Raymond Aron y el poder de las ideas Roger Kimball Es como escogemos entre el bien o el mal lo que determina nuestro carácter y no nuestra opinión sobre el bien y el mal.
El despotismo se ha establecido a nombre de la libertad con tanta frecuencia que la experiencia nos dice que debemos juzgar a las personas por lo que hacen y no por lo que dicen.
La libertad de crítica en la URSS es total
El alarmante pensamiento de Santayana de que “los que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo” tiene, por lo menos, tanta relevancia en el mundo de las ideas como en el mundo de la acción. Esta es una razón por la que releer es importante como leer. El tiempo tiene una forma de mellar el filo de la verdad, de silenciar su llamado a nuestra atención. La admonición que escuchamos ayer, la olvidamos hoy: ninguna emergencia ha intervenido para mantener frescas sus lecciones. La naturaleza humana es una constante. Las tentaciones y errores que encuentra no cambian. Pero debido a que las circunstancias siempre están cambiando, las verdades necesitan ser reafirmadas constantemente si van a mantener su fuerza. Re-leer es una de nuestras más ricas fuentes de reafirmación. Al volvernos a poner en contacto con lo una vez supimos, con lo que todavía recordamos a medias, re-leer pueden restaurar convicciones olvidadas y revitalizar conocimientos que han perdido vigencia. Re-leer nos recuerda que nada es más vital que redescubrir viejas verdades: al igual que con los amigos: el previo conocimiento profundiza la intimidad. Los obstáculos para releer son muchos. La vagancia juega una parte, por supuesto, como simplemente estar demasiado ocupado, ese curioso prejuicio moderno que confunde el movimiento con el progreso. También está el prosaico asunto de la disponibilidad: cuántos trabajos importantes no quedan fuera de combate simplemente porque no están en existencia. Hay bibliotecas, sí, pero los libros que sólo están disponibles en bibliotecas generalmente juegan un papel menor en la conversación cultural contemporánea. Lo que nos lleva a la obra maestra de Aron: El Opio de los Intelectuales. Me imagino que casi todo el que lea estas palabras sabe algo de ese libro o, al menos, reconoce el título. Muchos lo habrán leído. Publicado por primera vez en Francia en 1955, en el apogeo de la Guerra Fría, El Opio de los Intelectuales fue una inmediata sensación. También produjo algo semejante a una sensación en Estados Unidos, cuando se publicó una traducción al inglés en 1957. Escribiendo en The New York Times, el historiador Crane Brinton habló por muchos cuando dijo que el libro era “Una especie de comentario permanente sobre el mundo occidental de hoy’’. El tema de Aron es el embrujamiento – el desorden moral e intelectual que provoca adherirse a ciertas ideologías. ¿Por qué es, se preguntaba, que ciertos intelectuales son “implacables con los defectos de la democracia pero están dispuestos a tolerar los peores crímenes siempre que sea cometidos a nombre de las doctrinas correctas?” El título de Aron es una inversión de la frase de Marx de que la religión es “el opio de los pueblos.” El cita a Simon Weil: “El marxismo es indudablemente una religión, en el más bajo sentido de la palabra… Se ha usado continuamente… como un opio para el pueblo.” En realidad, y afortunadamente, Weil solo tenía razón a medias. El marxismo y sus variantes realmente nunca se convirtieron en el narcótico del pueblo. Pero ciertamente que fue – y en lo fundamental sigue siendo – la droga preferida de los intelectuales, el grupo que Aron analizó. El Opio de los Intelectuales ha sido uno de los libros seminales del siglo XX, una contribución indispensable a la más paciente y menospreciada de las literaturas: la de la crítica intelectual. Inexplicablemente, el libro estuvo fuera de prensa durante muchos años. Fue, por consiguiente, una excelente noticia que Transaction Publishers hiciera una nueva edición de Opio en el 2001, especialmente puesto que la nueva edición tiene el adicional atractivo de una introducción por el filósofo político Havey C. Mansfield y, como apéndice, “”Fanatismo, Prudencia y Fe,” la larga respuesta a sus críticos que Aron publicó en 1956. Como observa el profesor Mansfield, El Opio de los Intelectuales fue un un “documento orientador” de la Guerra Fría: un conflicto que se dirimió más con las palabras que con las armas aunque eso no significa que sea un libro fundamentalmente “sobre el pasado.” Las deformaciones que Aron analizó todavía están con nosotros, aunque los personajes que las representan hayan cambiado. Esto es una forma de decir que El Opio de los Intelectuales es un libro que nos ayuda tanto en su lectura como en su re-lectura. Aron, que murió en 1983 frisando los 80 años, es un semi olvidado coloso de la vida intelectual del siglo XX. Parte filósofo, parte sociólogo, parte periodista, fue, sobre todo, un vocero de la más rara forma de idealismo: el idealismo del sentido común. Fue, como escribió Allan Bloom poco después de su muerte, “el hombre que durante cincuenta años… ha tenido razón en las alternativas políticas que teníamos por delante… Tuvo razón en lo que dijo sobre Hitler, tuvo razón en lo que dijo sobre Stalin y tuvo razón cuando dijo que nuestros regímenes occidentales, con todos sus defectos, eran la única esperanza de la humanidad.” Fue, concluye Bloom, “el tipo de hombre necesario a la democracia pero casi imposible dentro de ella, alguien que simultáneamente educa al público y es verdaderamente sabio y culto.” En el curso de su carrera, Aron ocupó varios cargos académicos importantes - en la Sorbona, en la Ecole Pratique des Hautes Etudes, en el College de France – pero nunca fue solo un académico. Escribió unos 40 libros, sobre historia, sobre la guerra, sobre las perspectivas culturales y políticas de Francia – y fue un infatigable comentarista político, unas tres décadas para Le Figaro y luego, al final de su vida, para L’Express. (También escribió para La France Libre durante la Guerra.) Aunque cubierto de honores al final de su vida, Aron nunca disfrutó de la enorme celebridad de Maurice Merleau-Ponty y, especialmente de Sartre, sus compañeros de la Ecole Normale Supérieure. En parte, fue debido a su estilo intelectual, que carecía de pomposidad. Carecía también de apetito de celebridad, que es otra forma de decir que no colocaba la “brillantez” por sobre la verdad. Ciertamente no carecía de habilidad. En muchos sentidos, Aron fue el más completo de sus pares, tanto en amplitud como en solidez de conocimiento. Fue primer lugar en graduación de aquel famoso curso, y es un detalle interesante que Sartre le presentara humildemente una copia de El Ser y la Nada como “una introducción ontológica” a un libro anterior de Aron sobre la filosofía de la historia. Desde los años 50 hasta principios de los 70, Aron fue regularmente calumniado por la izquierda radical, por sus antiguos amigos Sartre y Merleau-Ponty para empezar, pero también por muchos de sus epígonos y herederos intelectuales. En 1963, por ejemplo, Susan Sontag calificó a Aron como “un hombre enloquecido por la filosofía alemana y tardíamente convertido al empirismo anglosajón y al sentido común bajo el nombre de virtud “mediterránea”. En realidad, sería difícil encontrar alguien tan conocedor y menos “enloquecido” por la filosofía alemana que Raymond Aron. Fue una inteligencia sobria y penetrante, suficientemente curioso como para acometer a Hegel y suficientemente robusto como para escapar indemne del encuentro. El hecho de que Aron fuera odiado por la Izquierda no significa que fuera un partidario de la Derecha. Por el contrario, siempre, en alguna medida, se consideró como un hombre de la Izquierda, pero (en sus últimos años, al menos) era la Izquierda pre-marxista del alto liberalismo. (Bloom subtituló acertadamente su ensayo sobre Aron: “El Ultimo de los Liberales.”) La crítica de Aron de la Izquierda no era un repudio sino una extensión de su liberalismo. Como observara el sociólogo Edward Shils en unas afectuosas memorias sobre su amigo, Aron pasó de ser un abierto socialista en su juventud a convertirse en “el más persistente, el más severo y el más culto crítico del marxismo y del orden social socialista – o más precisamente comunista – del siglo XX. (Shils, como Aron, fue uno del pequeño número de sociólogos que honró el nombre de su profesión.) De nuevo, este desplazamiento no fue un repudio de ideales juveniles sino un maduro reconocimiento de que los ideales que merecen abrazarse son los que pueden realizarse sin destruir lo que se profesa defender. En este sentido, Shils habló de “su crítica devoción a los ideales de la Ilustración.” Los ideales eran su fe en el poder de la razón; su crítica residía en reconocer que el poder de la razón siempre es limitado. Si Aron fue un hijo de la Ilustración – de su secularismo, de su humanismo, de su contraposición de la razón a la superstición – también siguió siendo un fiel nieto de la sociedad tradicional que muchos pensadores de la Ilustración despreciaban. El pensamiento de la Ilustración tiende a ser superficial porque despliega toda su artillería crítica contra cualquier fe menos contra su propia ciega fe en el poder de la razón. Aron evitó esa debilidad de la Ilustración al someter sus ideales al mismo escrutinio que reservaba para sus adversarios. “Al defender La libertad de enseñanza religiosa, ’’ escribió, “el no creyente defiende su propia libertad.” La generosidad de espíritu de Aron fue una función de su reconocimiento de que la realidad era compleja, el conocimiento limitado y la acción esencial. Aron, escribe Shils, “supo desde muy temprano la estéril vanidad de las denuncias morales y de juzgar cualquier situación según el estándar de la perfección.” Y, como el mismo Aron escribió en Opio, “todo régimen conocido es torpe y culpable si uno lo compara con un ideal abstracto de igualdad o libertad.” El leitmotiv de la carrera de Aron fue la responsabilidad, No la quejumbrosa responsabilidad “ontológica” o metafísica a la que Sartre siempre se estaba refiriendo: la angustiada responsabilidad del para-si-mismo aplastado bajo el peso de una libertad absoluta. Aron se refería al ejercicio de esa virtud prosaica pero indispensable que es la prudencia. Aron comprendía que la sabiduría política descansaba en la capacidad de escoger el mejor curso de acción aún cuando el óptimo no estuviera disponible, como sucede siempre. “Nadie dice nunca la última palabra”, insistía, “y no podemos juzgar a nuestros adversarios como si nuestra propia causa estuviera identificada con la verdad absoluta.” Merece la pena observar que “prosaico” y sus cognados eran los elogios favoritos de Aron mientras que acostumbraba usar “poesía” y sus cognados peyorativamente. En sus Memorias (1983), Aron escribió que en El Opio de los Intelectuales había tratado de “bajar la poesía de la ideología al nivel de la prosa de la realidad.” Lo que Aron llamaba el “Mito de la Revolución” (como el “Mito de la Izquierda” y el “Mito del Proletariado”) resultaba tan seductor precisamente por su atractivo “poético: inducía la ilusión de que “todo es posible,” de que todo – milenarias instituciones, la estructura de la sociedad, hasta la naturaleza humana misma – puede ser completamente transformado en el fiero crisol de la actividad revolucionaria. Combinar la doctrina de la inevitabilidad histórica – la monstruosa idea que Marx recogió de Hegel – con el Mito de la Revolución era una receta para la tiranía totalitaria. ¿Qué importa la liquidación de los kulaks frente al necesario despliegue de la Dialéctica? Como su contrapartida química, el primer efecto del opio de los intelectuales es una sensación de fantástica euforia. El embotamiento sólo se hace evidente después. A diferencia del revolucionario, el reformista reconoce que el verdadero progreso es contingente, parcial e imperfecto. Es contingente porque depende de la iniciativa individual y puede echarse a perder; es parcial porque los ideales nunca se pueden conseguir todos al mismo tiempo sino sólo un vacilante paso tras otro; e imperfecto porque el recalcitrante carácter de la realidad – incluyendo la turbulenta realidad de la naturaleza humana – garantiza los errores, las frustraciones, las imperfecciones y la simple perversidad. El ideal del reformista, observaba Aron, “es prosaico” mientras que el revolucionario es “poético.” De la misma forma, uno es real y el otro fantástico. En sus Memorias, Aron reconoció que “en realidad pienso que, al final, la organización de la vida social en este mundo tiende ser, bastante prosaica.” Imperio del derecho, vitalidad económica, respeto por la tradición, libertad de palabra: la sociedad occidental ha creado su asombroso éxito con estos prosaicos elementos. (Uno recuerda la observación de Walter Bagehot de que “la esencia de la civilización... es la grisura, el aburrimiento… una elaborada invención... para abolir las fieras pasiones”. El tema de la política, observó Aristóteles, “Es la buena vida para el hombre.” ¿Y qué constituye la buena vida? Astutamente, Aron nos recuerda que frecuentemente las más extravagantes respuestas a esta pregunta son las más malévolas. Lo prometen todo pero sólo suelen producir miseria y empobrecimiento. De aquí su rechazo del comunismo: El comunismo es una versión degradada del mensaje occidental. Retiene su ambición de conquistar la naturaleza y mejorar el destino de los humildes pero sacrifica lo que fue y tiene que seguir siendo el corazón mismo de la aventura humana: la libertad de investigación, la libertad de controversia, la libertad de crítica, y el voto. Estas libertades pueden parecer pedestres en comparación con la perspectiva de una sociedad sin clases en la que reine la libertad, y la desigualdad haya sido derrotada de una vez por todas. Pero semejante idea, observaba Aron, “no es más que un lindo dibujo en el cuaderno de colorear de un niño.” Decir que Aron sospechaba de lo poético no significa negar que su propia sobria visión de la realización humana no tuviera su propia poesía. Uno pudiera decir que Aron fue un poeta de la prosa. Otra forma de decirlo es que fue un campeón de lo real frente al embrujo de lo ideal. La perspectiva del ideal –es decir, de una total, completa - emancipación hipnotiza a los espíritus susceptibles porque “contiene en si misma la poesía de lo desconocido, de lo futuro, de lo absoluto.” El problema es que la poesía de lo absoluto es una poesía inhumana. Como observó secamente Aron, en la vida real, la emancipación se vuelve “indistinguible de la omnipotencia del estado.” El problema no es “opción radical sino compromiso ambiguo.” Aron continuamente regresaba al hombre como es, no como pudiera imaginarse. Sí, algunos individuos son honorables y honestos. Pero, escribe Aron, “a riesgo de ser acusado de cinismo, rehusó creer que se pueda basar algún orden social en la virtud y el desinterés de los ciudadanos.” Siguiendo a Adam Smith y otros liberales clásicos, buscaba en las imperfecciones del hombre los instrumentos para mitigar esas imperfecciones. A diferencia de los marxistas, los liberales clásicos consideran al hombre “como básicamente imperfecto y se resigna a un sistema donde el bien sea el resultado de innumerables acciones y nunca el objeto de una opción consciente. En última instancia, se suscribe al pesimismo que ve la política como el arte de crear las condiciones en las que los vicios del hombre contribuyen al bien del estado.” Aron reconocía que ese prosaico modelo carecía de la grandeza de la utopía. Indudablemente el libre juego de la iniciativa, la competencia entre compradores y vendedores, sería impensable si la naturaleza humana no hubiera sufrido por la Caída. El individuo daría lo mejor de sí en interés de los demás sin esperar recompense o preocuparse por sus propios intereses. Pero ese “si” representa una promesa irredimible. La doble tarea de Aron fue recordarnos, primero, que no hay naturaleza humana perfecta y, segundo, sugerir, como lo hace el cristianismo ortodoxo, que lo que los profetas de lo absoluto lamentan como un desastre fue, en realidad, “una caída afortunada,” una condición de nuestra humanidad. El utopista es optimista sobre el hombre, pesimista sobre los hombres y mujeres particulares. “Creo que conozco al Hombre’’, escribía Rosseau tristemente, “pero en cuanto a los hombres, no los conozco.” El anti utópico es pesimista con el Hombre pero ese pesimismo lo hace optimista en relación con los hombres y mujeres concretos. En su introducción a El Opio de los Intelectuales, Aron observaba que había dirigido sus argumentos “no tanto contra los comunistas, como contra los comunizantes,” contra los compañeros de viaje para los que Occidente siempre están equivocados, contra los que creen que la gente puede dividirse en dos campos: uno que es la encarnación del Bien y otro que encarna el Mal, uno que pertenece al pasado y otro que pertenece al futuro, uno que representa la razón y otra que representa la superstición” El marxismo es un elemento esencial del opio de los intelectuales porque su doctrina de la inevitabilidad histórica lo aísla de poder ser rectificado por algo tan trivial como la realidad de los hechos. Cuando Merlau-Ponty nos asegura que en el mundo moderno el proletariado es la única forma de “auténtica inter-subjetividad” o cuando escribe que el marxismo “no es una filosofía de la historia, es la filosofía de la historia, y rehusar aceptarlo es cancelar nuestra razón histórica,” no hay argumento que pueda sacudirlo de su locura. Lo que necesita no es refutación sino desintoxicación. Lo mismo sucede con Sartre, que fue campeón de regímenes totalitarios desde la URSS hasta Cuba pero que proclamaba un odio implacable a Estados Unidos y otras democracias liberales (Estados Unidos es un perro rabioso,” dijo una vez; es “la cuna de un Nuevo Fascismo”) El “radicalismo ético” de Sartre, escribió Aron, “combinado con su ignorancia de las estructuras sociales, lo predispone a la revolución verbal. El odio a la burguesía lo hace alérgico a las reformas prosaicas.” Al aislar a sus víctimas, el opio de los intelectuales los aísla al mismo tiempo de las contradicciones. Esto ha permitido algunos singulares híbridos intelectuales. Por ejemplo, las filosofías de Nietzsche y Marx son diametralmente opuestas; una celebra el genio solitario, la otra el colectivo, una busca una nueva aristocracia de Ubermenschen, la otra instituir una sociedad sin clases. Para cualquier persona no intoxicada, esas diferencias son esenciales; significan que las filosofías de Marx y Nietzsche son incompatibles. Pero para los intelectuales embriagados esas distinciones no cuentan. Como observa Aron, los descendientes de Marx y Nietzsche (y de Hegel y Freud) se encuentran por múltiples caminos. El existencialismo de Sartre, el nihilismo de Derrida o Foucault, tienen toda una similar incontinencia intelectual. Lo que los une no es una doctrina coherente sino un espíritu de oposición al orden establecido, “la enfermedad ocupacional”, observa Aron, “de los intelectuales.” La enfermedad ocupacional está lejos de haber sido conquistada. Por el contrario, los comunizantes y compañeros de viaje que Aron criticaba siguen floreciendo. Consideren, para poner un solo ejemplo, la extática recepción que recibió un libro neo-marxista, “Empire,” en el 2001. Empire es un libro de 500 páginas escrito conjuntamente por Michael Hardt, un profesor americano de literatura en la Universidad de Duke, y Antonio Negro, un filósofo italiano y antiguo miembro de las Brigadas Rojas, la siniestra organización terrorista. Según un destacado académico, Empire es “ni más ni menos que un reelaboración de El Manifiesto Comunista para nuestro tiempo.” (Incidentalmente, esto está dicho como un elogio.) Según un escritor de The New York Times, el libro pudiera representar “La Próxima Gran Idea,” el sucesor del estructuralismo o la desconstrucción en los salones de la academia literaria. Al modernizar el marxismo con ecologismo radical, los autores de Empire saludan el crecimiento de una nueva militancia que “expresa la vida de la multitud” y resiste las depredaciones del “Empire,” es decir, del capitalismo y de Estados Unidos. “Hoy,”, no aseguran, “la militancia es una actividad positiva, constructiva e innovadora.” Y como ejemplo citan a los violentos protestantes que se tiran a las calles de Génova y Seattle para protestar contra la “globalización.” (“Estos movimiento, “dicen llenos de entusiasmo,” son lo que vinculan a Génova… más claramente con la apertura – mediante nuevos tipos de intercambio y nuevas ideas – de su pasado renacentista.”) Como todos los marxistas, Hardt y Negri creen que la revolución que anuncian no es solo inevitable sino benéfica: Esta es una revolución que ningún poder podrá controlar porque el biopoder y el comunismo, la cooperación y la revolución se mantienen unidos en amor, simplicidad y también inocencia. Esta es la irreprimible ligereza y alegría de ser comunista. George Orwell observó que hay algunas ideas eran tan absurdas que solo un intelectual podía creer en ellas. “Empire” es un buen ejemplo: 500 páginas de charlatanería intelectual y veneno político. El Opio de los Intelectuales proporciona una especie de vista aérea de la asombrosa credulidad que Orwell ridiculizaba, analizando sus aparentemente eternos atractivos, describiendo sus costos, hacienda el mapa de sus principales senderos y señalando algunas de sus vías de escape. Algunos lectores, como observaba Aron es “Fanatismo, Prudencia y Fe, ’’ criticaron el libro por ser “negativo, abundante en refutaciones pero sin suministrar nada constructivo.” Una acusación especialmente frecuente era que el libro celebrara el “escepticismo.” La última media oración del libro _ “recemos por el advenimiento de los escépticos – era habitualmente señalada como evidencia. En realidad, como decía Aron, sus críticos lo habían malinterpretado. En primer lugar, al sacar su última frase de su contexto, invertían el significado de su conclusión. “El hombre que ha dejado de esperar cambios milagrosos tanto de la revolución como de un plan económico’’, escribió Aron, ...No está obligado a resignarse a lo injustificable. Es porque le gustan los seres humanos individuales, porque participa en comunidades reales y respeta la verdad por lo que rehúsa entregar su alma a un ideal de humanidad abstracto, un partido tiránico y un absurdo escolasticismo… Si la tolerancia nace de la duda, enseñémosle a todo el mundo a dudar de todos los modelos y todas las utopías, a desafiar a todos los profetas de la redención y a todos los heraldos de la catástrofe. ...Si pueden abolir el fanatismo, recemos por el advenimiento de los escépticos.” El principal objetivo de las polémicas de Aron era el fanatismo. Pero también reconocía que la derrota del fanatismo frecuentemente llevaba a su opuesta enfermedad espiritual: la indiferencia. Ambos son expresiones del enemigo último: el nihilismo. El escepticismo, escribió Aron, es útil o dañino en dependencia de lo que más haya que temer en ese momento: el fanatismo o la apatía. La facultad que nos orienta de manera apropiada es la prudencia, “el dios (Aron cita a Burke) “de este mundo inferior.” En otras palabras, el escepticismo para Aron no es un fin sino un medio. “El escepticismo,” escribió Es, para la recuperación del adicto, una fase indispensable pero no una cura. El adicto solo está curado el día en que pueda ser capaz de una fe sin ilusiones. También merece la pena observar que el escepticismo que Aron defiende no es una actitud enteramente negativa. Como señalara T.S.Eliot en Notes Towards the Definition of Cultures (1948), el escepticismo no es necesariamente destructivo. Por el contrario, el escepticismo es, ante que nada, El hábito de examinar las pruebas y la capacidad para demorar la decisión. El escepticismo es un rasgo altamente civilizado aunque, cuando se convierte en…, puede ser la causa de la muerte de una civilización. Donde el escepticismo es fuerza, el p… es debilidad; porque tenemos que ser fuertes para diferir una decisión pero también ha que serlo para tomar una. Aron hubiera estado de acuerdo con Eliot. Y hubiera podido señalar que los críticos que se quejaban de que no era suficientemente “constructivo” pasaban por alto los esfuerzos claramente positivos que tiene simplemente decir la verdad. Hegel fue sobre todo un pensador constructivo; también estaba profundamente confundido. Las demanda por un “programa constructivo”, “resultados positivos,”etc., frecuentemente no son más que demandas por ilusiones y embrujos. Al mismo tiempo, merece la pena subrayar que el centro de las críticas de Aron no estaba en “constructivo” sino en “programa.” Desconfiaba del impulso utópico no porque quisiera paralizar las reformas sino porque sabía que las promesas extravagantes generalmente decepcionan. Aron prefería las modestas satisfacciones de la realidad. Es por que celebraba las “modestas” ideas que subyacían en la sociedad americana: La sociedad americana es un éxito empírico, no encarna una idea histórica. Las simples y modestas ideas que sigue cultivando han pasado de moda en el Viejo Mundo. Estados Unidos permanece optimista como lo era Europa en el siglo XVIII; cree en la posibilidad de mejorar la suerte del hombre; desconfía del poder que corrompe; sigue siendo básicamente hostil a la autoridad, a las pretensiones de los pocos de conocer todas las respuestas mejor que el hombre común. Allí no hay espacio para la Revolución o el Proletariado, sólo para la expansión económica, los sindicatos y la Constitución. El ataque de Aron contra la intoxicación intelectual no puede identificarse con complacencia. Tampoco es sinónimo de una denuncia de los intelectuales. Aron no era anti-intelectual ni menospreciaba las ideas. No podía ser simplemente porque él mismo era un intelectual. Comprendía claramente el inmenso poder, para bien y para mal, que pueden tener las ideas. “Los intelectuales sufren de su incapacidad para alterar el curso de los eventos, ’’ observaba. “Pero subestiman su influencia. A largo plazo, los políticos son los discípulos de los académicos y los escritores.” En un ensayo titulado “Utopismo, Antiguo y Moderno” (1973) Irving Kristol subrayaba este punto: Durante dos siglos, la gente importante que administraba los asuntos de esta sociedad no podía creer en la importancia de las ideas, hasta que un día se quedó choqueada al descubrir que sus hijos, capturados y formados por ciertas ideas, se rebelaban contra su autoridad o se separaban de su compañía. La verdad es que las ideas son absolutamente importantes. Las macizas y aparentemente sólidas instituciones de cualquier sociedad – las instituciones económicas, las instituciones políticas, las instituciones religiosas – siempre están a la merced de las ideas en las cabezas de la gente que puebla esas instituciones. El poder de las ideas están tan inmenso que un pequeño cambio en el clima intelectual puede retorcerá una institución familiar– quizás lenta pero inexorablemente – hasta convertirla en algo irreconocible. Formaba parte de los objetivos de Aron en El Opio de los Intelectuales alertarnos sobre la vedad que Kristol expresa con tanta elocuencia. Es triste reflexionar que, casi 40 años después, mucha gente importante de nuestra sociedad sigue descartando las ideas como juegos intelectuales carentes de mayor importancia. =========================== Tomado del primer capítulo del libro “Lives of the Mind, the use and abuse of intelligence from Hegel to Wodehouse,” de Roger Kimball. Traducido por AR
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