Los impuestos en la historia:
Charles Adams El más odiado de los impuestos españoles ( y el mayor productor de ingresos ) era la alcabala, un impuesto de 10 por ciento sobre cualquier transferencia de propiedades muebles o inmuebles. Los musulmanes habían inventado este impuesto y lo habían traído a España en la Edad Media. La reina Isabel pidió su abolición en su testamento en 1504. Pero la alcabala producía tantos ingresos que ningún gobierno se atrevía a eliminarla. En realidad, se amplió hasta incluir los alimentos. La alcabala tenía un efecto deprimente sobre la industria y el comercio. Los mismos bienes pagaban este impuesto en muchas ocasiones cada vez que cambiaban de manos. Como consecuencia, las mercancías castellanas se volvían excesivamente caras tanto en el mercado interno como en el internacional. Se desarrolló un gran desequilibrio en la balanza de pagos en lo que las mercancías extranjeras (generalmente de contrabando) resultaban más baratas que las españolas en los mismos mercados locales. El oro y la plata fluían fuera del país tan rápido como llegaban de América. El imperio de Carlos V era un vasto grupo de provincias orgullosas de sus ‘‘antiguas libertades y costumbres,'' que es una forma sofisticada de decir que no querían nuevos impuestos. Las provincias eran leales al rey y estaban dispuestas a pelear por él pero impuestos para guerras ofensivas, no defensivas, no eran aceptables. Carlos pronto se dio cuenta de esto y, cuando necesitaba dinero, se volvía hacia su provincia natal, Castilla. Carlos suponía que sus súbditos apoyarían a su rey local en todas sus aventuras militares. Suponía mal. En el pensamiento europea estaba muy enraizada la concepción de que los impuestos eran sólo para la defensa del propio lugar natal. Las medidas financieras requerían la aprobación de las Cortes, un cuerpo de representantes de los distintos grupos sociales parecido al Parlamento inglés o los Estados Generales de Francia. Los nobles y los eclesiásticos no pagaban impuestos, así que su voto carecía de importancia. Lo importante era los votos de los diputados de las ciudades y pueblos porque su consentimiento era necesario para poder gravar a sus ciudadanos. Cuando el rey necesitaba dinero, convocaba a las Cortes y mandaba a uno de sus ministros a que hiciera un discurso desde el trono. Los diputados respondían con una lista de peticiones, tales como un nuevo puente, un camino o un cambio en alguna ley. Con el tiempo el rey accedería a la petición y los diputados aprobarían los impuestos. Este procedimiento tenía todas las apariencias de un gobierno parlamentario pero, en la práctica, las cortes hacían lo que el rey pedía. En una rara ocasión cuando las Cortes rechazaron la solicitud del ministro de finanzas, el rey fue a las Cortes y ordenó a los diputados aprobarla en 30 minutos. Los diputados se mantuvieron firmes y el rey se marchó furioso. Esa misma noche, se impuso la ley marcial en la provincia. Los diputados se reunieron rápidamente y aprobaron las demandas del rey. En el sistema español no había verdadero debate ni negociación. Generalmente, el rey evitaba los choques con los diputados a Cortes ofreciéndoles pensiones lucrativas, cargos y ‘beneficios'. Eso no era soborno sino los beneficios marginales de los cargos públicos, como sucede en la actualidad. En 1520, Carlos provocó una gran rebelión en Castilla con su exigencia de nuevos impuestos. Las Cortes lo aprobaron y los furiosos contribuyentes se volvieron contra sus diputados y demandaron cambios políticos para terminar con la corrupción de las Cortes. Los incidentes en el norte de España y Segovia dan idea del salvajismo de la rebelión. Una turba de contribuyentes locales asesinó a un diputado sin concederle la solicitud de recibir los últimos sacramentos de un sacerdote. Con el tiempo, Carlos aplastó a los rebeldes y la rebelión fracasó. Sin embargo, el monarca aprendió una lección: los impuestos tenían que ser tolerables a los contribuyentes. Carlos estableció una política de ‘no nuevos impuestos' tras la rebelión de Castilla. Sin embargo, triplicó sus ingresos al hacer cumplir minuciosamente los impuestos existentes, una práctica ominosa. Carlos estableció un Consejo de Finanzas y le ordenó “apretar las tuercas” a los contribuyentes remisos. Apretar las tuercas no era una figura retórica. Los recaudadores de impuestos eran, al mismo tiempo, jueces y ejecutores de cualquier disputa tributaria. Al final, el sistema legal se convirtió en un instrumento para obtener el máximo de ingresos sin ninguna consideración para los derechos de los contribuyentes. Tras la muerte de Carlos, Felipe II redujo las cortes a simple instrumento suyo. Todos los años se concedían servicios, que eran concesiones especiales, por valor de millones de ducados. Los contribuyentes españoles no aceptaron los nuevos cargos sin protestas. Puesto que no tenían recursos legales, y las cortes estaba corrompidas, se volvieron hacia las defensas extra-legales: recurrieron a la violencia, a la evasión y a la fuga. Tuvieron éxito: el mundo no ha visto, ni antes ni después, semejante desafío. El imperio estaba condenado a muerte. A principios del siglo XVII, un escritor español llamaba la atención sobre la despoblación de Castilla. La gente se marchaba para evitar los impuestos. “No hay que maravillarse que se haya ido tanta gente, hay que maravillarse de que se haya quedado alguien.” Muchos historiadores hablan de la plaga o de la expulsión de los moros y los judíos como causa de la despoblación, pero un orden social sano hubiera podido recuperarse de esos reveses. Y además, la fuga de los contribuyentes fue un problema a largo plazo. Año tras año, durante décadas, miles y miles de campesinos y trabajadores españoles se iban en busca de trabajo a lugares libres de impuestos. ¿A dónde fueron? En primer lugar, la mayoría se fue al Nuevo Mundo. Un espía francés escribía desde Madrid: Los galeones partieron el 28 de este mes. Me aseguran que además de las personas que partieron por razones de negocios, más de 6,000 españoles se fueron para América por la sencilla razón de que no podían vivir en España.”. Las Américas eran un santuario del sistema impositivo español, especialmente de la alcabala. Estas tierras ofrecían oportunidades para aventuras, status libre de impuestos y riquezas. 200 años después, Bismarck, el gran estadista alemán, se refirió a la fuga de los contribuyentes españoles. Se oponía a las colonias alemanas, decía, porque Alemania “pudiera terminar mandando lo mejor de su pueblo a ultramar, como ha hecho España.” En segundo lugar, un gran número de contribuyentes con alguna educación se unió al sistema de servicio civil, exento de impuestos. Esto fue especialmente desastroso para la Corona porque no sólo perdía contribuyentes sino que ganaba otra boca que alimentar. ‘‘Hay mil empleados'', decía un escritor español, "donde bastarían 40 si se mantuvieran trabajando; el resto pudiera mandarse a hacer algún trabajo útil." En lo que el ejército de empleados públicos crecía, la fuerza de trabajo mermaba. Los empleados públicos innecesarios son sanguijuelas del sistema de impuestos, y España, como Roma, tenía más sanguijuelas que contribuyentes. En tercer lugar, los contribuyentes con dinero e influencia se convertían en nobles o hidalgos. Todo plebeyo soñaba con alcanzar el status de noble. Trabajar y pagar impuestos era visto con desprecio. Un novelista español de la época puso en boca de uno de sus personajes:‘‘Cualquier infeliz preferiría morirse de hambre antes de que tener que trabajar y pagar impuestos''. Una vez que un español se convertía en hidalgo, como todo buen aristócrata, desdeñaba trabajar: el ocio era la marca del noble, y muchos preferían vivir al borde del hambre antes de que tomar un oficio productivo. En cuarto lugar, campesinos pobres y con muchos impuestos, sin educación, dinero o influencia frecuentemente se sumaban a la primera banda de gitanos que pasaba antes de que los impuestos los redujeran a la miseria. Esto se conseguía mediante el impuestos de la muerte, que requería que una familia campesina tuviera que entregarle a su señor su mejor vaca cuando moría el cabeza de familia. Era tradicional que el señor devolviera la vaca pero la Corona reclamaba ese impuesto y nombraba campesinos recaudadores para cobrarlo. Puesto que los recaudadores eran al mismo tiempo los jueces de las disputas tributarias, acostumbraban interpretar que este impuesto aplicaba a toda muerte que ocurriera en la familia. La baja esperanza de vida y la alta mortalidad infantil significaban el desastre para los campesinos. Cuando les llevaban la última vaca, la familia perdía su último instrumento de producción y tenía que sumarse a la banda de gitanos más cercana. La revuelta de las provincias Con el tiempo, la despoblación de los contribuyentes castellanos hizo que la Corona pusiera su atención sobre las provincias que no pagaban alcabala y tenían pocos impuestos. El desafío a los impuestos españoles se tornó violenta. Los países bajos eran el centro del comercio mundial; Amsterdam era la ciudad más importante de Europa. La libertad de alta mar era una invención legal de los holandeses para liberar al Mar del Norte de los recaudadores de impuestos ingleses. El rey de Inglaterra veía el Mar del Norte como un lago inglés sujeto a los impuestos del rey, que era ‘Señor de los Mares'. En una ocasión reunieron los barcos holandeses y les dieron licencias para que pudieran pescar en el Mar del Norte. Holanda era parte del vasto imperio español, dirigido regionalmente por la Corona a través de una regente, Margarita de Parma, una hija del Carlos V. En 1566, la Reforma provocó un estallido de violencia en Holanda. La revuelta, inspirada por los protestantes le dio a la Corona española una excusa para imponer una inquisición estilo español. Un prominente grupo de holandeses le pidió moderación al emperador. La Corona los calificó de ‘mendigos'. El nombre prendió, estallaron motines y se inició una desastrosa guerra civil que duró casi 80 años.
El emperador seleccionó al Duque de Alba para que, al mando de 20,000 hombres, restaurara el orden. Le dio poderes para imponer la alcabala, que sustituiría un impuesto local que los holandeses habían estado pagando de mala gana. Arriba de la alcabala había un impuesto de 1 por ciento al capital y otro de 5 por ciento a la transferencia de propiedad. Alba convocó a los Estados Generales holandeses reclamando autoridad para cobrar la alcabala. Los holandeses accedieron a pagar un impuesto al capital del 1 por ciento. Inicialmente, Alba accedió pero, a insistencia de la Corona, instituyó la alcabala. Los holandeses que se rebelaban eran linchados y se desencadenó una vasta guerra civil. La alcabala se instituyó para aliviar a la Corona de la carga financiera de mantener a las tropas españolas. Había que embarcar dineros de España para financiar las tropas españolas. Este dinero era frecuentemente capturado por los piratas y, en una ocasión, la armada británica se apoderó de un galeón cargado de oro y plata para pagar a las tropas españolas al borde de la hambruna. La reina Isabel se veía naturalmente impulsada a ayudar a los rebeldes holandeses. La rebelión en Holanda fue una enorme carga para las finanzas españolas pero, más importante, puso a la Corona sobre aviso de que desafiar las antiguos costumbres tributarias de las provincias era una invitación a la rebelión. La Corona no se atrevió a imponer nuevos impuestos en las demás provincias durante casi 50 años, pese a que el comercio con el Nuevo Mundo estaba en decadencia y que los impuestos castellanos daban cada vez menos. Un estudio del gobierno de 1619 llegó a la conclusión de que la provincias tenían que pagar más impuestos y compartir la pesada carga del vasto imperio español. Las provincias recibieron la noticia con horror. Los impuestos habían destruido a Castilla; ¿por qué habrían las demás provincias de correr la misma suerte? ¿No estaba el emperador obligado a respetar las antiguas libertades y cartas de todas las provincias? ¿No estaban estos impuestos concebidos para objetivos militares y de ninguna forma relacionados con la defensa de sus países natales? Los holandeses prometieron alguna ayuda formal pero rechazaron los nuevos impuestos. La Corona decidió recurrir a la fuerza. Atacaron a los vascos, cercas de Holanda, como primer objetivo. Los vascos resistieron. Cataluña fue la próxima. Se nombró un regente y se acantonaron las tropas a costas de la población. Cuando el rey no escuchó los ruegos populares, hubo un alzamiento popular. La resistencia mató al virrey y combatió contra las tropas reales. Eventualmente, tras una guerra de diez años, España pudo reconquistar la provincia pero el precio fue enorme. La revuelta ocurrió cuando España necesitaba todas sus fuerzas para combatir contra los holandeses, los franceses y los ingleses. Las últimas reservas se gastaron luchando contra las revueltas, dentro de España, en contra de los impuestos. En medio de la guerra contra Cataluña, las Corona instituyó una alcabala de 5 por ciento en Portugal, contraria a la carta entre Portugal y España. La corona nombró a un regente títere y a un feroz recaudador de impuestos. El pueblo asaltó el palacio, puso al gobernador en la frontera y linchó al implacable recolector de impuestos. Los portugueses han sido independientes desde entonces. Impuestos sobre los alimentos también provocaron alzamientos en Sicilia y Nápoles. El colapso del poder español debido a la rebelión en contra de los impuestos permitió que los británicos capturaran Jamaica y muchas otras colonias españolas. Los holandeses se apoderaron de las Antillas Orientales. Robarle a España se convirtió en un deporte internacional. Lo último del imperio español fue a Estados Unidos en la guerra hispano-americana. Los españoles inventaron lo que probablemente haya sido el mejor sistema de evasión de impuestos que se haya creado nunca. Es imposible calcular su envergadura pero el gobierno pudiera haber cobrado sólo una décima parte de los ingresos estimados. Los negociantes españoles transformaron el comercio en el Atlántico en una masiva operación de contrabando para evadir el Quinto Real, un impuesto de 20 por ciento sobre la plata y las mercancías de las colonias. Todo comercio tenía que entrar en España a través de ciertos puertos para pasar por las aduanas. Además había un impuesto en el puerto de salida y un impuesto de convoy para pagar por las naves que servían de escolta. En 1600, el impuesto de convoy era del 6 por ciento; en 1630 era de 35 por ciento. El primer objetivo del gobierno era la plata. Además del Quinto Real, el gobierno confiscaba la plata cuando estaba corto de dinero y, en cambio, le daba a sus dueños bonos del gobierno. Por otra parte, la plata estaba sujeta a control de cambios y se registraba cuando llegaba a España. La plata libre, la no registrada, estaba en gran demanda. Los mercaderes concedían grandes descuentos por compras hechas con plata libre (de contrabando). La plata evadía los impuestos mediante una serie de recursos. La plata de Perú, por ejemplo, era consignada a personas inexistentes en Panamá, transportada a través del Istmo y embarcada para España. Puesto que se suponía que la plata se iba a quedar en Panamá, nunca aparecía en los registros del barco. Era fácil introducir mercancía de contrabando en España; los comandantes navales de los navíos de la escolta descargaban la plata en pequeñas aldeas de pescadores lejos de los puertos de entrada. Alguna veces, la plata se embarcaba de noche poco antes de que el barco saliera para España y después de que el registro del barco estuviera cerrado. También se declaraba menos de la que realmente se cargaba. Lo mismo se volvía a hacer en las aduanas españolas mediante el debido soborno. Nadie sabrá nunca verdaderamente cuanta plata se embarcó para España a principios del siglo XVII. En 1600, por ejemplo, se embarcó plata por valor de 30 millones de pesos. Para 1650, cuando el contrabando estaba en su apogeo, sólo se embarcaron tres millones de pesos, según los expedientes de la aduana. Se pudiera argumentar que los embarque de plata disminuyeron debido al agotamiento de las minas del Nuevo Mundo. Hay cierta verdad en esto pero los restos de naufragios encontrados recientemente en Caribe han descubierto enormes cantidades de plata. La Corona trató desesperadamente de detener el contrabando. Ensayó la pena de muerte, que no le metía miedo a nadie, así que se fue al otro extremo y ofreció perdón a los contrabandistas confesos si estos prometían portarse bien. La Corona prometió detener las confiscaciones de plata. Todos los esfuerzos fracasaron debido "a que el hábito del fraude era demasiado profundo''. El sistema de evasión de la España imperial sigue vigente hasta el día de hoy. No sólo el gobierno español admite que es un serio problema. En toda América Latina, los empresarios descubren que el soborno es indispensable para hacer negocios. Las actuales leyes norteamericanas contra los sobornos se enfrentan a costumbres que tienen cuatrocientos años. Es dudoso que se pueda avanzar contra este sistema. En algún momento de las transacciones de negocios o de la recolección de impuestos, se va a producir algún soborno, y el si el americano no lo paga, algún otro lo va a hacer. El principal estudioso de Oxford sobre la España imperial dijo: "La industria española fue estrangulada por el sistema de impuestos más abrumador y complicado que la locura humana pueda imaginar... El contribuyente, sobrecargado de impuestos, se veían envuelto en una red de regulaciones para prevenir la evasión... De esta forma, a cada paso, se veía abrumado por la mortal influencia de una incongruente acumulación de exacciones''. Opresivo como era el sistema tributario de España, ¿fue realmente eso lo que hundió al imperio? ¿Era realmente tan insoportable la alcabala de 10% en Holanda o la de 5% en Portugal? Probablemente no hay estándares objetivos para determinar cuando un impuesto es intolerable. La revolución americana lo estableció claramente. Hay que medir los impuestos por estándares subjetivos: por lo que un pueblo esté dispuesto a aceptar. Los problemas de España empezaron cuando sus contribuyentes lanzaron un triple ataque contra el sistema. La historia de los impuestos españoles ilustra sobre todo lo que puede suceder cuando hay una masivo descontento con los impuestos. Los problemas de España probablemente empezaron cuando el Consejo de Finanzas decidió "apretar las tuercas'' a los contribuyentes españoles, y cuando los ingresos dejaron de gastarse en su defensa. Probablemente no hay nada más peligroso para un gobierno que reprimir a los contribuyentes que desafían un mal sistema de impuestos. Una vez que el gobierno español se dio cuenta de que el sistema era malo, ya era demasiado tarde: la desobediencia se había convertido en un estilo de vida que nada podría cambiar. Thomas Jefferson se refirió a este problema cuando escribió una carta a James Madison sugiriendo que un país necesitaba una rebelión cada unos 20 años, y que el gobierno no debía castigar muy severamente a los rebeldes porque estos estaban mostrando las debilidades que el gobierno tenía que rectificar. Aplicando esto a los impuestos, un masivo incumplimiento o inclusive la irritación contra un sistema de impuestos debía ser una advertencia a los gobiernos de que hay algo que rectificar. Ignorar los síntomas es tan malo como ignorar los síntomas de una grave enfermedad. El gobierno español (como la mayoría de los gobiernos) interpretó el desafío a los impuestos como una llamado a la represión. La represión fue tan efectiva como querer apagar un incendio echándole gasolina. Un siglo después del colapso español, un notable número de sabios españoles exhortaron a la reforma. En este sentido, nos podemos retrotraer al cardenal Cisneros poco después del Descubrimiento de América. Sus esfuerzos no llevaron a nada. Como dijera González de Cellorigo alrededor de 1600 viendo la decadencia de España: "Los que pueden, no quieren, y los que quieren, no pueden''. ==================================================== ‘El Colapso de Hércules', capítulo 18 del libro: For Good and Evil The impact of taxes on the course of civilization de Charles Adams (Para Bien y Para mal Traducción de Adolfo Rivero ====================================================== |
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