En defensa del neoliberalismo

 

En guerra contra la tribu

 

Adolfo Rivero Caro

Los fundamentalistas islámicos les han declarado la guerra a Estados Unidos y a todo el mundo occidental. Diariamente, sus terroristas suicidas no sólo matan a nuestros soldados, sino que se preparan para el asesinato indiscriminado y masivo de nuestra población civil. El 11 de septiembre del 2001 produjo más de 2,000 víctimas inocentes, pérdidas por un billón de dólares; cien mil millones sólo en daños a la propiedad. Millones de americanos quedaron sin trabajo. Nuestro mundo quedó irremediablemente transformado. Quizás sea conveniente recordar que no es la primera vez que Estados Unidos se ve atacado por enemigos que parecen despreciar la vida. Es un nuevo enfrentamiento con la sociedad tribal.

En realidad, el combatiente suicida es la confesión de debilidad que hace una sociedad tribal ante un enemigo superior. Hasta el siglo XIX, por ejemplo, la cultura japonesa había sido insólitamente feudal, dirigida por shoguns y señores de menor rango, los daimo, que se sostenían en el poder empleando samurais. Una cultura del honor y la vergüenza mantenía unido al sistema tribal. Los subordinados estaban dispuestos a morir como parte de su juramento de fidelidad. Japón, sin embargo, fue excepcional en su férrea voluntad de modernizarse copiando a Occidente. Los resultados fueron impresionantes. A principios del siglo XX ya había sido capaz de derrotar al imperio zarista.

El año que viene, por esta fecha, estaremos conmemorando el aniversario 60 de la batalla de Okinawa, calificada por Churchill como una de las más importantes de la historia. Las fuerzas movilizadas para conquistar aquella isla, de unas 60 millas de largo, fueron colosales: casi 1,600 barcos --entre ellos 40 portaaviones-- y más de medio millón de soldados.

El objetivo de los japoneses no era la victoria. Se trataba, simplemente, de matar tantos americanos, derribar tantos aviones y hundir tantos barcos como fuera posible. Confiaban en que la carnicería frenaría a sus decadentes enemigos. Okinawa iba a ser una lección suicida. Los haría reflexionar sobre la perspectiva de inmolar a millones de soldados en la playas del archipiélago japonés y forzaría un armisticio negociado. En Okinawa, debido a las constantes lluvias, rocas coralinas, fortificaciones largamente preparadas y densa vegetación, así como por el número y calidad --110,000 curtidos veteranos-- de los defensores, cada soldado podría resistir durante largo tiempo. Todo un ejército profesional se transformó inesperadamente en un gigantesco grupo de terroristas atrincherados en subterráneos que se ocultaba durante el día y atacaba durante la noche.

Okinawa se tomó, aunque hubo que pagar un precio terrible. Entre el 1 de abril y el 2 de julio de 1945 hubo 12,520 muertos y 33,632 entre heridos y desaparecidos. Durante la batalla se perdieron 763 aviones, un promedio de ocho diarios. Un promedio de cuatro aviones kamikaze (viento divino) estuvieron estrellándose contra los navíos americanos durante los tres meses del combate; 36 barcos fueron hundidos. Los japoneses, sin embargo, perdieron diez hombres por cada estadounidense. Y la lección que EEUU extrajo de la batalla no fue la necesidad de un armisticio sino la de usar la bomba atómica.

En lo que hoy es el Medio Oriente, por su parte, hasta bien entrado el siglo XX sólo vivían tribus. Al convertirse en naciones independientes, sin embargo, su renuencia a copiar las instituciones occidentales y acometer su modernización las ha condenado al estancamiento y la pobreza. Con todo, pese a las diferencias, no es difícil descubrir la similitud de cultura tribal.

La sociedad tribal es un orden cerrado. Se supone que los miembros de la tribu tienen relaciones consanguíneas, constituyen una familia que debe ser protegida y asegurada. Los de afuera son extraños y, por consiguiente, probablemente enemigos. La ampliación y perpetuación de la tribu no requiere justificación. Al vivir cerca, los miembros de la tribu no pueden sino compartir recursos más o menos equitativamente. Cuando una familia plantea demandas a otra sobre tierras, agua, derechos de pasto o mujeres, se cuestiona la identidad común. Temas vitales de este tipo pueden provocar peleas. El peligro es inmediatamente perceptible. Toda persona interviene, como por derecho propio, en los asuntos de todas las demás. Los voceros de las partes implicadas en el problema plantean sus casos cuidadosamente y se va formando una fluctuante red de alianzas e intrigas que conduce a una adjudicación mediante un prolongado proceso de discusiones y cabildeo entre los más viejos y experimentados miembros de la tribu.

Las disputas que surgen entre tribus vecinas siguen el mismo patrón aunque, por supuesto, más cargado de potenciales peligros. El fracaso pone en peligro la identidad tribal. La respuesta será violenta e inmediata. De hecho, la violencia es un componente esencial del proceso de la toma de decisiones porque es prueba de seriedad, de la voluntad de defender los intereses del grupo, independientemente de que tenga razón o no. En una sociedad tribal, por consiguiente, la violencia es un mecanismo de control social. La única forma de descubrir un cambio en el equilibrio de fuerzas es poniéndolo a prueba. Es por eso que la historia tribal tiende a ser una serie de escaramuzas donde la defensiva y la ofensiva están indisolublemente unidas. Si hay pérdida de vidas, la tribu es disminuida y tiene que obtener retribución. Puesto que la violencia es un instrumento necesario de este proceso, el odio se inflama rápidamente, pero se extingue con la misma rapidez una vez que se ha conseguido el objetivo. El enemigo de hoy puede transformarse fácilmente en el aliado de mañana contra algún tercero. La razón para entrar en un conflicto de este tipo no es tanto el deseo de infligir una pérdida a alguien como el de utilizar la victoria para aumentar el prestigio del individuo y del grupo dentro de la comunidad y a los ojos del mundo. El prestigio conseguido es un elemento indispensable del liderazgo. En gran medida, ésta es la realidad del mundo árabe y de la que surgen sus terroristas suicidas.

Estamos librando una extraña batalla contra grupos que viven mentalmente en el siglo X pero están equipados con las armas del siglo XXI. Es necesario comprender su cultura para poder derrotarlos.