En defensa del neoliberalismo

 

El nuevo prejuicio

 

Adolfo Rivero Caro

Si el siglo XIX terminó en 1914, con la Primera Guerra Mundial, el siglo XX terminó en 1992, con la desaparición de la Unión Soviética.

Algunos estiman, sin embargo, que su verdadero final se produjo el 11 de septiembre del 2002. En todo caso, un curioso fenómeno está caracterizando los inicios del siglo XXI: la enorme difusión de un irracional antiamericanismo.

Algunos pretenden vincular este fenómeno a la presidencia de George W. Bush. Es un error. El fenómeno es muy anterior. Después de todo, el primer ataque terrorista contra las torres gemelas de Nueva York se produjo en 1992 bajo la presidencia de Bill Clinton.

Es difícil definir el antiamericanismo. Baste decir que es una oposición denodada y feroz contra cualquier política del gobierno de Estados Unidos. No estamos hablando, por supuesto, de la discusión o la crítica de cualquier política norteamericana. Esto es de esperar en cualquier sociedad democrática. No se trata de eso. Nos estamos refiriendo a un rechazo precrítico. El antiamericanismo no es crítico porque para serlo requeriría de una valoración y análisis de los que carece. Estamos, por consiguiente, ante la emergencia de un nuevo prejuicio, similar al racismo o al antisemitismo. Esto no significa que no utilice argumentos. Se utilizan, sin embargo, como pedradas verbales y no como instrumentos intelectuales. En la intifada intelectual, los ladrillos y los argumentos de Los protocolos de los sabios de Sión vienen a jugar el mismo papel. Las fuentes del actual antiamericanismo son muy diversas. Quizás haya que colocar en primer lugar el trabajo ideológico de los comunistas durante casi un siglo. En su famoso libro sobre el imperialismo, ya Lenin ubicaba a Estados Unidos como el enemigo fundamental del movimiento revolucionario y de los hombres progesistas del mundo entero.

Es útil recordar que la característica fundamental del imperialismo, según definido por Lenin, era la exportación de capitales. Es decir, que las inversiones americanas en el exterior, como las de cualquier otro país capitalista desarrollado, convertían a los países receptores en semicolonias suyas. Las inversiones extranjeras sólo servían para extraer recursos de los países subdesarrollados. No dejaban nada. Eran las famosas ''venas abiertas'' de América Latina, donde Estados Unidos resultaba una especie de siniestro conde Drácula.

La Internacional Comunista reafirmó esta tesis una y otra vez. Paradójicamente, sin embargo, ahora los países subdesarrollados están irritados por la escasez de inversiones. Drácula no les muerde la carótida con la frecuencia suficiente. En realidad, el antiamericanismo de América Latina es un chivo expiatorio con el que desviar la atención de la incapacidad de sus elites para conseguir un verdadero desarrollo, como lo han conseguido otros países que también eran subdesarrollados pero han estado mejor dirigidos. Para la izquierda del mundo desarrollado, y para la izquierda americana en primer lugar, el odio contra Estados Unidos ha sido fundamentalmente una pose de sus elites intelectuales: el aristocrático desprecio a la sociedad comercial que paga por sus privilegios. El antiamericanismo desempeña funciones diversas según las distintas áreas y circunstancias. En el mundo árabe es el odio contra la modernidad. En Europa es otra cosa. La entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial impidió la victoria del imperialismo alemán. Su intervención en la Segunda Guerra Mundial, y particularmente la invasión de Europa cuyo 60 aniversario celebramos, liberó Europa de la opresión del nazifascismo. Y ningún político europeo duda de que, en el período posterior, fue sólo la presencia militar norteamericana lo que impidió que los tanques soviéticos arrollaran la Europa occidental. En los últimos 50 años, la amenaza del imperialismo soviético mantuvo dinámica y vigente la alianza política entre europeos y norteamericanos. Durante el siglo XX, Europa se ha visto bajo la benévola hegemonía de Estados Unidos.

Con el triunfo de la guerra fría, sin embargo, ha desaparecido para los europeos la compulsión de mantenerse estrechamente unidos a Estados Unidos. No sólo eso. Las naciones europeas se han lanzado en un gran proyecto de unificación. Ahora bien, ¿qué puede unir a estas viejas y orgullosas naciones? La tentación de buscar esa unidad en una oposición a Estados Unidos, peligro avizorado por Margaret Thatcher, ha demostrado ser demasiado fuerte.

Es de temer que la falta de visión estratégica de los actuales políticos europeos y el vulgar antiamericanismo que prevalece hoy en el viejo continente estimulen los profundos sentimientos aislacionistas del pueblo norteamericano. Habrá que confiar en que, a la hora de futuras catástrofes, cuando los europeos (y no sólo ellos), vuelvan a descubrir los valores de nuestro pueblo, éste siga tan dispuesto a ayudarlos como lo ha estado siempre. Estados Unidos es un hijo directo de Inglaterra. De ahí que comparta esa vasta herencia común con Europa, y con la América Latina, que llamamos la civilización occidental.

A la larga, eso superará este nuevo prejuicio. No es un gran consuelo. A la larga, como le gustaba recordar a Lord Keynes, todos estaremos muertos.