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Juan F. Benemelis Los bolcheviques y el arteEn el arte se expresaría la gravedad de la tentación totalitaria. Ello se halla implícito en las ideas estéticas de la cúpula bolchevique y su política cultural, algo que cristalizó en ocasión de la implantación del realismo socialista, allá por el año 1934. La paternidad de las concepciones totalitarias del estalinismo en el arte hay que buscarlas en la visión leninista que contemplaba la sumisión de éste a las decisiones del partido comunista, como pormenorizó en su pieza La organización del partido y la literatura del partido (Cullerne, 1991: 20-25). Las primeras medidas represivas y de control, así como las penurias materiales junto al creciente peso que adquiría el realismo socialista en la definición de la ideología de los bolcheviques provocaron el exilio de muchos creadores. David Shterenberg dimitió de la asociación IZO en 1921 y una ola de pintores de vanguardia, como Vasili Kandinsky, el constructivista Naum Gabo y Marc Chagall se marcharon a Occidente. Es cierto que al fundirse todas las organizaciones independientes de creadores, el arte y, en especial, la plástica soviética estuvieron determinadas por el realismo socialista, pero no pueden ignorarse las diversas corrientes de la vanguardia rusa propulsadas por el entonces comisario de la cultura, Anatoli Lunatcharsky, una personalidad ideológicamente ecléctica dentro de esta galaxia intolerante. Los bolcheviques se escudaron en la guerra civil para restringir las libertades democráticas y el pluripartidismo, aunque Lunatcharsky logró defender la libertad cultural, que incluía el realismo novecentista de los “itinerantes”, al radicalismo de la Proletkult pasando por el modernismo europeo (impresionismo, cubismo, futurismo y demás.). El ataque de Lenin contra el Proletkult, en diciembre de 1920, logró poner coto al absurdo de suprimir la herencia cultural zarista y al objetivo de establecer una óptica monolítica del arte y permitió a que Lunacharsky impidiese en toda esa década de los veinte, la intervención autoritaria del partido comunista en la vida artística. Con las colecciones privadas apropiadas a los burgueses, Lunacharsky inauguró los primeros museos de arte moderno del mundo, con estupendas series de impresionistas y pos-impresionistas, de los vanguardistas rusos, de los “itinerantes”, de los suprematistas, de los cezannistas, de los primitivistas, de los constructivitas y los simbolistas. La década de los veinte estuvo salpicada de los choques entre corrientes del arte con expresiones divergentes o contradictorias. Entre ellas figuraban los Realistas de la asociación de revolucionarios, más dogmáticos, con el grupo Octubre, de la asociación de proletarios, que propugnaban la diversidad de estilos. Los modernistas se hallaban nucleados en la organización Mundo del Arte, en la que a la vez figuraba parte de la llamada “derecha” artística. Los diferentes matices de la modernidad y del futurismo hacen causa común en la Unión de la Juventud. Por su parte Kazimir Malevitch y los suprematistas crean la UNOVIS, mientras los constructivitas hacen tienda aparte. Estas tres últimas tendencias reúnen a los llamados “izquierdistas”. Más, en la oposición figuraban organizaciones como las del Círculo; como la Sociedad de las Cuatro Artes, que se constituye en plena NEP; como la Sociedad de los Artistas de Moscú, contraria al realismo comprometido y también cultora del formalismo del modernismo; como la corriente del compromiso integral con el refinado esteticismo de la vanguardia rusa (Guerman, 1988: 13-14). Estos últimos acogen artistas de todo el arco de credos y posiciones políticas en sus trabajos de cuño impresionista, fauvista, cubista y primitivista. Algunas, como El Círculo y la OST, oscilan entre el lenguaje formalista y las temáticas realistas-modernas del país. Esta política en favor de la pluralidad de corrientes (incluidos los “itinerantes” del realismo académico) y la protección de la herencia artística zarista fue atacada por los más variados cuadrantes ideológico-artísticos como los futuristas-comunistas de Vladimir Maiakovsky, el pintor Malevitch y los partisanos de la Proletkult que furiosamente reclamaban una orientación más cerrada de la vida artística del país. Lunacharsky se enfrentó a la estética conservadora de Vladimir Lenin y Gregory Zinoviev proclamando una política cultural imparcial ante las orientaciones de la vida artística, criticando a los que buscaban imponer una tendencia artística en particular por encima del resto, a la vez que utilizaba en los textos educacionales a vanguardistas como el “libertario” Shterenberg, a innovadores iconoclastas a lo Malevitch, Vladimir Tatline (futura cabeza del constructivismo junto a Alexander Rodchenko) y Maiakovsky, cuyos carteles y decoraciones públicas eran constantes (Lunatcharsky, 1975: 39-40). Los viejos bolcheviques no se hallaban conformes ante este rescoldo incontrolado y en junio de 1925, a instigación de Josef Stalin y Zinoviev, aprobaron el famoso decreto que apelaba a un lenguaje simbólico “comprensible” para los trabajadores. El Círculo de Moscú recibiría el apoyo informal de Stalin en 1928. El grupo de los “itinerantes” se aprovecha de este ambiente de libertad y pluralismo para promover la necesidad imperativa social de los temas de la revolución, como el Ejército Rojo, los héroes del trabajo, las magnas obras industriales y demás. Para ellos las masas debían ser educadas en un estilo realista y, por tanto, era necesario entronizar el espíritu del partido en el arte. La balanza política dentro del Kremlin oscila definitivamente a favor de la llamada “troika”: Stalin, Zinoviev y Kamenev en detrimento de Bujarin y Trotsky. Este viraje sumado al abandono de la NEP con el nuevo énfasis en las granjas colectivas (koljoses) y estatales (sovjoses) desata la famosa cacería contra los campesinos (kulaks) y los comerciantes (nepistas). Es el momento del ascenso de los grupos artísticos-culturales que se han inclinado al bando de la burocracia estalinista. El espacio comienza a cerrarse cuando Lunatcharsky, el gestor de la política artística bolchevique, el cual dimite en 1929 presionado por los artistas e intelectuales dogmáticos y los comisarios culturales del Partido Bolchevique. Con este golpe se inicia la disolución de las corrientes artísticas, el ostracismo de los círculos artísticos provenientes de la Rusia zarista y el despegue del monolitismo del realismo socialista. Así se sofocan los centros de estudios artísticos superiores de Moscú y Leningrado, hervideros de la vanguardia intelectual, con Tatline, Robert Falk (gran maestro del cezannismo ruso), Pavel Kuznetzov (cultivador del primitivismo) y Malevitch con su pintura suprematista, encarcelado por su sospechoso formalismo artístico, por su abandono de la pintura de caballete, el cruzamiento de la pintura con la arquitectura y la escultura y su afirmación del arte como productivismo y funcionalidad. Mientras Kandinsky se mantenía como la avanzada del arte abstracto, los oficialistas asumían los cargos rectores de las artes y ciencias. El realismo socialista En abril de 1932 el Comité Central emite un decreto con respecto a la esfera del arte: “Sobre la reorganización de los grupos literarios y artísticos” por medio del cual se ilegalizaban oficialmente todas las corrientes que no fuesen las del realismo socialista, oficialmente consagrada en el famoso Primer Congreso de Escritores dos años después. Stalin exigía el optimismo ante la revolución socialista, los temas apropiados a sus campañas políticas y económicas, la proyección de su figura y el universo de los vanguardistas obreros. La figura encargada de aplicar la nueva política sería Andrei Zdhanov, el cual sería odiado por generaciones de creadores soviéticos. Al respecto se expresaría.: “El camarada Stalin llama a vosotros, escritores, “ingenieros de almas”. ¿Qué significa eso? ¿Qué obligaciones os impone? Antes que nada, significa que deben conocer la vida para poder representarla fielmente en vuestras obras, no escolarmente como un objeto muerto, ni incluso como una realidad objetiva, sino representar la realidad en su dinámica revolucionaria. Después, en conformidad con el espíritu del socialismo, deben combinar fidelidad y representación artística históricamente concreta con el trabajo de modelación ideológica y de educación de los trabajadores. Es este método de literatura y de crítica literaria lo que constituye aquello que llamamos el método realista-socialista.”(Golomstock, 1991: 89-90). El evento que marcaría el fin de la libertad y la pluralidad artística sería la exposición de arte soviético escenificada en Leningrado a fines de 1932, de la cual se retiraron los cuadros de las tendencias vanguardistas, formalistas, constructivitas, entre otras y obras de Malevitch, de Pavel Filonov. La prensa especializada en la cultura se referiría en los términos siguientes: “La exposición ve el formalismo como cualquier cosa que pertenece a un pasado sombrío que se arrastra, pero que ya no está vivo en el presente […] y que no tiene ninguna viabilidad en el futuro” (Golomstock, 1991: 107). La prensa especializada desató una poderosa campaña anti-formalista la cual culminó en varios artículos en el primer trimestre de 1936, en los cuales fueron calificados como representativos del arte reaccionario y burgués el pintor Mijail Lebedev, el escenógrafo Vsevolod Meyerhold y el compositor Dimitri Shostakovich. Así el núcleo de vanguardia cultural en la Unión Soviética fue aplastado. Creadores como Tatline y Rodchenko pasaron al anonimato; Filonov no cedió a los ofrecimientos oficiales y se dedicó a trabajar clandestinamente en sus pinturas analíticas; Alexander Labas, el pintor de lo imposible, olvidado ex profeso por las autoridades culturales acabó en la miseria extrema, mientras Malevitch moría en 1935, luego de retornar al arte figurativo. Otros creadores no tuvieron la suerte de sobrevivir. Aquellos que no marcharon al exilio, desaparecieron para siempre en los calabozos de la Lubianka o en los campos de trabajo forzados de Siberia. Los lituanos Gustav Klutsis, Alexander Drevin y Rein Veideman fueron ejecutados. Los connotados creadores ucranianos nucleados alrededor del muralista Myhailo Boichuk perecieron ante los pelotones de fusilamiento por el delito de expresarse en un lenguaje simbólico no claro para el proletariado. A su vez, los otrora defensores del oficialismo como Tsirelson, Vyazmenski y el escultor Victor Konnov fueron arrollados por el “terror rojo”. A pesar de la militancia comunista del “grupo Octubre”, muchos de sus miembros, como Alexei Gutnov, terminaron en prisión, acusados de “trotskistas” y de “bujarinistas”. No sólo las obras de pintores considerados como “reaccionarios”, sino la de aquellos que cultivaban el vanguardismo, no importa si fuese el ruso, así como las tendencias de Occidente en boga, fueron arrinconadas en los depósitos de museos o simplemente destruidas. Se demolieron los colosales murales de Boichuk y de sus alumnos; igual suerte corrió el formidable mural hecho por Alexander Labas, en la Casa de los Pioneros de Moscú. Es imposible realizar un inventario del desastre que en el arte significó la política bolchevique con su visión “clasista” de la cultura y con su expresión en el llamado realismo socialista. La supresión de la diversidad, del utopismo vanguardista, de la libre expresión que se inició al inicio de los años veinte conllevó un estancamiento en la creación intelectual y creativa del territorio que comprendía la Unión Soviética. No puede tomarse como ejemplo de “flexibilidad” la lucha de Lunacharsky a favor de la pluralidad de tendencias, ni las instituciones estatales por él creadas para salvaguardar la herencia cultural rusa. El monolitismo del realismo socialista, oficializado por Stalin, es la continuación directa de la visión que esbozó Lenin sobre la cultura. A medidas que Stalin ocupaba espacio, los intelectuales y artistas identificados con el realismo socialista y la “cultura proletaria” se veían favorecidas y mecenadas por el aparato estatal, el ejército y otras instituciones. El arrinconamiento del arte analítico, del primitivismo, del pos-impresionismo, el cezannismo, el constructivismo, el suprematismo y demás sería el primer paso para su posterior desaparición. El decreto totalitario sobre el arte de junio del 1932 y la oficialización del arte socialista como el único permitido concuerdan con la extirpación de las corrientes políticas divergentes dentro del propio partido comunista soviético (oposición obrera, trotskismo, bujarinismo), con los millones de muertes humanas y de animales que produjo la colectivización forzosa y con el desmonte de la reforma económica, la NEP. Las purgas políticas de los viejos bolcheviques en el partido y el ejército y la depuración en el arte se implementaron de manera simultánea, por ser ambas necesarias para la consolidación del poder unipersonal estalinista y el encuadramiento político-militar de la población, en medio de una colosal campaña ideológica, que enfatizaba en el optimismo socialista, la rectoría partidista y la obediencia al jefe supremo, en la cual la función pedagógica y propagandística se hallaría en manos de los artistas y creadores. Sería uno de estos viejos bolcheviques purgados (León Trotsky) quien mejor describiría tal época: “Es imposible contemplar sin una repulsa física, mezclada con algún horror, la reproducción de cuadros y esculturas soviéticas donde funcionarios armados con un pincel, bajo la vigilancia de funcionarios armados con mausers, glorifican a los ‘grandes’ y ‘geniales’ jefes, en verdad privados de la menor chispa de genio y de grandeza. El arte de la época estalinista entrará en la historia como la expresión más evidente de la profunda declinación de la revolución proletaria” (Trotsky, 1976: 166). Y continúa en otra parte de su ensayo: “En cuanto la dictadura tuvo el apoyo de las masas y delante de sí la perspectiva de la revolución mundial, no temía las experiencias, las investigaciones, la lucha de escuelas, porque comprendía que una nueva fase de la cultura no se podía preparar fuera de esa vía. Todas las fibras del gigante popular temblaban aún: él pensaba en alta voz, por primera vez, desde hace milenios. Las mejores y más jóvenes fuerzas del arte se llenaban de vida. (...) En la lucha contra la oposición en el seno del partido, las escuelas literarias, una después de otras, fueron asfixiadas. Y no se trataba sólo de la propia literatura”(Trotsky, 1976: 163-164). Stalin y la Oposición de Izquierda
Los otros partidos de la revolución rusa vieron el peligro antes que los bolcheviques, pero es un hecho que la resistencia más obstinada al estalinismo fue la de los bolcheviques mismos. Esta resistencia fue de tal modo irreductible que concluye con su completo exterminio. Había entonces incompatibilidad absoluta entre la mentalidad socialista de los hombres de la revolución y el nuevo despotismo. No es posible desde luego dejar de pensar que la difícil victoria del totalitarismo no era de ningún modo algo fatal y que los revolucionarios que se rebelaban sin cesar contra él, si hubieran visto más claro (y ello era posible: su lenguaje individual era más neto y explícito que sus documentos políticos), sí hubieran estado menos divididos. La burocracia encontró en Stalin un jefe excepcional, a la vez mediocre pero suficientemente hábil y de una rara fuerza de carácter. Los oposicionistas actuaban semiparalizados por un sentimiento apasionado de fidelidad del Partido amenazado y por una ideología marxista que había llegado a ser insuficiente en una época de colosal revolución técnica como la que ha presenciado el siglo XX. Los bolcheviques no pudieron prever los desplazamientos de las fuerzas sociales provocados por los desenvolvimientos de la industria moderna y las ventajas que ella ofrecía al autoritarismo. Los oposicionistas bolcheviques participaron del optimismo del movimiento socialista en general, que no preveía que el Estado colectivista establecería una explotación del trabajo aplastante y terrible. La adhesión afectiva a la revolución hacía que la menor duda respecto de su éxito apareciera como una herejía a la que había que castigar. Cuando aquel que acababa de pronunciar la exclusión y la deportación contra sus camaradas de poca fe se ponía a dudar él mismo, otros oposicionistas lo acusaban a su vez. Eso duró hasta el día en que ya no quedó más que un número muy reducido de socialistas ilusos y utópicos. Provistos de una fuerte educación doctrinal, las sucesivas oposiciones se vieron divididas por rencores de perseguidos y por inquinas de teóricos. La izquierda había denunciado a la derecha como capaz de facilitar un desplazamiento hacia la restauración del capitalismo. La derecha había denunciado “el aventurerismo” y el eclecticismo intelectual del “trotskismo”. Fue necesario el aplastamiento común para que los unos y los otros comprendieran que la cuestión vital era de naturaleza política: la de la libertad de opinión, del mínimo de democracia y que el peligro mortal no estaba ni en el enriquecimiento por lo demás moderado de los rurales, ni en la solidaridad internacional más o menos intransigente, ni en las formas de concebir la industrialización de un país pobre, sino en el crecimiento de un despotismo absoluto e inhumano. Éxitos colosales pero con grandes pérdidas que hubieran debido hacer reflexionar más profundamente, como el fracaso del comunismo de guerra, la tragedia de los marinos del Kronstadt, el sofocamiento y la mordaza de toda crítica seria, así como la exterminación de los otros movimientos socialistas. Los éxitos y los fracasos establecían entre las oposiciones y el poder, responsabilidades comunes. Durante demasiado tiempo creyeron que la máquina estaba en buenas condiciones y que bastaba cambiar a los mecánicos para que todo fuera mejor. Trotsky murió con la idea del “Estado obrero con deformaciones burocráticas”, como calificaba él a la actual situación rusa. En Rusia, recién en 1932, se empieza a comprender que la máquina misma era humanamente intolerable. En ese momento, los hombres de la oposición de derecha y de izquierda, se reconciliaron. Desde 1920-21, las masas soportaban el partido más de lo que ellas sospechaban. El partido sabía que su aislamiento duraría hasta el retorno de un cierto bienestar. Temiendo a la opinión del país, le negaba la palabra. Pero a favor del estado de sitio y del silencio, los elementos pasivos y retrógrados se instalaban también en todos los rodajes y engranajes del Estado-Partido. La oposición de izquierda, la más audaz, no se atrevió jamás a ir más allá de un programa de democratización progresiva del partido y algunos sindicatos. No haber osado correr el riesgo de dirigirse al país, de apelar a él, acaso fue la falta más grave y suicida. El fetichismo del partido explica esta falta. No se era ni “miembro del partido”, ni ciudadano; se era un “hombre del partido”, un fragmento de ese conjunto sagrado que Bujarin había denominado un día como “cohorte de hierro” y que en realidad no era más que un aparato de burócratas sin alma, de oficinas deshumanizadas y una masa de pequeños privilegiados. Las rebeliones del humanismo eran profundas y antiguas. Se había manifestado desde el comienzo de la revolución por la lucha de Máximo Gorki contra el terror; por la insistencia de David Borisovich Riazanov en reclamar la abolición de la pena de muerte; por los esfuerzos de Lev Kamenev por salvaguardar un mínimo de libertad para el pensamiento impreso y por el apoyo prestado a la joven literatura soviética hasta 1927. El culto al jefe sólo llega a imponerse con el totalitarismo. Trotsky no fue el “jefe” ni siquiera el líder incontestado de la oposición de izquierda. Era escuchado como una inteligencia intrépida y un carácter seguro, pero era discutido sin asomo de violencia. Vencida y presa, la izquierda adopta la denominación de “bolchevique leninista” a fin de afirmar su deseo de ortodoxia. Pero muy pronto se divide en dos corrientes: los viejos ortodoxos, que soñaban con un verdadero retorno al bolchevismo ideal y los investigadores que creían necesario plantear libremente las grandes y fundamentales cuestiones. El hecho de que en la Unión Soviética no existiese un modo de producción capitalista no fue óbice para que aplicase una política imperialista estableciendo de "facto" un sistema colonial en su conjunto territorial (Stalin, 1913). La liquidación estalinista de los campesinos resultó a su vez una fórmula intencional para desarrollar el proletariado y lograr que éstos sobrepasasen numéricamente a la extensa clase campesina; esta estrategia ausente de altruismo igualitario fue considerada como un tratamiento necesario a las antiguas colonias zaristas convertidas en repúblicas soviéticas gracias a las campañas del Ejército Rojo de Trotsky. Más que una reinterpretación o retorno a las fuentes marxistas se estaba en presencia de una proyección nuevamente utópica de una ideología estatal. Por ello, las revoluciones implantadas a tenor de sus principios, retrotrajeron sus sociedades al medio político, ético y filosófico del siglo pasado, como una extensión amorfa de un contorno humano que vio sus días pasar. El debate en las izquierdas se centró en analizar si en el bloque soviético había tenido lugar una constitución novedosa de capitalismo de Estado, una nueva formación socio-económica o una distorsión del tránsito al comunismo. El estalinismo, con su orientación autocrática perpetua y represiva fue presentado como un precio justo a pagar para el logro de Utopía (Deutscher, 1985: 95-104). Así, la libertad del hombre, consagrada por la revolución francesa, fue suplantada por un orden cuartelario y termitero donde el ciudadano no tenía más derecho que el de trabajar para futuras generaciones. La Unión Soviética tuvo como práctica publicar compendios históricos oficiales con grandes lagunas, e incorporando versiones favorables al grupo gobernante de turno. Así, el papel de figuras decisivas para el bolchevismo como Trotsky, Lev Kamenev, Gregory Zinoviev, Nicolás Bujarin, Karl Radek, Anatoly Lunacharsky, prácticamente desapareció de las crónicas oficiales. En 1929, Stalin ordenó que toda la tierra pasara a propiedad común y que cualquier oposición que mostrasen los campesinos fuese reprimida. Tuvo lugar una fiera resistencia y en esta lucha cerca de diez millones de campesinos perecieron, como admitió luego el propio Stalin a Winston Churchill (Churchill, W. 1950). Curiosamente, pocos en el Occidente hablaron contra este monstruoso experimento de ingeniería social. Notables intelectuales, como Bernard Shaw, visitaron la Unión Soviética durante esos años y retornaron con historias de alegres campesinos y graneros repletos, de un paraíso en la tierra donde las cadenas del capitalismo se habían roto finalmente. La violencia para tomar el poder, la aniquilación de los opositores tildados de retrancas históricas e incluso la purga de comunistas opuestos a las directrices, se transformaron en algo común. Muchas figuras rectoras del comunismo en el Komintern, como el italiano Palmiro Togliatti, el vietnamita Ho Chi Minh, el chino Mao Zedong y el francés Georges Marchais, se involucraron en las purgas sangrientas de Stalin, de sus partidos locales y aplaudieron las ejecuciones de Kamenev, Zinoviev, Bujarin, Guergui Piatakov. Se justificaban hechos como el testamento de Lenin, el asesinato de Serguéi Kirov en 1934, la ejecución del mariscal Mijail Tujachevsky, las purgas de los años 1937 y 1938, que golpeó a los cuadros del partido comunista, los cuerpos de inteligencia y el ejército. Bujarin fue fusilado por órdenes de Stalin como enemigo del pueblo en 1938, por oponerse a los desmanes del estalinismo, a la velocidad y brutalidad de la industrialización y la colectivización agrícola, así como a las purgas y fusilamientos masivos. Sus conceptos contenían tópicos que nunca se experimentaron en ningún Estado comunista, como la superioridad de las cooperativas sobre las granjas del Estado, el uso de la contabilidad de costos y los mecanismos de mercado. Asimismo, el “Pacto de No Agresión" con Hitler en 1939, no fue una necesidad táctica, sino un error criminal que casi destruyó a la Unión Soviética (Court Proceedings, 1938). Bukharin, Nicolas. Marxism and Modern Though. London, 1935 -- Historical Materialism: A System of Sociology. London: Allen and Unwin, 1926 Court Proceedings, 1938 Cullerne Bown, Mathew. Art under Stalin. Oxford. Phaidon, 1991 Churchill, Winston. The Second World War. Houghton Mifflin Company, Boston, 1950. Deutscher, Isaac. Socialism in One Country. (95-104) in Tariq Ali, Ed. The Stalinist Legacy; Its Impact on Twentieth-Century World Politics. Lynne Rienner Publisher, Inc., Boulder, Colorado, 1985. Golomostock, Igor. L’art totalitaire. Union Soviétique-III Reich-Italie fasciste-Chine, trad. Paris, Éditions Carré, 1991. Guerman, Mijail. Introduction, a Soviet Art. 1920s-1930s. Russian Museum, Leningrad, 1988 Lunatcharsky, Anatoli. As artes plásticas e a política na URSS. Trad. Lisboa, Estampa, l975 Plekhanov, George. Princípios fundamentais do marxismo. Hucitec, São Paulo, 1978. Stalin, Joseph. Marxism and the National Question. Prosveshcheniye, Nos. 3-5, March-May 1913, Transcribed by Carl Kavanagh. -- Marxism and Problems of Linguistics. Foreign Languages Publishing House, Moscow, 1952
Trotsky,
Lev Dadidovich.
Literatura y
Revolución,
trad. Amadora, Editorial, Fronteira, 1976.
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