Decir que Castro le ha sido impuesto al pueblo cubano es sólo parte de la verdad. Sí, es cierto que lo ha impuesto la falta de opciones, de elecciones; el monstruoso aparato de represión: la delación cotidiana en los CDR, las brigadas de acción rápida, la agentura que rastrea y persigue a los disidentes; la falta de información sobre una oposición nacional y un vigoroso apoyo externo; lo ha impuesto el hábito mismo de cuatro décadas, la falsa seguridad de lo conocido. Sí, es cierto. Pero hay más. El pueblo cubano es víctima, pero no sólo es víctima. También es cómplice. Tan cómplice de la dictadura de Castro como fue cómplice el pueblo alemán de la dictadura de Hitler. Hitler satisfizo profundas demandas emocionales del pueblo alemán: no sólo restañó la humillación de la Primera Guerra Mundial, sino que le hizo creer en el mito de su superioridad racial. Castro no sólo restañó la humillación del golpe de estado de Batista, sino que le hizo creer al pueblo cubano el cuento de la revolución. El cuento de que éramos un país rico mantenido artificialmente pobre por oscuros y poderosos intereses. El enemigo, en primer lugar, eran los intereses extranjeros, las inversiones americanas, el imperialismo, que se llevaba las ganancias del país. Después, sin embargo, venían los empresarios cubanos. Bastaba quebrar esos poderosos intereses para que las supuestas riquezas robadas a los trabajadores elevaran verticalmente el nivel de vida del pueblo cubano. Los marxistas inculcaron la idea de que los empresarios sólo eran desaforados consumidores, una excrescencia superflua. En realidad, es un cuento que los trabajadores sean los fundamentales creadores de las riquezas. Trabajadores ha habido siempre, y perenne pobreza también. Era un cuento que las riquezas que generaba nuestra clase empresarial iban a seguir existiendo sin ella. Creer que al expropiarla el sistema productivo iba a permanecer eficiente era absurdo y suponía un desprecio por la misma. Ahora bien, lo que no era absurdo era la justificación de la envidia, la coartada para la satisfacción de ver humillados a los antiguos ricos y poderosos. La justificación para el saqueo de toda una gran clase social. Eso ha sido la revolución cubana. ¿Estaban justificados los alemanes que se repartían los bienes de los judíos? ¿Estaban justificados los cubanos que se repartían los bienes de los antiguos propietarios? ¿Qué justificación moral había para apoderarse de sus casas, de sus fincas, de sus automóviles, de sus bibliotecas, del trabajo cristalizado de todas sus vidas? Pero se hizo. Y, al hacerlo, todo un pueblo se hizo cómplice. Esa complicidad es la base del apoyo popular a la revolución. Todos saben que el régimen es nocivo, criminal, tóxico, esterilizante y corruptor. ¿Y qué? Al gobierno no le importa. Se sabe frágil. Sabe que derrocarlo es difícil, pero no imposible. Comprende que bastarían algunas conmociones sociales que hicieran necesaria la intervención de las fuerzas armadas. Pero al gobierno le basta con hacerlas difíciles. Sabe que la inmensa mayoría de la población estaría más que dispuesta a votar en su contra (de aquí que jamás haya cedido a las exigencias de un referendo o plebiscito), pero también sabe que no está dispuesta a desafiar la represión, correr peligros reales, arriesgar la vida. Sabe que su oposición no llega a tanto. Después de todo, comparte muchas cosas con la dirección revolucionaria, aunque sean más ilusiones que realidades. La gente se da cuenta porque choca con la amargura de su vida, pero basta una breve recaída en la complicidad moral o en el recuerdo de la complicidad material (la casa ocupada, digamos) para paralizar la ruptura definitiva. Antes de la revolución, los cubanos éramos conocidos fundamentalmente por nuestra música. Desde la revolución, estamos asociados a la subversión en todo el mundo. Castro ha hecho intervenir a Cuba en la política mundial. Desafía a la primera potencia. Se auto titula cruzado de una revolución planetaria. A nuestro pueblo, lo confiese o no, eso le complace. Todo cubano sabe que la miseria nacional es producto de la ineficiencia esencial del sistema y de la incapacidad administrativa de Fidel Castro. Pero dentro del esquema de nación como combatiente revolucionario, la miseria como producto del enfrentamiento con Estados Unidos es una mentira fascinante. No sugiere que el pueblo cubano sea débil ni incapaz de enfrentarse y derrotar a una dictadura. Todo lo contrario. Sugiere que su abulia política es fervor revolucionario, que su humillada inercia es valeroso estoicismo, que su debilidad es fortaleza. Y, después de todo, no hace falta que el pueblo acepte esto con entusiasmo. Basta con impedir el entusiasmo por el cambio. Tenemos que dejar de engañarnos. Tenemos que afrontar la realidad. Únicamente así tendremos derecho a una esperanza real.
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