La evolución del estado de derecho
Friedrich A.
Hayek
La finalidad
perseguida por las leyes no se cifra en abolir o limitar la
libertad, sino, por el contrario, en preservarla y aumentarla. En su
consecuencia, allí donde existen criaturas capaces de ajustar su
conducta a normas legales, la ausencia de leyes implica carencia de
libertad. Porque la libertad presupone el poder actuar sin someterse
a limitaciones y violencias que provienen de otros; y nadie puede
eludirlas donde se carece de leyes. Tampoco la libertad consiste
-como se ha dicho- en que cada uno haga lo que le plazca. ¿Qué
hombre sería libre si el capricho de cada semejante pudiera
gobernarlo? La libertad consiste en disponer y ordenar al antojo de
una persona, sus acciones, su patrimonio y cuanto le pertenece,
dentro de los límites de las leyes bajo las que el individuo está.
Y, por lo tanto, no en permanecer sujeto a la voluntad arbitraria de
otro, sino libre para seguir la propia.
JOHN LOCKE
1. La libertad
moderna nace en Inglaterra
Más allá del siglo XVII
inglés es difícil encontrar antecedentes de la libertad individual
en los tiempos modernos. La libertad individual
surgió inicialmente y - es probable que así
ocurra siempre- como consecuencia de la lucha por el poder, más bien
que como el fruto de un plan deliberado. Ahora bien, hubo de pasar
mucho tiempo hasta que sus beneficios se reconocieran. Por más de
doscientos años, la conservación y perfección de la libertad
individual constituyó el ideal que guió a Inglaterra y sus
instituciones y tradiciones fueron el modelo para el mundo
civilizado.
Esto no quiere decir que
la herencia de la Edad Media fuese irrelevante para la libertad
moderna. No obstante, su significación no es, en absoluto, la que a
menudo se cree. Verdad es que en muchos respectos el hombre medieval
disfrutó de más libertad de la que hoy generalmente se estima, pero
hay pocos motivos para creer que la libertad de los ingleses en la
época medieval fuera sustancialmente mayor que la de muchos pueblos
continentales. Aunque los hombres de la Edad Media disfrutaron de
muchas libertades en el sentido de privilegios concedidos a clases
sociales o a personas, difícilmente conocieron la libertad como
condición general de todo un pueblo. En determinadas esferas, las
concepciones generales prevalecientes sobre la naturaleza y fuentes
del derecho y del orden impidieron a la libertad resurgir en su
moderna forma. Ahora bien, es cierto y así puede afirmarse que
Inglaterra fue capaz de iniciar el moderno desarrollo de la libertad
porque retuvo más que otros países la idea medieval de la supremacía
de la ley, atacada en todas partes por el auge del absolutismo. El
punto de vista medieval decisivo como soporte de los desarrollos
modernos, aunque quizá solamente aceptado por completo durante los
comienzos de la Edad Media, fue que «el estado no puede crear o
hacer la ley, y desde luego menos aún abolirla o derogarla, porque
ello significaría abolir la justicia misma y eso sería un absurdo,
un pecado y una rebelión contra Dios, que es quien crea dicha
leyes». Durante siglos se reconoció como doctrina que los reyes o la
autoridad humana tan sólo podían declarar o descubrir las leyes
existentes o modificar los abusos introducidos al calor de las
mismas, pero no crear la ley. Sólo gradualmente durante
la baja Edad Media comenzó a aceptarse el concepto de deliberada
creación de la nueva ley, es decir, la legislación tal como la
conocemos.
En Inglaterra, el
Parlamento evolucionó y, de ser principalmente cuerpo
descubridor de leyes, paso a cuerpo creador de
leyes. Generalmente, en la disputa acerca de la autoridad para
legislar, en el curso de la cual las partes contendientes
reprochábanse mutuamente el actuar de modo arbitrario, es decir, en
desacuerdo con las leyes generales reconocidas, inadvertidamente,
los argumentos de la libertad individual encontraron su desarrollo.
El nuevo poder del estado nacional altamente organizado, que surgió
en los siglos XV y XVI, utilizó la legislación por primera vez como
instrumento de política deliberada. Por un momento pareció como si
este nuevo poder conduciría, tanto en Inglaterra como en el
continente, a una monarquía absoluta que habría de destruir las
libertades medievales. E1 concepto de gobierno limitado que surgió
de la lucha inglesa del siglo XVII fue un nuevo punto de partida
para afrontar nuevos problemas. Si la primitiva doctrina inglesa y
los grandes documentos medievales, desde la Carta Magna, la gran
Constitutio Libertatis, hasta nuestros días, tienen
significación en el desarrollo moderno, es porque sirvieron como
armas en esa lucha.
Aunque para nuestros
propósitos no necesitamos hacer hincapié en la doctrina medieval, sí
tenemos que examinar de cerca la herencia clásica que revivió al
comienzo del período moderno. Tal examen es importante no solo a
causa de la gran
influencia que ejerció en el pensamiento político del siglo XVII,
sino también por la significación directa que la experiencia de los
antiguos conserva en nuestro tiempo.
2. Origen de los
ideales de la antigua Atenas
Aunque la influencia de la
tradición clásica del moderno ideal de libertad es indiscutible, a
menudo su naturaleza no se comprende bien. Se ha dicho
frecuentemente que los antiguos no conocieron la libertad en el
sentido de libertad individual. Esto es verdad en muchos lugares y
periodos, incultos en la antigua Grecia, pero ciertamente no lo es
en la época de la grandeza de Atenas, ni tampoco en la República
romana de los últimos tiempos. En cambio, sí puede ser verdad en el
caso de la degenerada democracia de los tiempos de Platón, pero no,
seguramente, en la de aquellos atenienses a quienes Pericles dijo
que "la libertad que disfrutamos en nuestro gobierno se extiende
también a la vida ordinaria, donde, lejos de ejercer celosa
vigilancia sobre todos y cada uno, no sentimos cólera porque nuestro
vecino haga lo que desee". Recordemos asimismo aquellos soldados a
quienes su general advirtió en el momento del supremo peligro
durante la expedición a Sicilia, que por encima de todo estaban
luchando por un país en el que poseían "una libre discreción para
vivir como gustasen". ¿Cuáles fueron las
principales características de esa libertad de la "más libre de las
naciones libres", como Micias llamó a Atenas en la mencionada
ocasión, vistas tanto por los propios griegos como por los ingleses
de la ultima época de los Tudor o de los Estuardo?
La respuesta viene
sugerida por una palabra que los isabelinos tomaron prestada de los
griegos pero que desde entonces ha estado fuera del uso. La palabra
isonomía fue importada en Inglaterra, procedente
de Italia, al final del siglo XVI, con el significado de "igualdad
de las leyes para toda clase de personas", Poco
tiempo después se utiliza libremente por los traductores de Tito
Livio, en la forma anglicanizada de isonomy, para
describir un estado de igualdad legal para todos y de
responsabilidad de los magistrados. Continuó el uso de la palabra
durante el siglo XVII, hasta que fue desplazada
gradualmente por "igualdad ante la ley", "gobierno de la ley" e
"imperio de la ley".
La historia del concepto,
en la Grecia antigua, ofrece una interesante lección, dado que
probablemente representa el primer caso de un ciclo que las
civilizaciones parecen repetir. Cuando apareció por ver primera,
describía el estado que Solón había establecido antes en Atenas al
otorgar al pueblo "leyes iguales para los altos y los bajos"
y "ningún control de la vida publica que no fuese la certeza
de ser gobernados legalmente y de acuerdo con normas
preestablecidas" . La isonomía fue contrastada con el gobierno
arbitrario de los tiranos y llegó a popularizarse en una canción de
borrachos que celebraba el asesinato de uno de esos déspotas. El
concepto parece ser más viejo que el de democracia, y la exigencia
de igualdad de todos en el gobierno tal vez fuera una de sus
consecuencias. Para Herodoto todavía es la isonomía antes que la
democracia, “el mas bello de todos los nombres del orden político”.
Después de la implantación
de la democracia, el término continuó usándose por algún tiempo,
primero como un sinónimo de aquella y más tarde para disfrazar de
manera creciente el carácter que fue asumiendo puesto que el
gobierno democrático llegó a olvidar la igualdad ante la ley de la
que derivara su razón de ser. Los griegos entendieron claramente que
los dos ideales, aunque relacionados, no era lo mismo. Tucídides
habló sin ninguna duda sobre la "isonomía oligárquica" , y Platón
incluso uso el termino isonomía más bien en deliberado contraste con
democracia que para justificarla. Al final del
siglo IV antes de Cristo se hizo necesario subrayar que "en la
democracia las leyes deben imperar".
Frente a dichos
antecedentes, ciertos famosos pasajes de Aristóteles aparecen como
vindicación del ideal tradicional aunque ya no use el término
isonomía. En su ‘Política’ subraya que "es más propio que la ley
gobierne que lo haga cualquier ciudadano" que las personas que
disfrutan del supremo poder "deben ser nombradas sólo como
guardianes y sirvientes de la ley", y que "quien sitúa el supremo
poder en la mente lo hacen en Dios y en las leyes". Aristóteles
condena la clase de gobierno donde " impera el pueblo y no la ley",
así como aquel donde "todo viene determinado por el voto de la
mayoría y no por la ley". Para Aristóteles tal gobierno no es el
estado libre, "pues cuando el gobierno está fuera de las leyes no
existe estado libre, habida cuenta que la ley debe ser suprema con
respecto a todas las cosas". Un gobierno que «centra todo su poder
en los votos del pueblo no puede, hablando con propiedad, llamarse
democracia pues sus decretos no pueden ser generales en cuanto a su
extensión». En el siguiente pasaje de la Retórica, tenemos una
declaración bastante completa sobre el ideal del gobierno de la ley:
"Es de máxima importancia que leyes bien inspiradas definan
todos los puntos que puedan, dejando los menos posibles a la
resolución de los jueces, pues la elección del legislador no es
particular, sino general y previsora, mientras que los miembros de
la Asamblea y del jurado centran su deber en solucionar
adecuadamente los casos determinados que se les plantean".
Existe clara evidencia de
que el uso moderno de la frase "gobierno de las leyes y no de los
hombres" deriva directamente de la anterior declaración
aristotélica. Tomas Hobbes creía que fue "pura y simplemente otro
error de la Política de Aristóteles el que, en una comunidad bien
ordenada, debiesen gobernar las leyes y no los hombres",
a lo que James Harrington replicó que "el arte de instituir y
preservar una sociedad civil... (consiste en) seguir a Aristóteles y
a Tito Livio en materia de imperio de las leyes y no de los
hombres".
3. Origen de los
ideales en la República romana
A lo largo del siglo XVII
la influencia de los escritores latinos reemplaza en gran medida la
directa influencia de los griegos, por lo que resulta necesario
examinar brevemente la tradición derivada de la República romana.
Las famosas leyes de las XII Tablas, que se dicen inspiradas en una
consciente imitación de las leyes de Solón, constituyen el
fundamento de su concepción de la libertad. La primera de aquellas
estipula que “ningún privilegio o estatus será establecido en favor
de personas privadas, en detrimento de otras, contrario a la ley
común de todos los ciudadanos, que todos los individuos, sin
distinción de rango, tienen derecho a invocar" . Tal fue la
concepción fundamental bajo cuyos auspicios se formó gradualmente el
primer sistema totalmente desarrollado de derecho privado, mediante
un proceso muy similar al que dio origen al common law,
sistema muy diferente en espíritu al del último Código de
Justiniano, que determinó el pensamiento legal del continente.
El principio inspirador de
las leyes de la Roma libre nos ha sido transmitido principalmente
por las obras de historiadores y oradores del período que, una vez
más, llegaron a ejercer influencia durante el Renacimiento latino
del siglo XVII. Tito Livio cuya traductor hizo que la gente se
familiarizase con el término “isonomía”, término que el mismo Tito
Livio no uso y que proporcionó a Harrington la distinción entre
gobierno de las leyes y gobierno de los hombres. Fueron Tácito y,
sobre todo, Cicerón los principales autores a través de los cuales
se difundió la tradición clásica. Para el moderno liberalismo,
Cicerón se convirtió en la principal autoridad y a él debemos muchas
de las formulaciones más efectivas de la libertad bajo la ley. A él
pertenece el concepto de las reglas generales, de las ‘leges legum’
que gobiernan la legislación; el de la
obediencia a las leyes si queremos ser libres y el de que el juez
haya de ser tan solo la boca a través de la cual habla la ley. En
ningún otro autor se ve más claramente que, durante el período
clásico del derecho romano, se comprendió que no hay conflicto entre
la ley y libertad. Igualmente que la libertad depende de ciertos
atributos de la ley como son su generalidad y su permanencia.
Cicerón opone restricciones tajantes al poder discrecional de la
autoridad.
Este período clásico fue
también un período de completa libertad económica al que, en gran
medida, Roma debió su prosperidad y su fuerza. Sin embargo, durante
el siglo II después de Cristo el socialismo de estado avanzó
rápidamente y, con su desarrollo, la libertad
que había creado la igualdad ante la ley fue progresivamente
destruida al mismo tiempo que se iniciaban las exigencias de otra
clase de igualdad. En efecto, durante el Bajo Imperio los preceptos
legales se fueron debilitando ante una nueva política social en la
que el estado incrementaba su intervención en la vida mercantil. Las
consecuencias de esta evolución, que había de culminar bajo la égida
de Constantino, condujo, en palabras de un distinguido estudioso del
derecho romano, a que “el imperio absoluto proclamara, juntamente
con el principio de equidad, la autoridad de la voluntad imperial
libre de las barreras de la ley. Justiniano, con sus doctos
profesores, llevó tal proceso a la cima de sus conclusiones”. A
partir de este momento, durante mil años quedó relegado al olvido el
concepto de que la legislación debe servir para proteger la libertad
del individuo. Más tarde, cuando el arte de legislar fue
redescubierto, el Código de Justiniano, con sus ideas de un príncipe
que está por encima de las leyes, sirvió de modelo en el continente.
4. Lucha de los
ideales ingleses contra los privilegios
En Inglaterra, sin
embargo, la influencia que ejercieron los autores clásicos durante
el reinado de Isabel ayudó a preparar el camino para un proceso
distinto. Poco después de la muerte de la reina comenzó la gran
lucha entre el rey y el Parlamento, de la que derivó la libertad del
individuo. Es significativo que las disputas, muy similares a
aquellas con las que nos enfrentamos hoy en día, comenzaran en
materia de política económica. Al historiador del siglo XIX las
medidas de Jacobo I y Carlos I provocadoras del conflicto pudieron
parecerle cuestiones anticuadas sin ningún interés temático. Para
nosotros los problemas suscitados por los intentos reales de crear
monopolios industriales tienen un sabor familiar. Carlos I inclusó
intentó nacionalizar la industria del carbón, y pudo ser disuadido
de ello únicamente cuando se le informó de que dicha nacionalización
podía ser origen de una rebelión.
Desde que un tribunal
sentenció, en el famoso Pleito de los Monopolios,
que la concesión del privilegio exclusivo para la producción
de un artículo iba “contra el derecho común y la libertad del
ciudadano”, la exigencia de leyes iguales para todos los individuos
se convirtió en el arma principal del Parlamento frente a los deseos
reales. Los ingleses aprendieron entonces, mejor de lo que lo han
hecho hoy, que el control de la producción significa siempre la
creación de privilegios; que entraña la concesión a Pedro de un
permiso que se le niega a Juan.
Existió, no obstante, otra
clase de regulación económica, que ocasionó la primera gran
declaración del principio básico: el Memorial de Agravios
de 1610 provocado por las nuevas reglamentaciones sobre edificación
en Londres y la prohibición de fabricar almidón de trigo. La célebre
réplica de la Cámara de los Comunes declaraba que entre todos los
tradicionales derechos de los ciudadanos británicos “no existe otro
más querido y preciado que el de guiarse y gobernarse por ciertas
normas legales que otorgan a la cabeza y a los miembros lo que de
derecho les pertenece, sin quedar abandonados a la incertidumbre y a
la arbitrariedad como sistema de gobierno... De esta raíz ha crecido
el indudable derecho del pueblo de este reino a no hallarse sujeto a
ningún castigo que afecte a sus vidas, tierras, cuerpos o bienes,
distinto de los contenidos en el derecho común de este país o en los
estatutos elaborados con el consenso del Parlamento”.
Sin embargo, en la
discusión a que dio lugar el Estatuto de los Monopolios de 1624, Sir
Edward Coke, el gran fundador de los principios whigs, desarrollo
finalmente su interpretación de la Carta Magna, que se convirtió en
la piedra fundamental de la nueva doctrina. En la segunda parte de
sus Instituciones de las Leyes de Inglaterra (Institutes of the Laws
of England), que muy pronto serían impresas por orden de la Cámara
de los Comunes, refiriéndose al pleito de los monopolios, alega que
si se concede a un hombre el derecho exclusivo de fabricar naipes o
de llevar a cabo cualquier otro comercio, tal concesión es contraria
a la libertad del ciudadano que hizo esa mercancía o pudo haber
utilizado ese derecho de comercio... y, en consecuencia, es
contraria a la Carta Magna”. Incluso fue más allá de la oposición a
la prerrogativa real advirtiendo al Parlamento “que dejase que todas
las causas fueran medidas por la vara absoluta de las leyes y no por
la incierta y torcida cuerda de lo discrecional”.
De la intensa y continuada
controversia acerca de estos temas durante la guerra civil
emergieron gradualmente todos los ideales que han presidido desde
entonces la evolución política inglesa. Aquí no podemos intentar
analizar su evolución en las controversias y folletos de la época,
cuya riqueza de ideario ha comenzado a descubrirse en tiempos
recientes con la reimpresión de textos. Podemos enumerar tan solo
las ideas que fueron apareciendo con mayor frecuencia. En tiempos de
la Restauración, éstas llegaron a formar parte de una tradición
establecida, integrándose, tras la Gloriosa Revolución de 1868, en
el cuerpo doctrinal del partido victorioso.
El gran acontecimiento que
para las últimas generaciones constituyó el símbolo de los logros de
la guerra civil fue la abolición, en 1648, de los tribunales
privilegiados, y especialmente de la Cámara de la Estrella, tribunal
secreto y arbitrario que había llegado a ser, según palabras de F.
W. Maitland, a menudo citadas, “un tribunal de jueces que administra
la ley”. Casi al mismo tiempo se hizo el primer esfuerzo para
asegurar la independencia de los jueces. El tema
central de las controversias de los siguientes veinte años giró en
torno a la forma de imposibilitar la acción arbitraria del gobierno.
Los dos significados de “arbitrariedad” quedaron confusos durante
mucho tiempo al comenzar a actuar el Parlamento en forma tan
arbitraria como el mismo rey. Pero, con el tiempo, se llegó a
reconocer que la arbitrariedad de una acción no dependía de la
fuente de la autoridad, sino de que estuviese conforme con
principios generales de derecho preexistentes. Los puntos más
frecuentemente subrayados fueron que no puede existir castigo sin
una ley previa que lo establezca, que las leyes carecen de efectos
retroactivos y que la discreción de los magistrados debe hallarse
estrictamente circunscrita por la ley. En todo caso, la idea rectora
fue que la ley debía reinar, o, como expresaba uno de los folletos
polémicos del período, Lex rex.
Gradualmente surgieron dos
concepciones cruciales sobre la manera de salvaguardar los ideales
básicos: la idea de una constitución escrita y el principio de la
separación de poderes, Cuando en enero de 1660, poco antes de la
Restauración, en la "Declaración del Parlamento reunido en
Westminster" (Declaración of Parliament Assembled at Westminster) se
hizo un último intento de formular mediante un documento formal los
principios esenciales de la Constitución, se incluyó este
impresionante pasaje: "No hay nada más esencial para la libertad de
un estado que el pueblo sea gobernado por leyes preestablecidas y
que la justicia sea administrada solamente por aquellos a quienes
cabe exigir cuentas por su proceder. Formalmente se declara que, de
ahora en adelante, todas las actuaciones referentes a la vida,
libertades y bienes del libre pueblo de esta comunidad deben ser
acordes con las leyes de la nación, y que el Parlamento no se
entrometerá en la administración ordinaria o parte ejecutiva de la
ley. La misión principal del actual Parlamento, como lo ha sido de
todos los anteriores, es la de garantizar la libertad del pueblo
contra la arbitrariedad del gobierno". Conforme a tal declaración,
el principio de separación de poderes, aunque no totalmente
"aceptado por el derecho constitucional", quedó al menos como parte
de las doctrinas políticas imperantes.
5. Codificación
de la doctrina «whig»
Todas estas ideas vinieron
a ejercer una decisiva influencia durante el siguiente siglo no sólo
en Inglaterra, sino en Estados Unidos y en el continente, en la
forma sumaria en que se expusieron después de la expulsión final de
los Estuardo en 1688. Aunque quizás otras obras produjeran en su
tiempo la misma o quizá mayor influencia, el Second Treatise on
Civil Government, de John Locke, se destaca tanto por sus duraderos
efectos, que recaba nuestra atención.
La obra de Locke ha
llegado a ser conocida principalmente como justificación filosófica
de la Gloriosa Revolución, y su contribución original consiste
principalmente en sus exhaustivas especulaciones acerca del
fundamento filosófico del gobierno. Pueden diferir las opiniones en
lo que respecta al valor de la citada obra, sin embargo, el aspecto
importante, al rnenos en su época, fue la
codificación de la doctrina política victoriosa, la recopilación de
los principios prácticos que, según se acordó,
debían de controlar los poderes del gobierno a partir de ese
momento.
Aunque la preocupación de
Locke se centró en la fuente que hace legítimo el poder y en los
objetivos del gobierno en general, el problema práctico con que se
enfrenta consiste en la manera de impedir que el poder, sea quien
fuere el que lo ejerza, llegue a convertirse en arbitrario. «La
libertad de los gobernados radica en la posesión de una norma
permanente que el poder legislativo proclame para ser acatada por
las gentes y sea común a todos y cada uno de los miembros de dicha
sociedad; radica en una libertad para seguir mi propia voluntad en
todo siempre que la norma no lo prohiba; radica en no estar sujeto a
la inconstante, desconocida y arbitraria voluntad de otro ser
humano». Las razones se dirigían principalmente contra «el irregular
e incierto ejercicio del poder». El punto importante se cifraba en
el supuesto de que «quienquiera que asuma el poder legislativo o
supremo en cualquier comunidad, se halla obligado a gobernar
mediante leyes permanentes, estables, promulgadas y conocidas por el
pueblo, y no a través de decretos extemporáneos; mediante jueces
imparciales e integérrimos que han de decidir las controversias
dentro del marco de dichas leyes. Asimismo las fuerzas coactivas de
que dispone la comunidad, dentro de sus fronteras, tan sólo se
utilizarán para asegurar el recto cumplimiento de tales leyes». La
propia asamblea legislativa no es «absoluta y arbitraria», «no puede
asumir el poder de dictar normas mediante decretos arbitrarios y
extemporáneos, sino que está obligada a dispensar justicia y a
decidir los derechos de los súbditos en virtud de leyes promulgadas
y permanentes y jueces autorizados y conocidos». «El supremo
ejecutor de la ley... no tiene otra voluntad ni otro poder que el
propio que de la ley deriva».
Locke se opone a reconocer
ningún poder soberano, y el Tratado ha sido considerado
como un ataque a la idea misma de soberanía. La principal
salvaguarda práctica de Locke contra el abuso de autoridad es la
separación de poderes, que expone algo menos claramente y en una
forma menos familiar que la utilizada por algunos de sus
predecesores. Su principal preocupación estriba en la forma de
limitar la discrecionalidad «del que tiene el poder ejecutivo», pero
no ofrece especial salvaguarda para ello. Su objetivo final, que
concierne todo lo que en la actualidad se denomina limitación de
poder, la razón por la que los hombres «eligen una legislatura, es
que tiene que haber leyes y reglas que sirvan de guarda y frontera
de las pertenencias de todos los miembros de la sociedad, a fin de
limitar el poder y moderar el dominio de cada parte y miembro de
dicha sociedad».
6. Progresos del
siglo XVIII
Existe un largo camino
entre la aceptación de un ideal por la opinión pública y su completa
realización en el ámbito de la política, y es probable que el ideal
del imperio de la ley todavía no había sido completamente llevado a
la práctica cuando el sistema fue derogado, doscientos años más
tarde. De cualquier forma, el principal período de consolidación
durante el cual se introdujo de un modo progresivo en la práctica
diaria fue durante la primera mitad del siglo XVIII.
Desde la confirmación
final de la independencia de los jueces, en el Acta de
Establecimiento de 1701, hasta que en 1706 el Parlamento examinara
por última vez un proyecto de ley de proscripción —que condujo no
solamente a una nueva declaración final de todas las razones contra
tal acción arbitraria del legislador, sino también a la reafirmación
del principio de separación de poderes, el período se caracteriza
por un lento pero firme desarrollo de la mayoría de los principios
por los que los ingleses del siglo XVII habían luchado.
Unos pocos pero
significativos acontecimientos del período pueden mencionarse
brevemente, como, por ejemplo, la ocasión en que un miembro de la
Cámara de los Comunes en los tiempos en que el Dr. Johnson informaba
acerca de los debates, volvió a formular la doctrina básica de nulla
poena sine lege, de la que incluso hoy en día se alega que no forma
parte del Derecho inglés. "Que donde no haya ley
no existe transgresión es una máxima no sólo establecida por el
consentimiento universal, sino evidente e innegable por si misma. Y
no es menos cierto, Señor, que donde no hay transgresión no puede
haber castigo". Otra ocasión se presenta cuando Lord Camden, en el
caso Wilkes, aclara que los jueces se deben atener a las reglas
generales y no a los objetivos particulares de gobierno, o, en otras
palabras, que no cabe invocar razones políticas ante los tribunales
de justicia. En otros sentidos el progreso fue
más lento, y probablemente resulte cierto que, desde el punto de
vista de los humildes, el ideal de igualdad ante la ley continuó
siendo durante largo tiempo un hecho algo dudoso. Pero si el proceso
de reformar las leyes de acuerdo con el espíritu de los rnencionados
ideales fue lento, los propios principios no sólo dejaron de
constituir tema de discusión y opinión partidista, sino que incluso
llegaron a ser completamente aceptados por los tories.
En cierto sentido, sin embargo, la evolución se aleja del
ideal más bien que se acerca. En particular, el principio de
separación de poderes, aunque considerado a lo largo del siglo como
el hecho más característico de la constitución británica, fue
perdiendo fuerza en la medida en que se fue desarrollando el
gobierno de gabinete. Y el Parlamento, con sus demandas de poder
ilimitado, se halló pronto rumbo a la liquidación de otro de sus
principios.
7. Hume,
Blackstone y Paley
La segunda mitad del siglo
XVIII produjo las coherentes exposiciones de ideales que, en gran
medida, determinaron el clima de opinión de los
siguientes cien años. Como a menudo ocurre, no fueron tanto los
filósofos políticos y los jurisperitos, con sus sistemáticas
exposiciones, sino los historiadores, con sus interpretaciones de
los acontecimientos, los que llevaron tales ideas a las masas. El
más influyente entre ellos fue David Hume, quien
subrayó constantemente los puntos cruciales y de quien justamente se
ha dicho que, en su opinión, el significado real de la historia de
Inglaterra consistía en la evolución que va “del gobierno bajo el
signo de la arbitrariedad al gobierno bajo el imperio de la ley".
Por lo menos merece citarse un pasaje característico de su History
of England, cuando, refiriéndose a la abolición de la Cámara de la
Estrella, escribe: "En aquel tiempo no existía en el mundo ningún
gobierno, ni quizá lo ha habido en ninguna época histórica, capaz de
subsistir sin que algunos magistrados dispongan de cierta autoridad
arbitraria y, aunque a primera vista pudiera ser razonable, resulta
dudoso si la sociedad humana ha de poder mantenerse sin otro control
que los principios de la ley y la equidad. Ahora bien, el Parlamento
pensaba justamente que el rey era un magistrado demasiado eminente
para que se le confiara un poder discrecional que podría fácilmente
emplearse en la destrucción de la libertad. Y así se ha llegado a la
conclusión de que, aunque de los principios de la estricta adhesión
a la ley se derivan algunos inconvenientes, las ventajas los
sobrepasan. De aquí que los ingleses se inclinen a mostrar gratitud
hacia la memoria de sus antepasados que lograron establecer aquel
noble principio.
Mas tarde, en el mismo
siglo, estos ideales se dan a menudo por sobreentendidos más bien
que explícitamente declarados, y el lector moderno tiene que
inferirlos cuando quiera comprender lo que hombres como Adam Smith y
sus contemporáneos entendían por libertad. Ocasionalmente, como
ocurre en los Comentarios de Blackstone, hallamos
esfuerzos para elaborar determinados puntos, tales como la
independencia de los jueces, la separación de poderes o el
significado de la ley mediante su definición como “regla que no es
una orden transitoria e imprevista de un superior o referida a
personas determinadas, sino algo permanente, uniforme y universal".
Muchas de las más
conocidas expresiones de esos ideales se encuentran, desde luego, en
los pasajes familiares de Edmund Burke. Sin embargo, probablemente,
la más completa declaración de la doctrina del imperio de la ley se
halle en la obra de William Paley, el "gran codificador del
pensamiento en una era de codificaciones". Tal
declaración merece una cita larga: "La primera máxima del estado
libre", escribe Paley, "es que las leyes se elaboren por quienes no
han de administrarlas. En otras palabras: que los poderes
legislativo y judicial se mantengan separados. Cuando tales oficios
están unificados en las mismas personas o asambleas, las leyes son
especiales y se hacen para casos concretos, que surgen a menudo de
motivos parciales y se dirigen a fines privados. Por el contrario,
cuando tales oficios se mantienen separados, las leyes son
generales, se elaboran por un cuerpo de individuos sin que se prevea
a quien pueden afectar y, una vez promulgadas, deben ser aplicadas
por otro cuerpo de hombres a los que se les permite afectarlas...
Cuando las partes e intereses que han de ser afectados por las leyes
son conocidos, la inclinación del legislador inevitablemente caerá
de un lado o de otro, y, al no existir normas fijas que regulen las
determinaciones ni ningún poder para controlar los procedimientos,
tales inclinaciones interferirán con la integridad de la justicia
pública. La consecuencia de ello es que quienes estén sujetos a
semejante constitución tendrán que vivir sin leyes coherentes, lo
que equivale a decir sin reglas conocidas y preestablecidas, o bajo
leyes promulgadas por personas determinadas, que participan de la
contradicción e iniquidad de los motivos a los que deben su origen.
Este país se halla
resguardado efectivamente contra tales peligros mediante la división
de la función judicial y legislativa. E1 Parlamento no conoce a los
individuos sobre los que su actos van a influir; ante él no hay ni
partidos ni casos, ni deseos particulares que servir.
Consiguientemente, sus resoluciones vienen sugeridas por
consideraciones de efectos y tendencias universales que siempre
producen regulaciones imparciales y ventajosas para todos».
8. Fin de la
evolución inglesa
Con los finales del siglo
XVIII terminan las mayores contribuciones británicas al desarrollo
de los principios de la libertad. Aunque Macaulay hizo en el siglo
XIX más de lo que Hume había hecho en el XVIII, y los intelectuales
whigs de la Edinburg Review y los economistas seguidores de la
tradición de Adam Smith, como J. R. MacCulloch y N. W. Senior,
continuaron reflexionando sobre la libertad de acuerdo con los
cánones clásicos, hubo poco desarrollo posterior. El nuevo
liberalismo que gradualmente desplazó a las tendencias whigs se
presentó, cada vez más, bajo la influencia de las tendencias
racionalistas de los filósofos radicales y de la tradición francesa.
Bentham y sus utilitaristas, con su menosprecio de la mayoría de los
rasgos más admirados de la constitución británica, contribuyeron
poderosamente a la tarea de destruir las creencias que Inglaterra
había conservado en parte desde los tiempos medievales. Este grupo
introdujo en la Gran Bretaña lo que hasta entonces no había
existido: el deseo de rehacer la totalidad de los derechos e
instituciones en base a principios racionales.
La falta de comprensión de
los principios tradicionales de la libertad inglesa por parte de los
hombres guiados por los ideales de la Revolución francesa, viene
claramente ilustrada por uno de los primeros apóstoles en Inglaterra
de dicha Revolución: el doctor Richard Price. Ya en 1778 alegaba que
“la libertad está demasiado imperfectamente definida cuando
se habla de gobierno de la ley y no
del gobierno de los hombres. Si las leyes hechas por un
hombre o un grupo de hombres dentro de un estado y no por el
consentimiento común, tal gobierno no difiere de la esclavitud” .
Ocho años más tarde fue capaz de escribirle a Turgot: “¿A qué se
debe que sea usted casi el primero de los autores de su país en
haber dado una idea justa de la libertad y mostrado la falsedad de
la noción, tan frecuentemente repetida por casi todos los escritores
republicanos, de que la libertad consiste en estar sujeto sólo a las
leyes?”. A partir de este momento y en lo sucesivo, el concepto
esencialmente francés de la libertad política comenzó a desplazar
progresivamente el ideal inglés de libertad individual, hasta que
pudo decirse que “en Gran Bretaña, que hace poco más de un siglo
repudiaba las ideas en que se basaba la Revolución Francesa y
dirigía la resistencia contra Napoleón, tales ideales han
triunfado”. Aunque en Gran Bretaña la mayoría de los logros del
siglo XVIl fue conservada más allá del siglo XIX, es forzoso dirigir
la vista hacia otros países para descubrir el desarrollo posterior
de los ideales que fueron el fundamento de aquellas realizaciones.
1. La
contribución norteamericana: el constitucionalismo
«Cuando en 1767 el
modernizado Parlamento inglés —obligado desde dicha fecha por los
principios de soberanía parlamentaria ilimitada e ilimitable—
declaró que la mayoría podía aprobar cualquier ley que estimara
conveniente, tal declaración fue saludada por los habitantes de las
colonias con exclamaciones de horror. James Otis y Sam Adams, en
Massachusetts; Patrick Henry, en Virginia, y otros dirigentes
coloniales a lo largo de los territoricos de la costa gritaron:
¡Traición y Carta Magna! La aludida doctrina parlamentaria
—insistieron— destruye la esencia de todo aquello por lo que los
antepasados británicos habían luchado; suprime el propio aliento de
la admirable libertad anglosajona por la que los patriotas y los
hombres de bien ingleses habían muerto» . Son palabras con que uno
de los modernos autores americanos, entusiasta del poder ilimitado
de la mayoría, describe la iniciación del movimiento que condujo a
un nuevo intento de asegurar la libertad del individuo.
El movimiento, en sus
comienzos, estuvo por completo basado en los tradicionales conceptos
de las libertades que tenía el pueblo inglés. Edmund Burke y otros
ingleses simpatizantes no fueron los únicos que hablaron de los
colonos como de gentes «entusiastas no solamente de la libertad.
sino de la libertad según los ideales ingleses y basada en
principios ingleses». Los mismos colonos habían mantenido desde
mucho tiempo antes tales puntos de vista Sentían
que defendían los principios de la Revolución whig de 1688,
cuando «los estadistas whigs elogiaron al general Washington
congratulándose de que América hubiese resistido e insistido en e1
rcconocimiento de la independencia», también los colonos elogiaron a
Williar Pitt y a los estadistas whigs que habían estado a su lado.
En
Inglaterra, después de la completa victoria del Parlamento, fue
cayendo en el olvido la idea de que ningún poder debe ser arbitrario
y de que todos los poderes tienen que estar limitados por una ley
superior. Sin embargo, los colonos habían importado tales ideas con
ellos y, por tanto, se rebelaron contra el Parlamento, objetando no
sólo que no estaban representados en dicho Parlamento, sino más aún:
que éste no reconocía límite a sus poderes. Con esta aplicación del
principio de la limitación legal del poder mediante principios
superiores al Parlamento mismo, pasó a los americanos la iniciativa
del ulterior desarrollo del ideal de gobierno libre.
Los americanos fueron
singularmente afortunados, como quizás no lo haya sido ningún otro
pueblo en situación parecida, al contar entre sus dirigentes cierto
numero de eminentes investigadores de filosofia poltica. Es un hecho
destacable que, cuando en muchos otros respectos el nuevo país
estaba todavía muy atrasado, podía afirmarse que “solamente en
ciencia política América ocupa el primer lugar. Aparecen seis
americanos al mismo nivel que los más sobresalientes europeos; al
mismo nivel que Smith y Turgot, Mill y Humboldt”.
Estos americanos eran además hombres tan imbuidos de la
tradición clásica como cualquiera de los pensadores ingleses del
siglo precedente y totalmente conocedores de las ideas de dicho
siglo.
2. La
Constitución como limitación
Las pretensiones y razones
expuestas por los colonos en el conflicto con la madre patria se
basaron enteramente, hasta la ruptura final, en
los derechos y privilegios a que se consideraban acreedores
como ciudadanos británicos. Solamente cuando descubrieron que la
Constitucion británica, en cuyos principios habían creído
firmemente, poseía poca fuerza y no podía invocarse exitosamente
contra las pretensiones del Parlamento, llegaron a la conclusión de
que tenían que edificar los cimientos que faltaban y consideraron
como doctrina fundamental que “ la constitución permanente” era
esencial para el gobierno libre y que significaba gobierno limitado.
Desde el comienzo de su historia habían llegado a familiarizarse con
documentos escritos, tales como los del Mayflower y los estatutos
coloniales, que definían y circunscribían los poderes del gobierno.
La experiencia les había
enseñado asimismo como una constitución que define y separa los
diferentes poderes, limita necesariamente los poderes de cualquier
autoridad. Una constitución podía ceñirse a materias de
procedimiento y a determinar únicamente las fuentes de toda
autoridad; sin embargo, dificilmente cabría llamar constitución a un
documento que simplemente afirmara qué ley era todo lo que
determinadas personas o cuerpos administrativos
decretasen como tal. Sabían que, una vez que dicho documento
asignase poderes específicos a diferentes autoridades, debía también
limitar sus poderes no sólo con respecto a los súbditos o a los
fines perseguidos, sino también en lo concerniente a los métodos que
habían de utilizarse. Para los colonos, la libertad significaba que
el gobierno tuviese poderes solamente para las acciones
explícitamente requeridas por la ley y que nadie
pudiese disponer de ningún poder arbitrario.
De esa manera, el concepto
de constitución llegó a enlazarse íntimamente con el concepto de
gobierno representativo en el que los poderes de los representantes
estuvieran estrictamente circunscritos por el documento que los
determinase. La fórmula de que todo el poder deriva del pueblo se
refería no tanto a la periódica elección de representantes como al
hecho de que el pueblo organizado en asamblea constituyente tenía el
derecho exclusivo de determinar los poderes de la legislatura
representativa. La constitución fue concebida tanto como una
protección del pueblo contra la acción arbitraria del poder
legislativo como contra la demás ramas del gobierno.
Una constitución que
limita el gobierno de esa manera debe contener lo que en efecto son
normas constitutivas además de provisiones reguladoras del origen de
la autoridad. Debe establecer principios generales que gobiernen los
actos de la legislatura nombrada. De esta forma, la idea de
constitución implica no solamente la idea de jerarquía de autoridad
o poder, sino también la de jerarquía de preceptos legales, desde
aquellos que poseen un alto grado de generalidad y derivan de un
control superior de la autoridad, a las ordenanzas más particulares
que proceden de una autoridad delegada.
3. Fundamentos de
la libertad.
El concepto de una ley
superior que gobierna la legislación ordinaria es muy viejo. En el
siglo XVlll solía concebirse como ley divina o ley natural o ley de
la razón. Sin embargo, la idea de hacer a esta ley superior
explícita y obligatoria, mediante su transcripcion a un documento,
aunque no enteramente nueva, fue puesta en práctica por vez primera
por los colonos revolucionarios. Las colonias individuales tuvieron
de hecho su primera experiencia en materia de codificación de dicha
ley superior, partiendo de una base popular más amplia que la de la
legislación ordinaria. Ahora bien, el modelo que había de influir
profundamente al resto del mundo fue la Constitución Federal.
La distinción fundamental
entre constitución y leyes ordinarias es similar a la que se
establece entre leyes en general y su aplicación por los tribunales
a un caso particular. De la misma forma que al decidir casos
concretos los jueces se hallan sujetos a normas, así el legislador
al hacer leyes particulares está ligado por principios generales. La
justificación para dichas distinciones es también similar en ambos
usos. De la misma forma que una decisión judicial se considera justa
solamente si se subordina a las leyes generales, así las leyes
ordinarias se consideran justas sólo si se conforman con ciertos
principios generales; y de la misma forma que deseamos impedir que
el juez infrinja la ley por razones particulares, también queremos
prevenir que el legislador infrinja ciertos principios generales por
amor a causas temporales e inmediatas.
Ya hemos discutido la
razón de la necesidad de tales principios en otro campo. Los
hombres, en la persecución de objetivos inmediatos, están más o
menos expuestos, a violar reglas de conducta
cuya observancia desearían que fuera general. Debido a la
restringida capacidad de nuestra inteligencia, los objetivos
inmediatos aparecen siempre muy importantes y tendemos a sacrificar
a ellos las ventajas a largo plazo. Tanto en la conducta social como
en la individual, sólo podemos acercarnos a una medida de
racionalidad o coherencia si tomamos decisiones particulares,
sometiéndolas a principios generales independientes de las
necesidades momentáneas. A1 igual que cualquier otra actividad
humana, la legislación no puede pasarse sin la guía de los
principios.
La legislatura, al igual
que el individuo, se mostrará más refractaria a adoptar ciertas
medidas a favor de un objetivo importante, inmediato, si ello
requiere el rechazo explícito de principios formales enunciados.
Incumplir una obligación particular o quebrantar una promesa es
distinto a declarar explícitamente que los contratos o las promesas
pueden ser rotos o incumplidos siempre que ocurran tales y tales
condiciones generales. Así, conceder retroactividad a una ley,
conferir privilegios o imponer castigos a determinadas personas es
distinto de rescindir el principio que esto no se debe de hacer
nunca. Y una legislatura que para lograr cierto gran objetivo
infringe los derechos de propiedad o la libertad de palabra es
completamente distinto de que tenga que establecer las condiciones
generales bajo las cuales tales derechos pueden ser infringidos.
Señalar las condiciones
bajo las cuales las acciones de la legislatura son legítimas
provocará, probablemente, efectos beneficiosos incluso si los mismos
legisladores son requeridos a declarar los principios en que se
apoyan, de manera similar a como lo hacen los jueces en el desempeño
de su misión de juzgar. La máxima efectividad consistirá, sin
embargo, en que otro cuerpo tenga poder para modificar los
principios básicos, especialmente si el procedimiento es largo y,
por lo tanto, brinda el tiempo necesario para que se conozca en sus
justas proporciones la importancia del objetivo particular que ha
dado origen a la demanda de modificación. Es digno de hacer notar
aquí que, en general, las asambleas constituyentes o cuerpos
colegiados similares establecidos para promulgar los principios más
generales de gobierno se consideran competentes para hacer solamente
esto y no para promulgar una ley particular.
La expresión un
“llamamiento del pueblo embriagado al pueblo sobrio”, que a menudo
se usa a este respecto, sólo subraya un aspecto de un problema mucho
más amplio. La ligereza de la frase probablemente ha oscurecido más
el tema que otra cosa. El problema no consiste tan sólo en dar
tiempo para que las pasiones se serenen, aunque a veces esto resulte
muy importante, sino en tener en cuenta la general incapacidad
humana para considerar explícitamente todos los probables efectos de
una determinada medida y su dependencia de generalizaciones o
principios, siempre que se quiera que las decisiones individuales
encajen dentro de un todo coherente. A los hombres les resulta
“imposible dictaminar sobre sus intereses de manera tan efectiva
como la que se logra mediante la universal e inflexible observancia
de las reglas de la justicia”.
No es necesario señalar
que el sistema constitucional no entraña la limitación absoluta de
la voluntad del pueblo, sino la mera subordinación de los objetivos
inmediatos a los que se logran a largo plazo. En efecto, ello
significa una limitación de los medios de que dispone la mayoría
temporal para el logro de objetivos particulares mediante principios
generales establecidos por otra mayoría de antemano y para un largo
período. Para decirlo de manera diferente, el acuerdo de someter
determinadas soluciones a la voluntad de la mayoría temporal se basa
en el entendimiento de que esta mayoría se sujetará a principios más
generales establecidos de antemano por una corporación más amplia.
Esta división de autoridad
implica más de lo que a primera vista pudiera parecer, pues supone
el reconocimiento de límites al poder del razonamiento deliberado y
la preferencia de confiar en principios probados, antes que en
soluciones ad hoc. Lo que es más: implica que la
jerarquía de las reglas no termina necesariamente con los preceptos
de derecho constitucional explícitamente declarados. Al igual que
las fuerzas que gobiernan la mente individual, las fuerzas que
contribuyen al establecimiento del orden social son de muchas clases
e incluso las constituciones están basadas, o se presupone que lo
están, en un acuerdo básico sobre los principios más fundamentales,
principios que pueden no haber sido nunca expresados explícitamente
aunque precedan y hayan hecho posible el consentimiento y las leyes
fundamentales escritas. No debemos creer que, porque hayamos
aprendido a hacer leyes deliberadamente, todas las leyes deban ser
producto deliberado de la mente humana. Un grupo puede formar una
sociedad capaz de hacer leyes, porque sus
integrantes tienen principios comunes que hacen posible la discusión
y la persuasión, a los que deben conformarse las reglas articuladas
para que se acepten como legítimas.
De todo lo anterior se
deduce que ninguna persona o grupo de personas tiene completa
libertad para imponer a los demás las leyes que deseen. El punto de
vista contrario que subraya el concepto de soberanía de Hobbes -y el
positivismo legal que se deriva de ella-surge de un falso
racionalisrno que concibe una razón autónoma y
desprecia el hecho de que todos los pensamientos racionales se
mueven dentro de un marco de creencias e instituciones no
racionales. El constitucionalismo significa que todos los poderes
descansan en el entendimiento de que se ejercitarán de acuerdo con
principios generalmente aceptados y de que las personas a quienes se
les confieren son seleccionadas porque se piensa que cuentan entre
las más apropiadas para hacer lo que se considera justo, cosa bien
distinta de que cualquier cosa que dichas personas hicieran debiera
considerarse justo. En última instancia, el constitucionalismo
descansa en la comprensión de que el poder no es un hecho fisico,
sino un estado de opinión que hace que las gentes obedezcan.
Solamente un demagogo
puede presentar como “antidemocráticas” las limitaciones que imponen
al poder de las mayorías temporales las decisiones a largo plazo y
los principios generales mantenidos por las gentes. Estas
limitaciones fueron concebidas para proteger al pueblo contra
aquellos a quienes debe conceder poder y son los únicos medios de
que dispone para determinar el carácter general del orden bajo el
cual vivirá. Es inevitable que al aceptar los principios generales
se ate de manos en lo que respecta a soluciones particulares. Los
miembros de una comunidad que se encuentran en mayoría, sólo
absteniéndose de tomar medidas que no desearían que se les aplicaran
a ellos pueden prevenir la adopción de las mismas cuando se
encuentren en minoríia. de hecho, la sujeción a principios a largo
plazo da al pueblo mas control sobre la naturaleza general del orden
político del que poseería si tal naturaleza sólo estuviese
determinada por decisiones sucesivas de casos particulares. Una
sociedad libre necesita, ciertamente, medios permanentes de
restricción de los poderes del gobierno, sin que importe cual pueda
ser el objetivo particular del momento. La Constitución que la nueva
nación americana se dio a si misma significó definitivamente no só1o
la regulación del origen del poder, sino el fundamento de la
libertad; la protección del individuo contra la coacción arbitraria.
4. Constituciones
y Declaraciones de Derechos.
Los once años que
transcurieron entre la Declaración de Independencia y la
estructuración de la Constitución federal fueron para los trece
nuevos estados un período de experimentación de los principios del
constitucionalismo. En algunos respectos sus constituciones
individuales muestran, más claramente que la Constitución final de
la Unión, hasta que grado la limitación del poder gubernamental
supuso el objetivo del período constitucionalista. Esto se deduce,
sobre todo, de la preeminente posición que se dio en todas partes a
los derechos individuales enumerados o dentro de
los textos constitucionales o como declaraciones específicas de
derechos. Aunque muchos no fueran más que una nueva declaración de
los que de jure o de facto habían disfrutado los colonos, y la
mayoría de los restantes se formularan rápidamente y con referencia
a casos generalmente en discusion, mostraron claramente lo que
significa el constitucionalismo para los americanos. En un lugar o
en otro anticiparon la mayoría de los principios que habían de
inspirar a la Constitución federal. La principal preocupación de
todos los ciudadanos, como expresó la Declaración de Derechos que
precedió a la Constitución de Massachusetts, de 1780, consistió en
que el gobierno fuese "un gobierno de leyes y no de hombres".
La más famosa de tales
Declaraciones de Derechos, la de Virgina, que fue formulada y
adoptada antes de la Declaración de Independencia y se inspiró en
precedentes ingleses y coloniales, sirvió principalmente de
prototipo, no sólo para las de los restantes estados, sino también
para la Declaración francesa de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano de 1789 y, a través de esta última, para todos los
documentos europeos similares. Aunque en sustancia las varias
Declaraciones de Derechos de los estados americanos y sus
principales cláusulas son hoy familiares para todo el mundo, algunas
de estas provisiones merecen mención, como, por ejemplo, la
prohibición de que las leyes sean retroactivas, que aparece en
cuatro de las Declaraciones de Derechos de los estados, o la de los
"monopolios y concesiones a perpetuidad", que se encuentra en dos.
También es importante la fórmula enfática que utilizan algunas de
las constituciones para establecer el principio de la separación de
poderes, sin duda porque en la práctica tal principio se incumple
bastante más de lo que se observa. Otro hecho destacable, que al
lector de nuestros días pudiera considerar simple retórica y que,
sin embargo, a los hombres de aquel tiempo les pareció muy
importante, es la invocación de los "principios fundamentales de
libre gobierno" que varias de las constituciones contienen y el
insistente recordatorio de que "para preservar la bendición de la
libertad es absolutamente necesario recurrir constantemente a
principios fundamentales".
Verdad es que muchos de
tan admirables principios en gran parte no pasaron de la teoría y
que las legislaturas de los estados pronto estuvieron cerca de
pretender la misma omnipotencia que había pedido el Parlamento
británico; y tampoco es menos cierto que “bajo la mayoría de las
constituciones revolucionarias la legislatura fue verdaderamente
omnipotente y el ejecutivo cortespondientemente débil, pues casi
todos los instrumentos confirieron al cuerpo legislativo un poder
prácticamente ilimitado. En seis de los textos no se estipuló nada
que impidiese que la legislatura enmendase la constitución mediante
un proceso legislativo ordinario". Donde no
ocurrió lo anterior, la legislatura a menudo pasó por alto
despóticamente el texto constitucional y, lo que es más, aquellos
derechos no escritos de los ciudadanos que tales constituciones
habían tratado de proteger. Sin embargo, el desarrollo de
salvaguardias explcitas que liberaran de tales abusos requirió
tiempo, y la principal lección del período de la Confederación fue
que la mera incripción del texto constitucional en el papel cambia
pocas cosas, a menos que se arbitre un sistema explícito para
hacerlo cumplir.
5. Descubrimiento
del federalismo.
Mucho se deduce del hecho
de que la Constitucióon americana sea producto deliberado de la
mente y de que por vez primera en la historia moderna un pueblo
organice con pleno conocimiento la clase de gobierno bajo el cual
desea vivir. Los mismos americanos tuvieron plena conciencia de la
singular naturaleza de su empresa y en cierto sentido estuvieron
guiados por un espíritu de racionalismo, por un deseo de construir
deliberadamente y de establecer procedimentos pragmáticos que están
más cerca de la que hemos denominado la tradición francesa
que de la tradición inglesa. Tal actitud fue reforzada
a menudo por una desconfianza general de lo tradicional y el
exuberante orgullo de que la nueva estructura fuese en su totalidad
obra de los propios americanos. El fenómeno es más justificable en
este caso que en muchos otros similares, aunque no deje de ser
esencialmente erróneo. Es de destacar cuán diferente de ninguna otra
estructura deliberadamente pensada es el marco de gobierno que en
definitiva emergió y cuanto de dicho resultado se debió a accidentes
historicos o a la aplicación de principios heredados a una nueva
situación; qué nuevos descubrimientos contenidos por la Constitución
federal fueron resultado de la adscripción de principios
tradicionales a problemas particulares y cuales surgieron como
consecuencia de ideas generales oscuramente percibidas.
Cuando la Convención
Federal, encargada de "adecuar más la Constitución del Gobierno
federal a las exigencias de la Unión", se reunió en Filadelfia en
mayo de 1787, los dirigentes del federalismo se enfrentaron con dos
problemas. Mientras todos estaban de acuerdo en que los poderes de
la Confederación eran insuficientes y debían fortalecerse, persistía
la preocupación de limitar los poderes del gobierno como tal
gobierno. Dentro de la reforma que se pretendía, el motivo menos
importante no lo constituía el doblegar los poderes que se arrogaban
las legislaturas de los estados. La experiencia de la primera década
de independencia había mudado el énfasis de la protección contra un
gobierno arbitrario a la creación de un gobierno común efectivo,
pero a la vez también había suministrado nuevos argumentos para que
el uso del poder por las legislaturas de los estados resultase
sospechoso. Apenas se previó que la solucion del primer problema
proporcionaría la respuesta al segundo y que la transferencia de
ciertos poderes esenciales al gobierno central, a la vez que se
dejaban los restantes a los distintos estados, proporcionaría un
límite efectivo a todos los gobiernos. Parece ser que se debe a
Madison la idea de que salvaguardar adecuadamente los derechos
privados y que el gobierno nacional poseyera, a su vez,
poderes adecuados constituia, en definitiva, un mismo
problema, “habida cuenta que un gobierno nacional fortalecido podría
ser elemento que equilibrara las crecidas prerrogativas de las
legislaturas de los estados". De esta manera surgió el gran
descubrimiento de lo que más tarde Lord Acton caracterizó así: “EI
federalismo ha sido la más eficaz y la más congénita de todas las
regulaciones de la democracia... E1 sistema federal limita y
restringe el poder soberano mediante su división y mediante la
asignación al gobierno de ciertos derechos definidos. Es el único
método de moderar no só1o a la mayoría, sino también el poder de
todo el pueblo, y proporciona la fuerza base de una segunda cámara
que ha entrañado seguridad esencial para la libertad en todas las
genuinas democracias".
No siempre se entiende por
qué la división de poderes entre diferentes autoridades disminuye el
poder de quienquiera que lo ejercite. No se trata tan sólo de que
las distintas magistraturas, en virtud del mutuo celo, impidan entre
si los excesos del mando. Más importante es el hecho de que ciertas
clases de coacción requieran el uso conjunto y subordinado de
diferentes poderes o el empleo de distintos medios y que, si tales
medios se encuentran en diferentes manos, nadie puede ejercitar los
aludidos tipos dc coacción. El ejemplo más familiar viene dado por
muchas formas de intervención económica que sólo resultan efectivas
si las autoridades que las ejercen pueden fiscalizar el movimiento
de hombres y de mercancías más allá de las frontcras de un
territorio. Si esta segunda fiscalización falta, aunque se ejerza la
primera o dc tipo interno, no se pueden perseguir directrices que
para su efectividad requirirían el uso conjunto de ambas
intervenciones. El gobierno federal, en lo que a esto respecta y en
un sentido muy definido, es un gobierno limitado.
El otro rasgo principal de
la Constitución, relevante en nuestro caso, es la previsión que
garantiza los derechos individuales. La razón por la que en
principio se decidió no incluir una declaración de derechos en la
Constitución y las consideraciones que más tarde persuadieron
incluso a aquellos que en principio se habían opuesto a tal
decisión, son igualmente significativas. El argumento en contra de
la inclusión fue expuesto explícitamente por Alexander Hamilton en
el Federalist: «Las declaraciones de derechos son no
sólo innecesarias en la Constitución propuesta, sino incluso
peligrosas. Tienen que contener varias excepciones a poderes no
otorgados y, por lo tanto, suministrarían un lógico pretexto para
pretender mas que lo que se concedió. ¿A qué conduce declarar que no
se harán tales cosas si no hay poder para hacerlas? Por ejemplo,
¿por qué debería decirse que la libertad de prensa no puede ser
restringida si no se conceden poderes para que tales restricciones
se impongan? No discutiré que tal previsión confiriese un poder
regulador, pero es evidente que suministraría a los hombres
dispuestos a la usurpación una pretensión plausible para reclamar la
aludida facultad. Tales hombres podrían arguir con apariencia de
razón que la Constitución no debiera estar obligada al absurdo de
contener previsiones contra el abuso de una autoridad ilegítima y
que las disposiciones contra la restricción de libertad de prensa
implican, sin duda, que la autoridad deseaba investirse de la
facultad de dictar regulaciones convenientes con respecto a ella. Lo
anterior evidencia que el celo poco juicioso que se pone en la
defensa de los derechos humanos lleva consigo concesiones que
fortalecen la dialéctica a favor de la doctrina de los poderes
constructivos».
La objeción básica, por
tanto, consistió en que la Constitución pretendió proteger un
complejo de derechos individuales mucho más amplio de lo que
cualquier documento pudiera enumerar exhaustivamente y que cualquier
enumeración explícita de algunos de estos derechos probablemente
sería interpretada en el sentido de que los restantes no se hallaban
protegidos. La experiencia demostró la
existencia de poderosas razones para temer que ninguna declaración
de derechos pudiera comprender todos los implicados en “los
principios generales que son comunes a nuestras instituciones", y
que singularizar algunos de estos derechos parece entrañar que los
otros carecieran de protección. Por otra parte, pronto se reconoció
que la Constitución confiere obligatoriamente al gobierno poderes
que pueden ser usados para infringir los derechos individuales si
tales derechos no fueran especialmente protegidos y que, puesto que
algunos habían sido mencionados en el texto constitucional,
ventajosamente podía añadirse un catálogo más completo. “Una
declaración de derechos -se dijo más tarde- es importante y a menudo
puede ser indispensable siempre que opere como una calificación de
los poderes realmente concedidos por el pueblo al gobierno. Esta es
la base real de todas las declaraciones de derechos en la madre
patria, en la constitución y leyes coloniales y en las
constituciones de los estados. “La declaración de derechos es una
protección importante contra la conducta opresiva e injusta por
parte del pueblo mismo".
E1 peligro, tan claramente
percibido en su momento, se evitó mcdiante la cuidadosa previsión
(en la Novena Enmienda) de que “la enumeración de ciertos derechos
en esta Constitución no se interpretará como la negación o
menosprecio de otros que conserva el pueblo"; previsión cuyo
significado se olvidó por completo más tarde.
Debemos, al menos,
mencionar brevemente otro rasgo de la Constitución americana para
que no parezca que la admiración que los protagonistas de la
libertad han sentido siempre por ella se extiende también
necesariamente a ese aspecto, producto particular de la misma
tradición. La doctrina de la separación de poderes condujo a la
formación de una República presidencial en la que el jefe del
Ejecutivo deriva su poder directamente del pueblo y, en
consecuencia, puede pertenecer a un partido diferente del que
controla la legislatura. Más tarde veremos que la interpretación de
la doctrina sobre la que se apoya este sistema no es en absoluto
exigida por el objetivo al que sirve. Es difícil ver la conveniencia
de interponer este obstáculo a la eficencia del Ejecutivo y uno
puede pensar que las otras ventajas de la Constitución americana
podrían pareciarse mejor si no estuvieran combinadas con este rasgo.
6. El desarrollo
del poder judicial
Si consideramos que el
principal objetivo de la Constitución fue establecer límites a la
actuación de las legislaturas, se hace evidente que debían adoptarse
medidas para aplicar tales restricciones según los metodos fijados
en relación con otras leyes y principalmente a través de tribunales.
No es sorprendente, por tanto, el que un cuidadoso historiador
encuentre que “la revisión judicial, en vez de ser una invención
americana, es tan vieja como el derecho constitucional mismo, y sin
ella nunca hubiera quedado implantado el constitucionalismo”. En
razón del carácter del movimiento que condujo a la redacción de una
constitución escrita, debe ciertamente parecer curioso que no se
haya discutido jamás la necesidad de tribunales que puedan declarar
la inconstitucionalidad de las leyes. El hecho
importante, en definitiva, es que para algunos redactores de la
Constitución la revisión judicial era una parte necesaria y per se
evidente del texto en cuestión; que cuando se presentó la ocasión de
defender la concepción en las primeras discusiones, tras haber sido
adoptados aquellos redactores, fueron suficientemente explícitos en
sus manifestaciones; y por último, que a través de una decisión del
Tribunal Supremo ello alcanzó la categoría de ley general. Tal
revisión ya había sido aplicada por los tribunales con respecto a
las constituciones de los estados (y en unos pocos casos incluso
antes de la adopción de la Constitución federal), aunque ninguna de
las constituciones estatales la había previsto explícitamente y, por
tanto, pareció obvio que los tribunales federales debían tener el
mismo poder en lo que a la Constitución federal concierne. El
dictamen del presidente de la Corte Suprema, Marshall, en su caso
Marbury versus Madison, por el que estableció el principio, es
justamente famoso por la magistral manera de compendiar su
exposición razonada de la constitución escrita.
A menudo se ha señalado
que, hasta cincuenta y cuatro años después, el Tribunal Supremo no
tuvo nueva ocasión de reafirmar tal poder; sin embargo, debe
destacarse que los tribunales estatales lo usaron frecuentemente
durante dicho período y que la no utilización por el Tribunal
Supremo sería significativa solamente si pudiera demostrarse que no
se empleó en casos donde debiera haberlo sido. Además, está fuera de
toda discusión el hecho de que precisamente en este período se
desarrollo completamente toda la doctrina constitucional en que se
basó la revisión judicial. Durante estos años aparece una literatura
única sobre las garantías legales de la libertad individual, que
merece un lugar en la historia de la libertad, junto al de los
grandes debates ingleses de los siglos XVII y XVIII. Si nuestra
exposición fuera más completa, las contribuciones de James Wilson,
John Marshall Joseph Story, James Kent y Daniel Webster merecerían
una consideración cuidadosa. La última reacción contra la doctrina
de estos autores ha oscurecido en cierta manera la gran influencia
que dicha generación de juristas tuvo en la evolución de la
tradición política americana.
Tan solo podemos examinar
otro de los desarrollos de la doctrina constitucional durante el
período en cuestión. Se trata del creciente reconocimiento de que un
sistema constitucional basado en la separación de poderes presupone
una clara distinción entre leyes propiamente dichas y aquellos otros
estatutos provenientes de la legislatura que no son reglas
generales. En las discusiones de este período encontramos constantes
referencias al concepto de “leyes generales formadas mediante un
proceso deliberatorio, fuera de la influencia singular de ningun
representante y desconociendo a quienes afectarán”. Hubo
muchas controversias sobre la indeseabilidad de los actos
“especiales” en contraposición a los actos “generales”. Las
decisiones judiciales subrayaron repetidamente que las leyes
propiamente dichas debían ser “leyes públicas generales que
obligarían a cada rniembro de la comunidad bajo circunstancias
similares”. Se hicieron varios intentos de incluir esta distinción
en las constituciones de los estados hasta que se llegó a considerar
como una de las principales limitaciones de la legislatura. Ello, en
unión de la explícita prohibición de leyes retroactivas por parte de
la Constitución federal (en cierta manera exclusivamente restringida
a las leyes criminales, en virtud de una temprana decisión del
Tribunal Supremo), indica hasta que punto las reglas
constitucionales quisieron significar el control de la legislación
sustantiva.
7. Recurso sobre
constituciones de la legislación
Cuando, hacia la mitad del
siglo, el Tribunal Supremo tuvo nueva ocasión de reafirmar su poder
para examinar la constitucionalidad de las leyes aprobadas por el
Congreso, la realidad de tal misión fue severamente puesta en duda.
E1 problema había llegado a ser más bien el de la naturaleza de las
limitaciones sustantivas que la Constitución o los principios
constitucionales imponían sobre la legislación. Durante un cierto
tiempo las decisiones judiciales invocaban libremente la “naturaleza
esencial de todos los gobiernos libres” y “los principios
fundamentales de la civilizacion”, pero gradualmente, a medida que
el ideal de soberanía ganó influencia, ocurrió lo que los oponentes
a la enumeración explícita de los derechos protegidos habían temido:
llegó a aceptarse como doctrina que los tribunales carecieran de
facultades para “declarar la nulidad de un acto porque, en su
opinión, es contrario a un supuesto espíritu que la Constitucion
entrañaría pero que no expresa en palabras”. El significado de la
Novena Enmienda fue olvidado y parece seguir en el olvido desde
entonces.
En la forma antedicha,
ligados los jueces del Tribunal Supremo a las previsiones explícitas
de la Constitución, se encontraron durante la segunda mitad del
siglo en una posición en cierta manera peculiar, al enfrentarse con
usos del poder legislativo que en su opinión la Constitución había
tenido intención de impedir pero que no prohibía explícitamente. De
hecho, en principio, ellos mismos se despojaron de un arma que les
había suministrado la Catorce Enmienda. La prohibición de que
“ningún estado promulgará u obligará a cumplir ninguna ley que
derogue los privilegios o inmunidades de los ciudadanos de los
Estados Unidos” estuvo reducida durante cincuenta años a “nulidad
práctica”, por decisión del Tribunal Supremo.
Sin embargo, el mantenimiento del mismo precepto que dice: “ningún
estado despojará a nadie de la vida, la libertad o la propiedad sin
que medie el debido proceso, ni negará a nadie, dentro de su
jurisdicción, idéntica protección de las leyes”, iba a adquirir para
siempre una importancia no prevista.
La cláusula del “debido
proceso” de la mencionada Enmienda reitera, con referencia explícita
a la legislación del estado, lo que ya la Quinta Enmienda había
previsto y varias constituciones estatales similarmente declarado.
En general, el Tribunal Supremo había interpretado la primitiva
cláusula de acuerdo con lo que indudablemente fue su significado
original de “debido proceso para el cumplimiento de la ley”. Pero en
los úultimos veinticinco años del siglo, cuando, por una parte,
había llegado a ser doctrina indiscutible que sólo la letra de la
Constitución podía justificar una declaración del tribunal sobre la
inconstitucionalidad de la ley, y cuando, por otra parte, fue
menester enfrentarse con más y más legislación que parecía contraria
al espíritu de la Constitución, llegó el momento de apoyarse en una
base tan débil y se interpretó el procedimiento como regla
sustantiva. Las cláusulas de “debido proceso” de las Enmiendas
Quinta y Catorce fueron las únicas que mencionaban la propiedad en
la Constitución. Durante los siguientes cincuenta años, tales
cláusulas se convirtieron en el basamento sobre el que el Tribunal
Supremo edificó un cuerpo de leyes referente no sólo a las
libertades individuales, sino al control gubernamental de la vida
económica, incluyendo el uso del poder de policía y el de las
exacciones tributarias.
El resultado de este
peculiar y en parte accidental desarrollo histórico no suministra
base suficiente para justificar las intrincadas soluciones de la
actual ley constitucional americana. Poca gente considerará la
situación resultante como satisfactoria. Al amparo de una autoridad
tan vaga, el Tribunal Supremo se encaminó inevitablemente a juzgar
si los fines para los que utilizaba la legislatura sus poderes eran
deseables y no si una determinada ley iba más allá de los poderes
específicos concedidos a las legislaturas, o si la legislación
infringía los principios generales, escritos o no, que la
Constitución había intentado mantener. El problema se convirtió en
si los propósitos para los que los poderes se ejercían eran
“razonables” O, en otras palabras, si, en el caso particular de que
se tratase, la necesidad era lo suficientemente grande para
justificar el uso de ciertos poderes que en otros casos precisarían
de justificación. El trihunal claramente se excedía en sus funciones
judiciales propias e invadía la órbita peculiar del poder
legislativo. Ello, finalmente, condujo a conflictos con la opinión
pública y con el Ejecutivo, a consecuencia de los cuales la
autoridad del Tribunal Supremo quedó, en parte, disminuida.
8. La gran crisis
de 1937
Aunque para la mayoría de
los americanos se trata de historia reciente y familiar, aquí no
podemos ignorar totalmente la culminación de la lucha entre el
Ejecutivo y el Tribunal Supremo, que, desde el tiempo del primer
Roosevelt y la campaña anti Tribunal Supremo de los progresistas
bajo el mayor La Follette, ha sido un rasgo destacado en el
escenario político americano. El conflicto de 1937, a la vez que
indujo al Tribunal Supremo a ceder en su extrema posición, también
condujo a una reafirmación de los principios fundamentales de la
tradición americana, realidad de perdurable significación.
Cuando estaba en su apogeo
la más grave depresión económica de los tiempos modernos, la
presidencia de los Estados Unidos fue ocupada por una de esas
extraordinarias figuras que Walter Bagehot tiene presente cuando
escribe: “Cierto hombre dotado de fuerza creadora, voz atractiva y
limitada inteligencia que perora e insiste no sólo en que el
progreso específico es una cosa buena por si misma, sino la mejor de
todas y la raíz de las restantes cosas buenas”. Completamente
convencido de que conocía mejor que nadie lo que se necesitaba,
Franklin.D. Roosevelt estimaba que la función de la democracia, en
tiempo de crisis, consistía en conferir un poder ilimitado al hombre
en quien se confía, incluso si ello implicaba que se “forjen nuevos
instrumentos de poder que en ciertas manos pueden ser peligrosos”.
Era inevitable que una
actitud que consideraba legítimos casi todos los medios si los fines
eran deseables, tuviera que conducir rápidamente a un choque de
frente con el Tribunal Supremo, que durante medio siglo había
juzgado habitualmente sobre la “racionalidad” de cualquier
legislación. Seguramente es verdad que el Tribunal Supremo, con su
más espectacular decisión, cuando unánimemente rechazó la
National Recovery Administration Act, no sólo salvó al país de
una medida mal concebida, sino que actuó dentro de sus derechos
constitucionales. A partir de este momento, la pequeña mayoría
conservadora del Tribunal Supremo procedió a anular, una tras otra,
diversas medidas del presidente en campos más discutibles, hasta que
este último se convenció de que la única probabilidad de sacar
adelante tales disposiciones consistía en restringir los poderes del
Tribunal Supremo o en alterar su composición. La lucha llegó a su
punto decisivo cuando se entabló en torno a lo que se conoce como la
Court Paking Bill. Ahora bien, parece que la reelección presidencial
en 1936, que por una mayoría sin precedentes reforzó la posición de
Roosevelt, también persuadió al Tribunal Supremo de que el Programa
presidencial contaba con amplio apoyo. Cuando, en consecuencia, el
Tribunal Supremo cedió en su intrasigencia y no sólo invirtió la
postura que mantenía en algunos de los puntos centrales, sino que
efectivamente abandonó el uso de la cláusula del debido proceso como
limite sustantivo a la legislación, el presidente se vio despoiado
de sus más fuertes argumentos. En fin de cuentas, la medida
presidencial fue derrotada en el Senado, donde el partido de
Roosevelt tenía una mayoría abrumadora, y el prestigio del
presidente sufrió un serio golpe precisamente en el momento en que
había alcanzado el pináculo de la popularidad.
El episodio anterior,
junto con la brillante declaración del papel tradicional del
Tribunal Supremo, nuevamente formulada en el informe del Comité
Judicial del Senado, constituye una conclusión digna de nuestro
examen de la contribución americana al ideal de la libertad bajo la
ley. Solamente podemos citar aquí unos pocos de los pasajes más
característicos de dicho documento. La declaración de principios
parte de la presunción de que la conservación del sistema
constitucional americano “es incomparablemente más importante... que
la inmediata adopción de no importa que legislación, por muy
beneficiosa que sea”. Se pronuncia “por la continuación y
perpetuación del gohierno y del imperio de la ley en contraposición
al imperio de los hombres, y en ello no hacemos otra casa que
declarar de nuevo los principios basicos de la Constitución de los
Estados Unidos”. Continúa afirmando: “En última instancia el
Tribunal Supremo no tiene porque responder a sentimientos populares,
políticamente impuestos en un momento dado, ni tiene, en definitiva,
que subordinarse a la presión de la opinión pública del momento, lo
cual pudiera significar la pasión de la chusma, ajena a
considelaciones más claras y duraderas... No se encuentra en los
escritos y prácticas de los grandes estadistas una filosofía de
libre gobierno más duradera ni mejor que la que se halla en las
sentencias del Tribunal Supremo, cuando se enfrenta con los grandes
problemas de libre gobierno que hacen referencia a los derechos
humanos.»
Jamás una legislatura pagó
un mayor tributo de admiración al tribunal que limitó sus poderes. Y
nadie que recuerde estos sucesos en los Estados Unidos puede dudar
de que tal legislatura expresaba los sentimientos de la gran mayoría
de la población.
Tomado de Los
Fundamentos de la Libertad de F.A.Hayek.
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