En defensa del neoliberalismo

 

Retirada a la fantasía

 

David Pryce-Jones

De regreso de un viaje a Arabia en la última parte del siglo XVIII, el explorador Carsten Niebuhr paró en Alejandría. Una vez en tierra, utilizó un instrumento para hacer algunas mediciones del terreno. Algunos intrigados egipcios le pidieron que los dejara examinarlo. Lo que vieron a través de los lentes, sin embargo, estaba inexplicablemente invertido. Niebuhr fue acusado de hechicería y arrojado en prisión. Unas décadas más tarde, el gran Richard Burton, disfrazado como Haj Ibrahim, se sumó a una peregrinación a la Meca, una ciudad cuyo acceso está prohibido a todos los que no sean musulmanes hasta el día de hoy. En su equipaje había una brújula que casi nunca se atrevía a utilizar, temeroso de que su descubrimiento pudiera costarle la vida. Historias de este tipo encapsulan lo que ya entonces era la desigual relación entre Occidente y el mundo islámico.

En los años de su apogeo, el Islam había conquistado y colonizado desde Marruecos hasta Indonesia, desde el Asia Central hasta el África sub-sahariana. Califas, sultanes, emires y kanes habían gobernado imperios cuyos monumentos eran frecuentemente espléndidos y cuyos logros culturales eran importantes y perdurables. En la práctica, los musulmanes podían guerrear entre sí pero se suponía que los fieles fueran una comunidad. Al excluir cualquier posibilidad de compartir el poder, esta fusión de iglesia y estado garantizaba el absolutismo y ponía a todos las minorías, ya se tratara de cismáticos o de infieles, en una posición precaria. Cristianos y judíos tenían su lugar en la sociedad musulmana clásica como dhimmis, súbditos protegidos por la ley pero bajo un régimen especial de prohibiciones e impuestos. En términos modernos, eran ciudadanos de segunda clase. En un correcto ordenamiento del mundo, los musulmanes podían dar por descontado su superioridad. Se veían a si mismos oponiéndose a Occidente y sus Cruzadas, se imaginaban que los infieles, dada su implacable hostilidad, estaban conspirando eternamente contra el Islam. Lo que cristianos o judíos estuvieran haciendo en lejanas tierra carecía de importancia. Por predilección, orgullo, prejuicio o ignorancia, los musulmanes se mantenían al margen del desarrollo intelectual del resto del mundo. Sin darse cuenta, estaban perdiendo el control de su propia historia.

Los egipcios de Niebuhr todavía podían sentir absoluta confianza en ellos mismos y en su civilización. Pocos años después, Napoleón llegó a Alejandría, y poco después Nelson y los británicos zarparon en su persecución. Occidente había llegado al territorio musulmán. Uno o dos egipcios de la época hicieron la crónica de aquellas invasiones sin precedentes. Como explica Bernard Lewis, no mostraron ningún interés por la historia de Francia o del resto de Europa. “Los franceses habían llegado, se habían quedado un tiempo, habían hecho varias cosas y se habían ido. A nadie se le ocurrió preguntar por qué habían venido y por qué se habían marchado. La llegada de los infieles fue vista como una especie de calamidad natural.”

Se había desencadenado un proceso en el que el poderío de los infieles iba a contrastar, cada vez más crudamente, con la debilidad de los creyentes. El siglo XIX fue una catástrofe para los musulmanes. A fines de la Primera Guerra Mundial, los dos últimos imperios musulmanes apenas eran una sombra de sí mismos.  Persia era un simple peón entre Rusia y Gran Bretaña. El núcleo de Turquía se las arregló para sobrevivir pero perdió sus antiguas provincias europeas y sus antiguas provincias árabes quedaron a la disposición de británicos, franceses y hasta de italianos en el caso de Libia. De los países musulmanes, sólo Afganistán y Arabia Saudita lograron permanecer formalmente independientes.

¿Que se podía hacer ante esta situación?  Jamal al-Din al-Afgani, un chiíta persa intrigante y aventurero que logró penetrar en varias cortes reales, creía haber descubierto el secreto de la supremacía europea. Los musulmanes, afirmaba, estaban atrasados pese a que los europeos no eran nada en si mismos. Desde su punto de vista, “la grandeza y el poder residen en la ciencia.” Los musulmanes podrían volver a avanzar si adquirieran la ciencia. “Es asombroso que hayan sido precisamente los cristianos lo que hayan inventado los cañones y las ametralladoras de Krupp antes que los musulmanes.” El análisis era incompleto: la invención de estas armas no tenía nada que ver con el presunto cristianismo de sus inventores. La ciencia surgió de la civilización  y no era una mercancía que pudiera ser fácilmente importada. Pero el curso a seguir estaba claro. Afgani esperaba que la sociedad islámica “conseguiría algún día en romper sus cadenas y avanzar decididamente por el camino de la civilización, como lo ha hecho la sociedad occidental”.

Algunos líderes musulmanes, como el Emir Abdul Kadir de Argelia, o algunos de los gobernantes indios o de Asia Central organizaron una resistencia armada pero inicialmente las masas habían mostrado muy poco resentimiento con los occidentales. Parecían haber aceptado que estos habían venido, se habían quedado y estaba haciendo cosas. Muchos combatieron en uniformes británicos o franceses y, algunas veces, contra otros musulmanes. Pero fueron los mismos occidentales los que empezaron a insistir en que su presencia en el mundo musulmán era algo profundamente negativo. Era imperialismo. Era colonialismo. Era explotación. Lenin y Trostky lo decían. También  izquierdistas fabianos J.A.Hobson y Bernard Shaw así como incontables  académicos en innumerables universidades. Y también infinitos comentaristas en la prensa. Si los formadores de opinión de la época veían a los musulmanes como peones en manos de ávidos y poderosos extranjeros, ¿cómo iban a reaccionar los musulmanes? Muchos no podían sino estar de acuerdo. Y avergonzarse. Una enorme literatura revela lo doloroso que fue para los musulmanes saber que, en opinión de los occidentales, eran dignos de menosprecio y que, aparentemente, no podían hacer nada al respecto.

La realidad era más compleja. Sin duda algunos occidentales - los soldados en las guarniciones, por ejemplo - eran insulares e inclusive racistas pero también había muchos preocupados por establecer una relación de igualdad con los musulmanes. Otros querían

comprender sus pueblos y sus culturas. Muchos estudios occidentales han explorado y reanimado el Islam. Una extensa literatura describe las cualidades musulmanes que los occidentales admiran: su calor humano, su humor, su poesía, sus modales, su sentido de la familia, su respeto por los ancianos así como su historia y su religión.

Desde Homero, la vergüenza ha sido la avanzada del odio y la violencia. En lo que los antropólogos llaman una sociedad avergonzada, la conquista del honor y su inverso, la evitación del bochorno, son las claves de la motivación. No se puede razonar con un hombre que se siente avergonzado. El bochorno se convierte en una pasión que consume al individuo y que sólo logra apaciguarse con la venganza. Esta pasión fue la base y el fundamento de los movimientos nacionalistas. Los policías británicos informaban sorprendidos que los manifestantes lloraban lágrimas de rabia o caían al suelo con desmayos histéricos. La era del colonialismo contenía una fecha segura de expiración, y la II Guerra Mundial sólo hizo adelantarla.  Evidentemente, los europeos apenas podían gobernarse a si mismos, mucho menos a otros. Por otra parte, habían perdido su autoridad moral. Para mediados del siglo XX, en un país musulmán tras otro, todos los líderes y movimientos nacionalistas prometían la independencia.

En el sentido superficial de conquistar el poder y establecer gobiernos, los líderes nacionalistas de los años 50 y 60 lograron triunfar. En algunos países, como por ejemplo en Indonesia, Malasia y el África subsahariana, parecieron haber restaurado un sentido de dignidad a sus pueblos. En los países árabes, sin embargo, la independencia no trajo ni libertad ni dignidad sino dictaduras unipersonales, partidos únicos y policías secretas. Todos tienen los oropeles de la modernidad pero ninguna ha satisfecho la ambición de Afgani de avanzar por el camino de la civilización “como la sociedad occidental.” Las semillas de la desilusión y del odio están profundamente sembradas en la tiranía del orden árabe y musulmán.

¿Cual es la causa de este masivo fracaso social y político? Se trata, en parte, de que el nacionalismo y el socialismo árabes son ideologías extrañas traídas del nazismo y el comunismo, copias de modelos fracasados y violentos.  También se trata, en parte, de que la democracia, las elecciones libres y el imperio de la ley parecen recordar la época colonial que introdujo esas novedades. Por parte, no es sino la continuación de la  tradición islámica de absolutismo en forma moderna.

La implicación de Estados Unidos en el Medio Oriente empezó cuando el colonialismo estaba terminando. Su interés realpolitik era asegurar el abastecimiento petrolero a través de Irán y Arabia Saudita. Estados Unidos no tenía ninguna objeción al nacionalismo o al socialismo árabes, y ninguna comprensión de esos movimientos. Inicialmente, Nasser y sus equivalentes en Siria e Irak fueron vistos con aprobación como “oficiales apurados,” lo que suponía que ardían en deseos de modernizar sus países a la manera occidental.

Desde su surgimiento en 1948, el estado de Israel ha desafiado los esfuerzos de sus vecinos árabes por destruirlo. Los gobernantes nacionalistas árabes de Nasser en adelante han estado dispuestos a convertirse en peones soviéticos, si ese era el precio a pagar por la destrucción de Israel. Fue así que el Medio Oriente se convirtió en una importante arena de la Guerra Fría. Estados Unidos compartía valores humanos y democráticos con Israel. Sin el apoyo americano, Israel hubiera ganado todas esas guerras pero a un mayor costo. Victorioso, una y otra vez, Israel ridiculizó las pretensiones del nacionalismo y el socialismo árabes, y humilló su afán de poder y de gloria. El mundo árabe se colocó en una situación absurda, obligando a Israel a luchar por su supervivencia y luego teniendo que aceptar una derrota tras otra en el campo de batalla. Siglos de estereotipos musulmanes afirmaban que los despreciados y numéricamente insignificantes judíos nunca hubieran podido alcanzar semejan triunfo por si mismos. La imaginación árabe produjo un mito para poder explicar esa insoportable humillación: la idea de un maligno nexo imperialista americano-israelí. Una fabulosa conspiración que representa todo lo que hay que temer y detestar de Occidente.

El fracaso del nacionalismo y el socialismo árabes abrió el camino para el Islam político. En el pasado, solían surgir líderes carismáticos con la misión de redimir o purificar el Islam. En Egipto, en 1928, Hasan-al-Banna, un maestro, fundó la Hermandad Musulmana. Según la versión no oficial, algunos egipcios le dijeron: “Estamos cansados de esta vida de humillación y restricciones. Los árabes y los musulmanes no tiene status ni dignidad.” La solución era el Islam. La forma occidental de vida, afirmaba al-Banna, pudiera estar basada en conocimientos prácticos y tecnológicos pero “había permanecido incapaz de ofrecerle a los hombres un poco de luz, un rayo de esperanza, un grano de fe.” Todavía peor, Occidente o, como él decía, “el imperialismo religioso y cultural” conspiraba deliberadamente para destruir el Islam. El lenguaje político sacado de las modernas ideologías europeas se fundía así con los estereotipos establecidos durante las viejas batallas contra los Cruzados.

Otro egipcio, Sayyd Qutb, popularizó esta mentalidad. Nacido en el Cairo en 1906, estudió literatura y estaba familiarizado con el idioma inglés. Desde 1948 a 1950 tuvo una beca gubernamental para estudiar educación en Estados Unidos. Como resultado de esta experiencia, llegó a la conclusión de que Estados Unidos era la fuente de todos los males. El cristianismo, con su noción de pecado y redención, carecía de sentido. El capitalismo se basaba “en el monopolio y el interés, en la búsqueda de dinero y en la explotación.” El individualismo americano carecía de “todo sentido de solidaridad que no fuera el impuesto por la ley.” En particular, hallaba ofensivas las relaciones entre los sexos. Atacaba “esa libertad animal que se denomina permisividad.” Los musulmanes que se permitían adoptar ideas y prácticas occidentales estaban en un estado de jahiliya, es decir, el estado de pagana ignorancia que prevalecía antes de la revelación del profeta  Mahoma. La rebelión era una obligación religiosa. Puso en práctica su militancia en Egipto y Nasser, por supuesto, lo ahorcó en 1966.

El choque entre el nacionalismo y el socialismo árabes por una parte y el Islam político por la otra estaba destinado a provocar pruebas de fuerza entre ellos, y algunas de las mismas – en Egipto, en Siria, en Argelia – han sido sumamente mortíferas. Lo que era esencialmente un problema a resolver entre árabes y musulmanes se internacionalizó después de 1979, cuando el Ayatola Komeini conquistó el poder en Irán y, por fin,  el Islam político pudo funcionar, al menos, al nivel de una nación-estado entre otras. Sólo uno de cada diez musulmanes es chiíta y  la experiencia histórica a mano de los sunitas ha reforzado su status como minoría y el correspondiente sentido de persecución. Al combinar una autoridad política y religiosa absoluta, Komeini hizo todo lo posible por difundir la creencia de que Estados Unidos estaba conspirando con otros infieles para destruir el Islam y su herencia. Nunca le preocupó por qué Estados Unidos iba a sostener un objetivo tan descabellado. En su emotiva imagen, El Gran Satán no necesitaba otra motivación que la maldad. Ahora los musulmanes tenían aprobación oficial para odiar a Estados Unidos. La retórica islamista elevó el nivel de la violencia. Un país musulmán tras otro patrocinó grupos terroristas y varios se dedicaron a desarrollar armas de destrucción masiva. Jamal al-Din al-Afgani hubiera apreciado que Pakistán blandiera lo que gustaba de llamar “la bomba nuclear islámica.”

Hoy, Estados Unidos es un espectáculo de éxito y poder y en la reacción musulmana  hay admiración por sus logros, su medicina, su educación y, por supuesto, sus libertades. Al vivir bajo tiranías, los árabes y casi todos los musulmanes son incapaces de disfrutar esos beneficios a no ser que sean tan afortunados como para emigrar y conseguir el talismán de una residencia permanente en Estados Unidos. Dentro de esa compleja emoción de odio hay entrelazados sentimientos de envidia, impotencia, bochorno y auto-conmiseración. El fracaso es cada vez más inevitable y oprimente para los musulmanes. Es muy humano echarles la culpa a otros por los problemas que uno mismo se ha buscado. La auto-conmiseración es mucho más fácil que la auto-crítica. La retirada a la fantasía y la conspiración sirve como consuelo, y también para movilizar.

 Es por eso que Osama bin Laden puede reclutar decenas de miles de voluntarios islamitas, y ordenar una serie de asesinatos incluyendo los ataques del 11 de septiembre. Esto lo ha convertido en un héroe en Arabia Saudita, su país natal. Las masas bailan en su honor en las ciudades árabes y paquistaníes mientras, al mismo tiempo, se difunden rumores de que, en realidad, fueron los israelíes los que realizaron los ataques para desacreditar a los musulmanes. Es por eso que el Jeque Al-Ashar, la primera autoridad sunita, puede describir los ataques terroristas como “un acto legítimo según la ley religiosa, y un mandamiento del Islam.” Es por eso que un intelectual libanés puede decirle orgullosamente a un reportero occidental: “Nosotros podemos conseguir un millón de atacantes suicidas en 24 horas.” El príncipe Sultán bin Abdel Aziz, un destacado miembro de la dinastía reinante en Arabia Saudita y padre del embajador saudita en Washington, pudo decirle a un periódico: “Basta con ver a un número de congresistas americanos usando yarmulkes (el sombrero religioso judío) para explicar las alegaciones contra nosotros.”  El líder del grupo terrorista Hezbolá  afirmó que: “Los judíos quieren ser una potencia mundial” y el terrorismo organizado los va a atacar, mientras que Alki Komeini, presidente de Irán, calificó a Estados Unidos como “el mayor abusador del mundo,”y su periódico añade que “la cultura de Bush es la cultura de Hitler.” El jeque palestino Ahmed Yassin, perteneciente a Hamas, la organización terrorista islámica, promete eliminar a Israel del Cercano Oriente y los extremistas proclaman que algún día Estados Unidos vivirá bajo la ley islámica. Para un número indeterminado de musulmanes, estas fantasías se han convertido en una verdadera identidad.

Unidos a un nivel emocional, los nacionalistas-socialistas árabes y los fundamentalistas islámicos generan un clima que alienta la difusión universal de la violencia. En sus orígenes, ambas ideologías planteaban la reconquista del poder pero, en la práctica, han servido para condenar a los musulmanes a vivir fuera de la creatividad del mundo actual y, por consiguiente, a seguir perdiendo el control de su propia historia. Debido a su actual hegemonía económica y política, Estados Unidos es simultáneamente un símbolo del éxito de un pueblo supuestamente inferior, y del fracaso de un pueblo supuestamente superior, de aquí que se haya convertido en el objetivo fundamental de la violencia. A los afectados por el humillante sentido de sus propias limitaciones, Estados Unidos ofrece tentaciones y frustraciones en una mezcla que sólo puede provocar confusión y cólera. Una vez más, nos encontramos un análisis incompleto de la realidad y otro fallo del intelecto. Todo esto hace imposible un encuentro en términos de igualdad, como si el tiempo se hubiera detenido desde aquel día en que los egipcios que miraban por el instrumento agrimensor de Niebuhr veían el mundo al revés.

David Pryce-Jones es uno de los editores de Nacional Review. Entre sus muchos libros está The Closed Circle: An Intepretation of the Arabs.

Publicado en The New Criterion.

Traducido por AR.