reacción de
los orgullosos
japoneses?
¿Protestar?
¿Lamentarse?
¿Afirmar su
superioridad
cultural? Nada de
eso. Fue reconocer
la necesidad de
copiar la
tecnología y la
cultura
occidentales. Ese
fue el significado
de la Reforma
Meiji de 1868.
Ansiosos por
apoderarse de su
maravillosa
tecnología, los
japoneses copiaron
hasta la forma de
vestir de los
occidentales.
¿Exagerado?
Seguramente. ¿Los
resultados? Que en
1905, Japón estaba
derrotando al
imperio ruso,
considerado como
una gran potencia
occidental. Como
vemos, esto es lo
contrario de lo
que ha hecho
América Latina,
tan empecinada en
seguir todos los
ejemplos fallidos.
Shinzo Abe,
descendiente de
una vieja familia
de estadistas,
sustituye desde
hace algunos días
al brillante
Jonichiro Koizumi.
No será tarea
fácil reemplazar a
Koizumi, amigo
personal del
presidente Bush y
uno de gobernantes
más inspirados y
exitosos del Japón
de la posguerra.
No es probable que
Abe quiera seguir
empujando las
reformas
liberalizadoras
por las que
Koizumi diera tan
denodadas
batallas. Sin
embargo, todo el
mundo espera que
Abe represente un
cambio
significativo en
cuanto a la
política exterior
de Japón. Ante la
enorme expansión
china y la
creciente amenaza
que significa el
régimen de Corea
del Norte, Japón
no puede
permanecer
estancado en
políticas
pacifistas que no
se corresponden
con su ambiente
geopolítico.
Shinzo Abe lo
comprende. La
constitución
japonesa le
prohíbe a Japon ir
a la guerra. No
sólo eso. Según la
actual
interpretación de
la constitución,
Japón ni siquiera
tiene derecho a
una autodefensa
colectiva. Si un
misil norcoreano
hundiera un
portaaviones
americano en Tokyo,
por ejemplo, Japón
tendría que
quedarse con los
brazos cruzados.
En las condiciones
actuales, estas
autolimitaciones
son suicidas.
Echarlas abajo
sería una tarea
relativamente
sencilla. Eso es
lo que se espera
de Abe. Japón no
es sólo una gran
potencia
económica. Hace
falta que
despliegue sus
vastas capacidades
militares. Asia y
el mundo entero lo
necesita. Sin
embargo, dado su
pasado
imperialista y
agresivo esto
suscita
preocupaciones e
inquietudes. Es
natural.
En las afueras
de Tokyo, rodeado
por un florido
jardín de cerezos,
está el pequeño
templo de Yasukuni,
donde se venera el
recuerdo de los
dos millones y
medio de soldados
japoneses caídos
en la II Guerra
Mundial. El ex
primer ministro de
Japón Jonichiro
Koizumi iba todos
los años y pedía
perdón a sus
vecinos asiáticos
por los ataques
del fascismo
nipón. El nuevo
primer ministro
Shinzo Abe también
acude
regularmente. No
es un lugar único.
En Alemania hay un
cementerio donde
se honra la
memoria de los
soldados alemanes
muertos en la II
Guerra Mundial. La
presencia de altos
dirigentes
políticos en estos
lugares ha sido
criticado porque
manifestaría algún
tipo de
solidaridad con
las depredaciones
fascistas. Esto es
injusto. Las
guerras de
agresión
realizadas por las
tropas japonesas y
alemanas forman
parte de la
historia y nadie
osaría excusarlas.
Pero nosotros
debemos comprender
el punto de vista
de los estadistas
japoneses y
alemanes. Millones
de sus jóvenes
soldados murieron
luchando por una
causa errónea,
pero que, en su
momento, creyeron
justa. No dieron
la vida luchando
por sus intereses
personales, sino
por los intereses
de su país. ¿Es
que no merece
algún tipo de
reconocimiento
este gigantesco
sacrificio humano?
Creo que el tiempo
y la distancia nos
permiten un juicio
más desapasionado
y comprensivo.
Después de todo,
en Estados Unidos
se recuerda a
todas las víctimas
de la guerra
civil, incluyendo
a los soldados
sureños y a sus
jefes militares
como Lee y
Longstreet, y no
sólo a los
victoriosos
soldados del norte
y a caudillos como
Grant y Sherman.
Los soldados del
sur pelearon,
heroicamente, por
una causa
equivocada, pero
no escatimaron su
sangre y, tras la
derrota, todos
fueron hijos de
Estados Unidos.
Sus descendientes
supieron derramar
su sangre por la
patria común. ¿Por
qué utilizar otro
rasero con los
japoneses y los
alemanes?
En el
caso de Cuba, esta
reflexión nos
lleva al caso de
los combatientes
cubanos en las
guerras
internacionalistas.
También han
peleado por malas
causas, también
han derramado su
sangre en defensa
de sangrientos
tiranos como
Mengistu Haile
Mariam. Pero
¿acaso no fueron
engañados como
todo un pueblo?
¿Acaso no lo
hicieron pensando
defender la
independencia de
los pueblos
africanos, entre
tantos otros? ¿No
ha sido noble y
generoso su
sacrificio
personal? Creo que
todos se merecen
el honroso título
de veteranos. Y no
es casual que el
primero de sus
jefes, el general
Arnaldo Ochoa,
fuera fusilado por
Fidel Castro: esas
tropas siempre han
sido vistas con
profunda
desconfianza por
los líderes de la
revolución. Al
reflexionar sobre
Japón, es bueno
recordar que los
cubanos también
tenemos nuestro
templo de Yasukuni.
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