En defensa del neoliberalismo

 

La educación progresista

 

Adolfo Rivero Caro

A principios del siglo XX, muchos pensadores anticapitalistas llegaron a la conclusión de que, ante las inmensas dificultades de hacer una revolución social, era necesario ir ganando terreno en el terreno de la educación.

El movimiento de la educación “progresiva” y en particular el pensamiento pedagógico de John Dewey influyó mucho en los experimentos “liberales” sobre el curriculum y la pedagogía en Estados Unidos. ¿Por qué cambiar el tradicional sistema de aprendizaje de la sociedad americana? Muy sencillo: porque era uno de los fundamentos culturales del capitalismo.

A partir de los años 30 pero, sobre todo, a partir de los años 60, dos enfoques de izquierda se irían imponiendo en toda la teoría pedagógica norteamericana: la pedagogía liberadora que enfatiza la posibilidad de conseguir un cambio social mediante la enseñanza crítica. Y la llamada teoría de la reproducción social, que subraya que las escuelas e instituciones reproducen las estructuras sexuales, raciales y de clase existentes. Y que hay que tratar de impedir esa reproducción

Los Padres Fundadores no eran relativistas morales, no pensaban que el criterio de la verdad fuera una cuestión de gusto personal, algo así como la afición a los Yankees de Nueva York o a la yuca con mojo. Creían en la importancia del trabajo, de la superación, de la honradez, de la eficiencia Creían, gracias a su educación cristiana, en el libre albedrío. Eran individualistas. Estaban convencidos de que eran plenamente responsables de sus actos.

Una de las tesis fundamentales del marxismo, sin embargo, es que nuestra forma de pensar, y de actuar, está determinada, en última instancia, por la clase social a la que pertenecemos. Por consiguiente, nuestro libre albedrío es una ilusión. Esa ilusión forma parte de una falsa consciencia de la realidad social. Nos parece (falsa consciencia) que los responsables de los crímenes son los delincuentes. ¡Nada de eso! advierte el marxismo. En realidad, todos los males de la sociedad, incluyendo los crímenes, son, en última instancia, culpa de una sociedad dividida entre explotadores y explotados, entre burgueses y proletarios, entre los dueños de los medios de producción y los que se ven obligados a alquilar su fuerza de trabajo. Esta división es la causa última de la pobreza, y de todos los males que ésta genera. Acabar con esta división es acabar con la pobreza, es abrir las puertas a una sociedad de riqueza universal. ¿Cómo conseguirlo? Muy sencillo: acabando con la propiedad privada de los medios de producción, origen de esa división.

No cabe duda de que es una teoría enormemente atractiva. Los trágicos experimentos sociales de nuestro siglo han demostrado su falsedad y, sin embargo, por increíble que parezca, las ideas que les dieron origen,  ligeramente recicladas, siguen gozando de una asombrosa vigencia entre los intelectuales. En efecto, es en esa concepción marxista donde se origina toda la actual teoría de las víctimas, según la cual nadie tiene responsabilidad individual porque su éxito o su fracaso depende de su ubicación en la sociedad. Los latinos, los negros,  las mujeres, los homosexuales o los feos son víctimas de una estructura social intrínsecamente racista, sexista, discriminadora, violenta y opresora. En Estados Unidos, como todo el mundo sabe, hay muy pocos miembros del Partido Comunista. Pero, con tantos intelectuales con estas ideas,  ¿para qué hace falta un partido comunista?

El único principio moral que se enseña a los niños en las escuelas públicas es a ser non-judgamental, es decir, a no hacer valoraciones morales. Las valoraciones morales son un “prejucio,” tenerlas es ser fanático, intolerante, “bigoted.” Esto no es más que la pedagogia liberadora en acción, la pedagogía que subraya la necesidad de conseguir un cambio social mediante la enseñanza crítica. ¿Crítica de que qué? De los fundamentos mismos de nuestra sociedad. Atención. Nos están serruchando el piso debajo de los pies y no nos damos cuenta.