En defensa del neoliberalismo

 

Hollywood y el antiamericanismo

 

Michael Medved

Durante la trágica rebelión de la Plaza de Tienanmen hace más de una década, los jóvenes reformistas no sólo tomaron la Estatua de la Libertad como el símbolo de su movimiento sino que también expresaron su predilección por la música americana. Esto nos remite a la gran discusión en torno a la influencia mundial de Hollywood. ¿Promueven las exportaciones culturales de Estados Unidos el triunfo de los valores de este país o, muy por el contrario, inspiran odio y resentimiento contra Estados Unidos?  Los apologistas de la industria del entretenimiento rechazan todos los intentos de responsabilizar a Hollywood por el antiamericanismo, insistiendo en que la cultura pop americana refleja correctamente los aspectos positivos y negativos de Estados Unidos. Durante un foro sobre la violencia patrocinado por un grupo de activistas “liberales,”  Paul Verhoeven (el director de Robocop y Basic Instinct) afirmó:         "El arte es el reflejo del mundo. Si el mundo es horrible, el reflejo en  el espejo es horrible." En otras palabras, si la gente en los países en  desarrollo se siente disgustada por las imágenes que les presenta Hollywood,  tan agresivamente mercadeadas, los responsables de ese disgusto no son los  productores de esas imágenes sino los excesos de la vida americana misma.

Este argumento, sin embargo, va en contra de todos los análisis  estadísticos que se han hecho en los últimos 20 años sobre la distorsionada  imagen de la sociedad americana que presenta la industria del  entretenimiento. Todas las evaluaciones serias de las versiones  cinematográficas y televisivas de la vida americana sugieren que la cultura  pop presenta un mundo mucho más violento, peligroso, sexualmente promiscuo  (y, por supuesto, dramático) que la cotidiana realidad de la vida americana.  George Gerbner, un destacado analista de la violencia en los medios de  comunicación de la Escuela Annenberg de Comunicaciones de la Universidad de  Pensilvana llegó a la conclusión, tras 30 años de investigaciones, que los  personajes de las cadenas de televisión son víctimas de la violencia con una  frecuencia que es, por lo menos, 50 veces mayor que los ciudadanos del país  real.

La exportación sólo intensifica el desproporcionado énfasis en el  comportamiento violento. Durante muchos años, las llamados películas de acción  se han vendido mejor que otros géneros porque las explosiones y los choques  de automóviles no necesitan traducción. Esto lleva a la generalizada  suposición de que Estados Unidos, pese a la dramática disminución del crimen  durante la última década, sigue siendo una sociedad peligrosa e insegura. En  un reciente viaje a Inglaterra, me encontré a londinenses cultos y  sofisticados que temían viajar a Estados Unidos debido a temores, enormemente  exagerados, de los crímenes callejeros en EEUU, ignorando recientes  estadísticas que muestran inequívocamente que los asaltos son mucho más  comunes en Londres que en Nueva York. En una nota similar, una reciente  viajera a Indonesia se encontró con un niño de 10 años que, al saber que la  visitante era americana, insistió en que le enseñara su pistola. Cuando ella  insistió en que no tenía ninguna, el niño no la creyó, él sabía que todos los  americanos llevaban armas porque siempre los había visto armados en la TV y  las películas.

El tratamiento de la sexualidad también ha sido extraordinariamente deformado. Los  análisis de Robert y Linda Lichter en el Center for Media and Public Affairs  en Washington D.C, revelan que en la televisión, las relaciones sexuales  extramatrimoniales son entre 9 y 14 veces más frecuentes que las  dramatizaciones del sexo matrimonial. Este extraño énfasis en las relaciones  extramaritales conduce a la conclusión de que la única forma de expresión  sexual mal vista por Hollywood es la que se desarrolla entre marido y mujer.  En realidad, por supuesto, todas las encuestas del comportamiento íntimo (incluyendo el famoso y vasto estudio nacional hecho en 1994 por la Universidad de Chicago) sugiere que entre más de dos terceras partes de los americanos  adultos casados, las relaciones sexuales no sólo son más satisfactorias sino  significativamente más frecuentes que entre los solteros. Uno de las más  famosas representantes del estilo de las solteras modernas, Kim Cattral, de  Sex and the City, recientemente publicó un libro lleno de reveladoras  confesiones. En 'Satisfaction: The Art of the Female Orgasm', Cattral  describe una vida dramáticamente diferente de las voraces y promiscuas  escapadas del personaje que ella representa en la TV. En su intimidad, se  sintió frustrada e insatisfecha -- como casi la mitad de las mujeres  americanas, según ella dice -- hasta que la amorosa atención de su esposo,  Mark Levinson, finalmente le permitió experimentar verdadero goce y  gratificación.

Aun in las revelaciones de Attral, cualquiera que conozca la verdadera  vida de los solteros pudiera confirmar que Friends y Aly McBeal difícilmente  representan la verdadera vida de los solteros americanos. En la TV y las  películas, el principal problema que confrontan los solteros es tratar de  decidir entre una espectacular diversidad de deslumbrantes alternativas. La  consiguiente exploración podrá demostrar no ser completamente satisfactoria  pero siempre es interesante. Para la mayoría de los espectadores de  sociedades más tradicionales, sin embargo, esas aventuras parecen  extraordinariamente decadentes y corruptas.

Considere también el énfasis en la homosexualidad en la televisión y el  cine contemporáneos. En menos de un año, entre 2001 y 2002, tres grandes cadenas  (NBC, HBO, MTV) ofrecieron diferentes dramatizaciones del asesinato de Matthey  Sheperd, un homosexual de Wyoming asaltado por dos delincuentes. Ningún crimen en reciente memoria -- ni siquiera el de Nicole Brown Simpson -- ha recibido semejante atención de las grandes empresas del entretenimiento. El mensaje que se manda al mundo no sólo llama la atención sobre las alternativas homosexuales en la vida americana sino que se concentra en nuestro submundo criminal.

La Gay and Lesbian Alliance Against Defamation (GLAAD) publica un  expediente anual en el que celebra el número de personajes abiertamente  homosexuales que aparecen regularmente en las series de la televisión  nacional, y recientemente contó más de 30. Esta fascinación con la  homosexualidad (como testimonia la atención al "destape''de Rosie O'Donnell)  obviamente exagera la incidencia del homosexualismo. Todos los estudios  científicos sugieren que menos de 3 por ciento de los adultos se ven  claramente como homosexuales.

Para ganar perspectiva, es útil contrastar la atención que la cultura pop  dedica a la homosexualidad con la indiferencia que muestra con los sentimientos religiosos. Un puñado de exitosos programas de televisión como Touched By  An Angel y Seventh Heaven puede invocar elementos de fe convencional aunque,  frecuentemente, de forma simplista e infantil, pero los creyentes maduros y  apasionados siguen siendo raros en el cine y la televisión. Una encuesta  Gallup y muchas otras sugieren que 40 por ciento de los americanos asiste  semanalmente a los servicios religiosos, más de cuatro veces el número que va  al cine en una semana cualquiera. La asistencia a la iglesia o a la sinagoga,  sin embargo, casi nunca aparece en la representación que Hollywood o la  televisión hacen de la sociedad americana contemporánea. Los medios hacen  muchas más referencias a la homosexualidad que a la religiosidad. Eso es una  representación obviamente deformada del pueblo americano, y la distorsión  juega a favor de algunos de nuestros peores enemigos. En octubre del 2001, un  representante de Osama bin Laden sintetizó la lucha entre los fanáticos  musulmanes y Estados Unidos como parte de la eterna batalla "entre la fe y  el ateísmo." Puesto que Estados Unidos representa, con mucho, la sociedad  occidental más preocupada por la religión y que más asiste a la iglesia, esta  referencia a nuestro supuesto ateísmo gana credibilidad en el exterior sólo  porque Hollywood ha negado o disminuido la naturaleza religiosa de nuestra  cultura.

El énfasis de los medios en la deformación de nuestra vida nacional  trasciende los ejemplos de entretenimiento vulgar e incluye los ejemplos más  exageradamente elogiados de la cultura popular. En los últimos años, unos  1,500 millones de personas de todo el mundo ven al menos una parte de los  anuales premios Oscar de Hollywood. En abril de 2000 vieron como la Academia  de Artes Cinematográficas concedía casi todos sus más prestigiosos premios  (mejor película, mejor actor, mejor director, mejor guión) a un pastiche  pueril llamado American Beauty. Este ácido ataque contra la vida de las  familias suburbanas muestra a una frustrado padre (Kevin Spacey) que conquista  la redención porque renuncia a su trabajo, persigue lujurioso a una  adolescente, insulta a su esposa y hace ejercicios y fuma marihuana  obsesivamente. La única relación visiblemente sana y amorosa de esta  pesadilla surrealista florece entre dos vecinos homosexuales. El mismo  título, American Beauty, irónicamente invoca el nombre de una flor muy  popular y quiere sugerir que hay algo podrido en el sueño americano. Si el  mundo del entretenimiento escoge llenar de honores a este producto  cinematográfico, entonces es comprensible que los espectadores de Nueva Delhi o de Lima supongan que se trata de una dura pero exacta descripción del vacío y la corrupción de la sociedad americana. Este ejemplo de exagerados elogios sugiere que los problemas de la visión  hollywoodense de Estados Unidos van más allá de la simple búsqueda de  ganancias. Aunque Sam Mendes, el director de American Beauty, y el guionista  Alan Ball pudieran aspirar a la aclamación de los críticos, los productores  del filme siempre supieron que esta historia de patologías suburbanas no iba  a ser un gran fenómeno de taquilla (aunque los Oscar le garantizaron el éxito  comercial). La excusa más común para esta enfermiza concentración en la  violencia y los comportamientos aberrantes es que "el mercado lo demanda'' y  que los gustos del públicos no le dejan opciones a los ejecutivos del  entretenimiento. Esto, sin embargo, es completamente falso.

La industria cinematográfica americana estrena todos los años más de 300  películas, con un promedio de 65 por ciento clasificadas como "R'' -- sólo  para adultos -- por la Asociación de Películas de Estados Unidos. Todo el  mundo repite que los grandes estudios prefieren estas películas "R''  precisamente porque son las más taquilleras. Muchos estudios recientes  demuestran que, muy por el contrario, el público prefiere las películas  familiares. Un reciente y amplio análisis confirma las conclusiones de mi  libro de 1992  Hollywood vs. America. Dos economistas, Arthur DeVany de la  Universidad de California e Irvine y W. Davis Walls de la Universidad de Hong  Kong, sintetizaron sus investigaciones: "Este estudio muestra que Medved  tiene razón: hay demasiadas películas R en la cartera de Hollywood...  Mostramos, como alega Medved, que las películas R gustan menos que la G, las  PG y las PG-13. Las R son superadas en ingresos, costos, ingresos por costo  de producción y ganancias."

El otro argumento en defensa del énfasis en los aspectos más problemáticos  de la vida americana implica el carácter inherentemente dramático de las  patologías sociales. Según el famoso aforismo de Tolstoi: "Todas las familias felices se parecen; todas las familias infelices son infelices de su  propia manera." Esta lógica sugiere una inevitable tendencia a subrayar las  mismas situaciones desagradables pero fascinantes tan memorablemente creadas  por Sófocles o Shakespeare. Obviamente, el divorcio y el adulterio son más   entretenidos que la felicidad conyugal; la criminalidad es más interesante  que el civismo. En un mercado internacional intensamente competitivo, las  tenebrosas obsesiones de magnates de la cultura pop parecen tener un cierto  sentido.

Este enfoque, sin embargo, ignora la herencia del mismo Hollywood y sobre  que base logró conquistar al mundo. En los años 20 y 30, la industria  cinematográfica americana afrontaba una dura competencia de Italia, Francia,  Alemania, Inglaterra e inclusive Rusia. Obvias acontecimientos políticos  (incluyendo la brutal intrusión de las tiranías fascistas y comunistas)  ayudaron al triunfo de las corporaciones americanas sobre sus rivales  europeos, y empujaron a muchos individuos talentosos a buscar refugio en  Estados Unidos. Pero, más que todos estos factores, Hollywood se las arregló  para dominar los mercados internacionales debido a un enamoramiento del mundo  con Estados Unidos, que supo alentar y explotar. No cabe duda, de que figuras  nacionales como Jimmy Stewart, Mae West, Henry Fonda, Shirley Temple, Clark  Gable, James Cagney y John Wayne, además de carismáticas importaciones como  Charlie Chaplin, Cary Grant y Greta Garbo, proyectaban cualidades en la  pantalla que parecían irresistiblemente americanas. Como dijera el crítico cinematográfico Richard Grenier en un simposio en 1992: Independientemente de la prominencia del país, parece haber habido un irresistible magnetismo en todo un conjunto de actitudes americanas – optimismo, fe en el progreso, informalidad – frecuentemente más obvias para los extranjeros que para los americanos mismos, que el mundo consideraba enormemente atractivas. Durante muchas décadas estas actitudes penetraron tan profundamente en la opinión mundial como “americanas” que en los últimos tiempos, cuando muchas películas de Hollywood ha adoptado un tono definidamente negativo, Estados Unidos ha mantenido su poder dramático. Hollywood, por decirlo así, ha estado viviendo de su capital espiritual.   En otras palabras, durante su época de oro, la industria del entretenimiento encontró la forma de dramatizar la decencia y hacer fascinante el heroísmo. En contraste con la actualidad, donde casi todo el mundo contempla la cultura pop americana con la fascinación culpable con la que observamos un sangriento accidente, hubo una época en la que nuestras exportaciones culturales eran vistas como fuente de inspiración. Como dijera David Puttnam, el productor británico, en una elocuente entrevista con Bill Moyers, él atesoraba los días de su infancia cuando La imagen que se proyectaba hacia el mundo era la de una sociedad de la que yo quería ser miembro. Haga un corte a 20 años después – a la imagen que Estados Unidos comenzó a proyectar en los años 70, de una sociedad extremadamente violenta que se odiaba a si misma – y obviamente no es la sociedad con la que ninguna persona pensante del Tercer Mundo o de Europa quisiera tener nada que ver. Desde hace muchos años, Estados Unidos ha estado exportando una imagen extremadamente negativa de si mismo. El cambio se produjo en parte debido a un cambio en las personas que dirigían los grandes estudios y cadenas de televisión. El historiador cinematográfico Neal Gabler ha observado en su libro Empire of Their Own, que la generación que fundó Hollywood estaba integrada casi exclusivamente de judíos inmigrantes de la Europa del Este que anhelaban con tanta pasión ser aceptados en Estados Unidos que usaban el celuloide para proyectar su amor por suplís adoptivo. Sus sucesores, por otra parte, provenían de antecedentes más “respetables”- en algunos casos como los privilegiados hijos y nietos de los mismos fundadores. En los años 60 y 70, trataron de establecer su independencia y su integridad artística blandiendo sus credenciales contraculturales. Para ilustrar la magnitud y velocidad del cambio, la Mejor Película de 1965 fue la bella y romántica The Sound of Music. Apenas cuatro años más tarde, el mismo anhelado Oscar fue para Midnight Cowboy, la sórdida historia de un hombre que pretende  ganarse la vida vendiendo favores sexuales en Nueva York, la única película clasificada como X que haya ganado nunca el título de Mejor Película. Desde sus orígenes hasta el día de hoy, los dirigentes de la industria del entretenimiento han sentido una gran necesidad de ser tomados en serio. Los creadores de la industria eran extranjeros que se ganaron ese respeto mostrando su amor por Estados Unidos. Los magnates de generaciones posteriores han sido norteamericanos que han querido ganarse el respeto exhibiendo su alienación. Este negativismo naturalmente encontró una ávida audiencia internacional durante la era de la guerra de Vietnam y en los últimos años de la Guerra Fría  con el rechazo de la “cultura de cowboy”de Ronald Reagan. Aun después del colapso del imperio soviético, el antiamericanismo siguió estando de moda entre las elites de gran parte del mundo, atrayendo por igual a los críticos de la Derecha y la Izquierda. En Afganistán, en los años 80, por ejemplo, los comunistas rusos y los infatigables mujadines estaban de acuerdo en muy pocas cosas, pero ambos sentían un profundo desprecio por las auto-destructivas costumbres de la cultura americana tal como eran promovidas en todas partes por la maquinaria hollywoodense del  entretenimiento.  Aun cuando la globalización de la posguerra aumentó el poderío económico y político de Estados Unidos, esto ayudó a la industria del entretenimiento a mantener sus actitudes antiamericanas. Con la eliminación de la Cortina de Hierro, nuevos grandes mercados se abrieron para Hollywood. Las nuevas economías en desarrollo de Asia y América Latina le proporcionaban cientos de millones de nuevos clientes. Entre 1985 y 1990, los ingresos (ajustados para la inflación) de los mercados ultramarinos del cine americano subieron en 124 por ciento en un momento en que el Producto Nacional Bruto permanecía relativamente estancado. Como resultado, la parte de todos los ingresos derivados de la distribución en el exterior subió de 30 por ciento en 1980 a más de 50 por ciento en el 2000. James G.Robinson, presidente de Morgan Creek Productions, tuvo razón al pronosticar en Los Angeles Times en marzo de 1992: “Todo el crecimiento real de los próximos años estará en ultramar.” El cumplimiento de su pronóstico ha servido para aislar, aún más, a toda la producción nacional de cualquier sentido de patriotismo, alentándola a seguir posando como americanos que han trascendido noblemente su propio americanismo. Como observaba en Hollywood vs. America en 1992: “Aunque los productos populistas de la época de oro de Hollywood ciertamente alentaron un afecto mundial por Estados Unidos, la actual producción degradantes y nihilista pudiera provocar el efecto contrario, ayudando a aislar a este país visto como símbolo de una  morbosa decadencia.” ¿Por qué lo miran?

¿Por qué tanta gente en el mundo sigue aparentemente obsedida con la  cultura americana del entretenimiento pese a sus elementos caóticos y no  representativos?

La explicación más plausible pudiera denominarse "el atractivo del  National Enquirer''. Mientras estamos esperando en la línea del supermercado,  nos volvemos hacia los tabloides escandalosos. Los tabloides llaman nuestra  atención porque nos permiten sentirnos superiores a los ricos y los famosos.  Pese a toda su riqueza y poder, no pueden ser fieles a sus cónyuges, evitar  la drogadicción o encubrir sus sucios secretos.

De la misma manera, las desagradables imágenes que Hollywood presenta de  Estados Unidos le permiten al resto del mundo atemperar su inevitable envidia  con un sentido de su propia superioridad. Estados Unidos puede ser rico en  términos materiales (y las películas y la televisión sistemáticamente  exageran esa riqueza), pero la violencia, la crueldad, la injusticia, la  corrupción, la arrogancia y la degeneración con que se describe la vida  americana le permite a los espectadores sentirse afortunados en comparación.  Lo mismo que cuando el Enquirer enfoca revela los pecadillos de las  celebridades, se supone que uno se sienta fascinado por la forma en que los  ricos y famosos desperdician el poder y las oportunidades que les ha dado la  vida.

En este sentido, la cultura pop americana no es tanto liberadora como  anarquista y nihilista. Nuestra cultura no rinde homenaje a nuestras  libertades como valores culturales sino que, muy por el contrario, las socava  al criticar todo tipo de restricción, tanto tiránica como tradicional. Como  escribiera Dwight Mcdonald en su famoso ensayo "Una teoría de la cultura de  masas'' (1953): "Al igual que el capitalismo del siglo XIX, la cultura de  masas es una fuerza dinámica, revolucionaria, que rompe con todas las  barreras de clase, tradición y gusto." Ampliando el trabajo de Mcdonald,  Edward Rothstein del New York Times escribió en marzo del 2002: "Hay algo  inherentemente disruptivo en la cultura popular. Afirma gustos igualitarios y  estimula la disidencia''. No debía sorprendernos que aun los que abracen los  símbolos y temas de la cultura americana sientan muy poca gratitud hacia una  fuerza que los separa de todos los valores sin ofrecer nada con que  sustituirlos.

Patriotismo y ganancia En una nota similar, un empresario americano que viajaba recientemente por  Beirut se puso a conversar con el dueño de un quiosco que se presentaba como  un entusiasta simpatizante del grupo terrorista pro-iraní Hezbolá.  Irónicamente, su pequeño negocio exhibía un viejo cartel que mostraba a un  Sylvester Stallone ametralladora en mano en su papel de Rambo. Mi amigo le  preguntó sobre el lugar de honor para el héroe americano. "A todos nos gusta  Rambo'', dijo el simpatizante de Hezbolá. "Es el luchador de los  luchadores." Pero ¿no lo hacía eso más favorable hacia Estados Unidos?  preguntó el visitante. "Nada de eso'', fue la respuesta. "Usaremos los  métodos de Rambo para destruir a la malvada América''.

Esta relación amor-odio con la torcida imagen de Estados Unidos que  presenta Hollywood también caracterizó a los 19 conspiradores que trataron de  destruir "la malvada América'' con las atrocidades del 11 de septiembre. Durante los años y meses que pasaron en Estados Unidos, Mohamed Atta y sus camaradas saborearon la cultura popular, alquilando vídeo y visitando barras, clubes  nocturnos e inclusive Las Vegas, sumergiéndose en la degradación occidental  para fortalecer el odio que sentían por la misma.  En respuesta a los ataques terroristas y la guerra que vino posteriormente, los dirigentes de Hollywood expresaron una incipiente toma de conciencia de que pudieran haber contribuido a parte del odio contra Estados Unidos que se manifestaba en todo el mundo. Más allá de una breve manifestación de  patriotismo y de las generosas contribuciones para las víctimas de 9/11 por  parte de celebridades como Julia Roberts y Jim Carrey, los miembros de la  elite del entretenimiento mostraron una nueva disposición a cooperar con la  defensa nacional. Trabajando a través del Institute for Creative Technologies  en USA (originalmente creado para reclutar al talento de Hollywood para el entrenamiento militar), los creadores de películas como Die Hard, Fight Club  y hasta Being John Malkovich discutieron con jefes del Pentágono. Su objetivo, según varias fuentes de prensa, era hacer un esfuerzo por adivinar el próximo complot que pudiera lanzarse contra Estados Unidos, y luego inventar como contrarrestarlo.

En cierto sentido, un programa tan poco convencional reconocía el hecho de  que el pensamiento anti-social, violento, demencial y conspiratorio era  característico de un gran segmento del mundo del entretenimiento. ¿Cómo si no  pudiera interpretar un observador que los militares se volvieran hacia  guionistas multimillonarios para comprender la forma de pensar de unos  demenciales asesinos de masas?

Más allá de esta extraña colaboración, grandes ejecutivos se reunieron con  Karl Rove, representante personal de presidente Bush, en un esfuerzo por  movilizar a la creatividad de Hollywood para servir al país en su guerra  contra el terrorismo. La "cumbre'' discutió anuncios para desalentar los prejuicios contra los musulmanes en Estados Unidos y otras producciones que  pudieran presentar una imagen de EEUU más benigna en el mundo islámico. Un  puñado de importantes directores, incluyendo a Friedkin (The French  Connection, The Exorcist y Rules of Engagement) expresaron su disposición a  dejar sus actuales proyectos para colaborar con el esfuerzo de guerra  americano. En esta determinación, estos patriotas culturales esperaban seguir  el ejemplo de Frank Capra, que sirvió a su país durante la Segunda Guerra  Mundial con la creación de su épica serie Why We Fight.

Infortunadamente, la Casa Blanca y el Pentágono no supieron aprovechar el  espíritu del momento. El trauma del ataque terrorista fue desapareciendo, la  nación dejó de concentrarse en sus objetivos patrióticos y la cultura popular  no ha reflejado ningún cambio significativo. Quizás una actitud más positiva  hacia los militares pudiera ser el principal legado del 9/11. Unos cuantas  películas (Behind Enemy Lines, Black Hawk Down, We Were Soldiers) todas  producidas, incidentalmente, después del 9/11. Cambios más significativos,  que impliquen un nuevo sentido de responsabilidad por las imágenes que  Hollywood y la cultura pop transmiten al mundo, ni siquiera han ameritado  ninguna discusión seria en Hollywood. Para los conglomerados del  entretenimiento, ésta pudiera ser no sólo una oportunidad perdida para el  servicio público sino también para obtener ganancias.

En su discurso de febrero en Pekín, el presidente Bush fascinó a los  estudiantes chinos con un cuadro de Estados Unidos que se alejaba dramáticamente de las imágenes que han recibido a través de las películas y la TV americana. "Estados Unidos es un país guiado por la fe'', afirmó Bush. ‘‘Alguien nos llamó en cierta ocasión, ‘una nación con el espíritu de una iglesia'. Esto puede interesarles, 95 por ciento de los americanos creen en Dios, y yo soy uno de ellos." Bush prosiguió apelando al sentido de familia que ha caracterizado a la cultura china desde hace más de 3,000 años.  ‘‘Muchos de los valores que guían nuestra vida en América se han formado  originalmente en nuestras familias, al igual que aquí en China. Las madres y  los padres de Estados Unidos quieren mucho a sus hijos y trabajan duro y se  sacrifican por ellos porque creemos que la vida de la próxima generación  siempre puede ser mejor. En nuestras familias encontramos cariño y aprendemos responsabilidad y carácter''.

Si los dirigentes de Hollywood se colocaran dentro del contexto de la gran  familia americana, ellos también pudieran aprender responsabilidad y carácter  y descubrir que una imagen más equilibrada y afectuosa de la nación que tanto  les ha dado pudiera servir para aumentar su popularidad en el mundo entero y no para socavarla.

Michael Medved es el autor de Hollywood vs. América y Sabina Childhood. Es animador de un programa radial diario sobre política y cultura pop. Publicado en The National Interest (no. 68)

Traducido por AR