ADOLFO RIVERO CARO
El
resultado final de las elecciones
mexicanas ha sido un aplastante triunfo de
la democracia. Aplastante porque Andrés
Manuel López Obrador y su PRD quieren
hacernos creer que perdieron por poco más
de 200,000 votos cuando, en realidad, a
esa cifra habría que sumarle los 10
millones de votos de Roberto Madrazo, el
candidato del PRI. Si la derecha hubiera
estado unida su victoria hubiera sido
abrumadora. Casi el 60 por ciento del
pueblo mexicano votó en contra de López
Obrador.
¿Con qué derecho se quiere
presentar ahora como el presidente que el
pueblo quería? ¿Con qué derecho pretende
hacer ingobernable al país esa minoría
antidemocrática? Ha sido un triunfo de la
democracia porque ha quedado claro, una
vez más, que la izquierda populista no
olvida sus raíces marxistas. Los partidos
comunistas nunca fueron populares. Nunca
creyeron llegar al poder mediante
elecciones. Pensaban en una revolución
social que, una vez en el poder, les
permitiera barrer con las instituciones
democráticas.
Lenin, por ejemplo,
disolvió una Asamblea Constituyente.
Cuando los comunistas ganaron elecciones
en circunstancias muy excepcionales (como
en los países de la Europa del este
después de la II Guerra Mundial)
aprovecharon el poder para destruir el
estado de derecho. Lo mismo que hizo
Hitler tras su elección como canciller en
1933. Fidel Castro, que llegó al poder
tras el colapso de la dictadura de
Fulgencio Batista, procedió exactamente
igual. Es elocuente que lo primero que
hiciera Chávez cuando llegó al poder fuera
reformar la Constitución. Y que Evo
Morales quiera hacer lo mismo. Muy
probablemente, López Obrador hubiera
intentado hacer algo similar. La única
preocupación de estos grupos es llegar al
poder para disfrutar a perpetuidad de sus
privilegios.
El supuesto desvelo por la
situación de las masas populares no es
sino excusa y pretexto. ¿Que no hay
razones para pensar esto de López Obrador?
¿No? ¿Y qué estamos viendo ahora? ¿Acaso
no está desafiando las instituciones
democráticas, a sabiendas de que no es una
posición popular? Si hace esto ahora, en
la oposición y derrotado, ¿a qué no se
hubiera atrevido triunfante y en el poder?
Calderón encara desafíos tremendos. No
es ningún misterio lo que hace falta para
desarrollar a México. Basta con seguir el
modelo de los que se han desarrollado. El
país, por ejemplo, está en el lugar 63 del
Indice de la Libertad Económica.
Chile está en el 11. Hay que liberalizar
la economía. El problema es que tanto la
izquierda estatista como la derecha
monopólica se opondrán ferozmente a esos
cambios. Y Fox no pudo hacer nada contra
ellas.
Otra cuestión es la política exterior.
Este gran país no necesita definirse a sí
mismo en oposición a Estados Unidos. En
realidad, uno de sus mejores momentos se
produjo cuando el presidente Manuel Avila
Camacho (1940-46) se situó decididamente
junto a Estados Unidos en la guerra contra
el eje nazifascista. Tras el ataque
japonés a Pearl Harbor, el 7 de diciembre
de 1941, México rompió relaciones
diplomáticas con el eje y tomó las
primeras medidas de colaboración militar
con Estados Unidos.
En 1942 le declaró la
guerra a Alemania y a Japón. Era la
primera vez que México entraba en una
guerra mundial. En 1943, Avila Camacho se
reunió con Roosevelt. A mediados de 1944,
envió un grupo de pilotos a la contienda
del Pacífico. Era el famoso Escuadrón 201,
que luchó en Filipinas, Luzón y Formosa.
No era ningún formalismo. La guerra con
los japoneses era increíblemente cruenta.
Para dar una idea, sólo en la toma de Iwo
Jima, un islote de cinco millas cuadradas,
los americanos tuvieron 25,000 bajas,
entre ellas 7,000 muertos, en poco más de
30 días de combate. Setecientos muertos
sólo en el primer día. Pero la actitud de
Avila Camacho tenía claros precedentes.
Después de todo, Lázaro Cárdenas había
denunciado la anexión hitleriana de
Austria (el Anschluss).
Como era de esperar, la política de Avila Camacho
transformó positivamente las relaciones
con Estados Unidos. Su sucesor, el
presidente Miguel Alemán, visitó
Washington en 1947, donde fue recibido con
todos los honores. No era para menos. La
última vez que un mandatario mexicano
había visitado Washington había sido en
1836.
El
apoyo de América Latina a la guerra contra
el nazifascismo fue pálido. Perón, por
ejemplo, era un simpatizante de los nazis,
a los que abrió las puertas de Argentina
tras el fin de la II Guerra Mundial. En
aquella gran batalla, México jugó un papel
dirigente en América Latina. Hoy, Estados
Unidos vuelve a verse librando una guerra
mundial, esta vez contra los
islamofascistas. Inclusive ha sido atacado
en su propio territorio. Y el apoyo de
América Latina vuelve a brillar por su
ausencia. América Latina, que ha sufrido
dictaduras en carne propia, se ha
manifestado indignadísima por el
derrocamiento de la tiranía de Saddam
Hussein, como si ello hiciera temer una
inminente invasión a Uruguay. En realidad,
esto sólo habla de la vieja penetración de
las ideas antiamericanas en el continente.
Hoy podemos decir que las relaciones
del gobierno mexicano con la dictadura
castrista son frías. Ha llevado bastante
tiempo. Pero, como muestra el caso de
Pedro Riera Escalante, a Castro todavía le
quedan muchos amigos en las estructuras de
poder del país azteca. ¿Pudiera anunciar
el triunfo de Felipe Calderón una nueva
era de liderazgo continental para México?
Sería difícil pero no imposible.