En defensa del neoliberalismo

 

La hostilidad de los intelectuales al capitalismo

 

Ernest van den Haag


Se llaman intelectuales a las personas cuya principal ocupación es inventar y manipular ideas. Vienen en dos variedades: intelectuales por dedicación, que inventan nuevas ideas, e intelectuales por posición, que las diseminan. Algunas veces, estos últimos ascienden al nivel de la mediocridad o inclusive más alto, pero generalmente no. Con la expansión de la educación necesaria en una sociedad tecnológicamente avanzada, el número de intelectuales de todo tipo ha aumentado enormemente. Califican los profesores de humanidades y ciencias sociales, los profesores de derecho, los periodistas, los dedicados a la literatura, los artistas y los críticos. Sin embargo, rara vez se considera intelectuales a los que se dedican a las matemáticas o las ciencias físicas. Según nuestra forma habitual de hablar, un profesor de inglés es un intelectual pero un químico, ganador de un Premio Nobel, no lo es. Esta extraña clasificación es relativamente nueva.

Aunque perennemente escasos, los intelectuales por dedicación siempre han estado con nosotros desde Platón y Aristóteles, Y, desde Platón, han estado convencidos de que deberían de gobernar el mundo – o, por lo menos, la sociedad y el estado. Platón quería que los filósofos fueran reyes y viceversa: en su época, a los intelectuales les decían filósofos. Desde entonces, los intelectuales se han sentido resentidos porque la sociedad, aunque frecuentemente influida por sus ideas, rara vez les haya dado poder. A los intelectuales les resulta difícil aceptar que personas que consiguen riqueza y poder no hayan sido seleccionadas de acuerdo a la excelencia cerebral y moral que imaginan la suya. (ver Conflicto de Visiones, Sowell.)

En su ensayo “¿Por qué los intelectuales se oponen al capitalismo?” Robert Nozik sugiere que los incipientes intelectuales son tan bien recompensados en la escuela secundaria, donde su superior habilidad mental es muy apreciada por sus profesores, que, al entrar en el mundo de los negocios o en cualquier profesión, se sienten menospreciados. Están tan acostumbrados a ver reconocida su superioridad en el ambiente académico que se sienten  con derecho al mismo reconocimiento en la vida económica. Cuando su capacidad no es suficientemente apreciada, se vuelven contra el sistema capitalista que rehusa concederles lo que ellos estiman merecer.

Creo que Nozik comete dos errores. En primer lugar, su concepción de que el mundo de los negocios no reconoce y promueve según la inteligencia es, de hecho, erróneo. En la mayoría de los casos, una elevada inteligencia conduce a una rápida promoción - lo que no excluye que los que se queden atrás se sientan amargados.

Más importante, creo que Nozik está muy equivocado en creer que una inteligencia superior es rápidamente premiada en las escuelas secundarias. En las secundarias, el prestigio depende en gran medida de las habilidades atléticas y de la popularidad. Con frecuencia, la capacidad  intelectual no es una ventaja sino un inconveniente. Puede que a los maestros les guste pero ser popular con los maestros no es tan importante para los estudiantes. Les interesa más cómo los consideran sus compañeros.

Aún en la universidad, a los no-intelectuales les es más fácil hacerse populares. La capacidad intelectual tiene que esperar a los post-grados para ser fuente de prestigio o de ayuda a la promoción profesional. Si los estudiantes de secundaria no están satisfechos con el mundo al cual ingresan al graduarse, como dice Nozik, bien pudiera ser porque no pueden satisfacer las exigencias de ese mundo. Las secundarias de Estados Unidos rara vez demandan esfuerzo para conseguir o utilizar otras habilidades que no sean las atléticas.

En la Edad Medida, los intelectuales se volvieron decisivos para conseguir cuestiones materiales como la riqueza. La iglesia los empleaba pero también los criticaba. Y, sin embargo, las objeciones de los intelectuales no se dirigían al sistema económico o a sus obvias desigualdades. Esa hostilidad de los intelectuales al sistema económico sólo se generalizó con la difusión del capitalismo en el siglo XIX.

Fue entonces que Henri Murger publicó sus “Escenas de la Vie de Boheme”, que Puccini puso rápidamente en música. En una de las primeras escenas de la ópera, los bohemios – jóvenes artistas, escritores, poetas – tienen una bulliciosa fiesta en el apartamento que comparten. Entonces llega el arrendador reclamando el alquiler atrasado. Los bohemios se burlan cruelmente de él hasta que se retira, derrotado. Desde entonces, los arrendadores, banqueros, industriales y acreedores han sido los antihéroes del arte y la ficción. Con la excepción de la Major Barbara de Bernard Shaw, no conozco héroes capitalistas en la ficción occidental. Lo que sí abundan son los villanos capitalistas.

¿Por qué son hostiles los intelectuales al sistema capitalista? Después de todo, éste ha elevado el nivel de vida de todos (particularmente de los pobres) a niveles sin precedentes y ha reducido la carga de trabajo anteriormente necesaria para conseguir la subsistencia. Indiscutiblemente, el capitalismo es el sistema económico más exitoso que ha visto la humanidad. Y, sin embargo,  provoca una hostilidad sin precedentes por parte de los intelectuales.

Desde la Edad Media, moralistas y clérigos por igual han subrayado las pecadoras motivaciones de los ricos, que parecen dar prioridad al sordidum lucrum por sobre la salvación. Todavía más pecadores eran los motivos de los que estaban luchando por volverse ricos: los comerciantes que, a diferencia de los campesinos y los nobles, comerciaban para conseguir ganancia. El “motivo del lucro” de los capitalistas todavía está tenido en baja estima pese a su evidente utilidad.

Los anteriores sistemas económicos se apoyaban en el pretium justum, una mínima movilidad social y una mínima ambición para mantener la paz social. Se consideraba que esos sistemas tenían sanción divina. El libre mercado, sin embargo, que se apoya en el lucro y en la máxima movilidad, no es percibido como moralmente aceptable. Las desigualdades que genera son vistas como injustas. La noción de que el éxito económico es un signo de gracia divina, popular entre los calvinistas, ha perdido su vigencia. El sistema económico capitalista parece injusto. Ciertamente que nadie cree que haya sido instituido y bendecido por Dios. Aunque la actividad empresarial recompensada por el capitalismo tiene un mérito económico indiscutible parece carente de mérito moral, si no francamente inmoral. Después de todo, sus motivaciones son egoístas. A diferencia de las actividades gubernamentales, no se emprenden de manera altruista, para servir a la comunidad. Se emprenden - ¡horror de horrores!-  por el deseo de obtener una ganancia, por afán de lucro. A los intelectuales les encanta el altruismo y desprecian el interés personal, al que califican de avaricia, por útil y provechoso que resulte. Estiman, contra toda evidencia, que las acciones del gobierno están motivadas por preocupaciones por el bien público. Consideran al sistema económico capitalista –una vez más, contra toda evidencia- como un juego de suma cero donde, si uno gana, otro tiene que perder. Los capitalistas triunfadores son considerados como traficantes inescrupulosos que sólo triunfan explotando a otros.

En realidad, no hay ninguna obvia justificación moral para que un banquero talentoso o con suerte se haga rico mientras que un valeroso soldado, una devota enfermera, un científico, un trabajador manual o un laborioso académico (¡no los olvidemos!) tenga que pasar tanto trabajo para poder mantener un nivel de vida decente. Moralmente, ni ricos ni pobres se merecen su suerte.

En el pasado, las desigualdades, por injustas que fueran, se atribuían a la insondable voluntad divina y, más tarde, a la no menos ineluctable naturaleza. Hoy se atribuye frecuentemente a la desigualdad de oportunidades – que se usan para explicar casi todas las desigualdades actuales. Sin embargo, los intelectuales que arremeten contra esas desigualdades rara vez están conscientes de que si pudiéramos igualar las oportunidades (algo que no existe en la naturaleza y que la sociedad humana sólo puede aproximar), probablemente tendríamos más resultados desiguales de los que tenemos hoy. Los talentos y las inclinaciones de la gente son enormemente diferentes así como los resultados de sus esfuerzos y el valor que el mercado les otorga a los mismos. Se puede redistribuir las desigualdades pero no se pueden eliminar. La igualdad de oportunidades pudiera aumentar el abismo entre los ricos y los pobres.

Algunos filósofos contemporáneos encuentran moralmente objetable la “lotería de la naturaleza” que distribuye tan desigualmente los talentos. Quisieran igualar las diferencias naturales y, de ser posible, también la inclinación a esforzarse. Las personas se diferencian mucho en ambos aspectos, y ambos pueden contribuir a la riqueza de unos y la pobreza de otros.

Frecuentemente, los talentos naturales están asociados con ventajas sociales y de aquí que no se consideren realmente naturales sino producto de las desigualdades de oportunidad que, por definición, son injustas y pueden igualarse gracias a políticas sociales.

Nadie discute las ganancias o las pérdidas cuando son resultado de un ciego azar – como en la lotería, por ejemplo.  Sin embargo, la mayoría de los intelectuales se opone a la desigualdad de resultados y al sistema que los permita dondequiera que sean vistos como producto de una desigual distribución de oportunidades y talentos.  Los intelectuales sienten que deberían ser mejor recompensados. Piensan merecer no menos que los empresarios, lo jugadores de pelota, los cantantes pop o los artistas de Hollywood. Desgraciadamente, el mérito moral que reclaman los intelectuales, y el mérito económico que el mercado recompensa, lejos de ser idénticos son totalmente independientes uno del otro. Estas son malas noticias para los intelectuales que frecuentemente no le ven ningún mérito al mérito económico.

Actualmente, con el debilitamiento del sentimiento religioso, sólo queda el sistema social como responsable de las aparentes injusticias del mundo. Y el sistema social no ofrece justicia en ninguna otra vida. Con todo, nuestro sistema social, el capitalismo, no puede sobrevivir si los intelectuales lo perciben como injusto y los triunfadores del mismo se sienten culpables.

El mundo moderno, según ha sido creado por el capitalismo, es secular en sus modos básicos de pensar. No toma la religión lo suficientemente en serio como para que pueda aliviar el resentimiento que provocan las desigualdades. Aquí hay que responsabilizar a los intelectuales con debilitar la religión y desacreditar el sistema socioeconómico. Su hostilidad nunca estuvo totalmente limitada al capitalismo. También estaba dirigida contra los fundamentos morales de nuestra sociedad, y ha sido lo suficientemente efectiva como para producir un “general desencanto con el mundo” analizado por primera vez por Max Weber.

Aunque la religión no identificaba el mérito moral con el económico, tampoco objetaba las recompensas económicas de los méritos económicos y sostenía que los méritos morales, a diferencia de los económicos, no tenía que ser premiado en este mundo. De esta forma, se ponían límites a la envidia y al clamor por la igualdad. Era en el mundo futuro donde Dios haría justicia, compensando por todos los sufrimientos inmerecidos. La religión se oponía no al sistema económico sino sólo al énfasis personal en el progreso material. De esta forma, psicológica (aunque no lógicamente) la religión apoyaba prácticamente cualquier status quo.

La legitimidad de las desigualdades no fue seriamente cuestionada mientras la tradición tuvo poder como para conferir legitimidad. Pero la economía de mercado destruye las costumbres y las creencias tradicionales y sustituye la tradición por la racionalidad. El capitalismo cree en la eficiencia económica y en el progreso, no en la piedad tradicional. Destruye, o por lo menos debilita la tradición moral precapitalista sin ofrecer ninguna otra que pudiera justificar el sistema capitalista. No ofrece ninguna defensa moral contra  las objeciones morales de los intelectuales.

El capitalismo también ha disminuido la distancia entre las clases superiores e inferiores, y ha aumentado la movilidad entre las mismas. Nunca ha sido más fácil entrar en la clase media o la alta. Pero, contra las esperanzas de los reformadores (y los temores de los revolucionarios), la disminución de la distancia entre ricos y pobres, y la disminución en el número de los pobres, sólo ha hecho crecer el resentimiento. Ricos y pobres ahora consumen los mismos productos, ven las mismas películas y programas de TV y van en auto, o en avión, a los mismos lugares. Las diferencias se han hecho menores: unos vuelan en primera, y otros en turismo.

Sin embargo, como observó Tocqueville, mientras más pequeñas las distancias sociales, más intolerables parecen. Frecuentemente, los progresos generan esperanzas de mayores progresos, y estas esperanzas crecen más rápidamente que las mejorías reales hasta que, finalmente, exceden las posibilidades.

Cualquier reducción de las desigualdades demuestra que las restantes desigualdades no son inevitables. De aquí que todas esas reducciones, a no ser que consigan una plena igualdad (realmente imposible), son percibidas como inadecuadas. La gente siempre se siente resentida ante una promesa incumplida. De aquí que el resentimiento, articulado por los intelectuales, sólo haya hecho crecer. El aumento de la desigualdad casi nunca es visto como lo que realmente es: un efecto de la disminución de la pobreza. Ver lo uno como resultado de lo otro parece paradójico porque contradice nuestras expectativas. Cuando los ricos y los pobres eran “dos naciones”, como decía  Disraeli en su novela Sybil, los pobres se envidiaban entre sí mucho más que a los ricos - demasiado lejos socialmente como para ser envidiados. Ahora, sin embargo, cuando los pobres no están aislados por vastas y aparentemente insuperables distancias sociales, los pobres comparten mucho de la perspectiva común – en particular, la devoradora ambición de los no-pobres, proclamada día y noche por la televisión. Con todo, carecen de los medios para satisfacer esas ambiciones y se sienten resentidos por lo que han aprendido a percibir como “despojo”. Eso también les sucede a los académicos que, aunque no sean pobres, se sienten insuficientemente recompensados.

El mercado se apoya en una mano invisible, en mecanismos automáticos, y no en controles visibles con personas visibles en los mismos. En el pasado, cuando los precios subían, se les podía echar la culpa a los malvados especuladores. Ahora eso es más difícil de hacer (aunque no imposible). La ausencia de una autoridad visible, cuando se confunde con la ausencia de dirección (lo que frecuentemente sucede) lleva a la acusación de que el mercado implica “anarquía de la producción”. Con todo, la mano invisible de la ganancia hace que el mercado responda a las demandas del consumidor con mucha más sensibilidad de lo que podría tener cualquier autoridad central planificadora – aún si los planificadores realmente quisieran responder a las demandas de los consumidores - lo que nunca sucede. La coordinación automática de los planes de múltiples individuos no es percibida como “planificación” mientras que un plan central sí lo es.

Generalmente, los intelectuales no tiene experiencia de asuntos prácticos, particularmente de los económicos. Desprecian la inmoralidad del capitalismo pese a sus resultados económicos e imaginan un sistema que, siendo tan productivo como el capitalismo, recompense la excelencia moral. Sistemas como ese han sido sugeridos desde Platón, pero nunca han funcionado. Los intelectuales insisten en que si el mercado no distribuye las recompensas económicas como ellos estiman conveniente, alguna burocracia tiene que tomar su lugar. Pero no es probable que una burocracia recompense la excelencia moral mejor que el mercado. En realidad, las burocracias recompensan las “excelencias” burocráticas y la manipulación política, con la consiguiente pérdida de eficiencia económica. Es muy probable que los intelectuales que apoyan la “planificación” y esperan estar entre los planificadores, se encuentren entre los planificados aunque – si suspenden toda crítica y se limitan a aplaudir - puedan verse mantenidos en un relativo confort material.

Otra queja de moda contra el capitalismo es la “mercantilización” de las cosas. Por supuesto, el mercado le pone un precio a todo lo que puede comerciarse – o a casi todo. El precio del mercado depende de la oferta y la demanda, no de sus valores estéticos o morales. Además, el mercado tiende a hacer las cosas económicamente fungibles, por únicas que sean moral o estéticamente. Los profesores tienen un precio en el mercado (de lo que dependen sus ingresos) y los libros que escriben pueden o no pueden convertirse en bestsellers. Si lo hacen, aumentará el precio del profesor en el mercado. Pero a los intelectuales les amarga tener que depender del mercado. Algunos (generalmente aquellos cuyo precio en el mercado es bajo) se sientan reducidos a su valor en el mercado y menospreciados como personas y como intelectuales. Sus contribuciones únicas no son apreciadas. En su opinión, el valor de sus contribuciones algunas son inversamente proporcionales a su precio en el mercado.

  

Con todo, la sensación de ser reducidos a mercancías no es justa. Después de todo, los químicos tratan con las cosas en términos de su composición química sin reducirlas a substancias químicas. Los médicos miran a sus pacientes en términos de su funcionamiento anatómico o fisiológico sin reducirlos a esas funciones. Así que el marcado puede tratar con cosas o personas en función de su valor de mercado sin reducirlas por eso a ese solo valor.

Con todo, la acusación de “cosificación” y mercantilización no carece totalmente de mérito. En el capitalismo, muchas más cosas entran en el mercado que nunca antes. De esta forma, el mercado invade gran parte de nuestra vida, provocando efectos culturales que contribuyen a la incomodidad de los intelectuales.

Aunque la sea más próspera y más feliz que nunca antes, la productividad cultural ha sufrido bajo el capitalismo industrial – a diferencia del capitalismo preindustrial del Renacimiento. Nueva York es mucho mayor de lo que era la Florencia del Renacimiento, o la Venecia de la Edad Medida por no hablar de la antigua Atenas. Sin embargo, aunque eran más pequeñas y menos prósperas que Nueva York, esas ciudades eran mucho más productivas culturalmente. ¿Por qué? Si suponemos que el talento está bastante igualmente distribuido en el tiempo y el espacio, uno puede sugerir una hipótesis.

El capitalismo ha creado un mercado de masas que nunca había existido. Este mercado de masas absorbe y desvía a los potenciales contribuyentes a la alta cultura. Ahora abastecen al mercado de masas, no crean obras estéticamente más valiosas pero económicamente menos lucrativas. Un compositor talentoso ahora puede optar por hacer música popular cuando pudiera haber estado componiendo una música comparable con la del pasado. Un arquitecto diseñará aeropuertos o supermercados mas bien que catedrales. (Es difícil pensar en edificios artísticamente meritorios de nuestro tiempo.)

La diversión del talento hacia el mercado de masas apenas ha comenzado pero ya ha contribuido a la marginalización del mercado y los artistas minoritarios. Tenemos muchas más comodidades que en el pasado pero nos sentimos menos cómodos, en parte porque todo trabajamos para el mercado de masas y somos atendidos por el mismo.  Esto bien pudiera drenar las energías creadoras, dejándonos, particularmente a los intelectuales, más cómodos pero menos satisfechos.

En Capitalismo, Socialismo y Democracia, Joseph Schumpeter pronosticó que el capitalismo sería socavado por su propio éxito y que eventualmente sería sustituido por el socialismo. El tiempo ha demostrado que sus profecías estaban equivocadas. Ha sido el socialismo y no el capitalismo el que se ha colapsado. Sin embargo, Schumpeter sí percibió el conflicto básico entre la eficiencia económica (con la consiguiente elevación del nivel de vida) y la necesidad de estabilidad y tradición.

El óptimo económico hacia el que tiende el capitalismo no es consistente con ningún óptimo social, y ni siquiera con un mínimo grado de estabilidad social. Como siempre están señalando los economistas, la óptima eficiencia económica puede conseguirse con un comercio absolutamente libre – cuando los bienes, el capital y la población sean libres de ir a donde se pueden usar con más eficiencia para aumentar los ingresos. En un mercado global totalmente libre, habría flujos demográficos de los países superpoblados como  China y la India hacia la relativamente despoblada América del norte, mientras que el capital fluiría en sentido opuesto. Los salarios regionales se igualarían mucho más de lo que lo están en la actualidad.

Lo que ahora se llama “globalización” representa  los primeros pasos hacia esta situación. Sin embargo, es poco probable que nunca se consiga un mercado mundial totalmente libre. Mucho antes de que se alcance la máxima eficiencia económica, las objeciones políticas reducirán y eventualmente detendrán el libre flujo de población, capital y comercio. Aun las aproximaciones relativamente menores a este objetivo de una amplia eficiencia económica provocan dislocaciones económicas que implican “extranjeros” y que provocan resentimientos nacionalistas. Presentes y probables dislocaciones ya han provocado fuertes protestas, encabezadas en Inglaterra por Sir James Goldsmith y en Estados Unidos por Pat Buchanan.

Sus argumentos económicos son evidentemente erróneos. La globalización a la que se oponen promueve la eficiencia general y, por consiguiente, mejora e iguala los niveles de vida mundiales. La globalización pudiera inclusive caracterizarse como un hacer justicia. Después de todo, ¿por qué un niño debe pasar hambre por nacer en la India y otro tener todo tipo de privilegios por nacer en Estados Unidos? Ninguna teoría moral puede justificarlo. Con todo, la verdadera globalización que pudiera igualar las diferentes perspectivas del niño indio y el norteamericano es verdaderamente irreal. Nadie quiere realmente el libre comercio.

Aunque sus argumentos económicos están equivocados, las conclusiones de los críticos sociales, incluyendo a los intelectuales,  tienen algún mérito. Es cierto que las políticas a que se oponen conducen a dolorosas dislocaciones económicas - pero estas son temporales. Inevitablemente, sin embargo,  erosionan la identidad y las culturas nacionales. En las condiciones de la globalización, las costumbres tradicionales, las actitudes y las ideas cambiarían radicalmente. Es por eso sumamente improbable que nunca se pueda superar la oposición política a un comercio totalmente libre. Esa oposición puede justificarse con argumentos culturales si no económicos. El ideal económico de la eficiencia global, del óptimo económico, es simplemente inconsistente con el óptimo social o, inclusive, con un mínimo de estabilidad social y cultural.

Los intelectuales siempre han insistido en que la sociedad capitalista sacrifica demasiado a la eficiencia. Bien pudieran tener razón, aun cuando sus argumentos se basen en falacias económicas. Por su parte, también los economistas han menospreciado el elemento no racional indispensable para la cohesión social. Los economistas tienden a ser racionalistas. Es irónico que los intelectuales, que han jugado un papel tan determinante en la erosión de los elementos no-racionales de nuestra sociedad – incluyendo la religión, el patriotismo, la familia monogámica y muchas otras tradiciones – deban ser los que expresen disgusto con políticas que, en última instancia, se pudieran rastrear al mismo racionalismo que siempre han defendido.

Publicado en el Vol.36, Nos. 1-2, 2001,
The Intercollegiate Review

Traducido por AR.