ADOLFO RIVERO CARO
Difícil
concebir elecciones más cerradas. En la madrugada del
jueves, con más del 92 por ciento de los votos computados,
López Obrador tenía una ventaja de medio millón de votos.
Todo parecía decidido. Lo que quedaba por contar, sin
embargo, era de franca mayoría panista. A las 4 a.m.,
Felipe Calderón superó la desventaja y se puso arriba con
una pequeña minoría. Esta fue creciendo inexorablemente
hasta el final.
Las elecciones mexicanas se han caracterizado por una
singular transparencia. Testigos de excepción han sido,
entre muchos otros, los observadores de la Unión Europea.
En Estados Unidos, con sus 230 años de imperturbables
elecciones, el evento se ha visto con simpatía y
esperanza. Como todas las naciones comerciales, Estados
Unidos se beneficia de la prosperidad de los otros países
y se perjudica con su pobreza. En este sentido, ninguno es
más importante que México, que comparte una vasta
frontera, es su segundo socio comercial y le exporta
directamente sus desempleados. Esto debía ser humillante
para una gran nación tan legítimamente orgullosa. Nunca he
comprendido que inteligentes analistas mexicanos critiquen
a Estados Unidos por no querer aceptar a todos los
inmigrantes mexicanos. Nadie más interesado que Estados
Unidos en la prosperidad de la nación azteca. A quien hay
que criticar es a los gobiernos mexicanos que no consiguen
desarrollar la nación y hacer innecesaria esa humillante
emigración.
El triunfo de Felipe Calderón abre una nueva esperanza
para México. Es un hombre joven con una visión moderna de
la economía y una profunda comprensión de los problemas de
la sociedad mexicana. Pero la tarea que tiene por delante
es extraordinariamente difícil. Sus problemas van a
empezar antes del inicio de su mandato. López Obrador, el
''mesías tropical'', como lo llama Enrique Krauze, no va a
aceptar el veredicto de las urnas. No es un problema de
temperamento. Es que no se lo van a permitir.
Seis años no es un período demasiado largo para un
político relativamente joven. Es totalmente inaceptable,
sin embargo, para un Fidel Castro con sus 80 años. Después
de las elecciones de Perú, las elecciones mexicanas
entierran la perspectiva de una incontenible ''ola de la
izquierda'' en América Latina. Y Castro ya no tiene
tiempo. De aquí que, inevitablemente, Castro y Chávez
vayan a movilizar sus vastos recursos para tratar de
falsificar y desvirtuar la voluntad del pueblo mexicano.
En este sentido, es importante subrayar que no es cierto
que en México haya una diferencia mínima entre la
izquierda y la derecha. La izquierda es claramente
minoritaria. La derecha se presentó dividida en las
elecciones. Si sumamos los votos de Roberto Madrazo, el
candidato del PRI, a los de Felipe Calderón, vemos que la
gran mayoría del pueblo mexicano está francamente en
contra de la izquierda que representa López Obrador. Pero
el eje Castro-Chávez va a concentrarse en la mínima
diferencia entre Calderón y Obrador para decir que la
derecha se robó las elecciones. Van a lanzar la gente a la
calle, provocar disturbios, crear una atmósfera de
ingobernabilidad. No les auguro ningún éxito. Cualquier
violencia de la izquierda probablemente se vuelva en su
contra.
El resentimiento nacional contra el PRI ha sido
evidente. No sólo se trata del pasado del PRI, se trata de
que, durante el gobierno de Fox, el PRI ha sido el
principal obstáculo para implementar las reformas que
México necesita. En su hostilidad al PAN, los legisladores
del PRI las han bloqueado. Tanto el PRD como el PRI han
impedido la modernización y el progreso de México. En la
glacial lentitud del crecimiento mexicano, la derecha
corrupta, proteccionista y antiamericana ha jugado un
papel tan importante como la izquierda corrupta,
proteccionista y antiamericana. La historia nos enseña,
sin embargo, que los remedios que propone la izquierda son
peores que la enfermedad. De aquí que, en México, lo
fundamental sea cambiar la mentalidad de la derecha
paleolítica. Es imprescindible una alianza entre el PAN y
el PRI pero no es posible avanzar apoyándose solamente en
negociaciones legislativas. Hay demasiados intereses en
juego. Sólo se puede progresar dirigiéndose directamente
al pueblo mexicano. Y éste es el gran reto de Calderón.
Es justo
esperar un cambio en la política exterior mexicana. A los
cubanos, el triunfo de Calderón les evita tener un
embajador fidelista en La Habana. No es poca cosa. Los
disidentes cubanos han tenido que sufrir el cerril
militante comunista que el gobierno de Zapatero escogió
como su representante en La Habana. Este personaje, un tal
Alonso Zaldívar, se niega a recibir disidentes en su
embajada y ha bloqueado la visa española de Pedro Riera
Escalante porque Fidel Castro no quiere que salga de Cuba.
Lamentablemente, la posición de México en este caso, y en
otros similares, ha dejado mucho que desear. El
antiamericanismo mexicano ha servido de excusa para
negarle ayuda a EEUU en la guerra contra el terrorismo y
para apaciguar a Castro con la cruel repatriación de Riera
Escalante. Con amigos como Fox a los cubanos no les hacen
falta enemigos. ¿Sería posible un cambio con un gobierno
de Felipe Calderón? No sólo sería posible, sino que sería
lo natural. Es por eso que nos regocijamos con el triunfo
del candidato del PAN. Por México en primer lugar, pero
también por Cuba y por toda América Latina.
Afortunadamente, la mayoría del pueblo mexicano ha pensado
lo mismo.
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