Todo termina algún día
Por:
Alberto Medina Méndez
En la política, como en la vida misma, todo se termina, todo
finalmente concluye. El delirio de algunos personajes nefastos puede
hacerles creer que su presente es eterno. El poder obnubila, las "alfombras
rojas" marean y determinadas circunstancias pueden hacer que un ser
humano pierda contacto con el mundo real, al punto de creerse un
monarca, sin registrar que es solo un dirigente elegido por una
minoría ciudadana ocasional.
La historia de la humanidad corrobora empíricamente esta visión en
muchos de sus tramos. Ni los imperios más vigorosos pudieron
sobrevivir en el tiempo y un día concluyeron su ciclo, pereciendo
invariablemente. Las crónicas muestran cierta continuidad en esos
procesos, pero en realidad fueron momentos de gloria y abrumadores
fracasos, en forma intermitente.
El fatalismo puede hacer creer que todo está mal, que será peor aún
y que las sociedades están condenadas al sufrimiento eterno. Eso no
se ajusta a lo que ha sucedido cuando se reconstruyen los hechos del
pasado.
No menos cierto es que esos periodos de euforia y posterior
deterioro pueden durar más, o a veces un poco menos, según como
reacciona la sociedad. Con actitudes más serviles y de resignación,
pueden prolongarse en el tiempo. Cuando la gente reflexiona y pone
límites a los desmadres, los plazos se acortan dando lugar a una
nueva fase, que no necesariamente será mejor, pero que con otros
ingredientes garantiza ser diferente.
Los populismos ya han demostrado su gran capacidad de mutación, han
exhibido su talento para reaparecer de tanto en tanto, aunque no
necesariamente con los mismos protagonistas. Su accionar no se
extingue para siempre, sino que solo se agazapa para luego volver al
ruedo.
Probablemente eso sucede porque la gente cree que el problema es su
gobernante circunstancial, sin comprender que la cuestión de fondo
pasa por sus propias ideas aplicadas a lo cotidiano. Supone,
ingenuamente, que si se desprende del personaje de turno, todo se
resolverá mágicamente, sin entender que es muy probable que pronto
surja otro caudillo para continuar la dinámica de su predecesor, sin
siquiera mencionarlo, asumiendo una nueva etapa fundacional, para
hacer más de lo mismo.
Varios países están viviendo este proceso de inexorable salida de
una fase política. Los mandatarios actuales se resisten a aceptarlo
y sus seguidores también. La impotencia los invade y por eso toman
medidas que son mucho más insensatas que las habituales. Estos
personajes suponen, equivocadamente, que profundizando la línea de
acción seleccionada, que redoblando la apuesta, evitarán su
ineludible derrotero.
El futuro de muchas naciones es mejor que su presente. Es probable
que alguna cuota de cordura y sentido común llegue pronto. No es que
hayan comprendido la magnitud de los errores, sino que la
inviabilidad intrínseca del populismo obligará a los nuevos
liderazgos a corregir rumbos. Esto no ocurre por convicción, sino
porque no les queda otra posibilidad frente a los desvaríos del
pasado y la herencia recibida que deberán administrar.
Cualquiera sea la razón, lo cierto es que los líderes contemporáneos
culminarán sus mandatos, y eso ocurrirá irremediablemente, aunque
ellos no lo puedan aceptar. Seguramente, sus mentes enfermas de
autoridad, no pueden asumir el duelo que implica la pérdida de poder.
Es que sus excesos tienen costo porque nada es gratis. Un día los
mismos que los aclamaban, demandarán su retiro y hasta desearán su
encarcelamiento por los abusos.
Lo que viene será seguramente mejor. Ya no porque la gente haya
comprendido la magnitud del problema ni las implicancias de las
decisiones del pasado, sino porque cierta racionalidad resulta
imprescindible para retomar el sendero de lo posible, de lo
admisible y realizable.
El populismo puede construir una fantasía durante algún tiempo, pero
tarde o temprano, sus dislates se convierten en inconsistentes
contradicciones, configurándose en la causa central de la debacle.
Son los populistas de siempre, los que se han cavado su propia fosa.
Sus desatinos y disparates, su desconexión de la realidad,
constituyen la razón principal de su retroceso y de esta humillante
forma de abandonar el poder.
Por algún tiempo, pensaron que eran individuos iluminados,
superdotados, que eran los "elegidos", sin darse cuenta de que solo
fueron convocados por la ciudadanía para administrar una porción del
presente y siempre con fecha de vencimiento. Les ha faltado la
humildad de los grandes. Sus egos los han traicionado, colocándolos
en un lugar en el que nunca estuvieron. Fueron los aplaudidores de
siempre los que los han elogiado desproporcionadamente haciéndoles
creer que eran superiores.
La realidad está haciendo su parte y ahora se acerca el momento de
vivir la etapa del declive, de esa cruel fase en el que los mismos
que los apoyaban los reprueban, hasta el punto de ponerse en las
filas adversarias para provocar su ocaso. No es más que el precio de
los errores propios.
La gente lo sabe, o al menos lo intuye, aunque el pesimismo a veces
juegue una mala pasada. Todo concluye en algún momento. Inclusive lo
que vendrá también se agotará alguna vez. Aunque los que gobiernan
se resistan, se enfaden y pataleen como un niño con berrinche, no lo
podrán evitar.
Todo termina algún día.
Alberto Medina Méndez
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