Hasta mediados de los años 50 Estados Unidos disfrutaba del apoyo de los 51 estados miembros de la Asablea General de Naciones Unidas. Ese margen desapareció para siempre cuando se admitieron 20 nuevos miembros tras el breve deshielo que produjo la muerte de Stalin. Cinco años después, la Asamblea General tenía 82 miembros, casi todos antiguas colonias de las potencias europeas. Para 1970, la cifra había saltado a 108; para 1980 a 136 y para 1995, laAsamblea General tenía 185 estados miembros, cada uno con un voto. Esta Asamblea General ampliada ha estado dominada por estados antioccidentales cuyas elites casi nunca han compartido la cultura política occidental. Esta Asamblea General dominada por el Tercer Mundo aprueba numerosos programas y proyectos para los que, la inmensa mayoría de sus miembros, contribuye poco o nada. En 1992, por ejemplo, Estados Unidos pagaba 25 por ciento del presupuesto operativo general de la ONU, mientras que 79 estados pagaban cada uno 0.01 por ciento de ese presupuesto: el mínimo permitido. Otros 9 contribuian cada uno 0.02 por ciento. Eso significa que la mayoría de los países que votan en Naciones Unidas contribuye con menos del 1 por ciento del presupuesto general mientras que 14 estados contribuyen con 84 por ciento. Es obvio que no hay mucha esperanza de restringir la proliferación de la burocracia y su asombroso despilfarro, o de reducir significativamente la corrupción, hasta que los principales contribuyentes de Naciones Unidas no tengan más influencia sobre su presupuesto.
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